10

Aquella tarde, Albinus hizo su maleta y se trasladó al apartamento de Margot. No le había sido fácil persuadir a Frieda para que se quedara en el piso vacío. Por último, se mostró de acuerdo cuando le propuso que su joven esposo, un probo sargento de la Policía, ocupara la habitación que fue de la nurse. Si alguien telefoneaba, tenía que decir que Albinus había partido inesperadamente para Italia, con su familia.

Margot le recibió fríamente. Aquella mañana había sido despertada por un gordo y airado caballero que buscaba a su hermano político; la insultó. La cocinera, una mujer notablemente fornida, le había echado.

—Este piso es sólo para una persona —dijo Margot mirando la maleta de Albinus.

—¡Oh, por favor! —murmuró él, miserablemente.

—De todas formas, tenemos que hablar de muchas cosas. Y no tengo ninguna intención de escuchar los insultos de tus estúpidos parientes.

Recorría la habitación en todas direcciones, enfundada en su bata de seda roja, con la mano derecha metida en su sobaco izquierdo y fumando vigorosamente un cigarrillo. El cabello, que le caía sobre la frente, le daba el aspecto de una gitana.

Después del té, Margot salió en coche a comprar un gramófono. ¿Por qué un gramófono? Y precisamente aquel día… Exhausto y con una fuerte jaqueca, Albinus descansaba en el sofá de la repugnante salita. Pensó: «Algo horrible ha ocurrido, pero, a pesar de todo, estoy tranquilo. El desmayo de Elisabeth duró veinte minutos, y, luego, estuvo gritando; probablemente, fue terrible oírla; pero estoy tranquilo. Ella sigue siendo mi esposa, y yo la amo, y, desde luego, me mataré si muere por culpa mía. Me pregunto cómo explicarían a Irma el traslado al piso de Paul y todas las prisas y la agitación. Fue desagradable la forma en que lo describió Frieda: “Y Madame gritó, y Madame gritó…”. Sorprendente, porque Elisabeth no ha levantado la voz en su vida».

Al día siguiente, mientras Margot estaba fuera, comprando discos, escribió una larga carta. En ella aseguraba a su esposa, con toda sinceridad, aunque tal vez en un estilo en exceso floriturado, que la adoraba como antes, a pesar de su pequeña fuga «que ha rasgado nuestra felicidad como el cuchillo de un loco rasga un cuadro». Albinus lloró. Estuvo escuchando, para asegurarse de que Margot no regresaba, y siguió escribiendo, sollozando y murmurando para sí mismo. Suplicaba a su esposa que le perdonara, pero en su carta no había ninguna indicación de si estaba dispuesto a abandonar a su amante.

No recibió respuesta alguna.

Entonces comprendió que, si no deseaba seguir atormentándose, tenía que borrar de su memoria la imagen de su familia y abandonarse totalmente a la fiera y casi mórbida pasión que el alegre encanto de Margot había excitado en él. Ella, por su parte, estaba siempre dispuesta a responder a sus requerimientos amorosos; era algo que, simplemente, la refrescaba; era juguetona y despreocupada; dos años antes, un doctor le había dicho que nunca podría tener hijos, y ella lo consideró una gran suerte.

Albinus la enseñó a bañarse diariamente, en lugar de lavarse las manos y el cuello, como había hecho hasta entonces. Sus uñas aparecían siempre limpias, y un rojo brillante cubría tanto las de sus manos como las de los pies.

Él no dejaba de descubrir nuevos encantos en Margot; pequeñas cosas conmovedoras que en otra muchacha le hubieran parecido toscas y vulgares. Las líneas infantiles de su cuerpo, su desvergüenza y el atenuamiento gradual de sus ojos (como si se estuvieran extinguiendo lentamente, al igual que las luces de un teatro), le llevaban a un tal frenesí que perdió el último vestigio de aquella cortedad que su compuesta y delicada esposa había exigido de sus abrazos.

No salía apenas de casa, por miedo a encontrar conocidos. Era con renuencia, y sólo por la mañana, que dejaba a Margot partir a la aventura, a la busca y captura de medias y ropas interiores de seda. La falta de curiosidad de su amiga le llenaba de estupor: nunca le preguntaba acerca de su vida de antaño. Algunas veces, Albinus trató de interesarla en su pasado, relatándole su niñez, hablándole de su madre, a quien recordaba vagamente, y de su padre, un pletórico caballero rural que había depositado su cariño en sus perros y en sus caballos, en su cebada y en sus cereales, y que murió súbitamente, de un acceso de risa viril, en el salón de billar donde un invitado estaba contando una historieta obscena.

—¿Qué historia era? Cuéntamela —pidió Margot. Pero él la había olvidado.

Le habló de su temprana pasión por la pintura, de sus obras, de sus descubrimientos; le explicó cómo pudo restaurarse un viejo cuadro, con la ayuda del ajo y la resina machacada, que convirtieron en polvo el viejo barniz, y cómo, bajo una gamuza humedecida en trementina, el ahumado de la grosera pintura sobrepuesta desapareció, dando a la luz la belleza original.

Margot se interesó, especialmente, en el valor comercial del cuadro.

Le habló de la guerra, y del frío cieno de las trincheras, preguntándole ella por qué, siendo rico, no se había colocado en algún sitio, en retaguardia.

—¡Qué gracioso es mi tesoro! —exclamó él, apretujándola.

Margot empezó a aburrirse por las noches. Echaba de menos el cine, los restaurantes de tono, la música negroide.

—Tendrás todo, absolutamente todo —dijo él— deja que me recupere, primero. Tengo toda clase de planes. Pronto iremos a la costa.

Echó una ojeada en torno a la salita de Margot, y se maravilló de cómo él, que se enorgullecía de no poder soportar nada de mal gusto, pudiese tolerar aquella cámara de los horrores. Todo, meditó, quedaba embellecido por su pasión.

—Realmente, nos hemos instalado muy bien; ¿no es cierto, cariño?

Ella convino condescendientemente. Sabía que todo aquello era transitorio: el recuerdo del lujoso piso de Albinus permanecía anclado en su mente; pero, por supuesto, ninguna necesidad había de precipitarse.

Un día de julio, volviendo Margot a pie de su modista y cuando ya llegaba a casa, alguien la agarró por detrás, por encima del codo. Dio una vuelta en redondo. Era su hermano Otto. Le sonreía desagradablemente. Dos de sus amigos esperaban a corta distancia, y también ellos le sonrieron.

—Encantado de verte, hermanita. No ha sido muy amable por tu parte olvidar a la familia.

—Suéltame —dijo Margot con calma, dejando caer sus párpados.

Otto se plantó en jarras.

—¡Qué preciosa estás! —La examinó de pies a cabeza—. Miren ustedes: ¡una auténtica señoritinga!

Margot se volvió de espaldas y echó a andar. Pero él la asió otra vez del brazo, lastimándola, y ella profirió un suave «Aah-yy», como hiciera cuando niña.

—Escúchame bien, dijo Otto, hace tres días que te estoy vigilando. Sé dónde vives. Pero es mejor que nos alejemos un poco.

—Déjame marchar —musitó Margot tratando de aflojar los dedos de su hermano.

Su casa estaba muy cerca. Podía dar la casualidad de que Albinus mirase por la ventana. Eso sería un inconveniente.

Cedió a su presión. Él la acompañó, dando la vuelta a la esquina. Silbando y balanceando los brazos, los otros dos, Kaspar y Kurt, los siguieron.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella mirando con disgusto a la grasienta gorra de su hermano y al cigarrillo que llevaba tras la oreja.

Él señaló a un lado con la cabeza.

—Vayamos a aquel bar de allí.

—No —gritó ella.

Pero los otros dos se le aproximaron mucho, haciendo «fu, fu» mientras la empujaban hacia la puerta. Ella empezó a sentirse asustada.

En el bar, unos cuantos hombres discutían las próximas elecciones en altos tonos ladradores.

—Sentémonos aquí, en el rincón —dijo Otto.

Se sentaron. Margot recordaba vívidamente y con una especie de admiración la forma en que solían ir a los lagos de los suburbios ella, Otto y aquellos dos jóvenes bronceados. La enseñaron a nadar y le tiraban de sus muslos desnudos bajo el agua. Kurt tenía un ancla tatuada en el antebrazo y un dragón en el pecho. Corrían por el banco y se salpicaban unos a otros con arena viscosa y suave. Los amigos de su hermano le daban azotes sobre su pantalón de baño tan pronto como se tendía en el suelo. ¡Qué delicioso era todo aquello!: el alegre grupo, los envoltorios de papel, el rubio y musculoso Kaspar sacudiendo sus brazos en la orilla del lago, como si estuviera titubeando, mientras gritaba: «¡El agua está fría, fría!». Cuando Kaspar nadaba, mantenía la boca bajo el agua y resoplaba como una foca. Y, al volver junto al grupo, lo primero que hacía era peinarse hacia atrás su cabello negro y ponerse cuidadosamente la gorra. Recordó cómo jugaban a la pelota, y cómo ella se echaba en tierra, y la cubrían con arena, dejando sólo su cara a la vista y confeccionaban una cruz de guijas sobre el montículo.

—Oye una cosa —dijo Otto cuando aparecieron cuatro vasos de bordes dorados, con cerveza—. No tienes por qué avergonzarte de los tuyos por tener un amigo rico. Por el contrario, debes pensar en nosotros.

Tomó un sorbo y sus amigos hicieron lo propio. Miraban a Margot con presuntuosa hostilidad.

—No sabes lo que dices. —Ella le miraba desdeñosamente—. Es bien distinto de lo que piensas. En realidad, estamos comprometidos.

Los tres rompieron en carcajadas. Margot estaba henchida de un asco tal que apartó la mirada y se puso a jugar con el lazo de su bolsa de mano. Otto se la cogió y, abriéndola encontró una polvera, llaves y tres marcos y medio, que se metió en el bolsillo.

—Esto bastará para la cerveza —indicó Otto. Luego, con un pequeño saludo, puso la bolsa ante ella.

Pidieron más bebida. También Margot tomó algo, con esfuerzo: detestaba la cerveza, pero no quería que se bebieran la suya.

—¿Puedo irme ya? —preguntó, golpeando con el dedo los chavos gemelos de sus sienes.

—Pero ¿cómo? ¿No te gusta sentarte con tu hermano y sus amigos? —La voz de Otto era de asombro burlón—. Querida mía, has cambiado mucho. Pero aún no hemos hablado de negocios…

—Me has robado mi dinero, y ahora me marcho.

Ellos gruñeron, y de nuevo se sintió asustada.

—Nada de robos —dijo Otto de una forma abyecta—. Éste no es tu dinero, sino el dinero que le has quitado a alguien que lo sacó del sudor de los proletarios. De modo que es mejor que no hables de robar, so… —Se contuvo y continuó con más calma—: Escúchame, tú: vas a sacarle algún dinero a tu amigo para nosotros, para la familia. Cincuenta. ¿Entendido?

—Y supongamos que me niego.

—Entonces tomaremos nuestra dulce venganza. Sabemos todas tus cosas. ¡Prometida! Ésa sí que es buena.

Súbitamente, un fulgor cruzó los ojos de Margot, que dijo por lo bajo, sin mirar a su hermano:

—Está bien. Los sacaré. ¿Es eso todo? ¿Puedo irme, ahora?

—Buena chica. Pero ¿qué prisa tienes? Además, tendríamos que vernos más a menudo. ¿Qué te parece una excursión al lago, un día de éstos, eh? —Se volvió a sus amigos—. ¡Menuda la pasábamos! No debiera darse esos aires, ¿no es cierto?

Pero Margot se había puesto ya en pie; estaba vaciando su vaso.

—Mañana por la tarde, en la misma esquina —dijo Otto—. ¿Convenido?

—Convenido.

Margot estaba radiante. Dio la mano a los dos y se marchó.

Al llegar a casa, y cuando Albinus depositó su periódico y se levantó para recibirla, ella vaciló, simulando un desmayo. Fue una comedia mediocre, pero dio resultado. Albinus estaba atemorizado de verdad; la acomodó en el diván; le llevó un poco de agua.

—¿Qué ocurre? Dime qué ocurre —le repetía, mientras le daba palmaditas en el cabello.

—Me vas a abandonar… —gimió Margot.

Él tragó saliva e inmediatamente arribó a la peor conclusión: le había sido infiel. «Está bien. Pues la mataré», pensó ágilmente. Pero en voz alta dijo, tranquilo:

—¿Qué ocurre, Margot?

—Te he engañado —musitó ella.

«Debe morir», pensó Albinus.

—Te he engañado de una forma terrible, Albert. En primer lugar, mi padre no es artista, sino cerrajero, y ahora guarda una portería; mi madre limpia barandillas, y mi hermano es un simple trabajador. Tuve una niñez terrible, terrible de verdad. Fui azotada, torturada.

Albinus sintió un alivio exquisito y una oleada de pena.

—No, no me beses. Tienes que saberlo todo. Me escapé de casa. Gané dinero haciendo de modelo. Una vieja terrible estuvo explotándome. Luego tuve una aventura amorosa. Él estaba casado, como tú, y su esposa no quería darle el divorcio; lo dejé, pues no me resignaba a ser tan sólo su querida, aunque le amase con locura. Después fui acosada por un viejo banquero. Me ofrecía toda su fortuna, pero, desde luego, lo rechacé. Murió del disgusto. Entonces tomé aquel empleo en el «Argus».

—¡Oh, mi pobre, mi pobre ángel desvalido! —murmuró Albinus, que, a la sazón, había dejado de creer que él era su primer amante.

—¿Y, de verdad, no me desprecias? —preguntó ella sonriendo tras sus lágrimas, lo que era difícil puesto que no había lágrimas a través de las cuales sonreír—. ¡Estoy tan contenta de que no me desprecies…! Pero ahora, déjame que te cuente lo más terrible de todo: mi hermano ha averiguado dónde vivo, le he encontrado hoy, y me pide dinero, tratando de hacerme un chantaje, porque cree que tú no sabes nada…; sobre mi pasado, quiero decir. ¿Sabes?, cuando le vi pensé en la vergüenza que suponía tener un hermano así, y luego, en que mi confiado niñito no sospechaba lo que era mi familia, ¿sabes?, me sentí tan avergonzada de ellos, y, también, por no haberte dicho la verdad…

Él la tomó en sus brazos y la meció de aquí para allá; le hubiera cantado una nana, de haber conocido alguna. Ella empezó a reír quedamente.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó él—. ¿Quieres que hablemos con la Policía?

—No, eso no —exclamó Margot con extraordinario énfasis.