Entretanto, Margot había alquilado el piso y procedió a comprar varios artículos domésticos, empezando por un refrigerador. Aunque Albinus le daba el dinero con esplendidez, con una emoción placentera, se lo entregaba por pura confianza, pues no sólo no había visto el piso, sino que ni siquiera conocía la dirección. Ella le dijo que sería divertido que no viera el piso en tanto no estuviese dispuesto totalmente.
Pasó una semana. Imaginaba que Margot le telefonearía el sábado. Estuvo todo el día esperando junto al teléfono, pero el aparato permaneció mudo. El lunes estaba ya convencido de que Margot le había tomado el pelo y se había esfumado para siempre. Por la tarde vino Paul. Éstas visitas eran un infierno para ambos, a aquellas alturas. Y para que nada faltase, Elisabeth no estaba en casa. Paul tomó asiento en el estudio, frente a Albinus. Fumó, y miró la punta de su cigarro. Había adelgazado últimamente. «Lo sabe todo —pensó Albinus—. Pero ¿qué importa? Es un hombre; tiene que comprender».
Irma entró saltando y el semblante de Paul esbozó una sonrisa. La sentó en su regazo y emitió un gracioso gruñidito cuando ella le dio un golpe casi imperceptible, con su pequeño puño, mientras se acomodaba.
Más tarde regresó Elisabeth de su partida de bridge. Al pensar en la cena y en la larga velada que la sucedería, Albinus pensó, súbitamente, que era más de lo que podía soportar. Dijo a su esposa que no iba a cenar en casa; ella le preguntó, bondadosamente, por qué no lo había dicho antes.
Tenía un único deseo: encontrar a Margot inmediatamente, sin que importara el precio. No tenía derecho a estafarle el destino que tanto le prometiera. Estaba tan desesperado que decidió dar un paso muy atrevido. Sabía la dirección del piso en que Margot vivía con su parienta. Allí se dirigió. Al atravesar el patio trasero vio a una sirvienta que hacía una cama, junto a una ventana abierta en la planta baja, y le preguntó.
—¿Fräulein Peters? —repitió la criada, sosteniendo la almohada que había estado ahuecando—. ¡Oh!, creo que se ha trasladado. Pero mejor haría en averiguarlo usted mismo. Quinto piso, la puerta de la izquierda.
Una mujer desaliñada, con ojos inyectados en sangre, entreabrió la puerta sin quitar la cadena, y le preguntó qué deseaba.
—Quiero saber la nueva dirección de Fräulein Peters. Vivió aquí con su tía.
—¿Ah, sí? —dijo la mujer no sin curiosidad y con súbito interés, desenganchando la cadena.
Le hizo pasar a una pequeña salita donde todos los objetos se movían y trepidaban al menor movimiento. Sobre un pedazo de paño americano, con pardas manchas circulares, aparecía un plato de patatas aplastadas, una bolsa rota, con sal, y tres botellas vacías de cerveza. Con una sonrisa misteriosa, la mujer le invitó a sentarse.
—Si yo fuera su tía —dijo con un guiño—, probablemente no conocería su dirección. No, —añadió con una cierta vehemencia—, no tiene ninguna tía.
«Está borracha», se dijo Albinus, hastiado. Y dirigiéndose a la mujer dijo en voz alta:
—Escuche, ¿no puede decirme dónde ha ido?
—Me alquiló una habitación —contestó la mujer, mientras reflexionaba, con amargura, en la ingratitud de Margot al ocultarle su amigo rico y sus nuevas señas, aunque no tuvo demasiada dificultad en procurarse estas últimas.
—¿Qué puedo hacer? —exclamó Albinus—. ¿Puede usted sugerirme algo?
Eran las siete y media. Estaban encendiendo las luces y su suave resplandor naranja resultaba delicioso en el pálido atardecer. El cielo aún lucía muy azul, con una sola nube color salmón en la distancia, y todo este desnivelado equilibrio entre luces y sombras hizo a Albinus sentirse realmente atolondrado.
«Dentro de un instante estaré en el paraíso», se dijo mientras corría en un taxi sobre el asfalto murmurante.
Ante la gran casa de ladrillos donde Margot vivía crecían tres altos álamos. Junto a la puerta aparecía una placa de metal con su nombre, completamente nueva. Una mujer inmensa, con brazos como masacotes de carne cruda, fue a anunciarle. «Ya tiene una cocinera», pensó él amorosamente.
—Entre —dijo la mujer, regresando.
Albinus se alisó el cabello y entró.
Margot yacía, en quimono, sobre un horrible sofá cubierto con cretona. Tenía los brazos cruzados bajo la cabeza. En su estómago descansaba un libro abierto, con las tapas hacia arriba.
—Eres rápido —dijo ella lánguidamente, extendiendo la mano.
—No parece que te sorprenda verme. Adivina cómo he encontrado tu dirección.
—Te la escribí. —Margot dio un suspiro, alzando de nuevo los codos.
—Fue bastante divertido —continuó Albinus, sin prestar atención a las palabras de ella, pendiente tan sólo de los labios pintados, que dentro de un momento…— Bastante divertido, especialmente si tenemos en cuenta que me has estado tomando el pelo con esa tía tuya de confección casera.
—¿Por qué has ido allí? —inquirió ella de pronto, muy enojada—. Te escribí mi dirección en la parte superior, ángulo derecho, con toda claridad.
—¿Ángulo derecho?, ¿claridad? —Albinus alzó el rostro, perplejo—. ¿De qué demonios hablas?
Ella cerró el libro con un golpe seco y s incorporó en el diván.
—¿Habrás recibido mi carta, claro está?
—¿Qué carta? —preguntó Albinus y de pronto, se llevó la mano a la boca y sus ojos se abrieron como platos.
—Te envié una carta esta mañana —dijo ella, echándose de nuevo y estudiándole con curiosidad—. Calculé que la recibirías en el correo de la noche y vendrías a verme directamente.
—¡No es cierto!
—Claro que lo es. Y puedo decirte qué es lo que escribí: «Alberto, cielo, el nido de tu alondra está listo, y la pajarita espera. Cuida tan sólo de no abrazarme demasiado fuerte, si no quieres volver a tu niña más loca que nunca». Eso, más o menos.
—Margot —musitó Albinus, ronco—, Margot, ¿qué has hecho? Salí de casa antes de poderla recibir. El cartero… no llega hasta las ocho menos cuarto. Y ahora es…
—Bueno, no es culpa mía. Verdaderamente, eres difícil de complacer. Una carta tan dulce…
Se encogió de hombros, tomó el libro caído en el suelo y se lo puso delante a Albinus. En la portada aparecía un estudio fotográfico de Greta Garbo.
Él se detuvo a pensar: «¡Qué extraño! Ocurre un desastre y, sin embargo, un hombre advierte una fotografía».
Las ocho menos veinte. Margot yacía allí, su cuerpo curvado e inmóvil, como un lagarto.
—¡Has destrozado…! —empezó a decir, a voz en grito.
Pero no concluyó la frase. Salió corriendo, se echó escaleras abajo, se introdujo en un taxi y mientras permanecía sentado en el mismo borde del asiento, inclinado hacia delante, mantenía la mirada fija en las espalda del chófer, y aquella espalda no contenía ninguna esperanza.
Al llegar saltó del coche y pagó como lo hacen los hombres en las películas: echando una moneda al vuelo. Junto al barandal del jardín vio la familiar figura del cartero, flaco y patituerto, que hablaba con el corpulento portero.
—¿Alguna carta para mí? —preguntó, jadeante.
—Acabo de entregarla, señor —contestó el cartero con un gesto amistoso.
Albinus miró hacia arriba. Las ventanas del piso estaban brillantemente alumbradas en su totalidad, cosa desusada. Con un tremendo esfuerzo penetró en la casa y empezó a subir las escaleras. Alcanzó el primer descansillo, y el segundo… «Dejadme que os explique… Una artista joven, necesitada… No está del todo bien de la cabeza; escribe cartas de amor a los extraños…». Absurdo. El juego estaba perdido.
Antes de alcanzar la puerta, se volvió en redondo súbitamente y bajó otra vez a toda prisa. Un gato cruzó la senda del jardín y se perdió ágilmente entre los barrotes de hierro.
A los diez minutos se hallaba de nuevo en la habitación que tan alegremente pisara poco antes. Margot continuaba acostada en el diván, en la misma postura (un lagarto aletargado); el libro, abierto aún en la misma página. Albinus se sentó a poca distancia de ella e hizo chasquear los nudillos.
—No hagas eso —dijo Margot sin levantar la cabeza.
Se detuvo, pero pronto empezó de nuevo.
—Bueno, ¿ha llegado la carta?
—¡Oh, Margot! —dijo él, carraspeando varias veces—. Demasiado tarde, demasiado tarde —gritó con una voz desconocida, aguda.
Se puso en pie y recorrió la habitación, arriba y abajo; se sonó y sentóse de nuevo en la silla:
—Ella lee todas mis cartas.
Tenía la mirada puesta, a través de una húmeda bruma, en la punta de su zapato y trataba de ajustarla al trémulo diseño de la alfombra.
—Pues tenías que haberle prohibido que hiciera semejante cosa.
—Margot, tú no comprendes… Siempre ha sido así; una costumbre, un placer. Algunas veces las extravía antes de que yo las lea. Recibimos toda clase de cartas divertidas. ¿Cómo has podido hacer eso? No me imagino qué hará ahora. Si, por milagro, por esta sola vez… Quizás estuviera ocupada en algo…, quizá… ¡No!
—Bueno, trata de que no te vea cuando llegue. Hablaré con ella, en el vestíbulo.
—¿Quién? ¿Cuándo? —preguntó él, recordando embotadamente a una arpía borracha que había visto muchísimos años antes.
—¿Cuándo? En cualquier momento, supongo. Ahora tiene mi dirección, ¿no es eso?
Albinus no lograba aún comprender.
—¡Ah! ¿Es eso lo que quieres decir? —murmuró al fin—. ¡Qué tonta eres, Margot! Créeme, eso es imposible, completamente imposible. Cualquier otra cosa sí, pero no eso.
«Tanto mejor», pensó Margot, Y, de pronto, se sintió ensoberbecida en extremo. Cuando envió la carta, había supuesto consecuencias mucho menores. («Él se niega a enseñársela, la esposa se enfurece, patalea, tiene un ataque. De esta forma nacen las primeras sospechas, y eso facilita las cosas…»). Pero la suerte la había ayudado y el camino quedaba despejado de un sólo golpe. Dejó que el libro resbalase al suelo y sonrió al ver su cara abatida por el dolor. Era el momento de actuar.
Se desperezó, consciente de un agradable hormigueo en su cuerpo, y dijo, mirando al techo:
—Ven aquí.
Albinus fue hacia ella y se sentó en el borde del diván. Sacudía la cabeza con desespero.
—Bésame, —Margot cerró los ojos—. Yo te consolaré.