Margot informó a su patrona de que pronto se marcharía. En su visita al piso de Albinus comprendió la solidez de los bienes de su admirador. Además, a juzgar por la fotografía de su mesita de noche, la esposa no era en absoluto lo que ella había imaginado: una mujer grande y augusta con expresión entristecida y un puño de hierro. Por el contrario, aparentaba ser una especie de criatura desvaída y apacible a quien podría sacarse de en medio sin demasiado trabajo. Todo iba espléndidamente.
Y Albinus le gustaba de verdad: era un caballero apuesto, que olía a polvo de talco y a tabaco. Desde luego, no debía esperar que se repitiese el arrobo de su primera aventura amorosa. Y no se permitiría a sí misma pensar en Miller, en sus hundidas mejillas, blancas como la tiza, en su negro cabello desgreñado, en sus manos hábiles.
Albinus podría consolarla y mitigar su fiebre, como aquellas frescas hojas de llantén que eran tan agradables de aplicar a una región inflamada. Y había algo más: no sólo era un hombre de buena posición, sino que pertenecía a un mundo con fácil acceso a escenarios y palcos. A menudo, cuando estaba sola, ensayaba toda clase de maravillosas expresiones ante el espejo de su cómoda, y retrocedía ante el tambor de un revólver imaginario. Estaba convencida de poder reír afectadamente y esbozar pretenciosas sonrisas igual a cualquier actriz de la pantalla.
Después de una escrupulosa y agotadora búsqueda, encontró un apartamento muy lindo y no menos agradablemente emplazado. Albinus se mostró tan confuso, después de su visita, que ella se afligió por él y puso nuevos inconvenientes a tomar el grueso fajo de billetes que él embutió en su bolso durante su paseo vespertino. Además, le dejó que la besara al amparo de un porche. El fuego de este beso fulgía aún a su alrededor, al igual que una aureola de colores, cuando regresó a casa… No pudo dejarlo aparte en el recibidor, como hizo con su sombrero de fieltro negro, y al entrar en el dormitorio pensaba que su esposa habría de advertir aquel halo.
Pero a la plácida Elisabeth, a la Elisabeth de treinta y cinco años, nunca se le ocurrió que su marido pudiera engañarla. Le constaba que tuvo pocas aventuras antes de su matrimonio, y recordaba que ella misma, cuando era una muchachita, estuvo enamorada en secreto de un viejo actor que solía visitar a su padre y animar la cena con bellas imitaciones de sonidos de corral. Había leído y oído que los maridos y las esposas se engañaban constantemente unos a otros; de hecho, el adulterio era tema de los chismes, de la poesía romántica, de las historias jocosas y de las óperas de nombre. Pero ella estaba convencida, de forma más simple e inconmovible, de que su matrimonio era un vínculo muy especial, precioso y puro, que nunca podría ser roto.
Las veladas que su marido pasaba fuera de que, explicaba él, transcurrían entre algunos artistas interesados en aquella idea cinematográfica suya, no le merecieron nunca la más leve sospecha. Su irritabilidad y su inquietud las atribuía al tiempo, de lo más insólito teniendo en cuenta que estaban en mayo. A ratos hacía calor, a ratos caían torrentes de lluvia gélida, mezclada con granizo, que se estrellaban contra los alféizares como si fueran diminutas pelotas de tenis.
—¿Quieres que hagamos un viaje a algún sitio? —propuso ella, casualmente, un día—. ¿El Tirol? ¿Roma?
—Ve tú si lo deseas —contestó Albinus—. Tengo un trabajo horroroso, querida.
—¡Oh, no!, no era más que una idea —dijo ella.
Y salió para ir al Zoo con Irma, a fin de ver a un elefantito, que resultó tener apenas tronco y espalda festoneada a todo lo largo por una franja de pelos erizados.
Con Paul la cosa fue distinta. El episodio de la puerta cerrada le produjo un extraño malestar. Albinus, además de no haber querido notificarlo a las autoridades, se mostraba realmente molesto cuando se volvía al tema. De forma que Paul no lograba dejar de reflexionar sobre lo ocurrido. Trató de recordar si había visto algún tipo sospechoso al entrar en la casa y dirigirse al ascensor. Era muy observador. Por ejemplo, advirtió un gato que saltó al pasar él escapando, con pasos vacilantes, por entre los barrotes del barandal del jardín; una colegiala vestida de rojo, a quien abrió la puerta para que pasara, y una carcajada radiofónica procedente del receptor del portero, que, como de costumbre, lo tenía conectado en su cabina. Sí, el ladrón tuvo que escaparse escaleras abajo al subir él en el ascensor. Pero ¿qué le hacía concebir aquel sentimiento de desasosiego?
La felicidad del matrimonio de su hermana era, para él, una cosa sagrada. Cuando, unos días más tarde, le pusieron al teléfono con Albinus, mientras éste se hallaba aún hablando, y cogió al vuelo ciertas palabras (el método clásico del destino: la indiscreción), estuvo a punto de tragarse un palillo con que se estaba hurgando los dientes.
—No me preguntes; no tienes más que comprar lo que quieras.
—Pero no ves, Albert… —dijo una voz femenina vulgar, caprichosa.
Con una sacudida de repugnancia, Paul colgó el auricular como si, inadvertidamente, hubiera cogido una culebra.
Aquella noche, de sobremesa con su hermana y su cuñado, no sabía de qué hablar. Se limitó a quedarse sentado, consciente de sí mismo, inquieto, frotándose el mentón, cruzando una y otra vez sus piernas gordezuelas, consultando su reloj y devolviéndolo al bolsillo de su chaleco. Era uno de esos seres sensibles que se avergüenzan, por un sentido de culpabilidad cuando otra persona comete un despropósito.
¿Podía aquel hombre, a quien amaba y reverenciaba, estar engañando a Elisabeth? «No, no, es un error, un tonto equívoco», se repetía al mirar a Albinus, que estaba leyendo un libro con semblante impávido, aclarándose la garganta de vez en cuando y cortando cuidadosamente las hojas con un cortapapeles de marfil. «¡Imposible! Esa puerta cerrada del dormitorio, se me ha quedado fija en la imaginación. Las palabras que oí admiten, sin duda, alguna explicación que revele su inocencia. ¿Cómo podría nadie engañar a Elisabeth?».
Ella estaba apoltronada en un ángulo del sofá, relatando, lenta y minuciosamente, el tema de una obra teatral que había visto. Sus ojos, pálidos, con los tenues barros debajo, eran tan cándidos como lo habían sido los de su madre, y su nariz, sin polvos, brillaba patéticamente. Paul sacudió la cabeza y sonrió. Por lo que a él respectaba, era como si Elisabeth estuviera hablando en ruso. Entonces, súbitamente y sólo por un segundo, captó la mirada de los ojos de Albinus, que le escrutaban por encima del libro que tenía en la mano.