—Me gustaría conocer mi futuro —dijo Margot a su patrona.
Ésta tomó de detrás de las vacías botellas de cerveza un decrépito mazo de cartas, la mayoría de las cuales habían perdido las esquinas, de forma que resultaban casi circulares.
—Un hombre rico de buen pelo, pesares, una fiesta, un largo viaje…
«Debo averiguar cómo vive —pensó Margot, los codos apoyados en la mesa—. Al fin y al cabo, quizá no sea verdaderamente rico y no valga la pena preocuparse por él. ¿O corro el riesgo?».
A la mañana siguiente, exactamente a la misma hora, volvió a telefonearle. Elisabeth estaba en el baño. Albinus habló casi en susurros, manteniendo los ojos fijos en la puerta.
—Querida —murmuró—, querida…
—Dime, ¿a qué hora estará afuera la buena esposa? —dijo ella, riendo.
—Desgraciadamente no sé —respondió él con un temblor frío—. ¿Por qué?
—Me gustaría llegarme un momento.
Albinus guardó silencio. En alguna parte de la casa se abrió una puerta.
—Si voy, podré besarte —continuó diciendo ella.
—Hoy no sé si va a poder ser. No —repitió—, no creo que sea posible. Si cuelgo de pronto, no te sorprendas. Nos veremos y entonces te…
Colgó el receptor y estuvo sentado unos momentos, inmóvil, escuchando el latir de su corazón. «Supongo que soy un cobarde —se dijo—. Elisabeth estará ocupada otra media hora en el cuarto de baño, seguro».
—Un pequeño ruego —dijo a Margot cuando se encontraron—. Tomemos un taxi.
—Un taxi abierto —dijo ella.
—No, eso es demasiado peligroso. Te prometo comportarme bien —añadió mientras miraba con arrobo aquella cara infantil, vuelta hacia él, que parecía muy pálida bajo el despiadado alumbrado callejero.
—Escucha —empezó a decir cuando se hubieron instalado en el coche—. En primer lugar, no estoy enfadado contigo, por supuesto, porque me hayas llamado, pero te ruego, te imploro, que no lo repitas, mi querida, mi preciosa.
«Esto va mejor», pensó Margot.
—Y, en segundo lugar, dime cómo averiguaste mi nombre.
Ella mintió, de la forma más innecesaria, diciéndole que una mujer a quien conocía les había visto juntos por la calle y le identificó.
—¿Quién es? —preguntó Albinus, aterrorizado.
—¡Oh!, nada más que una obrera. Creo que una de sus hermanas trabajó en tu casa como cocinera o criada.
Albinus sondeó su cerebro hasta exacerbarse.
—De todas formas, le dije que estaba equivocada. Soy una chica lista.
En el interior del coche, la oscuridad resbalaba y se veía hendida por la luz que penetraba a través de los cristales; pasó un cuarto de hora, media hora… Margot se había sentado tan próxima que él podía percibir el dulce calor animal de su cuerpo. «Me moriré o me volveré loco si no puedo poseerla», pensó Albinus.
—Y, en tercer lugar —dijo en voz alta—, búscate un apartamento. Por ejemplo, una o dos habitaciones, y una cocina; es decir, a condición de que me dejes visitarte de vez en cuando.
—Alberto, ¿has olvidado ya lo que te propuse esta mañana?
—Pero es que eso es muy arriesgado —gruñó Albinus—. Mañana, por ejemplo, estaré solo, aproximadamente, de las cuatro a las seis; pero nunca se sabe lo que puede ocurrir… —y empezó a imaginar cómo su esposa podía volver por algo que hubiera olvidado.
—Pero te he dicho que te besaría —dijo Margot suavemente—, y, por otra parte, no hay nada en el mundo que no pueda ser explicado, en un momento de apuro, de alguna forma.
De modo que, al día siguiente, cuando Elisabeth e Irma hubieron salido para tomar el té, envió a Frieda, la criada (la cocinera tenía día libre, afortunadamente) con un buen encargo: llevar un par de libros que había de entregar en el otro lado de la ciudad, a kilómetros de distancia.
En aquel momento estaba solo. Su reloj se había parado unos minutos antes, pero el de la cocina era exacto y, por otra parte, asomándose a la ventana, podía ver también el de la iglesia. Las cuatro y cuarto. Era un brillante y ventoso día de abril. Sobre la pared de la casa de enfrente, bañada por el sol, corría lateralmente la sombra de una columna de humo partiendo de la sombra de una chimenea. El asfalto se estaba secando a trozos después de un reciente aguacero, y las manchas húmedas dejaban un rastro de grotescos esqueletos pintados al través de la calle.
Las cuatro y media. Llegaría de un momento a otro.
Siempre que pensaba en la delgada y juvenil figura de Margot, en su piel sedosa, en el toque de sus graciosas manos mal cuidadas, sentía un embate de deseo, casi doloroso. En aquel momento imaginar el beso prometido le henchía de un éxtasis tal que se le antojaba casi imposible intensificar. Y, sin embargo, más allá de todo aquello, yacía aún inconquistada, bajo una perspectiva de espejos, la vaga forma blanca de su cuerpo, aquella misma forma que tantos estudiantes habían esbozado tan conscientemente y tan mal. Pero Albinus no sospechaba nada de aquellas torpes horas de estudio, aunque, por un sarcasmo del destino, había visto ya, sin advertirlo, su cuerpo desnudo: su médico de cabecera, el viejo doctor Lámpert, le había enseñado algunos dibujos al carbón hechos por su hijo y entre ellos aparecía una muchacha con el pelo cortado al estilo paje, plegadas las piernas bajo el cuerpo, sobre la alfombra, su hombro y su mejilla casi unidos.
—No, creo que prefiero el jorobado —había dicho, volviendo una nueva hoja en que se había representado a un tullido barbudo—. Sí, es una gran pena que haya dejado el arte —añadió, cerrando la carpeta.
Las cinco menos diez. Llevaba ya veinte minutos de retraso.
«Esperaré hasta las cinco, y saldré luego», se dijo.
De pronto la vio. Cruzaba la calle sin sombrero ni abrigo, como si viviera a la vuelta de la esquina.
«Aún tengo tiempo de correr abajo y decirle que se está haciendo demasiado tarde». Pero, en lugar de ello, Albinus fue de puntillas, jadeando, hasta el recibidor y, cuando oyó acercarse el infantil repiqueteo de sus pasos escaleras arriba, abrió la puerta sin hacer ruido.
Margot, luciendo su corta bata roja y sus desnudos brazos, sonrió al espejo y dio la vuelta en redondo sobre sus talones, mientras pasaba una mano sobre la nuca, alisándose los cabellos.
—Vives por todo lo alto —dijo recorriendo el recibidor con ojos ávidos ante los grandes cuadros, las cortinas color crema que sustituían el papel de pared, y el alto jarro de porcelana que campeaba en un rincón—. ¿Por aquí? —preguntó, abriendo una puerta de par en par—. ¡Oh! —exclamó.
Albinus pasó una mano temblorosa en torno a la cintura de la muchacha, y, a su lado contempló el candelero de cristal, como si también fuera un intruso. Pero todo lo veía a través de una bruma ondeante. Ella cruzó los pies y se balanceó suavemente, mientras seguía mirando con ojos errantes.
—¡Eres rico! —dijo cuando entraron en otra estancia—. ¡Cielos, qué alfombras!
El buffet del comedor la dejó tan aturdida que Albinus pudo manosearle las costillas subrepticiamente y, por encima de éstas, un cálido músculo y suave.
—Sigamos —dijo afanosa.
Al pasar ante un espejo, Albinus vio a un grave caballero caminando junto a una colegiala endomingada. Golpeó el brazo de la muchacha con cautela y el espejo se estremeció.
—Vamos —insistía Margot.
Albinus quería llevársela al estudio. De esta forma, si su esposa regresaba antes de lo esperado, sería bien sencillo: una artista joven, necesitada de ayuda.
—¿Qué hay ahí? —preguntó ella.
—Ése es el cuarto de la niña. Ya lo has visto todo.
—Déjame ir —dijo ella moviendo los hombros.
Albinus tomó aire.
—Es el cuarto de la niña, querida. Tan sólo el cuarto de la niña. No hay nada que ver.
Pero ella se fue dentro, y Albinus sintió de súbito el extraño impulso de gritarle: «No toques nada, por favor». Pero ella tenía ya en sus manos un elefante de felpa grana. Se lo arrancó de las manos y lo arrojó a un rincón. Margot reía.
—Tu hija esta aquí como un gallo de juguete. Abrió otra puerta.
—Ya está bien, Margot —suplicó Albinus—. Nos estamos alejando demasiado del recibidor; no oiremos la puerta. Es terriblemente peligroso.
Pero ella se lo quitó de encima, como si se tratara de un niño malo, y entró en el dormitorio a través del pasillo. Una vez allí se sentó en la cama, ante el espejo (los espejos tenían un día agitado), tomó en su mano un cepillo en dorso de plata, olfateó una botella con tapón dorado…
—¡Oh, por favor! —gritó Albinus.
Ella le esquivó limpiamente. Se subió la media como una niña e hizo restallar la liga, mientras le sacaba la lengua.
—… y luego me mataré —dijo Albinus de pronto, inaudiblemente; perdiendo la cabeza.
Se lanzó hacia ella con los brazos abiertos, pero ella se zafó y con un estallido de alegría salió corriendo del dormitorio y, jadeando, riendo, cerró desde fuera. (¡Oh, cómo había aporreado la puerta, cómo había pateado y gritado la gorda, la Levandovsky!).
—Margot, abre inmediatamente —dijo Albinus con suavidad.
Oyó sus pasos, alejándose.
—Abre —repitió en voz más alta.
Silencio.
—La zorra… —dijo para sí—. ¡Vaya situación absurda!
Estaba asustado. Estaba acalorado. No era, precisamente, costumbre suya la de correr por las habitaciones. Se sentía en una agonía de deseo frustrado. ¿Se habría ido de verdad? No, alguien estaba caminando por el piso. Probó algunas llaves que llevaba en el bolsillo; luego, fuera ya de sus casillas, golpeó la puerta violentamente.
—Abre en seguida. ¿Me oyes?
Los pasos se acercaron. No era Margot.
—Hola. ¿Qué pasa? —preguntó una voz insospechada. ¡La de Paul!— ¿Estás encerrado? Un momento.
La puerta se abrió. Paul estaba alarmado.
—¿Qué ha pasado, chico? —repitió, recogiendo el cepillo caído en el suelo.
—¡Oh!, una cosa ridícula… Te lo cuento en seguida. Tomemos algo, primero.
—Me diste un susto de espanto —prosiguió su cuñado—. No se me ocurría qué diantre pudiera haber pasado. Elisabeth me dijo que estaría en casa a eso de las seis. Suerte que llegué temprano. ¿Quién te encerró? La criada, que se ha vuelto loca, supongo.
Albinus estaba en pie, dándole la espalda, ocupado en servir el coñac.
—¿No has encontrado a nadie en la escalera? —preguntó, tratando de que su voz sonara distinta.
—Tomé el ascensor —contestó Paul.
«Salvado», se dijo Albinus, recobrando buena parte de su ánimo. (Pero ¡qué peligrosamente estúpido no haber recordado que también Paul tenía una llave de la casa!).
—No te lo creerías —dijo mientras apuraba el coñac—: ha entrado un ladrón. No se lo digas a Elisabeth, por descontado. Debió creerse que no había nadie en la casa. De pronto, oí algo raro en la puerta de entrada; salgo de mi estudio para ver qué pasa, y veo a un hombre entrando en el dormitorio. Le seguí y traté de asirle. Pero él se las arregló para escabullirse y me encerró dentro. Es una pena que se escapara. Pensé que pudiste haberlo visto.
—Estás bromeando —dijo Paul, impresionado.
—No, no en absoluto. Estaba en mi estudio, oí algo raro en la puerta, y…
—Puede haberse llevado algo; miremos, y habrá que informar a la Policía por si acaso —dijo Paul.
—¡Oh!, no tuvo tiempo de nada —dijo Albinus—; todo ocurrió en un segundo; el susto que le di le hizo salir corriendo.
—¿Cómo era?
—Un hombre sencillo, con una gorra. Un larguirucho. Parecía muy recio.
—¡Pudo haberte herido! ¡Qué asunto más desagradable! Vamos; tenemos que dar un vistazo…
Recorrieron las habitaciones. Examinaron los cerrojos. Todo estaba en orden. Al pasar por la biblioteca, una súbita sacudida de horror conmovió a Albinus; allí, en un rincón, entre los estantes, justamente detrás de un marco de anaqueles giratorios, asomaba el extremo rojo chillón del vestido de Margot. Por fortuna, Paul no lo vio, a pesar de que estaba metiendo las narices a conciencia. En la estancia contigua había una colección de miniaturas y se puso a escudriñar inclinado tras el cristal.
—Ya basta, Paul —dijo Albinus con voz ronca—. No tiene sentido seguir buscando. Está claro que no se llevó nada.
—¡Qué aspecto tan agitado tienes! —exclamó Paul mientras volvían al estudio—. ¡Pobre chico! Mira, tienes que hacer cambiar la cerradura, o echar siempre el pestillo. ¿Qué hacemos con la Policía? ¿Quieres que yo me encargue…?
—Chitón.
Oyeron voces cerca, y entró Elisabeth, seguida de Irma, la institutriz y una de las amiguitas de la niña, una criatura obesa que, a pesar de su cara de boba, sabía ser escandalosa en extremo. Albinus tuvo la sensación de que todo aquello era una pesadilla. La presencia de Margot en la casa era algo monstruoso, intolerable… La criada volvió con los libros; no había encontrado la dirección. La pesadilla se hizo más alucinante. Sugirió que podían ir al teatro aquella noche, pero Elisabeth dijo que estaba cansada. Durante la cena estuvo tan ocupado manteniendo sus oídos en alerta de cualquier sonido sospechoso que ni siquiera advirtió lo que comía (que, a propósito, era ternera fría con pepinillos). Paul seguía mirando en torno suyo, emitiendo tosecitas, profiriendo susurros —si al menos aquel tonto entrometido se estuviera en su sitio, pensó Albinus, sin dar vueltas por todas partes—. Pero existía otra espantosa posibilidad: que las niñas rompieran a correr por todas las habitaciones; y no se atrevía a ir a cerrar la puerta de la biblioteca; eso podría redundar en complicaciones inimaginables. Gracias a Dios, la amiguita de Irma se marchó pronto, y acostaron a la niña. Pero la tensión se mantenía. Tenía la impresión de que todos, Elisabeth, Paul, la criada y él mismo, estaban trotando por toda la casa en lugar de mantenerse agrupados, que es lo que tenían que hacer para que Margot tuviera una oportunidad de escaparse; naturalmente, si era ésa su intención.
Por último, a eso de las once, Paul se marchó. Como de costumbre, Frieda pasó la cadena y echó el cerrojo. ¡Margot no podría salir ya!
—Tengo un sueño horrible —dijo Albinus a su esposa, bostezando nerviosamente.
Se fueron a la cama. En la casa, todo estaba tranquilo; Elisabeth, a punto de apagar la luz.
—Duerme —dijo Albinus—. Yo leeré un rato.
Ella sonrió amodorrada, ajena a la inquietud de su esposo.
—No me despiertes cuando vengas —murmuró.
Todo estaba demasiado quieto para ser natural. Parecía como si el silencio estuviera creciendo, creciendo, y que de pronto fuera a sobrepasar su propio margen y estallar en una carcajada. Había saltado de la cama y caminaba silenciosamente en pijama, con sus zapatillas de fieltro, corredor abajo. La pesadilla se había disuelto, convirtiéndose en una aguda y dulce sensación de absoluta libertad, propia de los sueños pecaminosos.
Albinus deshizo el cuello de su pijama mientras avanzaba. Temblaba de arriba a abajo. «Dentro de un momento, dentro de un momento será mía», pensó. Abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca y encendió con ansiedad la tenue luz.
—Margot, pequeña loca —susurró, febril.
Pero no era más que un cojín de seda escarlata que él mismo había llevado allí, unos días antes, para reclinarse mientras consultaba la Historia del Arte de Nonnenmacher (diez volúmenes, tamaño folio).