Su encuentro de aquella noche fue tempestuoso. Albinus se había quedado todo el día en casa porque le aterraba que ella pudiera llamar otra vez. Cuando la vio salir del «Argus» la saludó sin más preámbulos con un:
—Mira, niña, te prohíbo que me telefonees. No conviene. Si no te di mi nombre es porque tenía mis razones.
—¡Oh, está bien! —dijo Margot blandamente—. Hemos terminado. —Y se fue.
Él se quedó allí, mirándola, desesperado.
¡Qué estúpido era! Debió haberse mordido la lengua. Ella se hubiera dado cuenta por sí misma de que había cometido un error. Albinus la alcanzó y caminó a su lado.
—Perdóname —dijo—. No te enfades conmigo, Margot. No puedo vivir sin ti. Mira, lo he pensado todo. Deja tu trabajo. Soy rico. Tendrás una habitación, tu piso, lo que quieras…
—Eres un mentiroso, un cobarde y un necio —dijo Margot, haciendo un resumen bastante exacto de él—. Y estás casado. Por eso escondiste tu alianza en el bolsillo del impermeable. Oh, desde luego estás casado, de otra forma no te hubieras portado tan groseramente por teléfono.
—¿Y qué, si lo estoy? —dijo él—. ¿No piensas verme más?
—¿Y a mí qué me importa? Engáñala; eso le irá bien.
—Acaba ya, Margot —gruñó Albinus.
—Déjame sola.
—Margot, escúchame. Es cierto, tengo familia, pero, por favor, deja de burlarte de eso… ¡Oh, no te marches! —exclamó, asiéndola, perdiéndola, agarrando su bolsito deshilachado.
—¡Vete al infierno! —gritó ella.
Y le cerró la puerta en las narices.