Se llamaba Margot Peters. Su padre, portero de una casa, había quedado muy mal a raíz de la explosión de una bomba. Su cabeza gris temblaba sin cesar en confirmación de agravio y congoja. Su madre, joven todavía, estaba también bastante estropeada; era una mujer grosera e insensible cuya roja palma no se levantaba sino para dar golpes. Su cabeza aparecía por lo general envuelta en un pañuelo para proteger el cabello del polvo, durante el trabajo, pero después de su gran limpieza del sábado, en la que se ayudaba con un aspirador ingeniosamente conectado al montacargas, se vestía e iba de visitas. Esta mujer no tenía simpatías entre los vecinos debido a su insolencia y a su forma grosera de ordenar a la gente que se limpiara los pies en el felpudo. La escalera era el mayor ídolo de su existencia, no como símbolo de gloriosa ascensión, sino como algo que debía mantenerse amorosamente pulido, de forma que su peor pesadilla (cuando tomaba una dosis excesiva de patatas y sauerkraut) era ver un tramo manchado por el negro rastro de una bota, a derecha e izquierda. Una pobre mujer, en realidad, a la que no había que hacer objeto de burla.
Otto, el hermano de Margot, tenía tres años más que ella. Trabajaba en una fábrica de bicicletas, aborrecía el tímido republicanismo de su padre, surgía en las discusiones políticas de la taberna del barrio y descargaba su puño contra la mesa, para declarar:
—Lo primero que tiene que tener un hombre es la barriga llena.
Era su principio básico, muy sano por cierto.
De niña, Margot fue a la escuela, y allí le tiraron de las orejas con menos frecuencia que en su casa. El movimiento instintivo de una gata es un suave y repentino salto que suele repetirse en serie; el de ella era alzar rápidamente el codo para protegerse el rostro. A pesar de ello, creció y convirtióse en una muchacha brillante y vivaz. Cuando no contaba más que ocho años, se unía con auténtica afición a los ensordecedores y denodados partidos de fútbol que los escolares organizaban en mitad de la calle, valiéndose de una pelota de goma del tamaño de una naranja. A los diez, aprendió a montar en la bicicleta de su hermano. Con los brazos desnudos y sus negras trenzas al aire, recorría la calle en ambas direcciones como un rayo, deteniéndose luego, pensativa, con un pie apoyado en el bordillo. Al cumplir los doce, se tornó menos estrepitosa. Nada le causaba entonces más placer que quedarse en la puerta, charlando a media voz con la hija del carbonero, intercambiando opiniones sobre las mujeres que visitaban a uno de los inquilinos y haciendo comentarios sobre los sombreros que pasaban ante ellas. Una vez encontró en la escalera una vieja bolsa de mano que contenía una pequeña pastilla de jabón de almendra con un delgado y curvo pelo adherido a ella, y media docena de fotos muy raras. En otra ocasión, el muchacho pelirrojo que siempre solía echársele encima cuando jugaba, la besó en la nuca. Más tarde, una noche, tuvo un ataque de histeria, por lo cual recibió un concienzudo baño de agua fría seguido de una buena azotaina.
Transcurrido un año era notablemente bonita, llevaba una corta bata roja y vivía loca por las películas. Más tarde recordó este período de su vida con un sentimiento de opresión: las noches livianas, calmas, apacibles. El sonido de las tiendas a la hora del cierre; su padre, sentado a horcajadas en una silla, a la puerta de la casa, fumando su pipa y sacudiendo la cabeza; su madre, plantada en jarras; la planta de lilas que se doblaba sobre la baranda; Frau Von Brock volviendo a casa, con sus compras en una bolsa de cuerdas de color verde; Martha, la criada, esperando cruzar la calle con el galgo y los dos terriers de pelo erizado… Anochecía más. Su hermano regresaba con un par de fornidos compañeros que la rodeaban y se le echaban encima, pellizcándole los brazos desnudos. Los ojos de uno de ellos se parecían a los de Veidt, el actor de cine. La calle, con los últimos pisos de sus casas bañados aún en una luz amarilla, se quedaba muy silenciosa. Tan sólo, del otro lado, llegaban, audibles, las risotadas y los porrazos de dos calvos que jugaban a las cartas, sentados en un balcón.
Cuando apenas había cumplido los dieciséis años hizo amistad con la muchacha que despachaba tras el mostrador de una pequeña papelería de la esquina. La hermana menor de aquella muchacha ganaba ya un buen sueldo trabajando como modelo de un artista. Por tanto, Margot soñó en llegar a modelo, y, luego, actriz de cine. Esta transición se le antojaba una cosa de lo más simple: allí estaba el cielo esperando su estrella. Aproximadamente en la misma época aprendió a bailar, y, de vez el cuando, asistía con su amiga al baile «El Paraíso», donde hombres maduros le hicieron proposiciones extremadamente francas, al son del bombo y los platillos del jazz band.
Un día, mientras esperaba en una calle, se le acercó un tipo montado en una motocicleta roja a quien ya había visto una o dos veces, para sugerirle que dieran un paseo. El motorista tenía el cabello blondo, peinado hacia atrás, y la camisa muy arrugada en la espalda, llena aún del aire que había tomado en su carrera. Margot sonrió, montó detrás de él, se compuso la falda y un minuto más tarde viajaban a una velocidad terrorífica, mientras la corbata del chico volaba ante su cara. Su galán la llevó fuera de la ciudad y allí se detuvo. Era un atardecer soleado, y un pequeño grupo de libélulas hendía el aire. Todo estaba tranquilo, con la quietud del pino y del brezo. Se sentaron juntos, al borde de una zanja, y él refirió cómo el año anterior se había plantado en España así, por las buenas. Luego, pasándole el brazo por los hombros, la abrazó, empezando a manosearla y a besarla, todo tan violentamente que la incomodidad que sentía al principio se tornó aturdimiento. Se liberó de él y empezó a gritar.
—Puedes besarme —sollozó—, pero no de esa forma, por favor.
El joven se encogió de hombros, puso en marcha su máquina, la hizo rodar, saltó sobre ella y desapareció tras una serie de estallidos, dejándola sola, sentada sobre un poste miliar. Tuvo que volver a casa a pie. Otto, que la había visto marchar, le descargó un puño sobre el cuello, y luego la pateó habilidosamente, de forma que fue a caer, hiriéndose, contra la máquina de coser.
El invierno siguiente, la hermana de la dependienta la presentó a Frau Levandovsky, una mujer de edad y buenas proporciones, dotada de gentiles maneras, bien que afeadas por un cierto olor de boca y un antojo color púrpura grande como una mano, que le cubría la mejilla, cosa que, explicaba, se debía a que su madre se asustó por un incendio poco antes de dar a luz. Margot se trasladó a casa de la Levandovsky, instalándose en un pequeño cuarto destinado a la servidumbre. Sus padres se mostraron contentos de sacársela de encima, tanto más así, cuanto creían que cualquier trabajo quedaba santificado por el dinero que aportaba al hogar; y, afortunadamente, su hermano, que vivía tan sólo para hablar en términos amenazadores de los capitalistas que compraban a las hijas de los pobres, se hallaba fuera por una temporada, trabajando en Breslau.
Primero, Margot posó en el aula de una escuela de muchachas; más tarde, en un estudio de verdad, donde la dibujaban no tan sólo mujeres, sino hombres también, la mayoría de ellos muy jóvenes. Se sentaba sobre una pequeña estera, con su suave pelo lindamente cortado, completamente desnuda, sentada sobre sus pies, apoyada sobre su brazo hendido por venas azules, con su esbelta espalda (que desprendía un vivo resplandor entre los bonitos hombros, uno de los cuales estaba levantado hacia su brillante mejilla) inclinada hacia delante en actitud de ávido aburrimiento. Miraba de soslayo a los estudiantes alzar y bajar los ojos, y escuchaba el leve rasgueo de los lápices carbón, que rechinaban al ensombrecer esta o aquella curva. Impulsada por su hastío indecible, eligió al hombre más guapo para lanzarle una líquida mirada oscura, cuando quiera que él, separados los labios, alzaba el rostro, frunciendo el entrecejo al comparar los objetos de su trabajo. Nunca consiguió alterar su tono de atención, y esto la vejaba. Antes, al imaginarse a sí misma posando en aquella forma, había imaginado que sería algo muy apasionante. Pero todo lo que ocurría era que se ponía rígida. Para divertirse, se maquilló la cara antes de posar, pintó su seca boca ardiente, ensombreció sus párpados, aunque en rigor estaban ya bastante ensombrecidos, e incluso, en una ocasión, se dio un toquecito en los pezones con su lápiz de labios. A causa de ello recibió una buena reprimenda de la Levandovsky.
De esta forma transcurrían los días, y Margot no albergaba más que una vaga idea de lo que deseaba hacer, aunque perdurase siempre aquella visión de sí misma como belleza de la pantalla, cubierta de exuberantes pieles y aguardaba a la puerta por un lujoso automóvil con un portero bajo un paraguas gigantesco. Estaba aún preguntándose cómo saltar a aquel mundo de brillo y diamantes directamente, desde la desvaída alfombra del estudio, cuando Frau Levandovsky le habló por primera vez de un joven de provincias, enfermo de amor.
—No puede estar usted sin novio —declaró complacientemente la dama mientras bebía su café—. Es usted una muchacha demasiado vital para no necesitar un compañero, y este modesto joven está deseoso de hallar un alma pura en esta ciudad de maldades.
Margot retenía en un regazo al grueso perro basset de la Levandovsky. Alzó las suaves y sedosas orejas del animal a fin de hacer que se encontraran por encima de la dulce cabecita (las orejas, en su interior, semejaban papel secante de color rosa oscuro, muy usado), y contestó sin levantar la mirada:
—¡Oh!, aún no hay necesidad de eso. Tengo dieciséis años, ¿sabe usted? Y ¿para qué me va a servir? ¿Conduce eso a algún sitio? Conozco a esos tipos.
—Es usted tonta —dijo Frau Levandovsky apaciblemente—. No le estoy hablando de ningún bribón, sino de un caballero generoso que la vio a usted en la calle y desde entonces ha estado soñando con usted.
—Algún viejo achacoso, me imagino —dijo Margot besando al animal.
—Tonta —repitió Frau Levandovsky—. Tiene treinta años, va rasurado, es distinguido, lleva una corbata de seda y fuma en boquilla de oro.
—Vamos, vamos a dar un paseo —dijo Margot al perro.
Y el basset saltó de su regazo al suelo, con un «plop», y se fue zanqueando a lo largo del pasillo.
Pero el hombre a quien se refiriera la Levandovsky era cualquier cosa menos un tímido joven de provincias. Había entrado en contacto con la dama a través de dos afables viajantes de comercio con quienes había jugado al póquer, en el tren de enlace marítimo durante todo el trayecto desde Bremen a Berlín. En principio, nada se dijo en cuanto a precios: la procuradora se había limitado a enseñarle una fotografía de una muchacha sonriente, de ojos iluminados por el sol y un motivo canino en sus brazos, y Miller (pues tal era el nombre que dio,) limitóse a asentir con un movimiento de cabeza. El día que habían fijado para la cita, la Levandovsky compró unos pasteles e hizo mucho café. De forma muy astuta, aconsejó a Margot que se pusiera su vieja bata roja. Hacia las seis sonó el timbre.
«No corro ningún riesgo —pensó Margot—, ninguno. Si no me gusta, se lo diré a ella llanamente, y si es al revés, me tomaré tiempo para decidir».
Desgraciadamente, no era cosa tan simple el decidir qué hacer con Miller. En primer lugar, tenía una cara sorprendente. Su cabello, negro y deslustrado, peinado hacia atrás de cualquier manera, largo y con un extraño aspecto de sequedad, no era, por cierto, una peluca, pero lo parecía de una forma extraordinaria. Sus mejillas, que parecían hundidas a causa de aquellos pómulos tan protuberantes, eran de piel opacamente blanca, como si estuviera cubierta de una delgada capa de polvo. Sus ojos, agudos y parpadeantes, y aquellas graciosas aletas nasales de tres lados que le nacían pensar a uno en un lince, no estaban quietos un sólo momento. No podía decirse lo mismo de la mitad inferior de su cara, surcada por dos grietas inmóviles en las comisuras de los labios. Su atuendo resultaba algo extranjero; por ejemplo, lo era aquella camisa tan azul, su corbata brillante del mismo color y el traje azul marino de enormes pantalones. Era alto y delgado, y sus cuadrados hombros se movían espléndidamente cuando sorteaba el afelpado mobiliario de Frau Levandovsky. Margot se había hecho una imagen completamente distinta de él, y ahora se encontraba allí, sentada, con los brazos prietamente cruzados y sintiéndose bastante chasqueada e infeliz, mientras que Miller se la comía con los ojos a sus anchas. Con voz ronca le preguntó su nombre. Ella se lo dijo.
—Pues yo soy el pequeño Axel —dijo, emitiendo una risa breve.
Y volviendo bruscamente la cabeza reemprendió su conversación con Frau Levandovsky. Hablaron con tranquilidad sobre diferentes aspectos de Berlín, y él se mostró burlonamente cortés con su anfitriona.
De pronto se sumió en un silencio, encendió un cigarrillo y, desprendiendo una mota del papel de fumar que se había adherido a su labio, grueso, y muy rojo (¿dónde estaba su boquilla de oro?), dijo:
—Tengo una idea, querida señora. Hay aquí en Berlín, un quiosco donde tocan música de Wagner; estoy seguro de que le ha de gustar; Así que póngase su sombrero y vaya. Tome un taxi; yo se lo pago.
Frau Levandovsky le dio las gracias, pero replicó, con cierta dignidad, que prefería quedarse en casa.
—¿Puedo hablar un momento a solas con usted? —preguntó Miller, obviamente molesto, mientras se levantaba de su silla.
—Tome un poco más de café —sugirió la dama con frialdad.
Miller, fastidiado, volvió a sentarse. Sonrió y, con un nuevo y simpático ataque, se embarcó en una divertida historia relacionada con un amigo suyo, cantor de ópera, que, una vez, interpretando Lohengrin, hallábase un poco bebido y no logró coger el primer cisne a tiempo, y tuvo que esperar a que llegara el siguiente. Margot se mordió los labios y luego, de pronto, se inclinó hacia delante, abandonándose a los más pueriles accesos de risa. Frau Levandovsky se rió también, bamboleándose sus voluminosos senos suavemente.
«Está bien —pensó Miller—, si esa perra vieja quiere que haga el tonto enamorado, lo haré. Más concienzuda y felizmente de lo que supone, además. Y me vengaré…».
Por lo tanto, se presentó al día siguiente, y luego otra vez, y otra vez más. Frau Levandovsky, que había recibido tan sólo un pequeño anticipo y quería cobrar la suma entera, no perdía de vista a la pareja ni un momento. Pero algunas veces, cuando Margot sacaba al perro a pasear, a últimas horas de la tarde, Miller surgía, insospechadamente de la oscuridad y, colocándose junto a Margot, la acompañaba. Esto la azaraba tanto que, involuntariamente, apretaba el paso, olvidando al perro, que les seguía arrastrando tras de ellos su cuerpo cónico. Frau Levandovsky se enteró de estos encuentros secretos, y a partir de entonces sacó ella al perro.
Más de una semana transcurrió de esta forma. Miller resolvió actuar. Era absurdo pagar aquel enorme precio a la alcahueta cuando estaba a punto de obtener lo que quería sin necesidad de su ayuda. Una noche contó a las dos mujeres tres historietas, las más graciosas que ellas le habían escuchado, bebió tres tazas de café y, de pronto, acercándose a Frau Levandovsky, la tomó en volandas, se la llevó corriendo al lavabo la metió dentro, sacó la llave de la cerradura y cerró desde fuera. La pobre mujer estaba tan completamente aturdida al principio que durante por lo menos cinco segundos su boca no se abrió, pero, luego, ¡oh, cielos…!
—Recoge tus cosas y sígueme —dijo él volviéndose a Margot, que permanecía en pie en mitad de la habitación oprimiéndose la cabeza con ambas manos.
Y Miller le gustó enormemente. ¡Había algo tan satisfaciente en la presión de sus manos, en el contacto de sus gruesos labios…! No hablaba mucho con ella, pero a menudo la sentaba en sus rodillas y se reía quedamente mientras rumiaba algo desconocido. Margot no pudo adivinar qué era lo que hacía en Berlín, ni su auténtica personalidad. Ni tampoco pudo averiguar en qué hotel se hospedaba; y cuando una vez trató de registrar sus bolsillos le dio un golpe tal en las manos, que Margot decidió hacerlo mejor en otra ocasión; pero él era cauto en exceso. Cada vez que se iba, ella temía que no regresase más; por lo demás, se sentía extraordinariamente feliz y deseaba que siempre estuvieran juntos. De vez en cuando, él le regalaba algo —unas medias de seda, una borla para los polvos— no excesivamente caro. Pero la llevaba a buenos restaurantes, al cine, y, al salir del cine, al café. Una vez, al quedarse ella sin aliento porque un famoso artista de cine estaba sentado dos mesas más allá, Miller dirigió al artista una mirada y cambió un saludo con él, lo cual hizo su asfixia más dulce aún.
Por su parte, a Miller le llegó a gustar tanto Margot que, a menudo, cuando estaba a punto de marcharse, lanzaba su sombrero en un rincón (dicho sea de paso, Margot había descubierto que su dueño estuvo en Nueva York) y decidía quedarse. Todo esto duró exactamente un mes. Luego él se levantó una mañana más temprano que de costumbre y dijo que tenía que marcharse. Margot le preguntó que por cuánto tiempo. Él, vistiendo aún su pijama púrpura, la miró y paseó por la habitación de un lado a otro, frotándose las manos como si se las lavara.
—Para siempre, creo —declaró de pronto, y empezó a vestirse sin mirarla.
Ella pensó que tal vez le gastaba una broma, apartó las ropas de la cama con una patadita, pues hacía mucho calor en la estancia, y volvió su cara a la pared.
—Es una pena que no tenga una foto tuya —dijo Miller mientras se estaba poniendo los pantalones.
Luego ella le oyó llenar y cerrar la pequeña maleta en que él guardaba las pequeñas cosas que traía al piso. Después de unos pocos minutos dijo:
—No te muevas, y no te vuelvas, tampoco.
Ella ni pestañeó. ¿Qué estaba haciendo? Cambió la posición de su desnudo hombro.
—No te muevas —repitió él.
Durante un par de minutos reinó un silencio sólo quebrado por un sonido chirriante que, en cierto modo, le resultaba familiar.
—Ya puedes mirar —dijo Miller.
Pero Margot se quedó inmóvil. Él se le acercó, le besó el oído y salió a toda prisa. El chasquido del beso se mantuvo vivo en su oreja durante un buen rato.
Se quedó en la cama durante todo el día. Él no volvió más.
A la mañana siguiente le entregaron un telegrama de Bremen: «Habitación pagada hasta julio. Adieu, dulce diablesa».
—¡Cielo santo! ¿Cómo me las arreglaré sin él? —exclamó Margot a viva voz.
Se acercó a la ventana, la abrió de par en par y estuvo a punto de lanzarse abajo. Pero en aquel momento, un coche de los de bombero color rojo y oro remontaba la calle, jadeando sonoramente, para detenerse ante la casa de enfrente. Se congregó una muchedumbre; de la última ventana del edificio salía humo, como impulsado por un fuelle, y en el aire flotaban negros jirones de papel calcinado. El incendio la distrajo tanto que olvidó su intención.
Se había quedado con muy poco dinero. En su desesperación, fue a un baile, como hacen las damiselas abandonadas de las películas. Se le acercaron dos caballeros japoneses, y, como fuese que había tomado ya más cócteles de lo conveniente, aceptó pasar la noche con ellos. A la mañana siguiente, los caballeros japoneses le dieron tres cincuenta en calderilla y la echaron escaleras abajo. Margot se determinó a ser más astuta en el futuro.
Una noche, en un bar, un hombre gordo, que tenía una nariz semejante a una pera demasiado madura, puso su arrugada mano sobre su rodilla de seda y dijo vehementemente:
—Encantado de verte de nuevo, Dora. ¿Recuerdas aún lo que nos divertimos el verano pasado?
Margot se rió y le indicó que estaba en un error. El viejo le preguntó con un suspiro qué quería tomar. Luego la llevó a casa y cuando aún estaban en su interior, se puso tan asqueroso que ella saltó fuera. Él la siguió y le suplicó casi llorando que le dejara verla de nuevo. Margot le dio su número de teléfono. Cuando le hubo pagado la habitación hasta noviembre, dándole también dinero suficiente para comprarse un chaquetón de piel, le permitió que subiera a su habitación. El gordo fue un plácido compañero de cama que se quedaba dormido en cuanto dejaba de jadear. Una noche no asistió a la cita, y cuando ella se decidió a llamarlo a su oficina le dijeron que había muerto.
Vendió su chaquetón de pieles, y aquel dinero la mantuvo hasta la primavera. Dos días antes de esta transacción sintió un ardiente deseo de mostrarse ante sus padres en todo su esplendor, de forma que pasó por la casa en taxi. Era sábado y su madre estaba abrillantando el pomo de la puerta cochera. Cuando vio a su hija quedó paralizada de asombro.
—¡Pero mira, tú! —exclamó con mucho sentimiento.
Margot sonrió silenciosamente y volvió al taxi. Por la ventanilla trasera vio a su hermano salir corriendo de la casa. La persiguió barbotando algo, mientras agitaba su puño en alto.
Margot alquiló una habitación más barata. Medio desnuda, sus pequeños pies descalzos, solía sentarse al borde de la cama, en la oscuridad, y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Su patrona, una mujer simpática, le hacía una visita de vez en cuando y charlaba con ella cordialmente. Un día le dijo que una prima suya tenía un cine que marchaba muy bien; Margot miró en torno suyo buscando algo que empeñar: aquella puesta de sol, acaso.
«¿Y ahora qué hago?», pensó.
Una cruda mañana azul, hallándose plena de coraje, se maquilló dando a su rostro una expresión asombrosa, buscó una firma cinematográfica con nombre prometedor y logró obtener una cita para ver al director en su despacho. Resultó ser un hombre de edad, con su ojo derecho cubierto por un paño negro y un destello penetrante en el izquierdo. Margot empezó por garantizarle que había actuado anteriormente y con mucho éxito.
—¿En qué película? —preguntó el director mirando benévolamente la cara excitada de la muchacha.
Intrépida, mencionó una firma, una película. El hombre guardó silencio. Cerró su ojo izquierdo (de ser visible el otro, aquello hubiera sido un parpadeo) y dijo:
—Ha tenido usted suerte en dar conmigo. Otro, en mi lugar, hubiera podido sentirse tentado por su… hmm… juventud, para hacerle montones de lindas promesas. Bueno, ¿para qué contarle?, hubiera seguido usted el camino de todas, sin convertirse jamás en ese espectro de romance, al menos de la clase especial de romance que nosotros tratamos. Yo, como puede usted ver, ya no soy joven, y lo que yo no haya visto de la vida no vale la pena verse. Y por esa razón, me gustaría decirle algo, mi querida pequeña: no ha sido usted jamás actriz, ni lo será nunca, con toda probabilidad. Váyase a casa, piénselo de nuevo, hable usted con sus padres, si es que se habla usted con ellos, cosa que dudo…
Margot hizo resonar su guante contra el borde de la mesa, se puso en pie y salió con un recio taconeo, su rostro contraído por la ira. Otra compañía tenía sus oficinas en el mismo edificio, pero allí ni siquiera la dejaron entrar. Llena de ira, volvió a casa. Su patrona le hirvió dos huevos y le dio unas palmaditas en los hombros, mientras Margot comía con voracidad y cólera. Luego, la buena mujer trajo un poco de coñac y dos vasitos, los llenó con temblorosa mano, repuso el corcho en la botella cuidadosamente y la sacó de allí.
—Brindo por su buena suerte —dijo sentándose otra vez en la desvencijada mesa—. Todo saldrá bien, querida. Mañana veré a mi prima y le hablaré de usted.
La conversación fue un éxito completo. Al principio, a Margot le divertía su ocupación, aunque, por supuesto, era un poco humillante empezar su carrera cinematográfica de aquella forma. Tres días más tarde tenía la sensación de no haber hecho en su vida otra cosa que acompañar a sus asientos a gentes que andaban a tientas. Sin embargo, el sábado hubo un cambio de programa, y aquello la animó. Estuvo en pie en la oscuridad, apoyada contra la pared, y vio a Greta Garbo. Pero al cabo de poco estaba ya hasta la coronilla. Transcurrió otra semana. Un hombre que salía se detuvo un poco en la puerta y la miró con una expresión desesperada. Dos o tres noches después fue de nuevo. Vestía perfectamente y sus azules ojos la miraban hambrientos.
«No está nada mal el tipo —se dijo Margot—. Tal vez un poco desabrido».
Cuando él regresó por cuarta o quinta vez —y no a causa de la película, porque era la misma—, Margot sintió una sacudida de agradable emoción.
¡Pero qué tímido era aquel individuo! Al marcharse a casa una noche, le advirtió en la otra acera.
Ella siguió caminando sin volverse, pero con el rabillo del ojo le espiaba, esperando que la siguiera. Pero no lo hizo; simplemente se esfumó. Luego, cuando su conquista volvió otra vez al «Argus», tenía un aspecto desmayado, morboso, muy interesante. Terminada su tarea, Margot salió de puntillas a la calle; se detuvo; abrió su paraguas. Allí estaba él, de pie, en la acera de enfrente. Ella cruzó calmosamente en aquella dirección. Pero cuando vio que se acercaba, él se puso a andar en el acto.
Albinus se sentía necio y enfermo. Sabía que la muchacha caminaba detrás, y por lo tanto temía andar demasiado rápido, no fuera que la perdiese. Pero, por otra parte, más bien le asustaba aminorar su paso, por miedo a que ella le alcanzase. En la encrucijada se vio obligado a detenerse mientras, uno tras otro, los coches cruzaban veloces ante él. Ella le dio alcance, pero, a punto de resbalar ante una furgoneta, se hizo atrás y chocó con él. Apretó fuerte su delgado codo, y cruzaron juntos.
Ahora empieza todo —pensó Albinus, amoldando torpemente su paso al de ella—. Nunca había caminado con una mujer tan pequeña.
—Está usted calado —dijo ella con una sonrisa.
Albinus le tomó el paraguas de la mano; ella se estrechó aún más contra él. Por un momento, Albinus temió que su corazón fuera a estallar, pero luego, de pronto, algo se relajó en él deliciosamente, como si hubiera cogido el ritmo de su éxtasis, aquel húmedo éxtasis que tamborileaba contra la tersa seda del paraguas. Sus palabras fluían ahora libremente, y él por primera vez disfrutaba a sus anchas.
Dejó de llover, pero ellos siguieron caminando bajo el paraguas. Cuando llegaron ante la puerta de Margot, Albinus cerró el húmedo, brillante y hermoso objeto, devolviéndoselo.
—No se vaya aún —rogó él. Mantenía una mano en el bolsillo, tratando de hacer saltar con el pulgar su anillo de casado—. No se vaya. —El anillo estaba ya fuera.
—Se hace tarde —dijo Margot—; mi tía se va a enfadar.
Él la sujetó por las muñecas y con la violencia de la timidez trató de besarla, pero ella se zafó y los labios de Albinus no encontraron otra cosa que su sombrerito de terciopelo.
—Déjeme marchar —murmuró ella con la cabeza baja—. Sabe usted que no debía haber hecho eso.
—Pero no se vaya; no tengo a nadie en el mundo sino a usted.
—No puedo, no puedo —contestó ella y, dando la vuelta a la llave en la cerradura, empujó la gran puerta con su pequeño hombro.
—La esperaré de nuevo mañana —dijo Albinus.
Ella le sonrió desde detrás de la vidriera y luego recorrió el oscuro corredor hacia el patio trasero.
Albinus respiró hondo, se palpó los bolsillos buscando su pañuelo, se sonó la nariz, abotonó y desabotonó cuidadosamente su sobretodo, notando lo liviana y desnuda que sentía su mano, y apresuradamente se puso el anillo aún caliente.