Albinus no había sido nunca muy afortunado en las cosas del corazón. Aunque era bien parecido, no lograba sacar ningún partido de su atractivo sobre las mujeres —pues, decididamente, algo muy seductor irradiaba de su agradable sonrisa y de sus dulces ojos azules, un poco saltones, cuando meditaba intensamente (y, como quiera que su cerebro era más bien lento, esto ocurría con mayor frecuencia de lo debido)—. Buen conversador, pecaba tan sólo de ese ligero titubeo de habla, apenas un balbuceo, que presta renovado encanto a la frase más desabrida. Y, lo que es más (vivía en un mundo germano muy etiquetero), su padre le dejó una fortuna sólidamente invertida; a pesar de todo ello, lo romántico le jugaba la treta de hacerlo vulgar siempre que aparecía en su vida.
En sus días escolares tuvo una tediosa liaison, de las que entran en la categoría de los pesos pesados, con una dama triste y madura que, más tarde, durante la guerra, le envió calcetines bermejos, ropas interiores de lana que le hacían cosquillas sobre la piel y enormes cartas apasionadas, escritas a toda velocidad con letra salvaje y criptográfica, en papel de pergamino. Luego, aquella aventura con la esposa del Herr Profesor, a quien encontrara en el Rin; la infiel era bonita, si se la miraba desde cierto ángulo y bajo cierta luz, pero resultaba tan fría y modesta que no tardó en abandonarla. Y, por último, en Berlín, inmediatamente antes de su matrimonio, trabó amistad con una mujer delgada y sombría, que le visitaba todos los sábados por la noche, y solía relatarle todo su pasado detalladamente, repitiendo la misma condenada cosa, una y otra vez, suspirando aburridamente en sus brazos y redondeando cuanto dijera con la única frase francesa que conocía: C’est la vie. Desatinos, tanteos, contratiempos… Sin duda alguna, su Cupido era zurdo, mentecato y castrado de imaginación. Y, fuera de estos febles romances, cientos de muchachas que ocuparon sus sueños, pero a quienes jamás logró conocer; no habían hecho sino cruzarse con él, dejando, con su paso, durante uno o dos días, ese desesperado sentimiento de frustración que hace de la belleza lo que es: un remoto árbol célibe destacado contra áureos cielos; las ondas de luz reflejadas en los arcos de un puente; una cosa imposible de capturar…
Si bien amaba a Elisabeth en un cierto sentido, su esposa no supo nunca satisfacer aquel ansia que él había anhelado hasta el dolor. Elisabeth, hija de un renombrado empresario teatral, era una muchacha cimbreña, cansina, rubia, dotada de ojos transparentes y patéticos barrillos que asomaban justamente por encima de esa clase de diminutas narices que las novelistas inglesas llaman «retrousée» (nótese la segunda «e», añadida por una razón de seguridad).
En su piel delicada, el más leve toque dejaba una mancha renegrida, que tardaba en desvanecerse.
Se casó con ella sencillamente porque sí. Un viaje a las montañas en su compañía, amén de su grueso hermano y una prima notablemente atlética que, a Dios gracias, acabó por dislocarse el tobillo en Pontresina, fueron los principales promotores de su unión. Había algo tan delicado, tan airoso en Elisabeth, y su risa era hasta tal punto sana… Se casaron en Munich, a fin de escapar del agobio de sus muchas relaciones berlinesas. Los castaños se hallaban en plena florescencia. Perdieron una pitillera de oro, joya de familia, en un jardín ya olvidado. Uno de los camareros del hotel sabía hablar siete idiomas. Elisabeth resultó tener una pequeña y tierna cicatriz, fruto de la apendicitis.
Ella era un alma de Dios, afectuosa, dócil y gentil. Su amor era un amor de lirio; pero alguna que otra vez se inflamaba y, en estas ocasiones, Albinus concebía la engañosa idea de el amor.
Cuando Elisabeth quedó embarazada, sus ojos cobraron una vacua expresión de contento, como si estuviera admirando aquel nuevo mundo intestinal suyo; su andar descuidado trocóse en otro alerta, medido, como si se dedicara a devorar puñados de nieve recogidos precipitadamente del suelo, cuando no la veía nadie. Albinus hizo cuanto pudo por cuidarla; la llevó a dar largos y despaciosos paseos; se encargaba de que su esposa se acostase temprano, y cuidaba, cuando Elisabeth se movía por la habitación, que no tropezase con los salientes de algún mueble; pero, por la noche, sus sueños le enfrentaban a una muchacha que yacía, desperezándose, en una cálida playa solitaria, y, en esos sueños, le acometía un repentino temor de ser sorprendido por su esposa.
Por la mañana, Elisabeth consideraba su cuerpo fláccido ante el espejo del armario y esbozaba una sonrisa, satisfecha y misteriosa. Un día se la llevaron a una clínica y Albinus vivió tres semanas solo. No sabía qué hacer consigo mismo; bebió una buena cantidad de coñac y se torturó con dos pensamientos oscuros, de clase distinta. El primero era que su esposa podía morir, y el otro que, de tener sólo un poco más de valor, podría encontrar a alguna mujercita cariñosa y volverse con ella a su alcoba vacía.
¿Llegaría a nacer el niño? Albinus recorría en todas direcciones la galería encalada y esmaltada de blanco, en cuyo extremo, al final de unas escaleras, estaba aquella palmera de pesadilla. Odiaba la palmera; odiaba la desesperante blancura del lugar y las nurses del hospital, de rojos carrillos y cofias blancas, que, deslizándose, trataban de sacarle de allí. Por último, el cirujano asistente apareció y dijo tétricamente:
—Bueno, se acabó todo.
Los ojos de Albinus vislumbraron como una oscura y fina lluvia, igual a la de una película muy antigua (una del año 1910 que representaba una animada y espasmódica procesión funeraria, las piernas de cuyos componentes se movían con excesiva rapidez). Entró en la habitación. Elisabeth había dado felizmente a luz una niña.
Al principio, ésta ofrecía el aspecto rojo y arrugado de un balón de juguete en decadencia. Sin embargo, su cara no tardó en rellenarse, y, doce meses más tarde, empezó a hablar. A la edad de ocho años era mucho menos expresiva, pues había heredado la naturaleza reservada de su madre. Su alegría era también, como la de Elisabeth, singularmente discreta.
Y a través de todos estos años, Albinus permaneció fiel, mientras la dualidad de sus sentimientos le intrigaba lo indecible. Sabía que amaba a su esposa sincera, tiernamente —tanto, en realidad, como fuese capaz de amar cualquier ser humano—, y se mostraba con ella absolutamente franco en todo, salvo en lo concerniente a aquel absurdo reconcomio, aquel sueño, aquella lascivia que estaba practicando una grieta en su vida. Elisabeth leía todas sus cartas, las que recibía y las que él redactaba; le gustaba conocer los detalles de sus negocios, en especial los vinculados a su comercio de viejos y sombríos cuadros. Habían hecho algunos viajes encantadores al extranjero y pasado muchas veladas bellamente apacibles en su hogar, ocasiones éstas en que ambos se sentaban en el balcón, dominando desde la altura las calles azules, con sus cables y chimeneas dibujados en tinta china sobre el crepúsculo. Albinus concluyó que era feliz, que esta felicidad excedía sus merecimientos.
Una noche (siete días antes de la charla acerca de Axel Rex), Albinus advirtió, al dirigirse a un café donde había concertado una cita de negocios, que su reloj había enloquecido (por lo demás, no era aquélla la primera vez que ocurría) y que contaba con toda una hora, dádiva que usar de una u otra forma. Por supuesto, era absurdo regresar a casa, al otro extremo de la ciudad; tampoco se sentía con ganas para sentarse y esperar. Caminando sin rumbo llegó a un pequeño cinema, cuyas luces proyectaban un resplandor escarlata sobre la nieve. Dirigió una mirada al cartel, que mostraba un hombre contemplando una ventana en la que aparecía una niña en camisa de dormir, y, después de un titubeo, compró una entrada.
Apenas se había internado en la oscuridad de terciopelo cuando el haz de luz oval de una linterna eléctrica brilló en dirección a él (como suele ocurrir), y no menos suave y ligeramente le condujo a lo largo del fosco pasillo, extendido en suave desnivel. En el momento en que la luz lamió el boleto que llevaba en la mano, Albinus distinguió vagamente la inclinada cara de la muchacha, y luego, al acomodarse, su figura tenue y la serena ligereza de sus movimientos desapasionados. Al alejarse la luz, casualmente iluminado por esta, captó el límpido brillo de un ojo de la muchacha y el perfil difuminado de una mejilla, que parecía pintada por un gran artista, contra un rico segundo plano oscuro. No había nada fuera de lo corriente en todo esto; cosas por el estilo le habían ocurrido con anterioridad, y le constaba que no era juicioso esperar nada de ellas. Ella se alejó, perdiéndose en la oscuridad, y él se sintió de pronto aburrido y triste. Había entrado al final de la película: una joven reculaba por entre muebles derribados ante un hombre enmascarado que la seguía con una pistola. No tenía ningún interés en observar hechos que le eran incomprensibles.
En el entreacto, no bien fueron encendidas las luces, la advirtió de nuevo: se hallaba en pie, en la entrada, junto a la horrible cortina púrpura que acababa de correr a un lado; los que salían se mezclaban a lo lejos. Ella mantenía una mano en el bolsillo de su corto delantal bordado, y su bata negra se adhería muy tensa a sus brazos y senos. Albinus la miró a la cara, casi asustado. Era una cara pálida, sombría, dolorosamente bella. Pensó que podía tener alrededor de dieciocho años.
Luego, vacío ya casi el local y cuando nuevos espectadores empezaron a repartirse a lo largo de las filas de butacas, la muchacha fue de un lado a otro, algunas veces muy próxima a él; pero Albinus volvió la cabeza porque le hería mirarla y porque no dejaba de pensar en las muchas veces que la belleza —o lo que él llamaba belleza— había pasado junto a él, desvaneciéndose.
Durante otra media hora estuvo sentado en la oscuridad, sus prominentes ojos fijos en la pantalla. Luego se levantó y remontó el pasillo. Ella apartó la cortina a su paso, produciendo un leve repique de argollas de madera.
«De todos modos, volveré otra vez», pensó Albinus en su desventura.
Creyó ver que los labios de la muchacha se fruncían un poco antes de dejar caer la cortina.
Se encontró en un charco de sangre roja; la nieve se estaba fundiendo, la noche era húmeda y los rápidos colores de las luces callejeras corrían y se disolvían todos. «Argus», buen nombre aquél para un cine.
Tres días después no había logrado olvidar a la muchacha.
Al entrar de nuevo en el local se sintió ridículamente excitado. Todo ocurrió exactamente como la primera vez: la resbaladiza luz de la linterna, los ojos selénicos, el rápido recorrido en la oscuridad, el lindo movimiento de su brazo de negras mangas al correr a un lado la cortina. «Cualquier hombre normal sabría qué hacer», pensó Albinus. Un coche corría calle abajo, con metálicas sacudidas.
Al marcharse trató de buscar su mirada, pero no tuvo éxito. Caía un firme aguacero y el asfalto desprendía un resplandor carmesí.
De no haber ido allí aquella segunda vez, acaso hubiera podido olvidar esta aventura fantasmagórica, pero era ya demasiado tarde. Acudió una tercera vez, firmemente resuelto a sonreír a la muchacha —y ¡qué desesperado intento hubiera sido aquél, de haberlo llegado a realizar!— Pero su corazón batió de tal forma que perdió su oportunidad.
Y al día siguiente cenó con Paul, discutieron el asunto de Rex, la pequeña Irma engulló su crema de chocolate y Elisabeth formuló sus preguntas habituales.
—¡Qué! ¿Estás en la luna? —preguntó él, tratando más tarde de compensar esta falta de amabilidad con una risita retrasada.
Después de la cena se sentó al lado de su esposa en el amplio sofá y le dispensó menudos besos mientras ella miraba vestidos y cosas en una revista femenina. De una forma opaca se dijo a sí mismo:
«¡Qué diantres! Soy feliz. ¿Qué más quiero? Esa criatura deslizándose en la oscuridad… Como para estrujar su hermosa garganta. En fin, de todas formas está muerta, porque no volveré más allí».