La soledad del piso vacío le pesaba intolerablemente a Mawn. Cada recuerdo de la presencia de Marcia le entristecía. Pese a sus esfuerzos, la organización de la prueba no adelantaba.
¿Hasta qué punto era esencial aquella prueba? ¿Y si se había engañado a sí mismo? ¿Tan importante era la gloria de Alex Mawn? Quizás hubiera otras formas de medir los niveles atmosféricos. Empezó a pensar que su propósito no era sino un intentó de ver realizada una fantasía suya: e) deseo de ver la ciudad sin coches, puesta de nuevo al servicio del hombre y desterrada para siempre la fea cacofonía del tráfico automovilístico.
Durante varias horas habló por teléfono con algunos colegas expertos, para ver si acallaban sus dudas. Jimmy Kingston se mostró muy cordial y sentencioso:
—Lo que le aconsejo, muchacho, es que siga sin desviarse ni un punto de su línea y sin dejarse disuadir por nadie. Por que su idea es sencillamente espléndida.
Palabras hueras y evasivas.
Luego consultó a Holden, un viejo catedrático de Bioquímica que había sido profesor de Mawn. Su respuesta fue muy prudente: aprobaba la necesidad de realizar una medición, pero cuidó de no comprometerse en la empresa, terminando por manifestar ciertas dudas en cuanto a los efectos a largo plazo.
En definitiva, no oyó más que generalidades. Algunos de los consultados incluso se mostraron francamente opuestos a la idea. Nadie parecía dispuesto a darle el consejo técnico que tan urgentemente necesitaba. Cuando soltó el teléfono, la cabeza le daba vueltas. Y no había progresado ni un milímetro hacia la solución.
Se puso a comparar los pros y los contras en dos columnas separadas sobre una hoja de papel. El resultado de la comparación fue abrumadoramente favorable al test. Pero la duda no dejaba de atormentarle.
Durante el resto del día vagó por el piso malhumorado y sombrío, sin probar apenas la comida. Cuando la luz empezó a disminuir, ya se había bebido más de media botella de coñac. Pero en vez de aliviar su tensión nerviosa, la bebida sólo consiguió embotar su pensamiento.
El teléfono le sobresaltó con su estridente llamada. La voz de Marcia era casi ir reconocible, debido a la distancia:
—Soy yo, Alex. Estoy en el aeropuerto Kennedy. Mi padre me espera para continuar viaje hasta la Florida.
Mawn se sintió casi instantáneamente despejado. Le faltaban palabras para expresarse:
—¿Cómo estás? —Y luego, sin ilación—: ¿Hace buen tiempo ahí?
—¡Mucho frío! Alex —su voz titubeó—, me fui de una manera poco correcta. Perdóname.
El coñac entorpecía su pronunciación:
—Por el amor de Dios, Marcia. Soy yo quien debe pedirte perdón. Todo lo que me dijiste era cierto.
—Ven, Alex; necesito verte, ¿no podrías tomarte unos días de asueto?
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Ven conmigo al Sur.
—No puedo, Marcia. Está todo en marcha. Comprenderás que no puedo cortar de pronto esas actividades. Tú lo sabes, Marcia.
Guardó silencio.
—Alex… ¿Estás ahí, Alex?
—Sí, aquí estoy. Achácalo si quieres al coñac, pero necesito tenerte aquí. ¿No podrías venir? Te deseo con toda mi alma,
—Lo minino que yo a ti. Pero, insisto, ¿no sería posible que vinieras tú?
—Sabes que no puedo.
—Alex, mi padre ha hecho que me examinase una legión de médicos. No sé… mis pulmones no están demasiado bien. Creo que necesito tomar algo de sol. ¿Has adoptado ya una decisión?
—No, todavía no.
—¿Qué dijo Jimmy?
—Pues apoya la idea, pero… El caso es que nadie sabe decirme sin rodeos: sí, debes hacerlo; adelante,
—Cariño, quise ayudarte, pero no supe cómo hacerlo; tú me cerraste el camino.
—Es que soy muy poco apañado para esas cosas.
—Debo irme. Ten cuidado, Alex. —Su voz se alejó de nuevo—. Volveré a llamarte desde Florida, te lo prometo.
—Sí, por favor. Y cuidate para que pronto te pongas bien.
—Adiós, Alex.
Mawn se preguntó absurdamente si jamás la volvería a ver. Se sirvió un buen chorro de coñac pero luego, con súbita náusea, lo arrojó al suelo.
La mañana siguiente le despertaron unas voces. Mientras andaba a tientas por el dormitorio, se convenció de que había sido él mismo quien había gritado durante la pesadilla que acababa de tener. Miró el reloj: las ocho y media. ¡Le quedaban tres horas! Tres horas para tomar una decisión.
En la sala se oía el gemido del aspirador. Era la mujer de la limpieza, la señora Best. Entre el ruido de la máquina se oían los gorjeos del pequeño Robert, el hijo de aquélla. Tenía cinco años.
Se puso la bata y pasó a la sala.
La mujer pasaba el aspirador por los muebles, y le sonrió alegremente al verle.
El pequeño Kobert estaba en el sofá, tratando de ordenar las piezas de un rompecabezas. Mawn se sentó a su lado y le observó. Era un dibujo geométrico de varios colores, parecido a un marídala. El niño tenía una pieza en la mano y buscaba el lugar donde colocarla. Mawn examinó el dibujo impreso en la tapadera del rompecabezas y vio que el niño había cometido varios errores, equivocando sobre todo los colores.
Al levantar la cabeza vio que la señora Best le miraba con temor. Ella desconectó el aspirador:
—No parece muy mañoso el chico; no logra entender eso. Pero le gusta y así se distrae.
—¿Se le da bien la escuela?
—¿Quíere decir si tiene eso que usted escribe en los periódicos? ¿El roecerebros?
—¿Quiere llevarlo a la clínica para hacerle un examen?
—¿Como lo que anuncian en la tele? Supongo que sí, aunque no sé de qué puede servirle al chico.
—¿Dónde vive usted, señora Best?
La interrogada le miró algo desconcertada.
—¿Vive cerca de alguna vía de mucha circulación?
—Yo a eso no le llamaría vivir. En otro tiempo se estaba bien. Luego construyeron esa autopista del diablo. Y ahora nunca dejan de pasar a todas horas esos grandes camiones, que meten un estrépito de mil demonios. Créame, en esas condiciones no vale la pena vivir. Pero, qué podemos hacer… Y el ayuntamiento no quiere saber nada.
—¿Cuándo construyeron esa autopista?
—Hace cinco años.
Dicho lo cual volvió a su aspirador.
—Por favor, señora Best. ¿Me permite una pregunta? ¿Han hecho…, van a hacer algo con Robert?
—¿Y qué podemos hacer? ¿Cree que va a ser un retrasado?
Su cara tenía una expresión de estólida tristeza.
—Señora Best, suponga que haya una posibilidad de remediar esas cosas. Suponga que se prohibiese la circulación de todos los coches, camiones y autobuses; que los echáramos de esa autopista.
—Pero ¿cómo iríamos a trabajar sin autobuses? ¡Entre mí casa y el Metro hay casi dos kilómetros!
—Suponga que lo intentásemos durante las fiestas de Pascua. Para que ustedes pudieran tener un poco de tranquilidad, siquiera una vez. Nada de humos, nada de ruidos.
—Yo trabajo durante las fiestas de Pascua. ¿Cómo acudiría a mis faenas?
—Admito que no sería fácil. Pero ¿y si eso contribuyera a la mejoría de Robert? ¿No podría usted acostumbrarse a ello?
La señora Best se apartó de la frente un mechón de cabello gris:
—Acabaría por acostumbrarme, supongo yo.
—¿Le disgustaría tal medida?
—No lo sé —apuntó al pequeño—. Si eso iba a ponérmelo bien, no tendría más remedio que aceptarlo.
—Así ¿cree que esa medida puede ser necesaria?
La mujer se desconcertó un poco ante semejante pregunta:
—Usted dijo que le haría bien al chico. Quiero decir, eso de parar el tráfico.
—Sí.
—Entonces, tendrá que hacerlo. No necesitará el permiso de los políticos para eso, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Pues que ellos nunca se dan prisa en hacer las cosas. Quiero decir que nunca hacen las cosas sino a medias. Mi hombre al fin pudo comprarse un viejo Morris, y supongo que se quejaría si no pudiera usarlo. Pero si es para bien de Robert, no tendría más remedio que aguantarse, ¿no le parece? Igual que los demás.
Mawn rebuscó en su cartera y sacó de ella dos billetes que entregó a la mujer:
—Esto es el aguinaldo de Pascua, si quiere usted aceptármelo.
—¡Oh, sí! —se sorprendió—. Pero ¿por qué? La señorita Scott me paga los jornales, y usted no me debe nada.
Mawn se levantó:
—Ya lo creo que sí. Y ahora, ¿le importaría llevarse a Robert un momento a la cocina? He de hacer una llamada telefónica importante.
Y seguidamente comunicó a Lodge su decisión.
—¿A qué se ha debido al fin tu decisión, Alex? —le preguntó Lodge.
—Me aconsejó la señora Best. ¡No creo que la conozca usted!
Tan pronto como fue anunciada la prueba, se produjo un verdadero alud de reacciones. Los expertos se las ingeniaron para demostrar que ellos habían recomendado la medida desde hacía varios años. Los fabricantes de automóviles pusieron el grito en el cielo, y uno de ellos dijo que el automóvil estaba siendo puesto en la picota sin motivo alguno. Los empresarios declararon que, aunque la prueba se realizara en vacaciones, no dejaría de perjudicar a los intereses del transporte, y demostraron cuántos miles de libras iban a perder.
Los estudiantes celebraron mítines al aire libre en apoyo a la iniciativa, y hasta el arzobispo de Canterbury bendijo el inminente evento.
Los diez días inmediatamente anteriores a la prueba fueron para Mawn días de febril actividad. Mantenía incesantes conferencias con los funcionarios de los hospitales y con la policía. M parecer, ninguno de los cargos representativos parecía dispuesto a cooperar con sus colegas. Mawn se vio continuamente acosado por los medios informativos, lo que al fin le obligó a organizar una pequeña oficina de prensa.
Hubo declaraciones de los representantes sindicales y de algunos hombres de ciencia. Hubo amenazas. En las cartas a los periódicos, se le acusaba alternativamente de ser un saboteador comunista y un enemigo de los obreros. Una de dichas cartas le presentaba como un elemento de vanguardia de una inminente invasión venusina. La Sociedad de la Observancia del Día del Señor aportó un dudoso consuelo al manifestar que por vez primera el domingo de Pascua iba a ser debidamente celebrado como un día de recogimiento.
Los fabricantes de bicicletas prepararon una «vuelta ciclista» por las desiertas calles de la ciudad.
Con vistas a la prueba del doctor Mawn, el Gran Londres fue dividido en cien zonas. A cada una de ellas se le asignó una brigada para recoger muestras de aire mediante unos recipientes especiales. Dichas muestras serían enviadas, a pie o en vehículos eléctricos, al laboratorio más cercano. Los resultados de los análisis serían transmitidos telefónicamente desde cada laboratorio al ordenador instalado en el hospital de San Olaf, que era el cuartel general de Mawn.
La policía había empezado a montar servicio de control en todos los accesos a la capital, y todos los medios de información fueron publicando avisos. Se recabó la colaboración del público, haciéndole saber que bajo el Estado de Excepción se castigaría
con severidad a quienes desobedecieran la prohibición de conducir vehículos a motor de combustión interna. Los propietarios de automóviles fueron advertidos de que en ningún caso debían poner en marcha el motor. Y una advertencia similar fue dirigida a todos los talleres de reparación y a todas las fábricas que hacían uso de motores a gasolina.
El público fue haciéndose gradualmente a la idea de que se preparaba un gran acontecimiento, probablemente histórico. Por primera vez se veía una posibilidad real de acabar con las molestias del tráfico urbano. A medida que se iba acercando el primer día de la prueba, la gente proyectaba sus vacaciones de la Pascua prescindiendo del coche familiar. Con dos días de antelación fueron saliendo de Londres trenes cargados de viajeros que se iban a casa de algún pariente residente en el campo. Un noticiario televisado comunicó que la población de la ciudad había experimentado una disminución temporal de más del veinticinco por ciento.
Las amas de casa que se quedaron en Londres acapararon víveres, como cuando la guerra.
Los directores del Metro de Londres se las vieron y se las desearon para organizar servicios extraordinarios, seguros de que no sería posible absorber la extraordinaria afluencia de usuarios, por lo que dirigieron un llamamiento al público para que se abstuviera de viajar, salvo caso de necesidad urgente.
La tarde del jueves anterior a la fiesta de Pascua empezó ya el gran éxodo. En todas las salidas de la ciudad se formaron kilómetros y kilómetros de «caravanas».
Las horas punta, normalmente de cinco a siete, se prolongaron hasta bien entrada la noche. A las dos de la madrugada empezó a caer una fina lluvia, como si la naturaleza quisiera dejar limpia de contaminación la ciudad.
La hora señalada para el comienzo de la prueba era las ocho de la mañana del viernes.
A las seis, los técnicos de Mawn se habían instalado ya en sus puestos; el día anterior habían preparado los instrumentos para recoger las primeras muestras de aire.
A las ocho treinta, Mawn dio por concluidas las verificaciones previas. Por el suelo de la sala que utilizaba cruzaban gruesos cables que conectaban potentes grupos de ordenadores. Una pared estaba ocupada por una central telefónica, donde ya montaban guardia tres telefonistas encargadas de recibir las primeras mediciones.
Las tres redes de televisión habían instalado sus cámaras en un rincón de la sala, enfocando el escenario, y transmitían información a sus respectivos estudios centrales.
Mawn esperaba con su personal frente a la pantalla anunciadora donde iban a aparecer los primeros resultados. Su anterior experiencia con los medios de comunicación de masas había terminado en un fracaso a nivel nacional. Esta vez podía terminar en una derrota a escala mundial.
Se dispuso que las muestras fuesen recogidas cada hora, para que Mawn y sus colegas fueran trazando gráficas de los niveles atmosféricos del acetílido. Si su acumulación procedía de las emisiones de los coches, ahora tendría que registrarse una disminución cada vez más pronunciada.
Hacia las ocho de la noche del Viernes Santo, los resultados eran casi totalmente contradictorios. En algunas zonas se había producido una pequeña disminución de los niveles atmosféricos del acetílido, pero en otras el nivel permanecía constante, y en seis zonas las mediciones señalaron una ligera pero inequívoca elevación.
Esto le causó a Mawn un efecto catastrófico. Él había considerado la posibilidad de que la prueba no resultara definitiva, pero de eso a que algunos índices subieran en vez de bajar mediaba un abismo.
Durante interminables horas estuvo discutiendo apasionadamente las posibles causas del incremento registrado. Nadie fue capaz de sugerir una explicación de tal fenómeno. Ningún coche circulaba, ni hacía viento; por tanto se descartaba que el viento hubiera traído la contaminación de otros centros urbanos próximos a Londres. Sin embargo, los niveles subían.
A primera hora de la mañana del sábado Mawn permanecía sentado frente a las pantallas, macilento y con los ojos enrojecidos, mientras las mediciones registraban sucesivos incrementos sellando su fracaso cada vez más.
A las seis de la mañana se detuvo el incremento; pero hacia las diez, veintiséis zonas volvían a comunicar una subida continua y bien definida. Estaba claro que la prueba había sido un fracaso.
Campbell Baxter y Richard Lodge aparecieron en la oficina central de San Olaf a las once. Mawn pareció no enterarse apenas de la llegada de los dos personajes. Fue Lodge quien rompió el embarazoso silencio:
—¡Tiene que haber otra causa, Alex!
Baxter cambió una mirada con Lodge al observar una botella de coñac casi vacía sobre un montón de papeles. Mawn agitó la cabeza, irritado.
—No hay ninguna otra posibilidad. El acetílido está directamente relacionado con la combustión de la gasolina. No tiene otro origen.
—No lo entiendo —empezó Baxter—. No lo entiendo en absoluto. Y no imagino las consecuencias si esto sale mal. Seremos el hazmerreír de todo el mundo.
Mawn se puso en pie:
—Ha intervenido un factor desconocido… aún no sé cuál puede ser. Sólo pido tiempo.
—Sólo nos quedan dos días —dijo calmosamente Lodge.
Mawn se dirigió entonces a Baxter:
—Tal vez haya que prolongar el período de prueba.
—Eso es imposible —replicó Baxter—. Bastante nos aprietan ya. Hay que terminar en la fecha fijada.
—Pero tal vez necesite más tiempo para determinar la causa de este incremento. No se puede sacar ninguna conclusión sin obtener la información necesaria.
—Lo siento —replicó ásperamente Baxter—, pero sólo puede disponer de tres días para conseguir esa información. No voy a conceder ninguna prórroga. Naturalmente, después de esto tendrá que responder de las consecuencias.
—¿No podría ser cierto que ha intervenido un factor nuevo? —preguntó Lodge—. No olvidemos que ha llovido.
Baxter hizo un gesto de impaciencia:
—Richard, hasta un lego en la materia sabe que la lluvia tiende a clarificar el aire, y no a elevar los niveles de contaminación.
—Bueno, también conviene tener en cuenta que hoy hace más calor… Sí, eso es… Hace más calor. —Se dirigió con largas zancadas hacia el encargado de la vigilancia meteorológica—: ¿Qué temperatura tuvimos ayer al mediodía?
El hombre levantó la vista, sorprendido por la interrupción, y cogió un papel del pupitre:
—Vamos a ver…, quince… Sí, quince grados.
—¿Y ahora?
El hombre buscó nerviosamente.
—Hoy ha subido mucho…, seis grados. La última lectura fue hace una hora…; veintiún grados a las diez de la mañana.
—Hace un tiempo bastante caluroso para estas fechas —comentó Lodge.
—¡Está claro! —exclamó, excitado, Mawn—. El acetílido satura las superficies de las calles, edificios, etcétera. Y ahora el aire caliente lo convierte en vapor…, en efecto, es una sustancia muy volátil. Si se desprende de las superficies en forma de vapor, es indudable que los niveles atmosféricos han de subir.
—Luego, si es cierto que el automóvil es la causa originaria —terció Lodge—, esa sustancia debe volatilizarse con el tiempo y…
—¡Y dispersarse! —exclamó Mawn—. Si es así, y los coches la producen, los niveles deben aumentar hasta cierto punto para luego iniciar el descenso.
Mawn se dirigió con paso rápido a la centralita telefónica. Cuando se alejó, Baxter le dijo a Lodge:
—Este hombre se halla en estado de sobreexcitación. Debes hablar con él, porque de seguir así va a desfallecer. Oblígale a descansar.
—No hará ningún caso de mis consejos, pero lo intentaré de todos modos.
Durante las veinticuatro horas siguientes, los niveles de acetílido variaron con irregularidad. Las emisoras de televisión siguieron funcionando, poniendo en antena programas especiales de madrugada, y los corredores profesionales de apuestas hicieron su agosto.
Mediada la tarde del domingo de Pascua, todos los niveles quedaron estabilizados, aunque no se notaba ninguna tendencia al descenso.
A las seis del mismo día, Mawn se derrumbó. Después de dos noches sin dormir, la falta de alimento y el coñac pudieron con él: el científico se dejó caer sobre el pupitre y se quedó dormido.
Oyó una confusa algarabía de voces. Al fondo alguien reía, entre un tintineo de vasos. Una mano le sacudió violentamente. Abrió los ojos. Rojo como un tomate, Lodge se inclinaba sobre él, agitando un papel de ordenador.
—¡A buena hora se duerme usted!
Mawn hizo un esfuerzo:
—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?
Lodge arrojó los papeles sobre la mesa:
—Ha dormido cinco horas. ¡Mire, Alex! ¡Mire! Alguien le metió un vaso en la mano.
—Están bajando, Alex, ¿no lo ve? El nivel está bajando en todos los puestos de observación.
Un técnico le dio una palmadita en la espalda:
—¡Ha ganado, hombre! ¡Ha ganado!
Mawn despertó temprano la mañana del lunes. Se quedó un rato echado, recordando las largas semanas de tensión. Ahora se sentía completamente diferente. Incluso el entumecimiento causado por el duro banco donde se había tumbado dejaba de importarle. La sala del ordenador se hallaba en completo desorden. El suelo estaba cubierto de montones de papel arrugado, y sobre las cajas de los instrumentos metálicos se veían botellas vacías. Tres técnicos anotaban aún los resultados de las muestras obtenidas durante la noche. Una sola ojeada a los números que iban apareciendo en la pantalla le bastó para darse cuenta de que los niveles habían mantenido durante toda la noche la tendencia descendente.
Dijo a uno de aquellos técnicos que se acercaría a pie hasta Piccadilli Circus, para visitar el control allí establecido. Una vez en la calle, comprobó que el ambiente de la ciudad había cambiado por completo.
El aire estaba mágicamente limpio, y el sol le calentaba la cara mientras cruzaba el puente en dirección a Whitehall. Las aguas del Támesis centelleaban y reinaba un maravilloso silencio. Comprobó con júbilo que apenas se oía otro ruido sino el de sus propios pasos sobre el pavimento. Se detuvo y se inclinó sobre el pretil. Abajo, dos hombres izaban la vela de un pequeño bote. Les saludó con la mano y ellos le correspondieron.
En la plaza del Parlamento salía gente por la boca del Metro. Se sonrió al ver a un anciano que dejaba su perro en el suelo, quitándole la correa para que corriera libremente por la calzada. El animal se puso a corretear dando ladridos de contento.
En Whitehall, un solitario guardia a caballo, con su coraza brillando al sol, se hallaba rodeado de turistas con sus inevitables cámaras fotográficas. Una florista montaba su tenderete a la entrada de Trafalgar Square. Mawn se detuvo para respirar el perfume de las flores en el puro aire de la mañana. Desde lejos llegó a sus oídos la estridente sirena de un coche de la policía. Le asaltó una vaga preocupación por el efecto que los gases del motor pudieran causar en las mediciones, pero en seguida cayó en la cuenta de que aquello ya carecía de importancia.
La furgoneta del control de Piccadilly estaba estacionada al lado de la estatua de Eros. Dos hombres separaban de la bomba de aire unos cilindros de muestras, que luego sellaron con película de parafina. Se acercó para comentar los datos con ellos. Pero, en realidad, nada tenía que hacer ya. Se sentó en un peldaño de la escalinata, y miró atónito a su alrededor.
Hasta los mugrientos edificios que desde allí se divisaban parecían más luminosos a la clara luz del sol. Las personas que salían de las bocas del metro miraban un momento a su alrededor, temerosas, como si no estuvieran muy seguras de no ver reanudarse súbitamente la circulación. Dos perros pasaron ladrando a su lado. Uno de ellos levantó la pata junto a una farola, como para reclamar la propiedad de aquel territorio.
Un grupo de estudiantes barbudos apareció en la avenida Shaftesbury. Uno de ellos tocaba una guitarra y, cuando el ritmo adquirió cierta rapidez, sus acompañantes rompieron a bailar.
Durante más de una hora, Mawn estuvo contemplando a la gente que pasaba en animados grupos. A medida que la multitud se hacía más numerosa, la gente se dirigía la palabra y entablaba conversación, aun sin conocerse.
En el cielo retumbó un avión a reacción. Las caras se volvieron hacia arriba, con muecas de disgusto ante la súbita molestia. Y los estudiantes rompieron a cantar: «Aviones, no; reactores, no; aviones, no…».
Junto a Saint Martin-in-the-Fields, un vendedor ambulante plantó la carretilla en medio de la calzada. Un policía se le acercó, se sacó la libreta del bolsillo y empezó a interrogarle. Luego, cambiando de parecer, cogió una manzana, meneó la cabeza y siguió su camino.
Los estudiantes se apostaron en medio de Trafalgar Square, donde habían encendido un infiernillo, y ya estaban ocupados en freír salchichas cuando Mawn se acercó a ellos.
Alguien le tocó en la espalda y le hizo una seña. Un coche de policía se acercaba a Whitehall sorteando los grupos de gente, que se apartaban de mala gana. El coche se detuvo y Lodge y Campbell Baxter se apearon. Mawn fue a su encuentro con reticencia, casi sin observar la presencia de una tercera figura detenida al lado del coche.
Baxter se acercó, tendiéndole la mano:
—Le felicito, doctor Mawn. —Dirigiendo una mirada a la multitud, prosiguió—: Extraordinario, verdaderamente ordinario. Debe estar muy satisfecho. Por cierto, he estado en el diez de Downing Street y el primer ministro se ha mostrado muy lisonjero. —A espaldas de Baxter, Lodge le guiñó deliberadamente un ojo a Mawn—. Desea entrevistarse cuanto antes con usted, supongo que para discutir las consecuencias de su éxito…
Pero Mawn no prestaba atención. La figura que aguardaba junto al coche era inconfundible. Mawn inició un movimiento con la mano. Ella se acercó. Baxter le miró y dijo:
—¡Ah, sí! Richard se empeñó en que hiciéramos de taxistas para venir a verle.
Mawn trató de prestar atención al que hablaba, sin dejar de mirar a Marcia.
—Usted habla como si ya estuviera todo resuelto, señor ministro.
—Estamos en el buen camino, ¿no cree? Mis problemas empiezan ahora. Hemos de decidir qué hacer con la industria…
Marcia se agachó para pasar por debajo del cordón de protección y se reunió con ellos. Mawn observó su nerviosa sonrisa.
—Si decidimos adoptar el motor Stirling, habrá que modificar los utillajes, desde luego… —seguía diciendo Baxter.
—Temo que no haya comprendido lo esencial de la cuestión, señor ministro. Creo que ninguno de ustedes ha captado el verdadero sentido de mi experimento. Y no quiero que nadie se haga ilusiones acerca de mis futuras actividades. —Vio que la expresión de ella se ensombrecía y que sus ojos buscaban ansiosamente los de él—. Y esto explica por qué no quiero reunirme con el primer ministro ahora.
Baxter sonrió:
—La entrevista tendrá un carácter exclusivamente protocolario…
—Pues eso debe terminar. Han acabado los experimentos y hemos hablado todo lo que debíamos hablar. —Señalando el coche de la policía, añadió—: Ustedes han utilizado ese coche para recorrer medio kilómetro, sin que lo justificase ninguna emergencia. Podían venir andando, pero ustedes decidieron emplear el vehículo a motor…
—Está usted cansado, doctor Mawn.
Baxter miró a Lodge con impaciencia.
—Sí, estoy cansado. Pero mi cerebro aún funciona. No estoy afectado. —Y, señalando la multitud, añadió—: Pero ni ustedes ni yo sabemos cómo se sentirán muchas de esas personas… Es posible que su coche policial haya sido la puntilla para alguien.
Sintió la mano de ella tomándole del brazo y bajando hasta coger la suya.
—Ya no cabe duda. No podremos volver a usar el automóvil hasta que su motor haya sido modificado por entero.
La sonrisa de Baxter había desaparecido:
—Creo que no se ganará muchos amigos si propone tan drástica solución.
—No lo ignoro, y también sé que el primer ministro no quiere verme sólo para darme las gracias.
Consultando su reloj, Baxter dijo:
—Por supuesto, él debe decidirlo.
—¡No! —la sonora voz de Mawn hizo que se volvieran hacia él las miradas de la muchedumbre—. No es él quien decide, sino éstos y… —Se interrumpió para contemplar a Marcia—: Todos nosotros hemos de tomar una decisión clara y definitiva. De ahora en adelante, todo propietario de un automóvil debe ser plenamente consciente de lo que hace cuando ponga en marcha su motor. Nadie podrá sustraerse a esta responsabilidad.
Rodeó el hombro de Marcia con su brazo y echó a andar:
—Durante los próximos cuarenta años nos veremos obligados a reformar nuestro estilo de vida y nuestra tecnología para atender a millones de adultos mentalmente retrasados, que nunca podrán restablecerse del todo. Por eso le ruego, señor ministro, que presente mis excusas al primer ministro y le diga que la elección es muy sencilla: o el automóvil, o la mente de nuestros hijos. Sabe Dios cuál de las dos cosas vamos a elegir.