Durante ocho semanas, Mawn se vio en el centro de una red de comunicaciones internacionales cuyos tentáculos iban extendiéndose rápidamente. Max Bordheim cumplió religiosamente su promesa, y todos los días le llegaba una nueva remesa de datos procedentes de la UNESCO.
Una tras otra, las ciudades del mundo escudriñaron minuciosamente todos sus rincones buscando la causa del roecerebros. Cloacas, túneles subterráneos y bloques de rascacielos eran registrados por ejércitos de técnicos, cada vez más numerosos. Las fábricas, los almacenes de productos químicos, los edificios públicos, fueron recorridos palmo a palmo en busca de cualquier posible causa de intoxicación química.
Médicos y patólogos trabajaban sin descanso en laboratorios y salas de autopsia sajando, examinando, analizando y separando tejidos del cuerpo de todas las personas fallecidas en las ciudades.
Las hipótesis eran examinadas y desechadas una tras otra. En las necropsias no se hallaban niveles anormales de metales pesados. El plomo, el cadmio, el mercurio, fueron siendo sucesivamente descartados.
La búsqueda se dirigió luego hacia las aguas. Ya fuertemente contaminados por innumerables residuos industriales, todos los ríos, canales y dársenas fueron muestreados y debidamente analizados. El Rin, conocido como el gran sumidero de Europa, era objetivo favorito del internacional registro.
Mawn trabajaba con Marcia a todas horas, metido entre montañas de papeles, que invadían toda la oficina provisional instalada en San Olaf. Sus alumnos de la Universidad de Ply. mouth habían acudido para ayudarle, y los había puesto a trabajar en una docena de secciones diferentes, investigando diferentes elementos químicos que pudieran ser nocivos para el cerebro humano.
Lo peor fue el descubrimiento de que probablemente un treinta por ciento de toda la población mundial estaba afectada. Tan elevada proporción le pareció al principio inverosímil, pero los datos demográficos confirmaban que un sesenta por ciento de la humanidad vivía en zona urbana o suburbana.
Los medios informativos no dejaban de interrogarse, y todos los días aparecía algún artículo o entrevista comentando cuál sería el efecto sobre determinado sector de población, caso de que resultara irreversible. Los pilotos de las líneas aéreas se negaban a volar en compañía de un tripulante que no hubiera pasado el test correspondiente. Los automovilistas exigían que no se diera carnet de conducir a nadie sin pedirle un certificado antiroecerebros. Los anestesistas sospechaban de los cirujanos, los generales provocaban úlceras gástricas a sus subordinados encargados de vigilar los silos de cohetes, y la guardia urbana se negaba a prestar servicio en las zonas urbanas de mayor congestión, alejando que algunos conductores podían no ser capaces de dominar sus vehículos.
Además de los ciudadanos afectados, otros muchos imaginaban estarlo, y los médicos empezaron a hablar de una «neurosis roecerebros», como dolencia aparte de la verdadera. Lo peor fue que aquella neurosis acabó siendo la principal excusa del absentismo laboral.
La fotografía de Mawn aparecía indefectiblemente al lado de los artículos sobre el tema de moda. Pero la orientación de la prensa había cambiado: mientras antes Mawn era elevado al rango de un Mesías, ahora empezaban a exigirle resultados más rápidos. El tono de los medios informativos fue haciéndose gradualmente más duro y hostil.
En las Naciones Unidas, muchos países insinuaron que el roecerebros había hecho su aparición en algún país vecino. Las naciones en vías de desarrollo hicieron responsables de la situación a las naciones ricas, pero no hacían prácticamente nada por ayudar a descubrir el mal.
A medida que aumentaba la carga que pesaba sobre los hombros de Mawn, iba incrementándose también su capacidad de trabajo. Después de eliminar de su Universidad a los políticos aficionados notó, con gran sorpresa por su parte, que le gustaba el ajedrez de la lucha con los jerarcas de la administración pública, reacios a desprenderse de lo que ellos consideraban informaciones propias y particulares. Entre los fabricantes cuyos productos debían someterse a inspección por el nutrido ejército de químicos a las órdenes de Mawn, surgían innumerables protestas.
Luego sobrevino lo inevitable; la gente se acostumbró a la situación. Decían: «Lo siento, esta noche no podré salir… Tengo un poco de roecerebros». Y hasta los locutores de radio y televisión hacían bromas a base del mal: «Bien, señoras y caballeros: hablando de idiota a idiota…». El síndrome se integraba en la vida cotidiana como si fuese algo secundario. Los profesores se reunían para adaptar los programas de estudios a la nueva situación. Se idearon nuevos tests, basados en el modelo de Venn, para distinguir a las personas normales de las afectadas.
Desde el comienzo, Mawn había nombrado al profesor Kingston para coordinar y correlacionar todas las investigaciones químicas y patológicas. Con las facultades que le atribuyó la Organización Mundial de la Salud, el profesor Kingston examinaba datos que llegaban desde los laboratorios y hospitales de todas las partes del mundo. Se había llegado a un acuerdo internacional en el campo de las lesiones cerebrales producidas por el efecto roecerebros.
No cabía duda de que tal efecto era debido a una sustancia química. La búsqueda se dirigió al análisis de los tejidos cerebrales, para tratar de identificar algún elemento anormal.
Cierto laboratorio de Ginebra anunció que había logrado aislar una sustancia extraída de una serie de cerebros en otras tantas autopsias. Dicha sustancia se presentaba en cantidades infinitesimales, por lo cual no había podido ser analizada todavía. Poco después, el descubrimiento fue confirmado por un laboratorio bioquímico de Los Ángeles. Combinando los datos de cada una de esas instituciones, fue posible identificar la nueva sustancia, el acetílido-ciclopentano.
Al publicarse la identidad de tal sustancia química, causó entre el público el efecto de una bomba.
Kingston, sentado al borde del pupitre de Mawn, mostraba a éste una serie de manchas purpúreas sobre una tira de papel cuadriculado:
—Aquí tiene el delincuente: ¡la gasolina!
—¿Está usted bien seguro? —le interrogó Mawn.
—Lo estamos ya. Acetílido-ciclopentano. Nunca lo hubiera pensado, nunca.
—¿Puede haber otras causas?
—Por lo que hasta ahora sabemos, no. En el sesenta y ocho dos químicos informaron por primera vez dicha sustancia, calizada en el aire. Redactaron una comunicación demostrando que los gases de escape de los coches incluyen más de ciento ochenta sustancias químicas, una de las cuales era la estudiada por ellos. Muchas de esas sustancias son en realidad muy simples: hidrocarburos, etileno, etcétera.
—Conque no era el plomo ni nada parecido.
—No; sólo un producto secundario de la combustión de la gasolina.
—¡Entonces los habitantes de las ciudades han venido respirándolo desde hace muchos años!
—Así es. Las lesiones cerebrales son muy crónicas, muy a largo plazo. Se han venido desarrollando desde hace años. Y lo que es peor, nadie es inmune. El otro día hice la autopsia de un crío de cuatro años, y su cerebro ya presentaba síntomas de cambio.
—¡Cristo! —exclamó Mawn.
—Como le digo. El tejido cerebral es muy delicado, y más aún en los niños, como comprenderá. Los humanos poseemos gran número de células cerebrales, aunque probablemente nunca las utilizamos por completo. Ahora bien, este acetílido parece tener cierta afinidad hacia los lípidos o grasas especiales del tejido cerebral. Los habitantes de la ciudad respiran esa sustancia durante años; sustancia que se va disolviendo en las grasas cerebrales para luego, a lo largo de los años, ir destruyendo las células del cerebro. Al final, la reserva de células queda reducida a tal punto que la inteligencia, el comportamiento, etcétera, empiezan a resultar deteriorados.
—¡Idiotez inducida por el automóvil! —exclamó Mawn, dirigiéndose a un terminal de ordenador. Empezó a teclear dictándole instrucciones a la máquina.
—¿Qué hace?
—Explorar la distribución…, por profesiones.
Hubo una breve pausa, y muy pronto aparecieron en pantalla unos números amarillos, del uno al diez. Al lado de cada numero se leía el nombre de una profesión. Mawn dijo:
—Cuadra perfectamente con lo que usted ha descubierto.
Ordené a la máquina que presentase, por orden, las profesiones más afectadas.
—Con el dedo recorrió la pantalla de arriba abajo.
—Uno, taxistas; dos, agentes de tráfico; tres, barrenderos; cuatro, policías de patrulla. ¡Eso encaja perfectamente!
Kingston reanudó su exposición:
—Como decía, procede únicamente de la combustión del petróleo; pero no podemos asegurar que esa sustancia química proceda únicamente del motor de combustión interna. Existen boy tantos y tan nuevos procesos industriales, que nadie sabe lo que vierten a la atmósfera. Uno de tales procesos también podría ser la causa.
—¿El mismo proceso industrial en todas las ciudades del mundo? Parece improbable, ¿no? —inquirió Mawn.
—Estoy de acuerdo con usted. Es improbable. Pero si es la gasolina… ¡Dios mío!, las repercusiones serán verdaderamente fabulosas.
Mawn se puso a pasear de arriba abajo.
—Hemos de cerciorarnos… ¡Tenemos que estar totalmente seguros!
—Lógicamente, lo primero y lo que ya estoy haciendo es tomar muestras da sangre de habitantes de la ciudad, y tratar de aislar esa sustancia en las personas vivas.
—¿Y si descubrimos que se halla en los habitantes de las ciudades y no en la gente del campo?
—El próximo paso —continuó Kingston— sería practicar un muestreo de población, en grupos de cincuenta por ejemplo. Medir el nivel de su sangre mientras residen en la ciudad y luego enviarlas a una zona rural…
—¡Y comprobar si el nivel en la sangre disminuye!
—Exactamente. Pero eso todavía no acusa al automóvil.
—Pero hay un modo de saberlo —interrumpió Mawn, excitado—. Si ese acetílido se halla en el aire… suponiendo que se trate de una sustancia volátil…
—Los petroquímicos creen que lo es, en efecto.
—Muy bien. Si se halla en el aire, y no estamos seguros de que proceda del motor de combustión interna, ¡entonces está perfectamente claro lo que hemos de hacer!
Kingston le miró un rato y dijo:
—No resisto a la curiosidad.
—Hay que persuadir a Baxter de que saque todos los automóviles fuera de Londres…, para comprobar si el nivel desciende o incluso desaparece.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Todavía no lo sé. Varios días, seguramente. Tendremos que definir niveles de base. Seguramente habrá complicaciones; las ambulancias y los coches patrulla no pueden dejar de circular. Si hace viento, puede llegar contaminación a Londres desde otras ciudades. Sin embargo, este plan nos dará la respuesta. Si sacamos de Londres los automóviles y el nivel de acetílido baja, y si la gente de la ciudad mejora al vivir en el campo… Sí, con eso bastará… Será suficiente.
Kingston miró a Mawn por encima de sus medias gafas, y se echó a reír:
—¡Por Dios, muchacho! ¡Vas a tener muchos amigos!
El taxi se había metido en un embotellamiento. Un enorme camión articulado escupía por su tubo de escape una nube de color gris azulado. El guardia contemplaba el espectáculo desesperado, con los brazos caídos. Mawn consultó su reloj, pagó al taxista y condujo a Marcia, por entre los relucientes vehículos, hasta la acera.
Andando rápido cruzaron Scotland Yard y remontaron Whitehall. Allí había otro embotellamiento de circulación, parachoques contra parachoques.
En la antesala, Marcia se recuperó de un fuerte acceso de tos:
—Es el peor que recuerdo —tosió nuevamente—. Buena propaganda; procuraré toser en sus mismas narices.
Lodge les acompañó a la sala de reuniones. Tras los saludos de rigor, el ministro se dirigió a Mawn:
—¿Qué tal va ese informe sobre el día del Juicio Final?
—Dentro de dos o tres semanas, como mucho —replicó Mawn.
—Espléndido —sonrió Lodge—. El pobre Baxter se ve asediado por todas partes, desde el primer ministro hasta el «Daily Mirror». Siempre resulta tranquilizador un rápido Libro Blanco, ¿no lo cree así?
Mawn le miró fijamente:
—El que sea o no tranquilizador, depende de ustedes. Antes de que Lodge pudiera replicar, entraron en la sala el ministro y su ayudante, con Bordheim y un nuevo asesor científico. Tras breves preliminares, Baxter se dirigió a Mawn:
—¿Cuándo tendrá el primer borrador?
—Temo que se nos han planteado varios problemas —respondió Mawn.
—¿Sí?
—Es necesario efectuar una prueba mucho más rigurosa que las actuales.
—¿Qué clase de prueba?
—Si me lo permite, le resumiré nuestra posición —continuó Mawn—. Gran parte de las pruebas conseguidas demuestran la existencia de un hidrocarburo en las emisiones de…
—Sí, sí; estoy enterado —le interrumpió el ministro en tono de irritación.
Marcia observó que tenía los ojos enrojecidos y la cara con manchas lívidas, debido al exceso de actividad y de tensión.
—Las pruebas correlacionan perfectamente con los descubrimientos médicos; por tanto, necesitamos completar la prueba lógica. Como sabe, el motor de combustión interna lanza a la atmósfera unos ciento ochenta compuestos, algunos de los cuales sólo se desprenden al emplear el dispositivo de arranque en frío del carburador. Aquí tengo la referencia: Sanders y Maynard, en la «Revista de Química Analítica»…
Baxter hizo un gesto de impaciencia:
—Le ruego que se ciña a lo fundamental.
Mawn dominó su irritación:
—Bueno. Entonces le diré que necesitamos descubrir si ese compuesto es el responsable único y directo. Para ello naturalmente se necesitarían varios meses, o incluso años, de profundas investigaciones.
—¿Años? —frunció el ceño Baxter.
—En efecto, varios años. Y si tenemos éxito, se necesitará otro tanto hasta que la industria petroquímica halle medios prácticos para eliminar esa sustancia de la gasolina.
El ministro miró al doctor Kenny, su nuevo asesor científico.
—En efecto, ese trabajo no puede realizarse con demasiada rapidez —intervino el doctor Kenny, un joven de mirada franca, y que no temía decir la verdad.
Baxter lanzó una mirada circular en demanda de apoyo. Su cara estaba demacrada.
—Pero eso no es posible. Si esa… sustancia es la causa fundamental, entonces las lesiones cerebrales van a seguir apareciendo. Habrá millares de nuevos casos. Es preciso hacer algo más inmediato. Ya fue aprobada una ley sobre recirculación de gases de escape. La contaminación por el plomo ha disminuido un setenta por ciento en relación con el nivel de 1970. Y seguramente podremos votar nuevas leyes.
Mawn captó la mirada de Bordheim, que estaba fija en él con expresión reservada.
—Señor ministro —dijo Mawn—, con todo respeto debo decirle que hay una manera de dar pronta e inmediata solución al problema: prohibiendo el uso del automóvil.
Baxter esbozó una leve sonrisa:
—Eso provocaría un caos económico. Hay que ser más práctico. Para empezar, probablemente se triplicaría el índice de desempleo…
Mawn insistió:
—Creo que no me ha comprendido. Lo que le pido es que saque de Londres durante tres o cuatro días todos los vehículos a motor, a fin de comparar los niveles atmosféricos de ese acetílido.
Hubo un momentáneo silencio. Baxter miraba a Mawn con expresión incrédula:
—Cuatro días…, ¿en Londres?
—La época más conveniente sería diez días a partir de las fiestas de Pascua.
—Eso es absolutamente imposible —estalló Baxter—. En todo caso, ¿no podría realizarse ese experimento en otra ciudad…? ¿En una ciudad más pequeña que Londres?
—No. Los datos que poseemos se refieren a Londres. Empezar de nuevo en cualquier otro lugar supondría un considerable retraso.
Baxter se puso en pie.
—No tenemos poder para eso. ¡Es imposible!
Mawn sacó entonces una hoja de su cartera:
—De hecho, tiene autoridad para hacerlo. En virtud de la Ley de Estado de Excepción de mil novecientos setenta y cinco, subsección cuarta…
Baxter se volvió en redondo:
—¡Pero esa ley se aplica al caso de un ataque nuclear!
—Esa ley también abarca nuestro caso. —Y leyó—: «Cualquier contingencia asimilable a un desastre nacional…».
—¡Por el amor de Dios! Ahora no estamos ante una emergencia nacional.
—¿No basta con los centenares de hectáreas del suelo de Escocia que van a quedar inhabitables durante más de una generación? ¿Qué más quiere usted? Lo siento, pero mis colegas y yo consideramos imprescindible la prueba en cuestión. Prueba que puede evitar años de investigación intensa y rutinaria. Además, debo decirle que nos negaremos a emitir un informe sin haber antes llevado a cabo esa prueba.
—Entonces, habrá incumplido la misión que le encomendó el Gobierno —replicó Baxter.
—Permítame decirle que no lo veo así. Ni creo que tampoco lo vea así la gente. La opinión pública podría llegar a la conclusión de que se me ha impedido realizar mi trabajo. Por supuesto hay otra posibilidad. Los norteamericanos han manifestado con toda claridad que piensan realizar en breve la misma prueba en una de sus ciudades. Naturalmente, ellos no disponen de mis datos, pero yo podría sentirme inclinado a proporcionárselos, puesto que van a hacer algo y nosotros no.
Bordheim le miró con gratitud.
—Le recuerdo que se halla sujeto a la Ley de Secretos Oficiales —intervino el rubio ayudante, procurando parecer autoritario—. Temo que nos veríamos obligados a aplicarla.
—¡No faltaba más que esto! —estalló Mawn—. Lo nuestro nada tiene que ver con secretos nacionales. Los secretos no sirven más que para proteger a los incompetentes. Cuando toda la humanidad se halla amenazada por una tragedia que probablemente va a determinar un cambio definitivo en el estilo de vida futuro, no hay secreto oficial que valga. —Mawn gesticulaba, encolerizado—. Ya me ha contado Bordheim cuántas pequeñeces burocráticas tienen en París: intereses creados, envidias, ocultación de informaciones. Si no puedo proseguir esta investigación a la luz del día, sin condiciones y sin intromisiones, prefiero abandonar.
Hizo una pausa, y prosiguió:
—Ustedes saben perfectamente bien que el automóvil está sentenciado a muerte. A comienzos de la década de los setenta, el Informe Leach sobre la OECD señalaba con toda claridad que la demanda de lubricantes y gasolina excederá con mucho a las disponibilidades antes del próximo fin de siglo. Y ahora acabamos de descubrir que la gasolina comercial, no el plomo ni el monóxido de carbono ni ninguna otra emisión, ha modificado, con toda probabilidad, la evolución humana. Ahora tenemos una generación de seres relativamente incompetentes. Nuestra raza está hoy integrada por una especie enteramente nueva: el Homo non sapiens. Le digo y le repito que ahora es la oportunidad de hacer algo. ¡Y tenemos que aprovecharla!
Baxter regresó a la cabecera de la mesa; el ayudante quiso desafiar a Mawn con la mirada, pero se vio obligado a bajar los ojos.
Bordheim carraspeó:
—Es difícil prever la utilidad de ese experimento. Para mí encierra una magnífica promesa. Aunque su resultado fuese negativo, considero que debe llevarse a cabo. Es una prueba totalmente inofensiva.
Baxter replicó:
—Tanto usted, doctor Bordheim, como el doctor Mawn, se hallan en una posición privilegiada en tanto que científicos: a ustedes sólo les preocupa la necesidad del experimento… Yo, en cambio, si se ordenase tal prueba y sacáramos de Londres los automóviles, sería atacado por todos y cada uno de los grupos de presión del país. La industria, el turismo, todos tendrían motivo para protestar y censurarme. Muchas empresas trabajan durante la Pascua; los sindicatos nos acusarían de toda clase de atropellos. —Se dirigió a Mawn—: Si fuese posible organizar esa prueba, usted llegaría a ser el más impopular de las Islas Británicas. Con lo que quedaría nuevamente desacreditado. Expondré el asunto al Consejo de Ministros esta tarde. Pero le invito a que reconsidere con sus colegas esa idea, y a que decida clara y terminantemente si querrá buscar otra solución. —Volviéndose hacia su ayudante, inquirió—: Creo que eso era todo, ¿no?
Algo más tarde, en un bar del Embankment, Lodge daba cuenta del reciente Consejo de Ministros a Mawn, Marcia y Bordheim:
—En resumidas cuentas, autorizarán la prueba si usted juzga que no hay otra alternativa. Baxter habló por teléfono con el primer ministro cuando usted se fue. Creo que no se atreverá a oponerse, porque están al caer las elecciones parciales y sólo cuenta con una mayoría de doce escaños. Pero temo que haya provocado usted una considerable hostilidad hacia su persona. Ahora les tiene cogidos, pero ellos no van a perdonarle si se equivoca.
Mawn, cansado, dejó la jarra de cerveza sobre la mesa:
—No puedo hacer otra cosa.
Lodge dijo, meditabundo:
—Tal vez no, pero hay que tener un poco de mano izquierda… ¡Debió ponerme sobre aviso!
Mawn le miró de soslayo:
—Lo siento, Richard.
—No importa; ya está hecho. Conque… éste es mi consejo: siga adelante, pero procure no equivocarse porque le hundirán, y ahora he de irme.
Se bebió el resto de su ginebra y se puso en pie. Marcia le tomó del brazo:
—¿Qué podríamos hacer, Richard?
Éste la miró y sonrió:
—A los funcionarios públicos no nos está permitido aconsejar a nadie.
—Por favor.
—Pues, en verdad, no lo sé. Es un juego peligroso, ¿no? Si eso llega a realizarse y a la gente le gusta pasear por las calles vacías, y ustedes consiguen con ello resultados espectaculares, no habrá problema, supongo.
—Y, ¿en caso contrario?
—Si lloviera todo el fin de semana, como suele suceder, los negocios perderán dinero, la gente se aburrirá, la prueba no será concluyente, y entonces podría suceder lo que dijo el ministro.
Volviéndose hacia Bordheim, inquirió:
—¿Qué le parece, Max?
—Creo que lleva usted razón, Richard. Ése podría ser el camino más corto hacia la verdad. Mas, si ese camino no nos condujera a donde queremos ir, la gente diría: «Por hacer caso a ese defensor de la ecología, miren lo que ha pasado». Y nunca más nos escucharían. Hay que tomar una decisión muy importante. ¡Y no sabe cuánto me alegro de no ser yo quien deba tomarla!
Mientras el taxi recorría las oscuras calles, Marcia buscó la mano de Mawn, pero no halló respuesta. Él iba encorvado dentro de su abrigo, al otro extremo del asiento, mirando fijamente por la ventana.
Marcia revisó mentalmente los detalles del viaje a Norteamérica que iba a emprender la mañana siguiente. Los médicos se habían mostrado severos y le prohibieron que siguiera el implacable ritmo de trabajo exigido por Mawn. Le dijeron que padecía bronquitis aguda, y que los mecanismos de defensa de su organismo aún no respondían, debido al reducido número de leucocitos en su sangre. Al ver reflejada su imagen en el cristal que les separaba del chófer, hubo de admitir tristemente que su aspecto era lamentable: unos grandes ojos en una cara pálida y delgada.
Retiró la mano. Mawn no se enteró. Empezó a pensar con ilusión en su viaje; en marcharse. Hacía tiempo que él había dejado de comportarse con ella como una persona. La investigación en que habían colaborado con tanta ilusión había pasado a segundo término ante la urgente necesidad de terminar los trabajos que desarrollaban en San Olaf. Ella se había convertido en una simple auxiliar mientras él lo planificaba, calculaba y dirigía todo. Hacía mucho que no habían pasado un rato a solas. Él estaba cada día más irritable, y empezaba a caer en el error de no querer delegar sus tareas. Todos los puntos tenían que ser sometidos a su aprobación personal. Ella advertía la posibilidad de un colapso bajo tanta tensión, y se sorprendió pensando que no le importaría mucho si tal cosa llegaba a ocurrir.
Incluso el piso había dejado de ser un refugio para ella. Tan pronto como entraba en la casa, Mawn se ponía a dictar incontables memorándums. De noche le daba por pasear de un lado a otro de la sala. Marcia estaba confusa. Algunas veces la idea de compartir con él su vida le parecía la cosa más excitante del mundo; pero también había momentos en que le juzgaba demasiado exigente y poco afectuoso.
Harland Scott les estaba esperando. Al ver a su hija, se dirigió al teléfono para cancelar su asistencia a una recepción en la embajada americana; luego, llamó al restaurante y pidió un almuerzo.
Mientras Marcia se bañaba, Mawn informó brevemente a su padre de las actividades realizadas. Scott se mostró amigable, aunque algo evasivo, y acabaron hablando de los efectos a largo plazo del roecerebros.
Después del almuerzo, los tres se tumbaron cómodamente en sendas butacas. Jugueteando con su cigarro, Scott abordó el tema:
—A decir verdad, nunca creí que llegaras tan lejos. Toda la vida he estado rodeado de gente que no hace sino perder el tiempo. En cambio, tú has llevado a cabo un montón de cosas; eso ciertamente justifica el dinero gastado.
Mawn creyó advertir que el elogio implicaba una advertencia:
—Gracias.
—Tú has hecho todo el trabajo. Lo único que siento es no poder tomar parte.
Marcia se inclinó hacia su padre y le tomó una mano. Scott la retuvo y siguió diciéndole a Mawn:
—Vas a tomar una importante decisión, y me alegro de no ser yo quien haya de tomarla. Pero hay unos cuantos factores que quizá no hayas tenido en cuenta. Corres un grave riesgo. Con tu experimento, tendrás que cargar con la responsabilidad de inmovilizar toda la ciudad.
—No enteramente —protestó Mawn—. Los trenes de cercanías y el metro seguirán funcionando.
—Lo admito. Lo malo será que todos los fanáticos de la ecología y los enemigos de la técnica van a subirse al carro del triunfador.
Scott se sirvió otra copa de coñac antes de continuar:
—Supongamos que tu experimento tenga éxito. Bien; los chiflados se reunirán y dirán: «Vamos a proscribir totalmente el automóvil». Y entonces verás a los extremistas, a los luditas del siglo veinte blandiendo martillos para romper todas las máquinas. Al mismo tiempo habrá otros grupos de personas que defenderán sus automóviles con uñas y dientes. Piensa en el individuo que a costa de sacrificios logra reunir el dinero justo para comprarse su primer cacharro. Ése va a ponerse frenético y se dirigirá a ti para preguntarte qué va a pasar con los ricos que hasta el momento han estado disfrutando de sus buenos coches mientras él, que ahora tiene uno, no puede emplearlo.
—Sí —terció Marcia—. Pero si se confirma que el culpable es el automóvil, ¿qué haremos?
Scott abrió los brazos:
—Seguir por el camino de la civilización. Vivimos en una democracia, con disposiciones cuidadosamente escalonadas para que la industria pueda adaptarse a ellas, con tiempo suficiente para crear otras fuentes de energía, introducir otros combustibles, adoptar motores no contaminantes, como el Stirling, y así sucesivamente.
Mawn habló con cierta dureza:
—¿Cuánto tiempo se necesitaría para eso?
—No se —continuó Scott—; lo que sí sé, es que habrá que dar a la industria unas posibilidades razonables…
—¿Cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Siete? ¿Cinco? ¿Se podría hacer en menos de cinco años?
—Aproximadamente.
—¡Cinco años para que la industria entre en razón! Y mientras tanto, ¡vamos a seguir produciendo cerebros averiados!
Al advertir el tono de Mawn, Marcia frunció el ceño.
—¡Eh! ¡No vaya a ser el remedio peor que la enfermedad! —dijo Scott, sonriendo.
Mawn se adelantó en su asiento:
—¿Puedo hacerle una pregunta directa?
—Adelante.
—¿Qué proporción de sus ingresos sale de la industria del automóvil?
—Una buena tajada.
—¿Cuánto tiempo le llevaría sacar su dinero de esa industria e invertirlo en otra?
—Bastante.
—Por lo cual le interesaría una legislación al más largo plazo…
—Es lo que decía —se puso alerta Scott.
—Y si yo presionara demasiado, ¿me retiraría los fondos?
—¡Alex! —se alarmó Marcia.
Scott se encogió de hombros:
—¡No recuerdo haber dicho eso!
—Así, cualquiera que sea mi postura, ¿ello no influirá en usted?
Scott meneó la cabeza:
—No, por lo que a mí se refiere. Pero no puedo asegurar lo que opinen los demás patrocinadores… Sobre todo si te empeñas en imponer una decisión arbitraria. —Se puso en pie—. Debo irme. Éste ha sido un día largo para mí, y el avión sale a una hora muy intempestiva. No te molestes, conozco la salida.
Junto a la puerta se volvió hacia Marcia:
—Nos veremos en la terminal, hijita —y con un gesto hacia Mawn—. Sé fiel a ti mismo. Sigue machacando.
En su voz había un retintín de ironía, que siguió resonando en los oídos de Mawn hasta bastante después de cerrar la puerta. Mawn se preparó para la tempestad. Pero Marcia paseó una mirada fatigada por el piso y dijo:
—Ya limpiaremos mañana. De todas maneras, vendrá la señora Best.
Más tarde, en la oscuridad del dormitorio, Marcia dijo:
—Has estado muy grosero con mi padre.
—Sí; creo que sí.
—No olvides que ha trabajado como un negro para reunir esos fondos y ponerlos a tu disposición. Y tú se lo agradeces escupiéndole en la cara.
—¿Te parece que debo escribirle excusándome?
Marcia se volvió:
—No seas sarcástico. Le has ofendido.
—Ya se le pasará.
—Tú eres quien me preocupa.
—¿De veras?
—Estás dando prisa a todo el mundo para terminar el informe. No creas que no me entero.
—Por favor, Marcia. Estoy cansado. ¿Qué pretendes?
—Te estás convirtiendo en un obseso. Y eso desquicia tu hasta ahora sano juicio.
—¿Haces siempre tus diagnósticos en la cama?
—¿Quieres hacerme caso, por favor?
—Soy todo oídos.
Ella se interrumpió un momento y luego dijo:
—¿Has decidido llevar a cabo la prueba?
—Aún dispongo de un día y varias horas.
—¿Después de todo lo que te han dicho el ministro, Bordheim, Richard Lodge y mi padre?
Mawn se incorporó sobre un codo:
—¿Qué te hace dudar de ello?
—Pues que tengo miedo. Eso es demasiado… no sé cómo decirlo… ¡extremado! Has conseguido hacerte respetar por la opinión pública, y ahora te expones a perderlo todo con ese experimento.
—Pues antes te parecía esencial.
—Pero ahora no estoy tan segura de que lo sea. ¿Por qué precisamente Londres, Alex? Podrías hacerlo en otra ciudad. Aún hay tiempo.
—No, no lo hay. Seguramente podríamos efectuar la prueba sin perder demasiado tiempo. Pero en otra ciudad no causaría el mismo efecto que en Londres.
—¡Efecto! —Marcia se sentó en la cama—. Así que mi padre tenía razón. No se trata sólo de un experimento científico. ¡Estás montando un tinglado político!
—Las dos cosas a la vez, posiblemente.
—¡Por el amor de Dios, Alex! Tú no eres ningún político; eres un científico. Y podrías echarlo todo a rodar.
Intentó abrazarle, pero él la rechazó y dijo con rudeza:
—Y ¿qué me dices de ti misma? ¿Estás segura de que no te asusta que tu padre pueda perder parte de su botín? A lo mejor tendrás que desprenderte de unos miles de dólares de tu asignación. No; será mejor que hablemos sin rodeos. Si decido seguir con esto y me quedo sin dinero porque personas como tu padre tienen miedo, tanto mejor. Vamos a realizar un experimento en masa, que la gente no olvidará jamás. Y no esperaremos cinco años para hacerlo; no esperaremos a que tu padre se haga un poco más rico a expensas de alguna otra industria contaminante, sino que lo haremos dentro de diez días…
La luz del dormitorio se encendió de súbito, cegándole. Marcia ya estaba junto a la puerta, pálida y temblorosa:
—¡Defiende tu experimento! ¡Defiéndelo con uñas y dientes para brindárselo a tu asqueroso público! —Las lágrimas le corrían por las mejillas—. Nada puede detener al gran Alex Mawn, a Alejandro el Grande…, el salvador del mundo. Es inútil tratar de convencerte, ¿no? Nadie te importa un bledo.
Se oyó un portazo.
Mawn dejó caer la cabeza en la almohada. Al principio le dio un acceso de ira, pero casi en seguida le sobrevino una estremecedora sensación de aislamiento, de soledad. Le parecía que todos querían abandonarle. Saltó de la cama para retener a Marcia, pero desistió, avergonzado al recordar su brutal comportamiento. Esta vez sí había ido demasiado lejos. Sintió que había perdido algo muy valioso, pero logró dominar su desesperación y volvió a meterse en la cama, donde estuvo largo rato sin poder conciliar el sueño.