Mawn contempló sombríamente el piso vacío. Estaba en bata y pijama, sentado en una de aquellas butacas de cuero negro, con una copa de coñac en la mano y escuchando por la radio un concierto de Bach. Recordó la fría invitación de Marcia a un almuerzo con su padre. La indiferencia que había notado en su voz le hizo declinar el convite. Inexplicablemente deprimido, se levantó para servirse otra copa. Al fin hubo de admitir que su malhumor obedecía a la actitud de reserva que últimamente venía observando en Marcia. Comprendió que tenía miedo de perderla. Había empezado a sentirlo en el hospital, donde no tenía otra cosa que hacer sino contemplar cómo la sangre pasaba gota a gota por el aparato de transfusión.
Irritado, se levantó para apagar la radio. En aquel momento oyó la cerradura de la puerta, y casi simultáneamente vio a Marcia en el umbral.
—¡Hola!
Y se dejó caer en una silla, con la cara encendida. «Ahora viene lo bueno», pensó Mawn.
Ella eludió la mirada, frotándose nerviosamente las manos:
—¿Podemos hablar? ¿Hablar en serio?
Él agitó la copa de coñac:
—No faltaba más; con mucho gusto.
Ella hizo un gesto hacia la botella:
—¿Puedo tomar un poco antes de que te lo bebas todo?
Llenó la copa hasta el borde. A Marcia le temblaba la mano.
—Voy a ayudarte —dijo él, sonriéndole—. Has venido a decirme que ya es hora de que me las apañe solo… Supongo que el viejo no lo aprueba.
—Pero ¿qué dices?
—¡Tu papaíto! Seguramente ha dicho que después de lo ocurrido necesitas más atenciones y cuidados. Estoy seguro de que te reserva un rico ejecutivo. Seis metros de Cadillac y retrete chapeado en oro.
Marcia dejó la copa en la mesa, con energía:
—¡Qué arrogante y egocéntrico cabrón estás hecho! Tú adivinas mis pensamientos, ¿verdad? ¡La aficionada se larga corriendo a casa de papá, cuando vienen mal dadas! Con tu cerebro de matemático, nada escapa a tus cálculos. Pero ¿no se te ha ocurrido que esta vez puedes equivocarte?
—¿Por qué has dicho que venías a hablar «en serio»?
—Quería hablar de ti, grandísimo bobo. ¿Cuántas veces te dignas hablar conmigo? ¿Sabes que estuviste muy grosero conmigo en el aeropuerto? ¿Qué te había hecho yo para que te mostrases tan frío y reservado? Es natural que me haya preocupado. Porque yo deseaba ayudarte.
—Creí que tú… —la voz de Mawn se fue apagando.
—¿Qué creíste? ¿Que después de la «dolce vita» de Marruecos había resucitado mi vanidad de niña rica? Eres un hipócrita. Sólo por ser hijo de un obrero te crees con derecho a reclamar privilegios especiales: el chico proletario enseñándole a la rica degenerada lo que es la vida. ¡Eres odioso!
—¿Qué puedo decirte? Lo siento…
—¡Lo siento! ¡Lo siento! Das un pisotón: lo siento… Eres injusto: lo siento. Lo echas todo a rodar: lo siento. Esas palabras no significan nada. En mi país ni siquiera se usa tal expresión, gracias a Dios.
—Está bien. No voy a disculparme. La pura verdad es que tenía un miedo indecible a perderte.
Marcia se detuvo junto a la puerta del dormitorio:
—No te costaría encontrar otra mujer psicólogo.
—No. Sólo me gustas tú. En todos los sentidos.
Y se acercó. Ella, al volverse, dejó ver sus grandes ojos llenos de lágrimas. Marcia se echó en sus brazos, apretándose fuertemente contra su cuerpo. Mawn la levantó en vilo y la acostó en la cama. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le hizo tenderse a su lado. Mawn se hundió en la dulzura del cuerpo femenino, entregándose al calor de sus caricias. Fue como si hiciera el amor por primera vez en su vida. Al penetrarla sintió que iba hacia ella toda su alma.
Durante largo rato permaneció inmóvil, no atreviéndose a romper la perfección del acto. Ella mantenía la cabeza apoyada sobre su hombro y el largo pelo negro se desparramaba sobre el pecho masculino. En el calor de su cuerpo Mawn halló un refugio frente a las dificultades que le reservaba tal vez el porvenir. La siniestra amenaza del «roecerebros» se le antojaba infinitamente remota.
Mientras Marcia dormía, Mawn se quedó largo rato mirando las luces cambiantes que proyectaban sobre el techo de la habitación los coches que pasaban por la calle. Imaginó a aquellos conductores, incapaces quizá de dominar sus vehículos. ¿Qué opinarían ellos del hombre que había declarado que sus mentes estaban degenerando? Probablemente le echarían la culpa. El descubridor suele ser identificado simbólicamente con su descubrimiento. Escuchó durante largo rato el tranquilo ritmo de la respiración de ella. Era lo único que importaba aquella noche.
Los días transcurrieron al ritmo de la vida doméstica. A Mawn le parecía que se había quitado años. Estaba rejuvenecido, y hablaba con un entusiasmo que había creído casi olvidado. Las ideas y los conceptos acudían en ininterrumpido caudal.
Cierta mañana, Mawn estaba abriendo el correo, tratando de distinguir las cartas serias de las descabelladas. Ya se había acostumbrado a recibir carias venenosas o absurdas, a las amenazas, a los anatemas de los sectarios que solían enviarle agresivos sermones acerca del juicio de Dios, y de Sodoma y Gomorra. Se le acusaba de verter estupefacientes en los depósitos del agua potable. Para unos era un agente de Moscú, para otros un lacayo fascista o un revolucionario. Uno de sus espontáneos corresponsales llegó a insinuar que él, Mawn, se había inventado el efecto de marras para cobrar derechos de publicación y radiodifusión.
Sintió la mano de ella sobre su hombro:
—Estamos invitados a almorzar con mi padre; no se te vaya a olvidar.
—¿Hoy?
—Sí, en el Savoy Grill.
—¡Cinco de los grandes para que te monde la naranja el camarero!
—Sólo quiere ayudarnos.
—¿Por qué?
—Le he hablado de ti, de lo que necesitas. El ministro espera tu respuesta para hoy. Mi padre puede ofrecerte dinero…
—Sé hacer las cosas a mi manera, sin mendigar a ricos industriales.
—No. Tú no puedes hacerlo solo sin ayuda de nadie. Acuérdate de lo que dijo Richard Lodge. Lo máximo que puedes esperar de las autoridades es una pequeña subvención, lo suficiente para tenerte atado. Si no puedes pagar, nunca conseguirás la colaboración de los mejores. ¿Qué importa la procedencia del dinero?
Mawn apartó la mirada.
—No es tan sencillo como tú crees. Uno se compromete a aceptar determinadas condiciones.
—¿Por qué? El roecerebros amenaza a todos; lo mismo a las grandes empresas que a la tienda de comestibles de la esquina. Además, supongo que quiere hacerlo por mí. —Marcia se puso en pie y se acercó a la ventana—. Compréndelo, Mawn; mi padre y yo no nos hemos llevado demasiado bien. Su última mujer…, bueno, no somos muy amigas que digamos. Clásica reacción de hija única, ¿comprendes? Me sentí traicionada…, excluida. Creo que me comporté como una niña consentida… Pero lo cierto es que así pensaba yo entonces. Y nos separamos.
Mawn le sirvió una taza de café, y Marcia prosiguió:
—Después las cosas fueron cambiando. Ahora no piensa sino en hacer algo por mí. Para él, nuestro descubrimiento es mío. Lo siento; sé que es injusto, pero él lo ve así.
Consciente de su torpeza, Mawn trató de explicarse:
—Eso no me importa, y en realidad no tengo nada contra tu padre. Lo que pasa es que estoy viviendo en un piso que tú pediste prestado para mí. Utilizo tus datos, y ahora me pides que acepte el dinero que me ofrece tu padre. Y eso, sencillamente, no puedo hacerlo.
Marcia le rodeó el cuello con el brazo.
—Estás resentido. Pero ¡qué diablos!, gana demasiado dinero, y creo que no se podría hallar mejor empleo a ésa plusvalía.
Mawn se irguió, sorprendido, pero luego se encogió de hombros:
—No se te da bien el papel de marxista —la sentó sobre sus rodillas—. De acuerdo, hablaré con él.
Ella le abrazó con fuerza:
—Te prometo que cuando haya pasado todo esto haré lo que tú quieras, hasta convertirme en una típica inglesa: te limpiaré los zapatos, viviré en el campo y…
Él se apartó un poco, sonriente.
—¿Y andarás por el barro con chanclos de goma?
Su abrazo fue interrumpido por el correo al caer en el buzón. Entre la nutrida correspondencia venía la declaración de Gelder confirmando lo que había confesado verbalmente en la clínica. La declaración estaba cuidadosamente redactada, con objeto de obviar o reducir al mínimo las apariencias de culpabilidad. Pero el contexto era perfectamente claro.
El Savoy Grill estaba en pleno apogeo. Los camareros pasaban raudos entre las mesas, llevando bandejas de plata repletas de manjares, con estilo casi de ballet para no rozar a los comensales. Una orquestina desgranaba discretas melodías. Mawn miraba a su alrededor, censurando mentalmente aquel despilfarro ostentoso. La voz de Marland Scott le volvió a la realidad:
—Todavía no ha contestado a mi pregunta.
—Disculpe. —Mawn se volvió hacia él—. De momento no tengo más remedio que mendigar, pedir prestado o robar alguno de los laboratorios universitarios a que tengo acceso. Porque no queda tiempo para montar un nuevo laboratorio. La atrofia de las células de Betz es debida a un factor ambiental de las grandes ciudades, cuya identificación sólo es cuestión de tiempo. Si no es de índole bacteriana ni vírica, debe ser alguna sustancia química. Por las muestras, creo que podemos excluir una mutación genética.
Scott puso su mano sobre la de Marcia:
—Y fue tu trabajo, Marcia, lo que permitió descubrir esa cosa.
Marcia se sonrió:
—Sí, pero no fui capaz de descubrir la relación entre lo uno y lo otro… Fue él quien la vio.
—¿Qué le ha parecido la confesión de Gelder? —le preguntó Mawn al padre de Marcia.
Scott dijo pensativamente:
—Es una obra maestra. Dudo que ningún fiscal pudiera encontrar materia para una acusación…; pero desde luego me ha dejado convencido.
—Ha tenido buen cuidado de no mencionar a Caird ni a Bellamy —protestó Marcia.
Scott sonrió:
—No hace falta. Ambos sois testigos de que mencionó esos dos nombres. Por cierto, conozco a Bellamy y a su jefe. Creo que voy a decirles unas palabritas al oído…, y luego pasaré el platillo de la recaudación…
—¿Seguro que no intentarán algo? —insistió Marcia.
—No moverán un dedo. Saben que están metidos hasta el cuello en el fango.
Mawn miró con atención al norteamericano de cabello blanco, que con sus ojos bondadosos y sonrientes parecía un cura de la iglesia episcopaliana.
—No se trata sólo de dinero —explicó Mawn—. No creo que hubieran colaborado con Gelder, si no hubieran temido que se pudiera descubrir el roecerebros en sus propias empresas. Me interesaría poder consultar sus archivos.
—Podrá, cuando yo haya hablado con ellos.
—Alex debe entrevistarse con el ministro dentro de una hora —anunció Marcia.
Scott se puso en pie, haciendo seña a un camarero:
—Y yo debo tomar el avión. ¡Ah!, y también pasaré el platillo en Wall Street. —Dejó unos billetes en la bandeja de plata—. Hasta la vista, muchachos. ¡Ah! Otra cosa. Para empezar, he abierto una cuenta a tu nombre con doscientos mil dólares.
—¿A mi nombre? —exclamó Mawn.
Harland Scott se inclinó para besar a su hija:
—Haz lo que te parezca con ese dinero —le acarició el cabello a Marcia—. Cómprate un cháteau en Francia, si lo prefieres, o inviértelo en tu trabajo. Lo dejo a tu elección. ¡Nada de formalidades! Hasta la vista.
Cuando el rubio ayudante le hizo pasar, Mawn consultó su reloj y, haciendo una mueca, advirtió que su espera en la antesala había durado siete minutos.
Bajo la deslumbradora luz de la araña, juzgó al principio que la composición del comité era la misma de la primera vez. Pero en seguida vio que faltaba Lodge, su aliado. En su lugar aparecía una cara que formaba parte de sus pesadillas desde hacía casi dos meses. Recordó la noche de su derrota ante las cámaras. Allí estaba el profesor Seager, jugando con un lapicero y haciéndose el distraído.
A la izquierda del ministro aparecía una cara desconocida, muy llena de arrugas. Los ojos, profundamente hundidos en sus cuencas, contemplaron a Mawn con fijeza de ofidio mientras éste se encaminaba a su asiento. El personaje en cuestión fue presentado por el ministro como el doctor Bordheim, de la UNESCO. El ministro no perdió el tiempo en preámbulos:
—Como nuestra agenda está bastante cargada, empezaré preguntándole, doctor Mawn, si ha decidido aceptar nuestro ofrecimiento.
—En principio, sí —respondió Mawn—. Naturalmente, me gustaría conocer mejor los detalles de la operación.
—Lo comprendo, pero recuerde que el tiempo es un factor esencial en este caso, y que hemos de establecer una coordinación eficaz entre sus puntos de vista y nuestros esfuerzos, principalmente en interés de la exactitud. —La alusión era clara, y Mawn se encendió—. Por eso hemos solicitado la colaboración del profesor Seager. Como usted probablemente sabe, el profesor, en calidad de director de uno de los grupos Rothschild, viene asesorando al Consejo de Ministros. Estoy seguro de que usted sabrá apreciar su ciencia.
Como todas las miradas se volvían hacia él, Mawn se sintió bastante violento. Se le pedía, nada menos, que aceptase como asesor a quien le había humillado ante millones de personas. Por supuesto, si aceptaba tendría las manos atadas. Si rehusaba, su actitud sería atribuida a resentimiento personal. En aquel momento le agarrotó la garganta toda la amargura y la cólera del pasado.
—¿Y bien, doctor?
El tono de voz del ministro era apremiante, lo que hizo pensar a Mawn que todos los presentes habían estado aguardando con impaciencia su respuesta. Procurando no perder la calma, sin dejar de fijar la mirada en Seager, contestó tranquilamente:
—Creo que podré desenvolverme perfectamente sin esa asesoría.
Campbell Baxter frunció el ceño:
—Sinceramente, creo que debemos evitar cuanto pueda interferir en el trabajo que nos proponemos llevar a cabo.
Mawn sacó de su cartera una copia de la declaración de Gelder y, hablando en tono llano e incisivo, como si desarrollase una demostración matemática, dijo:
—Antes de continuar, deseo leerles a ustedes esta declaración.
Leyó el escrito de Gelder lentamente y sin la menor inflexión de voz, añadiendo:
—Comprenderán que esto me permite rebatir las dudas acerca de mi credibilidad, y espero que la cuestión podrá considerarse cancelada.
Dichas estas palabras, lanzó la declaración sobre la mesa.
Baxter miró disimuladamente a Seager para calibrar la reacción de éste:
—Evidentemente, ha sido usted víctima de una gran injusticia, y me satisface que se haya descubierto la verdad. Pero no comprendo en qué afecta eso al profesor Seager.
Mawn sacó entonces un periódico de su cartera, extrajo de él un folio mecanografiado y, aclarándose la voz, dijo:
—Éste es el ejemplar de «Nature» correspondiente al mes de enero del año actual, que publica un artículo del profesor Seager y de un coautor. Es un análisis de las deficiencias de funcionamiento en los diferentes generadores de energía nuclear. Ahora bien, cuando presentamos nuestros datos acerca del efecto roecerebros, usted sometió nuestro informe a un peritaje neutral. Poseo un informe, también neutral, sobre el trabajo de Seager, redactado por un experto cuyo nombre estoy dispuesto a comunicar, con carácter confidencial evidentemente. Me limitaré a leer el párrafo final: «Los argumentos presentados equivalen a una aceptación tácita de sistemas de control de elevado riesgo; a la luz de los hechos, tales argumentos resultan engañosos y aventurados, por cuanto la documentación estadística de los asertos formulados carece de consistencia. En muchos casos, los autores pasan de lo particular a lo general sin razón suficiente. A mi juicio, el artículo adolece de escaso respeto a la exactitud…», etcétera.
Seager inició una protesta:
—Realmente, no comprendo qué tiene…
Baxter le impuso silencio con un ademán:
—Lo que intento demostrar —continuó Mawn— es que toda tesis tiene su antítesis. Todo descubrimiento halla oponentes que tratan de negarlo. Si ustedes examinan el trabajo de mi interlocutor, seguramente comprenderán que tampoco él es inmune a la crítica destructiva.
Seager estaba rojo como un tomate.
—El profesor Seager, obviamente, eligió los datos más adecuados a lo que pretendía demostrar, desdeñando los que le habrían conducido a la verdad…
—Esto es intolerable… —empezó Seager, irritado.
—Si hubiera confirmado mi análisis de los peligros que amenazaban a la central de Grim-Ness, en vez de combatirlo por lasque yo llamo razones de animadversión personal… ¡aquella gran tragedia nunca habría ocurrido!
El ministro cogió la publicación y se la pasó a su ayudante. Su mirada era fría y atenta.
—Continúe, por favor…
—En el consabido programa de televisión, sustenté varios puntos importantes en documentos que me había enviado un empleado de Gelder, cosa que no traté de ocultar. También me ha sido revelado por Gelder que Seager tenía pleno acceso a los resultados experimentales de su empresa. Él debió ver que mi caso era perfectamente válido. Se le dio oportunidad de examinar mis cifras antes del programa televisivo; fue entonces cuando debió formularme sus críticas. Pero prefirió aprovechar la ocasión para montar un ataque puramente personal. —Mawn consultó el guión del programa aludido—. Cito: «Es posible que los datos del doctor Mawn resulten de una involuntaria equivocación; o tal vez haya sido mal informado. También puede ser que él mismo haya inventado todo este asunto. ¡La ley me prohíbe manifestar mi elección entre estas tres posibilidades!». Ahora creo que estarán bien informados para sacar sus conclusiones —concluyó después de una breve pausa.
Baxter replicó:
—El asunto se ha puesto realmente difícil. Después de la reunión quiero hablar con usted, Seager.
Éste palideció.
—Prosigamos. Iba a decirle, doctor, que hemos logrado movilizar una suma inicial de diez mil libras, así como unos locales provisionales ubicados en el nuevo edificio de la Escuela de Medicina de San Olaf. Espero que le parezca aceptable.
Mawn, en un arranque de modestia, respondió:
—Gracias; eso servirá para empezar. —Y añadió tras una pausa—: Sin embargo, ya he recibido un importante donativo de fuente norteamericana.
Mawn observó que al oírle Bordheim había sonreído con satisfacción.
—Estarán de acuerdo en que eso me permitirá llevar a cabo muchas más cosas.
Bordheim se frotó la punta de la nariz con un lápiz, al tiempo que su mirada iba pasando de uno a otro de los presentes. Con los ojos semicerrados, Mawn siguió:
—Lo que necesito con mayor urgencia, señor ministro, es tener acceso a los archivos departamentales, principalmente el de Sanidad: pruebas de niños en edad escolar, datos acerca del personal militar…
Tendió una lista al ministró, quien se caló las gafas para leerla:
—Algunos asuntos no son de mi competencia, pero haré lo que pueda.
Sin dirigir una mirada a Mawn, salió del despacho seguido de su ayudante y del profesor Seager.
En la antecámara, Mawn notó un golpecito en el brazo. Era Bordheim, quien habló con las explosivas consonantes de su lengua sueca:
—¡Le felicito! En un momento ha conseguido usted más que yo en dos años. —Bordheim le tomó del brazo y se lo llevó aparte para que no pudieran oírles—. Ahora mismo tenemos en París más de cuatrocientos kilos de papel escrito. Todos discuten sin cesar, pero nadie hace nada. Los americanos dicen una cosa, los rusos no dicen nada, los franceses protestan, los chinos nos leen unas largas disquisiciones… Es imposible seguir así. Me complace decirle, amigo mío, que poseemos muchos datos y se los voy a facilitar. Creo que van a serle muy útiles. Habíamos empezado a desarrollar algunas ideas sobre la interrelación hombre-máquina; pero muy pronto comprobamos, como usted, que se trataba de las personas. Lo que no comprendimos fue que todas esas personas residían en la ciudad. ¿Habrá que abandonar las ciudades? ¿Es eso lo que usted propondría?
—No, nada de eso. Pero hay que averiguar lo que pasa.
—¡Ah, sí! Hemos de averiguarlo. Tal vez resulte que está en el oxígeno o en el agua. Y entonces, adiós muy buenas. Como le dije, voy a enviarle toda nuestra información al respecto; y le deseo mucho éxito. Ahora tengo que regresar a la «fábrica de papel» de París. Hasta la vista.
Los dedos que habían tomado el brazo de Mawn aflojaron su presión y Bordheim se alejó, cabizbajo.