—He hablado con el doctor Bordheim, de la UNESCO, y corrobora plenamente la conclusión de Mawn. Tenemos, pues, pruebas abrumadoras de que existe cierta merma de capacidad mental en hombres y mujeres, y de que los más afectados residen o han residido largo tiempo en las grandes ciudades.
El ministro Campbell Baxter hablaba sentado en un sillón de alto respaldo, a la cabecera de una larga mesa de caoba tallada, cuyo tablero reflejaba el suntuoso brillo de la araña del techo. A su derecha tomaba notas un hombre de unos treinta años, de vivos ojos azules y pelo rubio y lacio peinado hacia atrás. Estaban presentes además otros cinco señores.
—Desde una perspectiva mundial, dicha conclusión es igualmente válida. Ningún país que posea zonas metropolitanas puede considerarse inmune a esa afección. Por tanto, es de la máxima urgencia el coordinar un plan de acción. Permítanme subrayar la gravedad de tan extraordinario fenómeno. He iniciado delicadísimas negociaciones con el Consejo de las Trade Unions, cuya postura es, por supuesto, la de exigir indemnizaciones y garantías en relación con los trabajadores afectados. Por otra parte, los militares se muestran también muy sensibles a las consecuencias que repercuten sobre la Defensa, y actualmente realizan una serie de pruebas de inteligencia con todos los miembros de nuestra fuerza de disuasión. No he de ponderar las espantosas consecuencias que acarrearía cualquier error humano a bordo de un submarino equipado con cohetes, o en cualquiera de nuestras instalaciones de defensa. Nuestro único consuelo es que, según parece, también los rusos tropiezan con el mismo problema.
Se volvió hacia un hombre de ancha faz y de unos cincuenta años, que estaba a su izquierda:
—¿Quiere darnos un informe resumido acerca del desastre de las Oreadas, señor Fordyce?
—Con mucho gusto. Se desconoce todavía el paradero de ochenta y cuatro personas. Evidentemente, el antiguo emplazamiento de la central es inaccesible, toda vez que la isla de South Ronaldsay ha quedado… hum… inhabitable, a causa de la contaminación. En las demás Oreadas se han registrado dieciocho fallecimientos por radiación aguda, y setenta y cuatro casos menos graves. Estos últimos están siendo tratados en diversos hospitales generales de Escocia; algunos probablemente se salvarán. La ría de Pentland, así como Scapa Flow, han sido cerrados a la navegación. De hecho, en aquellas aguas hay una corriente hacia el este, pero esperamos que la contaminación marina quede suficientemente diluida para cuando alcance la costa occidental de Suecia…
—En efecto —intervino Baxter—, los suecos han presentado ya mociones de censura a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Continúe, por favor.
—Por lo que se refiere a las costas de Escocia, afortunadamente la región oriental más cercana al lugar del desastre se halla muy poco poblada. Hubo nueve fallecimientos, y el reactor rápido de Dounreay que, como ustedes probablemente recordarán, venía funcionando desde hacía tres años, ha tenido que ser cerrado a causa de precipitaciones radiactivas en la zona. Esperemos que la contaminación no sea permanente. En cuanto a la contaminación del suelo, temo que sea necesaria una operación bastante difícil y costosa. Calculamos que, en total, están contaminados unos cuatro millones y medio de metros cúbicos de tierra. Dicha tierra tendrá que ser sacada de allí y trasladada para su almacenamiento, probablemente a Wiodscale…
Entre los presentes hubo un rumor de asombro.
Sin hacer caso del efecto causado por sus palabras, Fordyce continuó su informe:
—Los norteamericanos tienen ya cierta experiencia con el procedimiento que acabo de apuntar. Hace ya bastantes años, se vieron obligados a trasladar muchos miles de toneladas de tierra superficial de Palomares, allá en España, cuando un bombardero estalló y perdió tres bombas de hidrógeno. Nosotros podremos aprovechar la experiencia de aquella operación…
Tras dirigir una significativa mirada al ministro, prosiguió.
—Naturalmente, siempre que tai operación sea adecuadamente financiada. Estimamos que se habrá producido alrededor de un cuarenta por ciento de volatilización del núcleo central del reactor. Ello habrá producido una inevitable dispersión, así como, lamento tener que decirlo, ingestión de isótopos radiactivos de yodo, telurio y cesio. El Ministerio de Sanidad asegura; que esto puede afectar a la mortalidad local por distintas causas, en particular el cáncer de tiroides, durante los próximos treinta años. He dicho.
Baxter asintió:
—Gracias, señor Fordyce. En realidad, creo que no necesitamos retenerle más tiempo. Le agradecemos que nos haya dedicado una valiosa parte de su tiempo.
Fordyce se puso en pie y guardó sus papeles en la cartera.
El ministro continuó:
—Hemos llegado al punto esencial de esta reunión; punto cuya extrema urgencia no creo necesario subrayar: el origen, la causa de lo que la prensa ha dado en llamar «el efecto roecerebros». Tony, cuando quieras puedes recapitular la información conseguida hasta la fecha.
El aludido, que era el más cercano al ministro, hizo una inclinación de cabeza y, con marcado acento de Eton, empezó:
—Señor ministro, señores: Hasta aquí el campo parece bastante despejado. Hemos recibido valiosas sugerencias. El doctor Bordheim y sus colaboradores de la UNESCO han trabajado mucho en investigaciones de base, cuyos datos obran en nuestro poder. Al principio se creyó que estábamos en presencia de algún virus endémico en las ciudades…
Baxter intervino:
—Profesor Kingston; ¿querría ampliar este punto?
Kingston, que estaba dibujando un fémur en su cartapacio, alzó la cabeza, se caló las medias gafas con montura de oro y dijo:
—Desde luego. Prácticamente, queda descartada la intervención de algún agente patógeno, vírico o bacteriano. Como espero demostrar en mi informe… todos los cambios histológicos en el cerebro indican lo contrario. En efecto, tales cambios corresponderían mejor a algún tipo de agresión química,
—¿Podría detallar más lo que acaba de decir? —le preguntó Baxter.
—De momento, no. Como ustedes saben, el cerebro sólo dispone de tres tipos principales de reacción; una respuesta muy limitada, por cierto.
—Sin duda —dijo Baxter—, sabiendo que hay algo en las ciudades, en su aire, en su suelo o en su agua, pensaremos ante todo en el monóxido de carbono, o en el plomo. Sé que tenemos una nueva legislación limitando el contenido de plomo en las gasolinas comerciales, pero ¿podría la contaminación actual, polvo residual, etcétera, provocar ese efecto?
Kingston sonrió con indulgencia.
—Lo hemos comprobado. No se trata de una encefalopatía provocada por el plomo. No hay basofilia, ni saturnismo.
—¿Y el monóxido de carbono?
—Tampoco. No se observaron petequias cerebrales… perdón: pequeñas hemorragias capilares. Tampoco es el monóxido. A propósito, he visto el cerebro de ese tipo de la central… Durrell, ¿no? Muy interesante. Al parecer, había sido examinado por la psicólogo aquí presente…
—La señorita Scott.
—Esto nos facilita una magnífica confirmación. Es un problema fascinante. Como he descrito en mi trabajo «La atrofia crónica de las células de Betz», el examen histológico… guarda una excelente correlación con la pérdida de inteligencia.
—¿Podría explicar qué consecuencias deduce de todo esto, profesor? —solicitó Baxter.
Adoptando un tono grave, Kingston explicó:
—Imaginen ustedes un mundo en donde gran parte de los habitantes de las ciudades van perdiendo sus facultades mentales. En primer lugar, y a juzgar por los cambios histológicos, las personas afectadas no son recuperables. Una vez dañado el tejido cerebral adulto no se regenera. A decir verdad, las consecuencias son temibles. No excluyo que hayamos de modificar nuestro estilo de vida. De todas maneras, el caso es comparable a las grandes epidemias del pasado. La gripe que diezmó la población europea a finales de la primera guerra mundial podría constituir un ejemplo de ello. Consideren que una elevada proporción de los obreros industriales nunca podrá volver a manejar sus máquinas. Los dirigentes… —paseó la mirada alrededor de la mesa— pueden ver disminuida su capacidad de discerní, miento. Vivimos en un mundo densamente poblado, que depende casi por entero de unas tecnologías muy complejas y en extremo delicadas. Si un día no fuéramos ya capaces de dominar, las, los trastornos y convulsiones sociales que de ello derivarían serían tan terribles que sólo el pensarlo me da miedo.
Lodge rompió el silencio que siguió a estas palabras. En su cara había una palidez enfermiza, y para disimular el temblor de sus manos mantenía las puntas de los dedos fuertemente apretadas sobre el tablero de la mesa:
—¿Afirma que es completamente irreversible?
—Casi con absoluta certeza.
—¿Y progresivo? —volvió a preguntar Lodge.
—No puedo decirlo. Depende de si la causa, el agente o lo que sea, sigue actuando. En caso afirmativo, progresará sin duda. Lodge asintió lentamente con la cabeza y bajó la vista. Baxter intervino entonces en la conservación: —Esto nos lleva directamente al siguiente problema: El doctor Mawn y sus colegas intentaron aplazar la inauguración de la central argumentando que determinados empleados sufrían deterioro de su capacidad mental. Como acabamos de oír, la autopsia practicada al cadáver del director técnico doctor Durrell ha confirmado plenamente aquel aserto. Confieso que tanto mis colegas como yo desconfiábamos bastante de las afirmaciones de Mawn. En una ocasión al menos, cuando hizo declaraciones a la televisión, sus opiniones resultaron totalmente faltas de fundamento; pero ahora he de reconocer la importancia fundamental de sus descubrimientos. Él ha sido quien, con la colaboración de la señorita Scott, ha descubierto la relación entre el fenómeno en cuestión y las ciudades. Descubrimiento que, en las últimas semanas, ha determinado la general aceptación de la idea. Ello nos ha inducido a solicitar su ayuda. A tal objeto, yo mismo he propuesto al Consejo de Ministros que le sea concedida una asignación para que pueda reanudar sus investigaciones con ayuda de la señorita Scott, y al mismo tiempo preparar un informe sobre la situación.
Miró a su alrededor en busca de algún signo de oposición, y, al no ver muestras de disentimiento, continuó:
—El Consejo ha aprobado mi proposición en términos generales, pero al mismo tiempo ha decidido que la actividad de Mawn tiene que quedar estrictamente delimitada mediante contrato.
El rubio ayudante cogió entonces algunos de los periódicos que tenía ante sí. Todos publicaban una gran fotografía de Mawn, acompañada de titulares realmente sensacionales: «EL roecerebros. ¿Está la humanidad regresando al mono?». Debajo de la foto de Mawn, y en tipos más pequeños: «¿Por qué no se hizo caso de este hombre?».
—Parece claro que nos hallamos ante un nuevo guru de moda…, un pseudosalvador… —dijo el ayudante, arrastrando las palabras con inequívoca hostilidad.
La afabilidad de Kingston desapareció de repente:
—Si se refiere al doctor Mawn, le recordaré que si el gobierno hubiera tomado en consideración sus advertencias desde el principio, habríamos evitado la pérdida de muchas vidas humanas. —Miró ferozmente al rubio ayudante—. Sabe Dios qué le autoriza a mostrarse tan condescendiente con la persona que tuvo tanta visión y perseverancia para denunciar el horrible asunto que nos ocupa. Durante las últimas semanas he podido conocer bastante bien al doctor Mawn. Es un carácter difícil y bastante irritable; pero creo que ha salido perfectamente airoso de este asunto, aparte de haber estado a punto de perder la vida en ello…
Baxter se volvió hacia el rubio ayudante y le habló con severidad:
—¿Tienes algo más que exponer, Tony?
—No, señor.
Temblando visiblemente, el ayudante dejó el periódico sobre la mesa.
Baxter miró el reloj de pared:
—Ya debería estar aquí —y, dirigiéndose a Lodge, le dijo—: ¿Quieres hacer los honores de la casa, Richard?
El ambiente de la antesala era seco y cálido. Debajo de una estrecha ventana de estilo georgiano, un radiador de fundición intensamente recalentado emitió un crujido de protesta, y un individuo empelucado del siglo dieciocho lanzó una mirada desaprobadora desde el marco de su retrato: Mawn se había sentado poniendo los pies sobre una chaise longue victoriana, mientras Marcia guardaba un incómodo equilibrio en su silla de respaldo alto, al extremo opuesto de la sala, hojeando una revista para entretener la espera.
Mawn rememoró los acontecimientos de las últimas tres semanas, desde que la Marina evacuó la isla contaminada. Habían sido días de incesantes transfusiones y análisis de sangre.
Con un sobresalto se dio cuenta de qué iba a faltar a su cita en el Westminster Hospital. El mismo día de su ingreso en el establecimiento el médico le había dicho que su cuenta de leucocitos estaba un cincuenta por ciento por debajo de lo normal, debido a la radiactividad recibida. Entristecido, Mawn empezó a pensar en su fertilidad; ahora quizá le sería imposible engendrar un hijo.
Miró de reojo a Marcia, preguntándose si también ella habría quedado estéril. Con algo de resentimiento recordó al padre de ella, Harland Scott, que había llegado de Norteamérica en avión y se la había llevado a la suntuosa clínica Wigmore. Al principio, la actitud de Scott había sido de efusiva gratitud, pero luego mudó en tácito recelo. Los dos hombres no tuvieron otra conversación sino algunas bromas triviales. Sin verdadera envidia contempló el bronceado que Marcia se había traído de sus dos semanas de estancia en el Marrakesh Hilton de Marruecos; bronceado que apenas disimulaba la subyacente palidez anémica.
Mawn había esperado con gran ilusión el regreso de Marcia. Pero poco después de reunirse con ella en el aeropuerto halló que le resultaba difícil el diálogo. Había entre ellos una tensión, una afectación embarazosa. Creyó que ella deseaba desinteresarse de él, regresar a la cómoda vida de Long Island, olvidar las ásperas realidades que el trabajo de ambos había revelado.
La puerta se abrió y Lodge se acercó, tendiéndole la mano.
—Hola. Celebro verle otra vez. ¿Quiere pasar? El ministro desea hacerle una proposición. Piénselo antes de aceptar. Ahora tiene usted casi todos los triunfos…
Se interrumpió al notar que había dicho demasiado. Mawn observó que le temblaba la mano.
—Es estupendo verles de nuevo en forma.
Sin darles tiempo a contestar, les introdujo en el despacho del ministro.
Hechas las presentaciones, Mawn empezó a hacerse cargo de la situación. No estaba ahora dando clase a sus alumnos, sino cerca de las esferas del poder, donde se tomaban las decisiones importantes. Sintió una oleada de ansiedad y notó húmedas las palmas de las manos.
Baxter le resumió la conversación que acababa de tener lugar en el despacho ministerial:
—En consecuencia, el Gobierno se halla en el deber de proponerle para presidir una pequeña comisión, formada por las personas que usted mismo designe, incluyendo un funcionario ministerial.
Mawn paseó lentamente la vista por los austeros semblantes, que le miraban a su vez. Kingston le hizo un guiño, sonriente. Entonces recordó el consejo de Lodge y replicó:
—Gracias, señor ministro; pero deseo reflexionar sobre su oferta, si me lo permite.
—Por supuesto. Olvidaba decirle que dispondrá de un pequeño presupuesto para empezar a poner las cosas en marcha. Podrá contratar, además, el necesario personal de secretaría, así como adquirir la instalación adecuada. Será como un comité especial, aunque en este caso sería preferible acelerar los asuntos. Por tanto, si acepta necesitaríamos un informe preliminar para dentro de cuatro o cinco semanas. Naturalmente, todo descubrimiento sería examinado por nosotros antes de proceder a su publicación.
«La censura», pensó Mawn, y contestó:
—Solicito un margen de tiempo para considerar su oferta.
—Bien. Sírvase darme a conocer su decisión dentro de dos o tres días —dijo Baxter—. Es muy importante comenzar cuanto antes.
—De acuerdo, gracias.
—Perfectamente. Hemos discutido la naturaleza de ese «efecto roecerebros», como lo ha bautizado la prensa. El profesor Kingston ha reseñado los trabajos médicos sobre el particular, y por lo que parece, descartan la acción de microorganismos patógenos. ¿Tiene alguna sugerencia, doctor Mawn?
El aludido se vio en el terreno que le era familiar, el de la discusión puramente científica:
—Sí. Hemos realizado nuevos análisis de los datos obtenidos hasta ahora. Es indudable que el mal reside en las ciudades; sin embargo, algunos de los afectados viven y trabajan en el campo. Si bien es cierto que en el pasado habían vivido mucho tiempo en grandes ciudades.
—¿Qué opina de las causas?
—No es una afección bacteriana ni vírica; como sea que procede de las ciudades tiene que existir algún factor ambiental. ¿El plomo de la gasolina, el monóxido de carbono, los ruidos? Sencillamente, no lo sé.
—Creo que ya hemos descartado los dos primeros factores —replicó Baxter—. Pero no creo se tarde mucho en descubrir la causa. Supongo que nunca ha existido semejante fenómeno a escala global. Parece que en todo el mundo se está llevando a cabo un tremendo esfuerzo. Con todo, hay que seguir trabajando. —Su facundia empezó a decaer—. Ha sido usted muy amable al venir, doctor Mawn. Nos comunicará su decisión en el plazo convenido, ¿no?
—Sí, desde luego.
Mawn saludó con una inclinación de cabeza y salió del despacho acompañado por Lodge.
Ya en la antesala éste dijo, indeciso:
—Quiero decirle algo. Al ministro le interesa aclarar aquel asunto de sus declaraciones por televisión. Algunos de los datos citados por usted resultaron, si me permite que se lo diga, totalmente erróneos. ¿Se puede hacer algo al respecto?
Mawn le miró fijamente:
—Sí. Hablaré con Brian Gelder.
El médico se detuvo frente a la puerta de madera tallada.
—No puedo concederle más que unos minutos. Está muy mal. Tiene conmoción cerebral, además de las repercusiones de la radiactividad.
—¿Se curará? —inquirió Marcia.
—El pronóstico es difícil; su estado deja que desear. En ciertos momentos nos preocupó una posible aplasia de la médula ósea, pero han aparecido algunas células nuevas y es posible que se recupere; sólo posible. Pasen por mi despacho antes de salir.
Mawn asintió y abrió la puerta. La habitación era de techo alto y bien ventilada. Gelder estaba medio sentado en la cama.
Sobre la mesita de noche había un receptor de televisión en color, y en otra una profusión de flores. En la bandeja colocada a los pies de la cama tenía un magnetófono y un montón de cartas. Una enfermera colocaba una botella de suero, y una mujer muy elegante ocupaba una butaca, tomando notas taquigráficas.
La cara de Gelder estaba pálida y demacrada, y sus ojos profundamente hundidos en las cuencas. Con una mano tiraba nerviosamente de las mantas.
Mawn miró a la mujer y dirigiéndose a Gelder le preguntó:
—¿Podría hablar con usted… en privado?
La enfermera chasqueó con la lengua desaprobándolo, y la secretaria inició una protesta. Pero Gelder les impuso silencio con un ademán y les ordenó que salieran, diciendo:
—Ya llamaré.
Cuando quedaron a solas, Mawn empezó:
—Necesito su ayuda.
En los ojos de Gelder apareció una expresión burlona:
—Le pagaré una copa por haberme sacado de allí. A propósito, gracias —señalando una pila de periódicos, añadió—. Parece que se las arregla muy bien sin mí.
—Me han solicitado un informe sobre el efecto «roecerebros».
—Le felicito.
—Voy a disponer de cierta autoridad; incluso podré citar testigos a declarar.
—Estoy seguro de que desempeñará perfectamente su cometido.
—Pero antes de empezar necesito aclarar ciertos asuntos.
—Usted manda —sonrió de nuevo Gelder.
—Como sabe, tengo mala fama en el mundillo científico —replicó Mawn.
Gelder desvió la mirada:
—¿Por eso ha querido que salieran las mujeres?
—No se preocupe. No creo que pudiera demostrar nada.
La expresión burlona volvió a la cara de Gelder:
—¡Qué alivio!
—Pero si utilizase los poderes que he recibido, podría intentarlo.
Mawn captó una advertencia en la mirada de Marcia. Desde luego, Mawn mentía, y a Gelder le sería fácil descubrirlo. Le bastaría con una llamada cuando los visitantes se hubieran despedido.
—¡Podríamos empezar por George Teller!
La sonrisa se borró de la cara de Gelder:
—¿Quién?
—George Teller, espía industrial y asesino.
Gelder pareció arrugarse, y Marcia sintió una repentina compasión.
—¿Qué pasa con él? —preguntó aquél con voz apagada.
—Usted le envió a mi laboratorio, donde causó la muerte de mi ayudante y la destrucción de mi trabajo.
Gelder cerró los ojos y volvió la cara hacia la pared.
—¡Alex! No hemos venido a esto —exclamó Marcia.
—¡Déjame! —replicó Mawn, impasible.
—No, Alex. Acuérdate de Barfield.
Mawn quiso decir algo, pero luego se volvió hacia Gelder:
—Tiene razón; éste no es asunto personal. Si lo fuera, le habría partido la cabeza en la central. ¿Cómo se las arregló usted para falsear mis cifras en el programa «Estilo nocturno»?
Gelder abrió los ojos:
—¡Sus cifras! Querrá decir las cifras que le proporcionó ilegalmente uno de mis empleados… cuando aún estaba a mis órdenes.
—Con o sin conocimiento de Seager, usted hizo que Barfield me pasara cifras falsas. Aquello fue una alevosa tentativa de desacreditarme y dejarme en ridículo.
Gelder se encogió débilmente de hombros:
—Cuanto yo diga o firme no hará que el público cambie de opinión.
—¡Por el amor de Dios! ¡A mí qué me importa el público! Habrá leído esos periódicos, ¿no? Según ellos, soy Oppenheimer, Churchill y Jesucristo en una sola persona. Eso no me interesa. Necesito convencer a mis colegas. He de ir a los ministerios y conseguir que los mandamases tomen cartas en el asunto. Y usted debe ayudarme. En mi opinión, usted es culpable de un homicidio, y quizá de dos. ¿Qué sabe de la muerte de Sheldon Peters?
Marcia le tiró del brazo:
—Basta, Alex. Déjalo.
Él la apartó con la mano:
—Según creo, no ha tenido mucha suerte. Francamente no me preocupa lo más mínimo. Es usted responsable de una tremenda catástrofe. ¿Quiere morir con ese peso en su conciencia?
Mawn moderó el tono al agregar:
—Tengo una oportunidad de trabajar sobre el «efecto roecerebros». Pero no puedo justificarme a mí mismo. Necesito su declaración para poder emprender con garantías de eficacia mi trabajo. Hablando de hombre a hombre, ¿no cree que me debe ese favor, cuando menos?
Gelder yacía completamente inmóvil, con los ojos cerrados. No respondió. Marcia se inclinó sobre la cama y le tomó el pulso:
—Hay que llamar al médico.
Pero mientras Marcia se dirigía a la puerta, Gelder empezó a hablar con voz débil, pero clara:
—Yo envié a Teller. Fue idea mía. La preparación de Bafield fue un trabajo conjunto; hubo otras dos personas implicadas en ello, Ian Caird y Cari Bellamy. Entre unos y otros conseguimos que aquél le entregase pruebas falsificadas.
—¡Para que yo, frente a nueve millones de telespectadores, adujera unos datos totalmente falsos! —exclamó amargamente Mawn—. Y para el trabajo de verdugo, ustedes prepararon al profesor Seager con las cifras correctas.
—Ése no necesitó que le preparásemos para el trabajo. Le odia a muerte como científico. Nosotros lo sabíamos. Cuando le hubimos entregado las cifras, consideró que ya tenía las municiones que necesitaba para acabar con usted.
—¿Y no le inquietaron aquellas cifras? ¿No las comprobó?
—No lo sé.
—¿Podía comprobarlas? ¿Tenía acceso a los archivos de la empresa?
—Libre acceso a todas horas.
—¿Querrá enviarme una declaración por escrito?
Gelder hizo un gesto afirmativo y se volvió hacia la pared.
—Y ahora, váyanse.
Mientras regresaban a casa, Marcia preguntó, colérica:
—¿Cómo pudiste hacer eso?
Mawn se encogió de hombros y miró por la ventanilla. Estaba mareado y asqueado. Había sido una mezquina victoria sobre un moribundo. Marcia quiso decir algo, pero al ver la expresión de Mawn, guardó silencio y siguió conduciendo.