14

Alguien le estaba sacudiendo. Levantó la cabeza y fue automáticamente a quitarse la nieve de la mirilla del casco.

Oía voces que le formulaban preguntas. Se apartó del volante y, haciendo un gran esfuerzo, salió de la cabina. El círculo de caras retrocedió, seguramente por temor ante aquella gigantesca figura vestida de plástico blanco y tocada con un casco. Durante unos momentos aguardó, en pie sobre la nieve. Luego, comprendiendo la situación, gritó:

—¡Váyanse todos! ¡Métanse en sus casas! ¡Por el amor de Dios, váyanse!

Le temblaba el cuerpo, y sentía una insoportable náusea. Las caras que le contemplaban parecieron huir a un lado, y cayó de bruces en la nieve.

Oyó una voz lejana que le hablaba:

—¿Quiere tomar un poco de esto?

Con un esfuerzo, consiguió abrir los ojos. Estaba echado en un banco de madera adosado a la pared. Un hombre corpulento de cierta edad, de pelo gris y cara atezada, le ofrecía un vaso medio lleno de whisky. Mawn se llevó la mano a la cara:

—¡Cielos! ¡Mi casco!

Marcia estaba a su lado:

—No hay peligro, Alex. He pasado el contador: los niveles son muy bajos. Te hemos quitado el traje.

Mawn levantó la cabeza. Se hallaba en una taberna con el techo de vigas de madera. Un grupo de hombres que parecían pescadores le rodeaba en silencioso semicírculo. Se sentó y bebió la mitad del whisky.

—Hemos sacado a los demás —dijo Marcia con voz temblorosa—. El doctor Durrell ha muerto; no pude hacer nada.

—Sí —dijo una voz—, están en el cuarto de atrás. El otro está muy malo. El doctor McBurney vino e hizo lo que pudo, pero hay que llevarles al hospital.

Mawn se puso en pie, tambaleándose. El que acababa de hablar quiso obligarle a tenderse de nuevo, pero Mawn le apartó con la mano:

—He de telefonear.

—Ya lo hicimos.

—¿Funcionan las líneas con tierra firme?

—Sí, ¿por qué no?

—¡Necesitamos ayuda urgente!

—Creo que ya está dominado.

—¿Dominado?

—¿Qué diablos ha pasado ahí arriba? Desde el principio nos opusimos a que trajeran esa maldita cosa a nuestra isla. —¡Eso! ¿Por qué no nos dejan en paz? El bar empezaba a llenarse de hombres, mujeres y niños, todos envueltos en gruesos abrigos. Al cabo de un buen rato, Mawn logró comunicar con Londres. Allí se organizaba ya una operación de salvamento a gran escala. El destructor «Westmor— land» había salido de la base de Rosyth y en aquellos momentos navegaba entre la tempestad, acercándose con todas sus escotillas herméticamente cerradas. Un tren especial trasladaba al norte un equipo de médicos especialistas del centro de experimentación de armas nucleares de Aldermaston. En todo el Norte de Escocia, la policía había sido puesta en estado de alerta, y los agentes recorrían pueblos y campos, advirtiendo a los habitantes por los altavoces que permanecieran en sus casas.

Los aviones guardacostas estaban siendo dotados de instrumentos para la detección de radiaciones. Debían sobrevolar la nube radiactiva y vigilarla mientras derivaba hacia el sur a través de Escocia. Se habían difundido los oportunos avisos por radio y televisión.

De súbito reconoció a las esposas de Naylor y Baird entre la multitud que se apiñaba al fondo del establecimiento. Horrorizado, recordó la cara de Baird hirviéndose entre el chorro de vapor. Mientras la gente le miraba esperando noticias, el hombre del pelo gris alzó una mano para imponer silencio.

Con palabra vacilante al principio, Mawn les refirió el desastre sucedido tal como él lo había visto. Les dijo que la central había quedado totalmente destruida y que debían hacerse a la idea de que la lista de bajas sería muy larga.

La señora Baird se echó a llorar, y la esposa de Naylor dio un paso al frente:

—¿Y cómo ha podido escapar usted? ¿Tal vez echó a correr sin pensar en los demás?

Sus ojos echaban fuego. Mawn titubeó al responder:

—Dos camiones han conseguido llegar a Kirkwall.

Esta verdad a medias le hizo sentir una intensa repugnancia hacia sí mismo, al ver que la esperanza se reflejaba en los ojos de las mujeres que le escuchaban.

—¿Quiénes iban en esos camiones?

—¿Dónde podemos encontrarles?

Las preguntas llovían de todos los lados. Mawn dio unas palmadas para imponer silencio:

—¡Por favor! Los que han conseguido llegar a Kirkwall estarán hospitalizados en estos momentos. —Enfrentándose con el hombre del pelo gris, le dijo—: Perdone, ¿cómo se llama usted?…

—Jimmy Furse. Soy el dueño de este establecimiento.

—Le propongo que llame a todos los vecinos que tengan teléfono, para que no salgan de sus casas hasta que llegue la ayuda, que ya está en camino. Y a los que no tengan teléfono, si viven cerca, que los avisen a voces, pero sin salir de casa. Dígales que llamen la atención de sus vecinos golpeando con estrépito las paredes medianeras o arrojándoles piedras. Y que cierren herméticamente todas las puertas y ventanas.

—Algunos viven fuera del pueblo, en la montaña —objetó Furse.

—Lo siento, pero es lo único y lo mejor que podemos hacer. Ustedes deben quedarse aquí; no regresen a sus casas, porque ya estará cayendo precipitación radiactiva. ¿Cómo estamos de provisiones? —se dirigió a Jimmy Furse.

—Tenemos suficiente —contestó de mala gana el interpelado—. Supongo que habrá compensación…

Mawn contuvo su indignación.

—Vamos a necesitar mantas. No sé cuánto tiempo tendremos que permanecer en esta situación.

Una de las mujeres gritó, furiosa:

—¡Malditos científicos! Cuando pasa algo malo, nunca saben nada.

Mawn prosiguió:

—Hay un buque de guerra en camino; llegará aquí mañana —titubeó—. Temo que habrán de ser evacuados a tierra firme…

Aquellas palabras suscitaron un tumulto de protestas. Un pescador se destacó del grupo, con la cara congestionada de ira:

—¡No abandonaremos las islas! ¡Aquí está nuestro hogar!

Mawn alzó la mano:

—Aquí hay mucho peligro. No se sabe cuánto tiempo se necesitará para limpiar…

La tempestad de protestas arreció:

—¡Van a destruir nuestro pueblo!

—¡Escúchenme, por favor!

—¡No! ¡Escuche usted! —Y el pescador, poniéndose en jarras, añadió—: ¡Desde el primer día nos opusimos a que se instalase aquí esa maldita central! ¡Ustedes van a ser nuestra ruina! ¡Ustedes son los culpables! ¡No a sus máquinas infernales!

Se oyeron gritos de aprobación. Mawn tuvo que gritar fuerte para hacerse oír:

—¡Callen y escúchenme! Ahí fuera hay una nube de partículas radiactivas. Ahora el viento sopla del norte, y trae la nube hacia aquí. Y eso no se nota; no tiene olor ni nada, pero es terriblemente peligroso.

—Entonces, si no se nota, ¿qué daño puede hacernos? —preguntó alguien.

—Es radiactiva. Una mujer gritó:

—No comprendo lo que significa esa palabra. Tengo una hija trabajando en la granja Coldharbour. ¿Por qué no puedo ir a buscarla? Allí no hay más que nieve. Mawn señaló la puerta:

—Quien salga por esa puerta morirá irremisiblemente en cuestión de días.

Esta expresión teatral causó un efecto inmediato. Las voces de protesta fueron apagándose. Mawn abrió la puerta que conducía a la sala y se volvió hacia Furse:

—Están ahí dentro, ¿no? —Furse asintió. Mawn encendió la luz:

—Si quieren ver lo que puede pasarles si salen, ¡vengan y lo verán!

El cuerpo de Durrell estaba tendido en el suelo, cubierto con una manta. Gelder se hallaba tumbado en un banco adosado a la pared y tenía la cabeza vuelta a un lado. En su mandíbula quedaban restos de vómito. Los lugareños, silenciosos, le contemplaron desde la puerta. Mawn les dijo:

—Podrían verse así… Y ahora, háganme caso, por favor. Vamos a recorrer la casa y taparemos cuantas aberturas encontremos. Toda rendija, todo agujero, por pequeños que sean, siempre que pueda colarse el aire tiene que ser cerrado con periódicos, con trapos, con cuanto podamos encontrar.

—Vamos a asfixiarnos —apuntó alguien.

—No, no nos asfixiaremos. Hay cubicaje suficiente.

Entonces habló un anciano que vestía de pana desteñida:

—¿Cuánto tiempo tendremos que estar fuera de las islas? ¿O tampoco puede decírnoslo?

Mawn se apiadó al observar que aquel hombre estaba medio ciego.

—No mucho tiempo. Sólo el necesario para que no exista peligro alguno al regreso.

—En ese caso, tendrán que dejarme en mi casa. Yo no puedo salir de aquí. Nunca he salido de las islas. No podría encontrar mi camino.

Marcia le tomó de la mano y, con toda delicadeza, le acompañó hasta un rincón de la sala, donde le dejó cómodamente sentado. Luego suspiró:

—Sin duda, se cargará el ambiente cuando lo tengamos todo herméticamente cerrado. Lo mejor será permanecer inmóviles, en lo posible. Así se consume menos aire.

Durante una hora, todos los rincones de la casa fueron registrados en busca de rendijas por las que pudiera colarse el aire exterior. Desde el desván hasta el sótano se recogió todo lo que sirviera para taponar agujeros y rendijas. Un hombre masticaba pedazos de pan y metía luego la miga entre los dos paneles de una ventana de guillotina. Otro, con ayuda de un destornillador, introducía papeles de periódico en las rendijas de las puertas.

Una anciana que usaba toquilla negra estaba metiendo una alfombra doblada bajo el resquicio inferior de la entrada. Otra sacaba tierra de una maceta y enmasillaba el marco de una ventana.

En la sala, Marcia le limpiaba la cara a Gelder; cuando terminó procuró dejarlo en una postura cómoda. El hombre se quejó débilmente cuando ella le movió. Entonces entró Mawn y quiso ayudarla. Marcia le dijo:

—Casi no se le encuentra el pulso.

—¿Sabes dónde está el médico del cual hablaban?

—Se ha ido. De todas maneras, es un hombre de setenta y cinco años y que probablemente no tiene ni idea de lo que ha ocurrido.

La gente empezaba a buscar acomodo en el bar. Algunos se habían sentado con la espalda apoyada contra la pared. La señora Furse condujo a los niños al piso alto y los acostó en camas improvisadas sobre el entarimado.

Las voces fueron apagándose gradualmente. Un pequeño grupo de pescadores formó un silencioso corro, y se pasaban calmosamente una botella.

La señora Baird se dejó caer en un banco adosado a la pared y sollozó con un pañuelo apretado sobre los labios. La señora Naylor intentó consolarla. Alguien apagó las luces y la gente se quedó mirando los torbellinos de nieve que azotaban las ventanas, y los copos que se acumulaban sobre los alféizares. El viento aullaba y hacía temblar el edificio. Una teja de pizarra cayó a la calle.

Mawn rodeó con un brazo los hombros de Marcia y la condujo al bar. Allí se sentó en el suelo, apoyándose contra el mostrador, e indicó a Marcia que se sentase a su lado. Ella lo hizo, apartándose un poco, pero luego descansó la cabeza sobre el hombro de Mawn y cerró los ojos. Bajo la mortecina claridad que penetraba por una ventana, Mawn pudo ver que le corrían lágrimas por las mejillas, y las secó con las yemas de los dedos. Ella abrió los ojos, húmedos y brillantes.

—Alex, esta pobre gente…

—Sí. No puedo dejar de pensar en ellos. Pero, de momento, no se puede hacer más.

—¿Crees que murieron todos?

Él la miró y, acariciándole el pelo, replicó:

—¡Los que murieron han tenido suerte!

Ella se estremeció:

—¿Qué será de nosotros? ¿Cuánta radiactividad habremos recibido?

Abrazando a Marcia contra su pecho, Mawn contestó:

—No lo sé. Pero no creo que nos pase nada malo.

—¿Necesita mucho tiempo para matar a una persona? La radiación, quiero decir.

—No lo pienses más, Marcia. Estamos bien. Procura dormir.

Súbitamente, ella se apartó:

—Parece que no te importe.

Mawn quedó mudo un momento; luego alargó el brazo y la atrajo de nuevo hacia sí:

—Pues me importa, y mucho. Pero, por favor, cada cosa a su tiempo. Necesitamos descanso.

Ella le rodeó el cuello con el brazo y se acercó más. Mawn se quedó contemplando la nevada. Al poco, y como si hubiera tomado un fuerte somnífero, se apoderó de él un sopor irresistible, y se le cerraron los ojos.

En sueños se vio atrapado en una enorme caja de madera. La luz entraba a través de las rendijas entre las tablas. Desde fuera, alguien la cerraba con grandes clavos. Los martillazos eran cada vez más estrepitosos. Abrió los ojos. Por la ventana entraba la cruda luz de la mañana. Alguien aporreaba la puerta. Se oyó un grito:

—¿Hay alguien? ¡Abran!

Los golpes y el grito se repitieron:

—¡Vamos, abran…! ¡Hemos venido a evacuarles!

Mawn se puso en pie de un salto y acudió a la puerta:

—¿Quién es? —gritó.

—Policía militar. Pueden abrir, no hay peligro.

Mawn apartó con un pie el rollo de alfombra, descorrió el pestillo y abrió.

Recortada a contraluz apareció una voluminosa figura que vestía traje y casco protectores. A través de la mirilla se veía una cara roja, de expresión decidida, y un mechón de cabello también rojizo. Más allá, a unos cien metros mar adentro, la silueta de un navío de guerra destacaba sobre las centelleantes aguas. En el embarcadero y con el motor en marcha se había posado un helicóptero Westland Wessex. Mirando por la puerta abierta al interior de la casa, el hombre del pelo rojo dijo:

—¿Son ustedes muchos?

Metió la cabeza para ver las tendidas figuras, algunas de las cuales se incorporaban ya.

—¿Es que se han corrido una juerga? Soy el alférez de navío Gage y pertenezco a la dotación del «Westmorland» —hizo un ademán por encima del hombro—. Es el que está anclado en la bahía. En el embarcadero hay un helicóptero, y habrá que evacuarles pronto, porque hay bastante contaminación aquí.

—¿Han medido los niveles? —preguntó Mawn.

El alférez se puso serio dentro de su casco.

—¡Haga el favor, oiga! La Marina también ha entrado en la era atómica, y estamos capacitados para esta clase de trabajos. Gracias. —Miró luego al interior de la casa y preguntó—: ¿Hay algún herido? Si los hay, serán evacuados primero.

Otros tres hombres se acercaban, igualmente cubiertos con trajes protectores.

—Sí —replicó Mawn, indicando la sala del bar—. Hay uno dentro. Sufre náuseas por irradiación y además está herido en la cabeza. Tenemos un muerto.

—¡Está bien!

La voluminosa figura se dirigió a los otros tres:

—Hanson, Smith y tú, adentro a paso ligero. Un herido y un muerto; a éste dejadlo para el final.

Las tres figuras cruzaron el bar y se dirigieron a la sala. El alférez se dirigió a la muchedumbre que le rodeaba:

—Dentro de un rato les llevaremos a bordo, y allí estarán a salvo de todo peligro. Les evacuaremos de diez en diez en el helicóptero. No hay tiempo de llevarse nada; sólo las personas, tal como ahora se encuentran. Vayan abrigando a los niños. Estamos seguros de que no tendrán queja de la hospitalidad de la Marina.

Los tres hombres se abrieron paso entre la muchedumbre llevando el cuerpo de Gelder. Al pasar frente al oficial, éste desenfundó un contador geiger portátil y lo pasó rápidamente sobre el cuerpo del herido. El contador se puso a crepitar violentamente:

—Rápido con éste; habrá que meterlo en descontaminación.

Los hombres se dirigieron al helicóptero. Sus pisadas dejaban huellas oscuras en la nieve recién caída. A su regreso, Gage había seleccionado a nueve isleños más, hablándoles como a sus subordinados:

—Ahora, corran. Paso ligero hasta el helicóptero. No se entretengan en la escotilla. Tomarán asiento y aguardarán hasta nueva orden.

Los isleños echaron a correr sobre la nieve y se arremolinaron frente a la puerta ovalada del helicóptero, que se cerró de golpe tan pronto como todos hubieron subido. El aparato voló directamente hacia el destructor.

Marcia y Mawn esperaban, en pie al lado del mostrador. Se habían vuelto a poner los trajes antiradiación y se calaron los cascos. A su lado, las señoras Naylor y Baird envolvían un bebé de un mes en el protector de plástico que les entregó uno de los técnicos navales. Las dos mujeres parecían no acertar con las cremalleras de aquel envoltorio. Viendo su dificultad, Marcia se acercó a ellas y solucionó el problema. Al terminar, Marcia se volvió y vio que Mawn la estaba mirando fijamente:

—¡Alto! —exclamó éste.

Las dos mujeres levantaron la cabeza, espantadas. Mawn apuntó con el dedo a la señora Naylor:

—¿De dónde es usted?

—¿Por qué me lo pregunta?

Mawn se le acercó, excitado:

—¿Dónde vivía usted habitualmente?

—En Londres. ¿Por qué?

Mawn se dirigió luego a la señora Baird:

—¿Y usted?

—En Cardiff, toda mi vida.

La sirena del «Westmorland» sonó dos veces.

—Vamos, Alex —dijo Marcia con apremio.

Pero Mawn no se movió:

—¿Dónde vivías tú, Marcia?

—¿Qué te pasa, Alex?

—¿Dónde vivías?

—En Long Island. Allí he pasado la mayor parte de mi infancia.

—¡El deterioro de inteligencia, Marcia! ¿Recuerdas que te dije que la respuesta debía estar en nosotros mismos? Nosotros no estamos afectados, ¿verdad?

—No.

—Y, ¿por qué no? ¿No lo comprendes ahora? Estas mujeres sí están afectadas. No pudieron realizar una manipulación sencilla, y tú sí. ¿Qué era lo que no entendíamos entonces?

—Por qué la gente quedaba afectada en determinados lugares, y en otros no.

—Exacto. Y, ¿qué gente, Marcia? —la tomó por los hombros—. ¿Dónde viven?

—No lo…

—Fíjate: tú y yo hemos vivido casi toda nuestra vida en el campo. Estas dos mujeres vivían en la ciudad. Trata de recordar tus grupos de disminuidos, Marcia. ¿Dónde vivían?

—No tengo aquí los datos y no puedo…

—Procura recordar la localización de alguno de los grupos afectados.

Ella titubeó:

—Bueno, una de las empresas radicaba en Londres, otra en… Birmingham, dos en Manchester…

—¡Continúa!

—Una en Bristol… En Plymouth… sí, creo que una era…

—Perfectamente. Ahora, ¿dónde estaban ubicadas aquéllas cuyo personal no resultó afectado?

—Una de ellas estaba en el campo, en Breconshire, y se trasladó luego a Newport. Otra en Sussex… Déjame pensar… Sí, una en las landas del Yorkshire. Una en Devon…, cerca de Dartmoor…

—¿No lo comprendes ahora?

—¿El qué?

—¡Todas éstas están ubicadas en el puñetero campo!

Mawn temblaba de emoción.

—Los grupos afectados residían todos en ciudades. Los otros, en el campo. Es algo de las ciudades, Marcia. Sea lo que fuere, el caso es que se halla en las ciudades y no en el campo. Algo está pudriendo el cerebro de los habitantes de las ciudades.