Durrell se quedó un rato mirando la vacía pantalla. Luego alargó la mano y la apagó. Gelder rompió la embarazosa situación yendo hacia la puerta, y los demás le imitaron arrastrando los pies. En el corredor sólo se oían las sibilantes respiraciones a través de los cascos. El grupo llegaba a una bifurcación cuando las luces de emergencia perdieron intensidad y se apagaron después de un breve parpadeo. Westcott encendió una linterna eléctrica y se puso a la cabeza del grupo. Al fondo del corredor vieron la débil claridad de una ventana. Todos se reunieron debajo de ésta.
Entre el edificio del reactor y la sala de turbinas había un patio. Enfrente se alzaba el bloque de servicio, los talleres y la cantina del personal. Durrell se asomó:
—¡Maldición! Sólo nos faltaba eso. Hace viento.
—¿En qué dirección sopla? —le preguntó Mawn.
—No lo sé exactamente, porque aquí hay muchos edificios. Puede que sople del sudeste.
Durrell se volvió hacia Gelder:
—¿No dijo el piloto de su helicóptero a dónde iba?
—Dijo que me esperaba viendo la televisión en color —respondió Gelder.
Durrell apuntó al bloque del servicio y dijo:
—Entonces es probable que se halle en la sala del personal.
—¿Se podrá llegar hasta allí? —preguntó Marcia.
Westcott, señalando el corredor, explicó:
—Ahí hay un pasadizo que conduce a la sala de turbinas. Luego hay que cruzar los talleres y las cocheras de los camiones y finalmente se llega al bloque del servicio.
Mawn y Gelder iniciaron la marcha, y los demás les siguieron al trote lento. Gelder llegó a la entrada y se detuvo en seco. Los demás se agruparon detrás de él.
Bajo la menguante luz crepuscular se veía el suelo combado; las vigas que formaban su estructura estaban retorcidas. Los cristales de las ventanas habían saltado en pedazos, y entraba nieve por los vanos. El suelo firme quedaba tres pisos más abajo.
Mawn avanzó poco a poco sobre el ruinoso pavimento, rebasando a Gelder. De súbito se oyó un crujido, y toda la estructura cedió un trecho, haciendo caer a Mawn. Entorpecido por el traje, se incorporó agarrándose a las retorcidas vigas y siguió avanzando. Finalmente logró llegar al otro lado y se detuvo en la entrada de la sala de turbinas, gritando:
—Pasen uno a uno. ¡Pero manténganse pegados a la pared! Uno a uno, con la cautela y las precauciones de un equilibrista en la cuerda floja, todos le siguieron hasta la sala de turbinas. El edificio estaba desierto; la nieve caía sin cesar a través del roto tejado. Las galerías y las gigantescas tuberías ya estaban cubiertas de nieve. Se adivinaba el bulto de las turbinas, todavía calientes por su reciente actividad, cual negras ballenas en un mar ártico.
Siguieron adelante y cruzaron una puerta de salida. Los pasos de los caminantes resonaban como en una catedral. Luego encontraron una escalera de hormigón, cuyas luces de emergencia aún estaban encendidas. Cuando todos quedaron reunidos, Westcott cogió el contador geiger portátil y lo apuntó al frente. Durante la larga marcha desde la sala de mandos, todos se habían habituado a oír el continuo crepitar del aparato. Pero ahora casi había cesado del todo. Naylor dejó el contador en el suelo, abrió la cremallera de su casco y se la echó a la espalda:
—El nivel es muy bajo. Podemos echar un respiro. Los demás se desabrocharon de muy buena gana los cascos, y sus caras aparecieron relucientes de sudor.
Al pie de la escalera les esperaban unos hombres de mono. En el taller, el encargado Jack Duffy les explicó:
—Nos fuimos en unos camiones que sacamos de las cocheras, pero no sin hacer lo posible. Cerramos las válvulas de los calentadores y sellamos con cinta adhesiva las ventanas. Pero luego las cosas se pusieron muy feas. Nevaba tanto que apenas había visibilidad, y los geigers casi se salieron de la escala a la altura de los arrecifes. Otros dos pasaron los arrecifes…, un puro suicidio. Volvimos atrás… y abandonamos el camión, después de hacer una prueba de la nieve caída sobre el mismo. Y el geiger subió hasta el tope de la escala…
—¿Cómo se encuentra ahora?
—Creo que bien; la ropa nos ha protegido… En cambio, no puedo asegurar cuánta contaminación hemos tragado. Y su gente, ¿cómo está?
Durrell empezó a explicar la situación, mientras Gelder se volvía hacia Mawn:
—¡Localicemos al piloto del helicóptero!
Naylor asintió, recogió el contador y les condujo por el taller, por entre bancos de trabajo, tornos y fresadoras, hacia la salida. Entonces les dijo:
—Ahora tendremos que dar una rápida carrera para cruzar terreno descubierto. Corran como demonios.
Se caló el casco; Mawn y Gelder le imitaron.
Naylor abrió la puerta de par en par:
—¡Rápido ahora!
Mientras corrían hacia la entrada del bloque del servicio, los copos de nieve caían sobre las mirillas, casi privándoles de la visión. Los tres pudieron oír cómo el crepitar del contador se iba espaciando, y casi cesó al cerrarse la puerta detrás de ellos. Gelder empezó a abrir la cremallera de su casco, pero Naylor agitó violentamente la cabeza, advirtiéndole que no lo hiciera, y abrió la puerta que conducía a la cantina.
La escena que se presentó a sus ojos recordaba los agua fuertes de Goya sobre los desastres de la guerra. Bajo el crepúsculo, y a través del boquete abierto en el techo, se veían enormes vigas negras y retorcidas. Debajo, una enorme masa de hormigón y acero había aplastado las mesas y sillas metálicas cual juguetes infantiles. Una capa de polvo grisáceo lo cubría todo.
En un rincón de la destrozada estancia, aparecía el cuerpo de una mujer de mediana edad, vestida de uniforme color rosa, aplastada entre la pared y el mostrador del servicio, medio enterrada bajo un montón de vasos y bandejas que se le habían venido encima.
Un gran bloque de hormigón había atrapado la pierna de un hombre, aplastándola completamente. Otro hombre estaba empalado en la pata de una mesa. Aún se movía débilmente sobre la pata metálica que le atravesaba la ingle. Otros cuerpos yacían en el suelo; los recién llegados iban de uno a otro buscando señales de vida. Gelder exhaló un grito, señalando unas botas de aviador que sobresalían de un montón de escombros; alrededor de éstas se había formado un reluciente charco de sangre. Gelder se volvió, desesperado.
Mawn se inclinaba sobre un hombre sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Aquel hombre sangraba por una herida en el muslo. Su rostro estaba lívido. Rápido, Mawn se quitó el cinturón y le hizo un torniquete. El hombre quiso gritar. Los dos compañeros de Mawn le ayudaron a tender al herido; luego lo levantaron en vilo y echaron a andar hacia la puerta.
En el taller empezaba a entrar, procedente de otros lugares del edificio, un grupo de personas. Muchas venían heridas. Al entrar los tres hombres, Durrell se precipitó hacia ellos:
—¿Le han encontrado?
Gelder se quitó el casco después de tender al herido sobre un banco, y replicó:
—Sí, le hemos encontrado.
Mawn se acercó a Marcia, que vendaba la cabeza con trapos a un técnico que había chocado con la columna de una fresadora. Ella alzó la cabeza y dedicó a Mawn una pálida sonrisa. Él la abrazó un momento, haciendo que la cabeza de ella descansara sobre su hombro.
El aire se enfriaba rápidamente en el interior del taller. La calefacción estaba averiada. Y la catástrofe había sembrado la desmoralización entre aquellos hombres, sin exceptuar a los jefes. Fuera, el viento azotaba con furia los muros.
Gelder ayudó a Durrell, que acompañaba a un técnico herido hasta donde otros aguardaban, apoyados contra una de las paredes. Mawn le miró detenidamente. La muerte de su piloto le había hundido. Al principio había querido mostrarse dueño de sí mismo, pero ahora actuaba como un autómata, y sus movimientos eran lentos y torpes. Mawn pensó que tal vez había planeado un rápido vuelo al continente, para organizar allí una colosal operación de salvamento y convertir así la derrota en un triunfo personal.
Marcia atendía a otro herido. Mawn experimentó una súbita ternura al observar el delgado cuerpo de su compañera.
—¡Mawn!
Durrell le indicó que se acercara a un grupo que consultaba un pequeño mapa de las islas Oreadas, desplegado sobre un banco. Con un destornillador, Durrell esbozó un círculo alrededor de la isla South Ronaldsay:
—Aquí debe haber una fuerte radiactividad. Dando por sentado que el viento sopla del sudeste, las partículas sólidas expulsadas por el reactor habrán alcanzado casi con toda certeza los arrecifes de Churchill. Por tanto, no es aconsejable ese camino.
—Puesto que ya estamos contaminados… —dijo Mawn.
—Exacto. Fuera hay una tempestad de nieve, y si está contaminada no nos servirá la ropa.
—¿No se ha averiguado si hay aquí alguien que sepa pilotar el helicóptero?
Fue Lodge quien formuló esta pregunta; hablaba como ensimismado, y le temblaban los labios.
Gelder miró a su alrededor con un brillo de esperanza en los ojos. Luego se encogió de hombros y dijo:
—Yo sé pilotar un avión, pero no un helicóptero.
—No se preocupe —terció Durrell—, porque de todas maneras no creo que pudiera volar en estas condiciones. Para nosotros no hay más que una salida: seguir por la B9044 y luego torcer al sur por la A961, hacia Burwick.
—¡Al sur! —exclamó Gelder—. ¡Pero si allí no hay nada!
Durrell le miró, sombrío:
—Señor Gelder, voy a hablar claro: si dentro de cuarenta y ocho horas no conseguimos un médico especialista, ¡que Dios se apiade de nosotros! No olvide que ahora mismo habremos recibido una buena dosis de radiación.
—¿Y cuáles son los síntomas de… eso? —preguntó Marcia.
—Náuseas, vómitos, calambres y a veces dolor de cabeza, al principio; luego…
—Dejemos eso —dijo Lodge irritado—. Nos exponemos a recibir todavía más radiación si salimos al aire libre.
Al oír su voz airada, nerviosa, Mawn se fijó en Lodge. Toda la flema del funcionario público había desaparecido. Mawn consultó su reloj y dijo:
—Puede que aún falte media hora para que el núcleo atraviese el conducto refrigerante. Dejémonos de discusiones y vayamos a lo práctico. Usted, Durrell, ha dicho que hay carretera hacia el sur…
—Sí.
—Pues vamos a tomarla.
—Ya ha visto que hay tempestad de nieve. Por consiguiente, yo me quedo —objetó Wescott.
Mawn le miró como si no le hubiera entendido.
—Fue usted quien mencionó el gloupy, ¿no?
Wescott, con los labios trémulos, guardó silencio. Mawn comprendió que había conseguido dominarse y se dirigió a Durrell:
—¿Qué opina?
El interpelado titubeó; su cara gris era la viva imagen de la derrota. Luego meneó tristemente la cabeza:
—No hay posibilidad para nosotros; ninguna en absoluto.
—¡Salgamos de aquí, por todos los demonios del infierno! —exclamó Mawn; y se dirigió a grandes zancadas hacia un grupo de técnicos que rodeaban a Jack Duffy:
—¿Con qué medios de transporte cuentan ustedes? Duffy le miró; su aliento olía a whisky y sus ojos estaban vidriosos. Hizo un ademán hacia la puerta de las cocheras:
—Allí hay un par, y el otro está fuera, aunque no es utilizable. Está lleno de esa mierda, y no le aconsejo que lo use.
Mawn bajó la voz:
—¿Entonces, qué?
—Quedarnos aquí y aguardar. En Kirkwall han debido oír la explosión; además, los otros dos camiones habrán llegado allí a estas horas.
—Pero ¿no comprende que dentro de unos veinte minutos el núcleo puede llegar al túnel del agua y volar todo el edificio?
—No lo creo. En mi opinión, esto resistirá. Recuerde que hemos visto cómo lo levantaban ladrillo a ladrillo. No, señor; nos quedamos aquí. Vendrán a sacarnos, no se preocupe.
Mawn miró la patética fila de heridos apoyados contra la pared:
—Y ¿qué va a ser de ésos? Necesitamos que ponga en marcha los camiones. Usted sabe conducir, conoce el camino…
—¿Y quién demonios es usted para darme órdenes? Usted no ha estado fuera, yo sí. —Haciendo un ademán con la botella de whisky que tenía en la mano, concluyó—: Le digo que eso sería un suicidio, ni más ni menos.
Mawn miró a los demás hombres. Todos parecían apáticos, derrotados. Duffy se encendía por efecto de la embriaguez:
—Si quiere irse, hágalo cuando quiera —dijo.
Y se alejó tambaleándose. Mawn, consciente de que era preciso ganar la discusión y ganarla pronto, agarró a Duffy de un hombro, le arrebató la botella de whisky y la estrelló contra una pared.
Hubo un momento de sorpresa por parte de Duffy; pero éste no tardó en reaccionar:
—Hijo de perra. Voy a hacerte picadillo.
Se abalanzó sobre Mawn y quiso asestarle un tremendo golpe en la mandíbula. Pero Mawn se adelantó con un puñetazo en pleno estómago, y Duffy cayó de rodillas, ahogándose. Mawn miró a los demás, pero éstos no daban muestras de querer intervenir. Entonces Mawn aprovechó para coger la otra botella de whisky y enviarla adonde la primera.
—Ayúdenle. Los demás, cubran a los heridos con lo que tengan a mano, trapos, batas, chaquetas. Es necesario evitar el contacto con el polvo. ¡Manos a la obra!
Los aludidos dudaron unos momentos, pero optaron por obedecer. Mawn les gritó:
—Y atadles trapos mojados sobre la boca de modo que puedan respirar, pero solamente a través de la tela.
Marcia contemplaba con expresión de impotencia a una muchacha de unos dieciocho años, que yacía en el suelo:
—Está muerta, ¿verdad?
—No podemos llevárnoslos a todos.
—¿Qué? —dijo Marcia.
Mawn, sorprendido, señaló a los demás heridos:
—Algunos están muy graves; han perdido mucha sangre y no se les podrá meter en los camiones y someterlos al viaje… El frío será terrible y morirían todos. Sería mejor no moverlos de donde están.
—No podemos abandonarlos. ¿No te acuerdas del núcleo?
—No hay más remedio, Marcia. Tal vez no dispongamos de veinte minutos para salir; escoge a los que puedan aguantar el traslado.
—¿Y qué hacemos con los demás?
Mawn la cogió fuertemente de los hombros:
—Escúchame, Marcia. No hay otra opción.
Estaba lívida de frío, pero sus ojos ardían de indignación. Meneó la cabeza y dijo:
—Entonces, me quedo con ellos.
—Pues tendré que sacarte de aquí a la fuerza.
Naylor le tocó en un hombro:
—Listos para salir en seguida.
Marcia miró alternativamente a ambos hombres, y luego se puso lentamente en pie. Contempló sus manos cubiertas de suciedad y de sangre, y les siguió hacia la puerta de las cocheras.
—Tenemos unos veinte en los camiones —informó Naylor.
Desde la entrada, Mawn miró hacia atrás por última vez. A la débil y amarillenta luz de las bombillas, la fila de silenciosas figuras apoyadas contra la pared parecían estatuas tutelares de un antiguo mausoleo. Mawn cerró la puerta tras de sí.
Junto a los vehículos reinaba una frenética actividad. Ya estaban en marcha los motores de dos camiones y de una furgoneta Volkswagen, y habían encendido los faros. Siguiendo instrucciones de Durrell, todos los vehículos estaban siendo herméticamente sellados. Sobre las cubiertas de tela encerada habían tendido piezas de politeno, y los heridos menos graves pegaban tiras de cinta adhesiva sobre todas las aberturas y orificios. Uno de los hombres desconectaba la calefacción y taponaba con trapos el conducto de ventilación de la cabina.
Los heridos, vendados como momias, eran izados a las plataformas de carga. El aire estaba saturado de gases de escape. Durrell y Naylor iban de un hombre a otro, pasando contadores geiger sobre sus ropas. Duffy se acercó a Mawn, arrastrando los pies. La borrachera parecía haberse disipado.
—Suba a bordo.
Durrell hizo una seña a Naylor, que estaba junto a una gran palanca pintada de rojo. Al tirar de ella hacia abajo se oyó un chirrido y empezó a alzarse la puerta de la cochera. Durrell gritó:
—Todo el mundo arriba; cierren las puertas y no se muevan. Y manténganse pegados unos a otros. Duffy nos indicará el camino con su camión.
Duffy se subió a la cabina de su vehículo; uno de los técnicos aseguró la cortina trasera. El tubo de escape emitió una nube de humo, y el camión arrancó pesadamente, metiéndose en la tormenta.
En el interior del segundo camión, acurrucados uno contra el otro para darse calor, Westcott y Sampson procuraban afianzarse y sujetar con los pies a los heridos tumbados en el suelo.
Cuando el camión iba a rebasar la puerta, Naylor saltó a la cabina.
Gelder esperaba al volante de la furgoneta, acompañado del doctor Durrell. Marcia y Lodge ocupaban la parte trasera del mismo vehículo. Gelder embragó y salió de la cochera. Inmediatamente, los copos de nieve empezaron a cubrir el parabrisas. Mawn puso en marcha el limpiabrisas. El zumbido regular del motor le sonó a pura gloria. Encendió el alumbrado interior y consultó el reloj:
—¡Ya era hora!
—Apague esa puñetera luz, que no me deja ver nada —gritó impaciente Gelder, tratando de penetrar la oscuridad con sus ojos miopes. Enfrente y muy cerca se distinguían los indicadores posteriores del segundo camión. Mientras la furgoneta daba tumbos sobre la nieve, todos veían en su imaginación el núcleo incandescente abriéndose camino a través de la roca, justamente debajo de ellos.
Gelder frenó súbitamente y en seguida hizo marcha atrás. Los focos iluminaron de lleno un cuerpo cubierto de nieve, caído en medio de la carretera. Durrell fue a abrir la puerta, pero Gelder se lo impidió con un violento tirón:
—¡Mantenga cerrada la puerta!
—Creo que es Gillian, mi secretaria… He de salir…
Sin responder, Gelder pisó el acelerador y, dando un bandazo con el volante, eludió el cuerpo. Furioso, tendió la vista a través del parabrisas:
—¡Les he perdido!
El vehículo derrapó y la parte trasera chocó violentamente con un poste de señalización:
—¡Por todos los demonios! ¡Cuidado! —gritó Lodge desde atrás.
Por toda respuesta, Gelder se quitó el protector.
—No puedo ver nada con este maldito chisme.
—¡Cuidado! —gritó Durrell.
Gelder dio otro volantazo, la furgoneta perdió adherencia y tropezó con un gran pilote de mampostería de la sala del reactor. El impacto rajó una de las ventanas.
Frente a ellos se adivinaba el gigantesco bulto de la máquina cargadora, caída como un bolo descomunal sobre el muro de la sala del reactor. Lodge se incorporó y empezó a hablar solo.
—La puerta principal es por ahí —gritó Durrell.
—¡No, mire!
Marcia apuntó hacia la verja exterior de la central. Los dos camiones se hallaban parados junto a la verja. Duffyl ataba un grueso cable al extremo de uno de los pilares de hormigón. Los ocupantes de la furgoneta vieron con asombro que no llevaba traje protector.
—Voy a salir.
Durrell quiso abrir la puerta, pero Gelder le contuvo. Duffy se dirigió a la trasera de su camión y se metió debajo de éste para atar el otro extremo del cable al puente trasero. Luego salió con los pies por delante, y se metió en la cabina.
Puso en marcha el motor, y el camión avanzó. El cable se tensó, levantando un torbellino de nieve, pero el pilar resistió mientras las ruedas traseras del camión giraban y proyectaban chorros de nieve. Hizo marcha atrás hacia la valla y luego arrancó otra vez. A la tercera tentativa saltó de la cabina y se puso a desenroscar las válvulas de los neumáticos. El aire salió silbando y la parte trasera del camión empezó a hundirse.
Subiendo de nuevo a la cabina, embragó poco a poco. Los neumáticos desinflados agarraban mejor. Cuando el camión empezó a moverse, pisó a fondo. El cable vibró, hubo un fuerte crujido y el pilote se partió a unos treinta centímetros del nivel del suelo. El camión salió disparado, derribando unos cinco metros de valla.
Haciendo de nuevo marcha atrás, Duffy maniobró en amplio círculo para no enredarse con el cable, y luego enfiló el boquete abierto en la valla. Éste daba a una extensa ladera, cuya pendiente sería de unos trece grados en descenso hasta la carretera de Grim-Ness, paralela a los acantilados próximos a la central. Al otro lado de la carretera había tres metros de cuneta y una alambrada que cerraba el paso al acantilado. El camión avanzó, aplastando las ruinas de la valla y luego, de repente, patinó ladera abajo. Con las ruedas frenadas, fue deslizándose como en un tobogán hacia la carretera. Primero se fue hacia un costado y después hizo un trompo completo. Cerca de la carretera, el cable se tensó, pero con la inercia de la caída el camión arrastró un pedazo de verja. Al cruzar la carretera y chocar con la alambrada quedó detenido por fin. Duffy saltó de la cabina, se tumbó debajo del camión y soltó el cable.
El segundo camión imitó la arriesgada maniobra y fue a, chocar con la parte trasera del camión parado, empujándolo sobre el acantilado. Las ruedas delanteras quedaron flotando en el vacío, con fuerte golpe metálico. Duffy saltó mientras el cárter roto empezaba a perder aceite, formando una negra marcha hirviente sobre la nieve.
Gelder metió primera y enfiló el boquete para deslizarse ladera abajo. Pero entonces, el suelo dio una violenta sacudida de abajo arriba.
Debajo de la furgoneta se oyó casi al mismo tiempo una prolongada, profunda y retumbante explosión. El vehículo fue lanzado al aire, y al caer empezó a resbalar ladera abajo. Se oyó una segunda detonación; la furgoneta, pese a los desesperados esfuerzos de Gelder con el volante, adquirió la velocidad de un trineo. Totalmente incontrolada, bajó de costado hasta el fondo de la ladera, donde fue a chocar contra el morro del segundo camión.
Eso la detuvo una fracción de segundo. Gelder pisó a fondo el acelerador, y la furgoneta salió embalada carretera adelante, con peligrosos bandazos. Gelder procuraba dominar el vehículo mientras patinaba sobre el hielo. A la luz de los faros delanteros, el tramo de carretera que se extendía delante pareció levantarse y ondular como si fuera de goma. Dominando el ruido del motor se oyó un profundo trueno.
—No podemos dejarlos allí. ¡Deténgase!
Durrell empezó a tirar histéricamente del volante. Pero Gelder, sin dejar de agarrarlo fuertemente con una mano, logró empujar al científico con la otra. Sin embargo, Durrell llevaba ventaja; eso distrajo a Gelder una fracción de segundo. Y en aquel preciso instante, surgió frente al vehículo el pedestal de una farola de alumbrado.
Reaccionando con rapidez, Mawn se abalanzó sobre Marcia y ambos cayeron al piso de la camioneta. Hubo un estampido, y luego reinó el silencio.
Al cabo de un rato, Mawn se incorporó penosamente, apoyándose en un respaldo. Gelder y Durrell habían salido despedidos a través del parabrisas. El cuerpo de Durrell estaba caído sobre el capó, con las piernas aún dentro de la cabina. El rugido subterráneo se hacía más intenso y toda la tierra temblaba. En lo alto, la gigantesca torre del reactor empezó a desmoronarse. El aire vibraba estremecedoramente. Luego, con tremendo rugido, surgió de las ruinas un gigantesco hongo de vapor y polvo. Todos los edificios que aún seguían en pie temblaron, se rajaron y se derrumbaron. Y una lluvia de escombros cayó alrededor de la furgoneta. En el mismo momento se produjo un ensordecedor sonido metálico, y el techo del vehículo, violentamente sacudido, se abrió.
A través de la nieve apareció de súbito una zigzagueante grieta que partió en dos la carretera y la dejó cortada. La furgoneta se inclinó y empezó a caer hacia la grieta. Ésta se ensanchó y, en pocos segundos, quedó convertida en un abismo, del que brotó un violento chorro de vapor. Los ocupantes de los dos camiones saltaron fuera y se dispersaron como hormigas pisoteadas.
El suelo tembló debajo de ambos camiones. Hombres y vehículos cayeron por el precipicio. Uno de los hombres se agarró desesperadamente al suelo de la carretera, chillando, pero fue tragado por la grieta.
Los temblores de tierra fueron remitiendo poco a poco. El lugar donde estuvo la central era un rugiente volcán de humo negro proyectado a centenares de metros de altura. El gigantesco hongo ya empezaba a ser arrastrado por el viento.
Mawn encendió una linterna eléctrica y ayudó a Marcia a levantarse:
—¿Estás bien?
Por toda contestación, ella empezó a mover piernas y brazos, palpándoselos para ver si estaba herida. Al fin hizo un gesto afirmativo, demasiado asustada todavía para articular palabra.
Mawn se inclinó sobre el asiento delantero:
—Vamos a meter a esos dos.
Agarró fuertemente las piernas de Durrell y empezó a tirar hasta meterlo en la cabina. Lodge estaba caído en un rincón de la furgoneta. Tenía los ojos vidriosos y un lado de la cara ensangrentado.
Por fin, Mawn logró tumbar el cuerpo de Durrell sobre el asiento delantero. La mirilla del traje protector se había roto y el filtro de aire estaba aplastado. La sangre corría desde la cabeza al interior del traje.
—¡Luz! —gritó Mawn—. ¡Cristo bendito!, tiene hundido un lado del cráneo. Ayúdame a volverlo boca arriba.
Marcia dejó la linterna en el suelo, y entre los dos levantaron el cuerpo inerte por encima de los respaldos y lo trasladaron a la parte trasera del vehículo.
Gelder tenía la cara bañada en sangre, que le manaba de una brecha en la frente y el cuero cabelludo. Respiraba con angustia. Con bastante dificultad, lograron sentarlo y lo ataron con el cinturón de seguridad.
Mawn ocupó torpemente el asiento del conductor y giró la llave del encendido. El motor de arranque tosió un rato, y nada. Buscó a tientas el estrangulador y no pudo encontrarlo. Recordando que aquella Volkswagen iba dotada de starter automático, pisó a fondo el pedal del acelerador, lo soltó y giró la llave. El motor se puso en marcha inmediatamente. Volviéndose hacia Marcia, le gritó:
—¿Recuerdas el camino?
—Es la misma carretera por donde vinimos la primera vez. A unos tres kilómetros enlaza con la carretera A, después de las viviendas del personal.
Mawn asintió y dio marcha atrás, separándose de la farola. Luego se apeó para comprobar los destrozos sufridos por el vehículo. El choque había aplastado parte del panel frontal, y uno de los faros miraba hacia arriba, hacia la nieve que seguía cayendo. Aterido por el viento, contempló durante un rato el gran hongo que se alzaba sobre lo que había sido la sala del reactor. En vez de desplazarse hacia el norte, el hongo se cernía ya sobre su cabeza. Subió al vehículo y le gritó a Marcia:
—¡El viento ha cambiado de dirección! Ahora viene de atrás. Embragó y enfiló la carretera. La nieve empezó a penetrar por el parabrisas roto, obligándose a moderar la marcha con frecuencia para limpiar la mirilla de su casco. El faro torcido iluminaba la cortina de nieve, por lo que le resultaba muy difícil distinguir la carretera. Al cabo de un rato, la nieve empezó a acumularse sobre la parte frontal de su casco, donde se congelaba. Ello le obligaba a frenar para quitarse de un manotazo la costra de hielo. Las manos se le entumecieron y le dolían tanto que hasta le costaba despegarlas del volante. Atrás, Marcia procuraba sujetar a los tres heridos, para que no rodasen por la plataforma de la furgoneta.
A medida que el frío le calaba a través del traje, los sentidos de Mawn iban embotándose. Sus reacciones eran cada vez más lentas, y por dos veces estuvo a punto de ir a parar a la cuneta.
Lodge parecía dormir, con la cabeza vencida hacia delante y la boca abierta dentro del casco. Durrell estaba yerto, y las heridas de Gelder habían cesado de sangrar. Su respiración era ruidosa e irregular.
Mientras la furgoneta iba tragando kilómetros, Mawn consiguió dominar el frío. Entonces vio una señal casi cubierta por la nieve acumulada. Aquello le espoleó a seguir, pero calculó mal y el vehículo patinó hasta quedar con las ruedas traseras en la cuneta. Embragó lentamente a fin de ganar adherencia. Empezaba a salir, pero entonces el motor se embaló y la furgoneta quedó orientada colina abajo.
—¡Por Dios! ¿Qué haces? —le gritó Marcia—. ¡No podemos regresar allí!
Mawn embragó y remontó la pendiente en marcha atrás. Volviéndose para ver el camino por la luneta trasera, Mawn dirigió el armatoste hacia la cima, gritando con impaciencia:
—¡Me estorbas! ¡No puedo ver!
Marcia se agachó. Ya en la cima, Mawn maniobró para dar media vuelta y empezó a bajar la cuesta, con el cambio en primera. Mirando con atención a través de la oscuridad, distinguió un punto de luz; casi en seguida vio otro, y luego otro. Gritó para llamar la atención de Marcia, y de nuevo se distrajo durante unos segundos preciosos. El vehículo dio un coletazo y se salió de la carretera, tropezando con un seto cubierto por la nieve. Forzó el motor, pero las ruedas giraban inútilmente.
Fatigosamente, Mawn arrancó una de las alfombrillas de goma que cubrían el suelo y salió de la cabina. Apelando a todas sus fuerzas, rasgó la alfombra en dos mitades y las tendió sobre la nieve delante de las ruedas traseras.
Otra vez subió al vehículo y embragó lentamente. Los neumáticos se adhirieron a la acanalada superficie de goma, pero cuando las alfombrillas salieron despedidas junto con una rociada de nieve y barro, volvieron a resbalar.
Echando el freno de mano, saltó otra vez y volvió a colocar las alfombrillas delante de las ruedas. Agotado, se apoyó en el vehículo, permaneciendo en esta postura durante más de un minuto. Levantó la cabeza en gesto de súbita alarma, pues había dejado de sentir el azote del viento. Embargado por el temor y el presentimiento, regresó a pie hacia la cima de la colina.
Una súbita ráfaga de viento casi le hizo perder el equilibrio. Soplaba fuerte del nordeste. Emprendió el descenso resbalando y cayéndose sobre la carretera helada, hacia la furgoneta. Abrió rápidamente la puerta y subió, gritando:
—¡Lo tenemos encima! ¡Sopla como mil demonios!
Embragó; poco a poco, las ruedas empezaron a agarrar y pudo reanudar la marcha. Los dos últimos kilómetros discurrían cuesta abajo, pero era sumamente difícil dominar la furgoneta, que daba bandazos en ambos sentidos como una mula resabiada.
Por último, Mawn distinguió entre la nieve, primero una luz y luego las oscuras siluetas de una hilera de casuchas. Casi muerto de fatiga, detuvo la furgoneta en una especie de plazuela. Cortó el contacto y, sin decir palabra, dejó caer la cabeza sobre el volante. Toda la tensión y el miedo cedieron de súbito en su fuero interno.