12

Gelder, rompiendo el silencio, le preguntó a Durrell:

—Entonces, ¿cuál es nuestra situación?

Sin contestar, el interpelado se dirigió lentamente a su mesa, abrió un cajón y sacó un plano de planta del edificio del reactor. Desenrolló el plano sobre la mesa y, fijando los extremos con sendos ceniceros, explicó:

—Aquí estamos nosotros y ahí el reactor. Y aquí, entre el reactor y nosotros, está la caldera número uno…

—¿Dónde están esas puertas? —interrumpió Mawn.

—Dividen el edificio en compartimientos estancos —contestó Durrell.

—¿Y esas puertas se cierran automáticamente mediante detectores de radiación?

—Sí.

—¿A qué nivel?

—No lo sé. Cada detector está formado por un filtro de papel que envuelve un contador geiger. El aire circula continuamente a través del filtro, y cuando la contaminación alcanza un valor determinado, el geiger dispara el mecanismo de la puerta.

—¡Pero nosotros podemos anular ese mecanismo!

—Sí, cada puerta lleva un mando manual.

—Así, ¿cuál es la salida?

Durrell señaló las puertas de cristal:

—Ante todo, tenemos que pasar por ahí, y luego bajar por la escalera. Pero conviene tener en cuenta que la planta baja debe estar contaminada.

—¿Por la radiactividad?

—Si la base de la caldera de alta presión ha cedido, es de suponer que la explosión se produjo debajo de nosotros. Y allí habrá una inundación de agua, o quizá contaminación radiactiva. De ese lado, no hay nada que hacer… ¡nada!

—¿Y qué más?

—Arriba existe un pasillo a nivel de esta sala, que conduce a la sala de turbinas.

—Contando con que aún exista.

Gelder seguía con los monitores de televisión, tratando de obtener imágenes de los demás lugares de la descalabrada central. Los demás integrantes del grupo se acercaron también a mirar. Primeramente, y en visión bastante borrosa, apareció la sala de control de las barras. A través de los espesos torbellinos de polvo, se distinguió un caos de escombros y de instrumentos despachurrados. Todo aparecía cubierto de un grueso depósito gris. Marcia gritó horrorizada al ver asomar el brazo de un hombre en un montón de escombros.

Gelder accionó el mando a distancia y la cámara encuadró un boquete abierto en el muro, por donde se pudo ver un resplandor anaranjado y, destrozado por un tubo de metal, un cadáver cuyas piernas colgaban por la abertura.

Durrell se movía rápidamente entre los cuadros de instrumentos, tratando de apreciar la gravedad del accidente. Pero casi todas las agujas apuntaban al cero. Un solo grupo de indicadores manifestaba cierta actividad.

Día 4 de diciembre a las 14.10

El técnico a quien se le había venido encima un cuadro de instrumentos estaba acurrucado junto a la pared, lamentándose y tocándose el hombro herido.

Gelder probaba todas las cámaras para apreciar la situación. Algunas no funcionaban; pero el aparato enfocado a la galería de la sala del reactor era todavía utilizable. Por el agujero abierto sobre el reactor, como un gigantesco castillo de fuegos artificiales; en cambio, el resplandor procedente del núcleo empezaba a debilitarse. Por el este, donde se había desplomado la pared, entraba la nieve en densos torbellinos, inmediatamente aspirados por la corriente ascendente de aire sobre el núcleo. Por encima del humo se formaba un hongo de vapor que salía con fuerza por el roto tejado.

—Está saliendo al exterior —musitó Marcia.

—No llegará muy lejos —replicó Mawn—. El último boletín meteorológico señaló una inversión térmica en esta localidad. Por tanto, arriba debe existir una capa de aire inmóvil.

—¿Y eso qué importa?

—Depende de la proporción de material del núcleo que haya sido proyectada hacia lo alto, cosa que no podemos averiguar. Si no hay viento y la inversión térmica continúa sobre nosotros, las partículas serán arrastradas hacia arriba por los gases calientes y luego descenderán casi en seguida, cuando salgan de la corriente ascendente. Hay que suponer que toda la central se halla rodeada por un cinturón de radiactividad.

Se interrumpió al darse cuenta de que, aunque había hablado en voz baja, todos le escuchaban atentamente. Entonces dijo en voz alta:

—¿Qué opina, Durrell?

—No tengo medios para formular una opinión. Suponiendo una fuga del treinta por ciento de los productos de fisión, éstos habrán cubierto ya un círculo de unos cuatro kilómetros de diámetro.

—Eso en cuanto al polvo. Pero ¿qué me dice de los gases radiactivos… el vapor de agua?

—Depende enteramente del viento.

—Cuando llegamos no había viento.

—¡He dicho que depende! —gritó Durrell—. No puedo… No tengo nada para medirlo. Aquí nada funciona.

—Entonces, ¿cuáles son las prioridades? —preguntó con voz sosegada Lodge.

—Salir de aquí cuanto antes —contestó Gelder.

—Y meternos de cabeza en la contaminación letal que seguramente reina en el exterior —objetó Mawn—. ¿Habrá llegado hasta Kirkwall la nube radiactiva?

—¡Ya he dicho que no lo sé! —le volvió la espalda Durrell.

—Pues debería saberlo —dijo serenamente Marcia—. Todos tienen a sus familias allí.

Durrell se dirigió hacia la puerta de la sala del ordenador. Señalando la hilera de teléfonos coloreados instalados en su mesa, dijo:

—Que Naylor intente comunicar con el exterior, porque ésos seguramente no funcionan.

Mawn y Lodge le siguieron.

Gelder regresó a los monitores y registró la central con las cámaras que aún funcionaban. En las galerías y salas de control que rodeaban el destrozado reactor habían quedado atrapados algunos grupos de trabajadores. Unos permanecían tumbados en apretados montones; otros vomitaban a consecuencia de la mortífera dosis de radiactividad recibida. Algunas cámaras transmitían sonido, aunque no imagen; a través de ellas llegaba una horrible barahunda de gritos.

En la sala del ordenador, Naylor intentaba establecer contacto con la central telefónica. Lodge y Mawn estaban detrás de él. Naylor hablaba por la línea exterior con un técnico que medía la resistencia de los cables telefónicos con un óhmetro.

—¿Hay suerte?

El interpelado meneó la cabeza y se volvió hacia Lodge:

—Los interiores funcionan, pero todas las líneas exteriores están averiadas.

—¿Dónde está la centralita? —le preguntó Mawn.

—En el edificio de recepción —respondió Naylor.

Mawn se acercó al plano mural de la central y señaló un punto:

—¿Aquí, no? —Naylor asintió con la cabeza—. Bien, entonces queda cerca del lado este del edificio, o sea, donde la máquina cargadora derribó todo el muro.

Cuando regresaron a la sala de mandos, coincidieron con Gelder.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó éste.

—Nada —le contestó Durrell—. Ninguna de las líneas exteriores funciona.

Gelder apuntó entonces a las pantallas:

—He revisado todas las pantallas que funcionan. A lo que parece, hay tres grupos principales de supervivientes; pero aún no he podido saber si se hallan afectados por la radiación o no. El primer grupo está…

Marcia apenas prestaba atención mientras Gelder describía la localización de los supervivientes. Lo inimaginable había ocurrido. Miró las ruinas de la sala de mandos y se estremeció cuando hubo una nueva lluvia de polvo del techo. Temerosa, se dijo que si aquel polvo fuera radiactivo ya habrían recibido todos una mortífera dosis del mismo. Era posible que sus hematíes estuvieran desintegrándose ya sin remedio. En su imaginación vio las víctimas de Hiroshima y recordó las patéticas cicatrices que presentaban los supervivientes del pesquero «Lucky Dragón». Interminables filas de camas de hospital. Incapaz de dominar el temblor de sus piernas, cerró los ojos a tales visiones. Y agradeció el consuelo que el brazo de Mawn le brindaba, rodeando sus hombros.

Quedaban tres monitores cuya imagen era más o menos nítida. Mostraban los principales corredores de servicio.

El primero de dichos corredores, que iba desde la base de la caldera de presión hasta los depósitos subterráneos de refrigerante, estaba completamente bloqueado por un tramo de techo derrumbado. En imagen aparecían los humos y el torrente de agua que se precipitaba por aquel corredor.

El segundo, desde la sala del reactor hasta el exterior, estaba incólume en apariencia.

El tercero parecía el escenario de una catástrofe minera. Había unos treinta hombres tumbados en el suelo o con la espalda apoyada contra la pared. La fuerza de la explosión inicial había lanzado una lluvia de cascotes destrozando la larga fila de ventanas. Había varios cuerpos casi descuartizados, y los supervivientes, cubiertos de una fangosa capa de agua y cenizas, se arracimaban en fila junto a la pared. Algunos agonizaban víctimas de los rayos gamma. Un hombre, sosteniéndose el vientre con ambas manos, permanecía inmóvil, con un grito incesante en la boca abierta. Otro yacía de espaldas, con la cabeza inclinada a un lado y vomitando.

De súbito, el suelo se puso a temblar violentamente bajo los pies de aquellos hombres. Se oyó una fuerte detonación y recibieron sobre sus cabezas y hombros una nueva lluvia de

—¿Qué ha ocurrido ahora? —preguntó Gelder.

Durrell corrió hacia los monitores y conectó el correspondiente a la sala del reactor. Seguía entrando un humo espeso y negro por el agujero del suelo, pero el resplandor anaranjado casi había desaparecido. Durrell se acercó a una silla y se dejó caer pesadamente en ella. Gelder le sacudió, repitiendo:

—¿Qué ha ocurrido?

—Yo no… —empezó diciendo Durrell—. No estoy seguro, pero creo…

—Se lo diré yo —exclamó Mawn—. El reactor se ha desfondado.

—¿Qué? —inquirió Marcia.

—Por fusión: ¡el accidente chino! —Se volvió hacia Gelder—: Usted posee ya una pequeña experiencia a este respecto, ¿no? ¿Recuerda la central de Puké, en Albania? —Dirigiéndose a los demás, prosiguió—: ¡El resplandor ha desaparecido! Ello significa que todo el núcleo acaba de fundirse y está hundiéndose lentamente. En estos momentos habrá atravesado el blindaje biológico ubicado debajo del propio reactor. ¿No es así? Durrell no contestó. A Lodge le tembló la voz al decir:

—Usted no puede estar seguro de eso.

Mawn se volvió hacia él, irritado, y le espetó:

—¡No necesito estar seguro! —apuntó con el índice la pantalla—. En algún lugar debajo de aquí hay un sol en miniatura, a muchos miles de grados. Atravesará los blindajes y los cimientos. Caerá directamente hacia el centro de la Tierra, y ustedes no van a poder evitarlo.

Encarándose con Durrell, le preguntó:

—¿Es así o no es así?

Durrell asintió lentamente, sin levantar la vista.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lodge.

—Algunos bromistas de entre ustedes le llaman a esto «el accidente chino». Siguiendo la broma, podrían decir que el reactor irá fundiéndose ¡hasta llegar a la misma China!

Durrell, hablando consigo mismo, decía:

—Hemos de evacuar. Hay que salvar al personal. Mawn, dirigiéndose a los demás, dijo:

—¡Es necesario enfrentarse a los hechos!

—¿Quién diablos le da a usted autoridad para…? —empezó Gelder.

—Pues el hecho de que esta situación fue prevista por mí desde hace un mes. ¿Quién puede afirmar lo mismo? —Contando con los dedos, prosiguió—: Primero, estamos atrapados y desconocemos el nivel de radiactividad exterior. Pero, como no hay brechas en estas paredes y están paralizados los filtros de aire, podemos considerarnos relativamente a salvo. Segundo, entre nosotros y el exterior hay cierto número de puertas herméticamente cerradas. Tercero, la cantidad de aire de qué aquí disponemos es finita, por lo que, o nos asfixiamos o abrimos una puerta y dejamos entrar el aire cargado de radiactividad. Es inútil preocuparse del núcleo… No se puede bajar con cubos de agua a apagarlo. Conque olvidémoslo y pensemos en la forma de salir indemnes de este lugar. Y eso, cuanto antes.

Lodge señaló a los monitores:

—Y, ¿qué hacemos con esos hombres? ¿No deberíamos ayudarles?

—Pero si antes no salimos nosotros, mal podremos ayudarles. —Volviéndose hacia Naylor, que regresaba de la sala del ordenador, le preguntó—: ¿Dispone de algunos trajes?

—¿Trajes?

—¡Sí, trajes protectores, hombre de Dios! ¿Tiene alguno?

—¡Ah! Sí, hay varios… en el pañol.

—¿Hacia dónde cae eso?

Naylor señaló hacia las puertas de salida:

—Por allí, al fondo del corredor y luego a la derecha; están en… —dudó un momento— abajo, a la izquierda.

Y frunció el ceño.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Mawn.

Naylor le miró, sombrío:

—Hay una puerta antes de llegar al cuarto. Y estará cerrada.

Durrell, que se había puesto en pie, intervino:

—Allí hay un contador geiger, y también inyecciones antiradiación.

—¿Son de alguna utilidad? —preguntó Marcia.

Durrell se encogió de hombros:

—Aminoácidos, cisteína y mentionina principalmente. Sí, protegen a los ratones contra los rayos gamma.

—¡Ratones! ¡Cielo santo! —exclamó Gelder.

Mawn preguntó a Durrell:

—¿Dijo que las puertas pueden abrirse manualmente?

—Sí. Hay un volante que desconecta los electroimanes.

—¿Hay algún contador en el lado de acá…, en el lado seguro de la puerta?

—Ni siquiera sabemos si el lado de acá es seguro…

—No sea usted tan puñetero. ¿Hay o no hay algún instrumentó que señale qué cantidad de radiactividad puede haber al otro lado?

—No. Sólo hay un indicador que se enciende al sobrepasar cierto nivel.

—Muy bien —dijo Mawn, volviéndose hacia Naylor—. ¿Cuántos trajes hay allí?

El interpelado lo pensó un momento, y luego contestó:

—Al menos una docena.

—¿Cuánto pesan? Quiero decir si un hombre solo puede cargar con todos.

—No. Quizá dos podrían hacerlo.

Gelder, que había recuperado el aplomo y examinaba el plano del edificio, intervino entonces:

—Según entiendo, y a juzgar por la escala de este plano, el pañol dista unos treinta metros de la puerta cerrada. No se tardaría mucho en ir y volver. —Se volvió hacia Mawn, con una tenue sonrisa en su rostro—. ¿Qué probabilidades de éxito calcula usted para ese viaje, doctor? Se trata de una carrera de treinta y tantos metros.

Durrell dirigió una fugaz mirada a Naylor:

—Creo que esa misión es cosa nuestra. Conocemos bien el edificio.

—No —repuso Gelder, terminante—. Esta central es de mi entera responsabilidad.

—Necesitará ayuda —apuntó Mawn.

—Prefiero no arriesgar la vida de los empleados —dijo Gelder fríamente.

—¡Arriesgar la vida! —exclamó Mawn—. Por su negligencia han muerto ya la mitad de ellos.

Tras el silencio que provocaron las palabras de Mawn se levantó una tempestad de protestas.

—Ahora no es momento para… —empezó Lodge. Mawn le interrumpió:

—Tampoco es momento para hacer alarde de ciertas actitudes. No quiero que nuestra salvación se vea comprometida por un superhéroe…

Cogió a Naylor de las solapas y le ordenó:

—¡Quítese esa bata!

Y, sin esperar más, agarró la bata, tiró de ella hacia abajo para quitársela a Naylor y empezó a romperla en cuatro trozos cuadrados de unos sesenta centímetros de lado. Luego conminó a Durrell:

—Sáquese la suya también, y rómpala en cuatro pedazos como yo he hecho con ésta. ¡Rápido!

—¿Quiere explicarnos por qué…? —Lodge trató de poner dignidad y autoridad en su voz para disimular el temblor de la misma—. Sepamos qué se propone.

Sin levantar la vista, Mawn replicó:

—No sabemos qué grado de contaminación puede existir en el corredor, y menos todavía detrás de la puerta. Por consiguiente, hemos de improvisar una protección.

Dicho esto se envolvió los zapatos con la tela, agregando:

—Haga lo mismo que yo; de momento será lo mejor. Tenemos que cubrirnos de la cabeza a los pies para salir de aquí, traer los equipos protectores y abandonar estos pedazos de tela antes de entrar. ¿De acuerdo?

—Me parece muy razonable —comentó Gelder.

—Traigan más batas. Muévanse, por lo que más quieran.

Naylor salió corriendo hacia la sala del ordenador y regresó en seguida con una pieza de politeno y varios trozos de cinta perforada. Mawn ya había terminado de atarse la tela alrededor de los zapatos y se estaba metiendo las perneras del pantalón en los calcetines. Miró a Gelder y le dijo:

—Cúbrase el cuerpo lo mejor que pueda, sin dejar resquicios. Envuélvase los pies como yo.

Rompió la pieza de plástico en dos partes y se cubrió la cabeza y los hombros como con una capucha. Señalando los trozos de cinta de computadora, le dijo a Marcia:

—Ahora échame esta pieza alrededor del cuerpo y átame como si fuera un paquete.

Después hizo un ademán hacia Gelder:

—Hagan lo mismo con él.

Durrell y Lodge cogieron la otra mitad del politeno y envolvieron con ella la cabeza de Gelder.

—¿Para qué va a servir esto? —preguntó éste, impaciente.

Y Mawn explicó:

—Si hay polvo radiactivo en suspensión, quedará retenido por esta envoltura.

—Comprendo —dijo Gelder—. Y otra cosa: ¿por qué no puede ir uno solo? Entiendo que hacer dos viajes sería mejor que dos hombres y un viaje. De esta manera, sólo un hombre peligraría.

—No tenemos tiempo suficiente —respondió Mawn—. Dos hombres lo harán más pronto que uno.

Mawn se volvió hacia Durrell, con el cuerpo envarado:

—Dos pañuelos.

Marcia hurgó en su bolso y sacó un pequeño triángulo blanco, perfectamente doblado. Mawn lo rechazó con un gesto, exclamando:

—¡Por el amor de Dios! Vamos, vamos…, dos pañuelos.

Durrell se sacó uno y Lodge, un elegante cuadrado de seda.

—Mójenlos —dijo Mawn.

—¿Qué? —preguntó Marcia.

—¡Empapen los pañuelos en agua! Es para envolvernos la cara. Las fibras mojadas impedirán que las partículas se filtren.

Y ordenó a Wescott:

—¡Agua! Necesitamos agua.

—Yo… Aquí no hay. Los lavabos están en el corredor.

Gelder dijo, sonriendo:

—Podríamos mearnos en ellos.

Naylor ofreció entonces un vaso de plástico:

—No hace falta; aquí tengo un poco de café frío.

Marcia hizo una pelota con los dos pañuelos y vertió sobre ellos el líquido, hasta que toda la tela adquirió el color del café. Luego entregó uno a Naylor y envolvió con el otro la nariz y la boca de Mawn, anudándoselo sobre la nuca. Mawn le dio las gracias con un gesto y echó una última y rápida ojeada al plano del edificio. Con una seña a Gelder, echó a andar torpemente por el corredor.

Cuando se hubieron cerrado tras ellos las puertas giratorias, notaron el intenso frío que penetraba a través de la tela mojada que les cubría la cara. Dos ventanas habían sido rotas por la explosión, y la nieve medio fundida formaba un charco sobre el verde linóleo del suelo. Mawn arrastraba rápidamente los pies corredor adelante. Con voz ahogada por la tela que le cubría la boca, dijo:

—No se detenga; cuanto más permanezcamos aquí fuera mayor será el peligro.

Los dos hombres echaron a correr torpemente, y poco después llegaban al fondo del corredor. Torcieron entonces a la derecha. A unos siete metros más adelante, el corredor daba a una cámara de unos cuatro por cinco metros.

Al fondo de la misma había un muro de acero macizo cubierto de cables eléctricos y tuberías, con una gruesa puerta metálica asegurada mediante barras de lo mismo. A la izquierda había un volante de fundición, y sobre el mismo, un rótulo luminoso intermitente anunciaba: «Peligro. Radiactividad. Prohibido el paso».

Mawn inspeccionó las cajas del mecanismo de accionamiento y resiguió con el dedo los cables eléctricos del sistema.

Gelder le alcanzó y preguntó:

—¿Por qué nos hemos detenido?

Sin mirarle, Mawn contestó:

—Quiero asegurarme de que no nos atrape cuando hayamos pasado.

Rápidamente sacó una tuerca, abrió la tapadera de fundición de una de las cajas y sacó un fusible. En seguida oyó el disparo de un relé, y la luz roja se apagó:

—Le habría servido para deshacerse de mí, ¿no?

Mawn se volvió despacio y miró fijamente a Gelder:

—Le necesito vivo, amigo.

Los ojos de Gelder se contrajeron. Era imposible adivinar si se sonreía o no:

—En tal caso, no me importa que usted vaya detrás de raí.

Mawn le volvió la espalda y empezó a dar vueltas al volante, descorriendo las barras de la puerta. Luego, con una mano en el tirador y la otra apoyada en el muro de acero, abrió poco a poco hasta poder mirar por la rendija. Los dos hombres se armaron de valor para lo que el corredor pudiera reservarles. En aquel momento, el suelo tembló bajo sus pies, señal de un lejano derrumbamiento. El muro vibró y la puerta se abrió por su propio peso.

El corredor estaba tenuemente iluminado por una serie de lámparas de emergencia. El piso de linóleo estaba cubierto de una espesa capa de polvo blanco. Un tramo de la pared se había derrumbado hacia dentro dejando un boquete vertical desde el suelo hasta el techo. Los escombros obstruían en parte el camino.

—¿Serán radiactivos esos escombros? —inquirió Gelder.

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa?

—Quise decir si habrá gas o polvo.

—Si fuese gas, ya lo habríamos respirado y podríamos darnos por muertos. Contenga el aliento cuanto pueda.

Avanzó unos pasos y se detuvo frente a una manguera de incendios.

—Si el polvo fuese radiactivo —dijo—, podemos deshacernos de él así. —Hizo girar la válvula de latón y añadió—: Esperemos que haya presión. Voy a adelantarme. Usted abrirá la llave de paso.

Mawn se arrodilló apuntando hacia delante mientras Gelder abría la válvula. Se produjo una angustiosa pausa; pero ya la manguera se iba llenando. La boquilla sostenida por Mawn retrocedió con fuerza y escupió un chorro de agua.

Mawn dirigió el chorro al techo; después apuntó a las paredes y por último encañonó el suelo hasta que todo el corredor se llenó de barro blanquecino.

—¡Ciérrelo! —gritó Mawn.

Gelder obedeció y cortó el chorro. Mawn arrojó la manguera al suelo e hizo una seña:

—Ahora, corra sin tocar las paredes ni nada de lo que hay aquí dentro; no deje de correr tanto como pueda; no se preocupe si se le mojan los zapatos.

Él mismo se irguió y echó a correr pasadizo adelante, con Gelder sobre sus talones. Dejaron atrás dos puertas hasta alcanzar otra con el rótulo: «Pañol». Gelder se precipitó hacia la puerta; viendo que estaba cerrada, retrocedió unos pasos y se abalanzó contra ella, pero su cuerpo rebotó y la puerta no se movió. Mawn le apartó, miró un momento la puerta, levantó una pierna y le dio una patada con todas sus fuerzas. Repitió la acción una, dos, tres veces. A la tercera se produjo el característico ruido de madera astillada y la puerta se abrió de par en par, mientras la cerradura caía al suelo dentro de la estancia. Mawn entró y encendió las luces. Gelder, tras echar una ojeada a su alrededor, dijo:

—Aquí no hay ventana ni reja alguna… Muy bien. Mawn cogió un contador geiger portátil y lo hizo funcionar. Luego apuntó el instrumento en todas direcciones. Al no escuchar sonido alguno, pulsó un botón de la parte superior del aparato y lo apuntó por segunda vez. Al instante, el altavoz incorporado crepitó con ritmo cambiante según iba apuntando a distintas direcciones. Tras mirar la aguja del indicador, dijo:

—No está mal…, no está mal.

Mawn empezó a pasar el instrumento sobre las ropas que protegían el cuerpo de su compañero. El ruido fue in crescendo hasta dar una nota continua y cada vez más aguda.

—¡Cielos! —exclamó Mawn.

Pasó el instrumento sobre sus propios brazos y piernas, y ocurrió lo mismo.

—Estas telas están saturadas. Quíteselas en seguida.

Y empezó a quitarse primero las cintas y el plástico, deshaciéndose luego de la tela que envolvía sus pies.

—Creí que tendríamos que llevar esto hasta el regreso… —objetó Gelder.

—Hemos recibido demasiada radiación por el camino. Tire con cuidado de las telas para no levantar polvo.

Lentamente, los dos fueron rompiendo las cintas engomadas, y al poco se vieron libres de sus improvisadas coberturas.

De una pared colgaba una hilera de trajes protectores, cuya mirilla parecía un casco espacial, con dos blancos filtros de gasa en la parte correspondiente a los oídos. Los brazos y las piernas de aquellos trajes se cerraban con cremalleras diagonales, y las bocamangas iban unidas a unos guantes.

Mawn descolgó uno, abrió la cremallera central y se lo puso a toda prisa.

Gelder siguió su ejemplo. Cuando estuvo vestido del todo preguntó, con voz ahogada por el cubrecabeza:

—Usted dijo algo de unas inyecciones, ¿no?

Sin responder, Mawn registró las estanterías de acero y al poco halló una caja de madera sobre la que se leía: «Parenteral cystathone». Sin volverse, dijo:

—Vaya descolgando cuantos trajes pueda llevar.

Gelder empezó a descolgar trajes y a doblarlos sobre el brazo. Mawn puso la caja sobre una mesa y sacó todo su contenido, con el que hizo un paquete tan reducido como pudo.

Gelder se detuvo ante la puerta:

—¿Qué hacemos con esas telas que hemos utilizado como protección?

—No podemos perder el tiempo —contestó Mawn—. Haga con ellas un paquete, como yo. Vamos.

Ambos emprendieron cautelosamente el regreso, tambaleándose bajo el peso de la carga.

El grupo se había apiñado junto a la puerta de vidrio para esperar a los expedicionarios. Mawn contestó con un ademán a las señas que le hacían, abrió la puerta y entró, seguido de Gelder.

Marcia se precipitó hacia ellos, pero Mawn, acompañando la voz con violentos ademanes, la advirtió:

—No te acerques. Es seguro que se nos ha pegado algo de polvo durante el regreso.

Arrojó al suelo el bulto de trajes que llevaba y añadió:

—Antes de usar esto, será conveniente que todos nos pongamos estas inyecciones antiradiación.

Durrell había abierto la caja y alineaba unos tubitos de plástico del tamaño de un cigarrillo. Cada uno llevaba una aguja hipodérmica convenientemente enfundada. Sacó también una botellita con alcohol y un bote de algodón.

—Sólo lo he visto hacer una vez. —Su voz sonaba ahora más firme. Se quitó la corbata y la camisa—. Hay que dársela en el músculo; me dijeron que el mejor y más seguro era éste —indicó la superficie exterior de su brazo izquierdo—. Aquí mismo. Primero se vierte un poco de alcohol sobre el algodón, se frota la piel así y se pincha… ¡así!

Empujó la jeringuilla y la aguja penetró en el músculo hasta el tope.

—Hay que esperar a que el tubo vacíe automáticamente su contenido; luego se saca la aguja y se frota nuevamente la piel con el algodón, ¿comprendido?

Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían observado su demostración y, con un gesto hacia la caja, añadió:

—Vayan haciendo lo mismo que yo. Si hay alguien que no sepa ponerse la inyección, yo mismo se la pondré.

Gelder descorrió la cremallera central, se destapó un hombro y se inyectó una de las ampollas a través de la camisa; luego echó el tubo vacío a un rincón. Durrell quiso protestar, pero Gelder le impuso silencio con un gesto.

Mawn había amontonado los trajes en el suelo. A medida que los demás se iban inyectando, se metían luego en los trajes antiradiación, con los cubrecabezas colgando a la espalda.

Durrell les indicó que se acercaban para examinar el plano de la central, que ahora aparecía marcado con enérgicos trazos de lápiz rojo.

—Algunos de los circuitos, aquí… y aquí, han quedado inutilizados; pero aún podemos controlar la ventilación de la sala del reactor y del pasillo… aquí. Cuando ustedes se fueron, Elleston nos comunicó desde la sexta planta que había visto a una veintena de personas alejándose en un camión hacia el norte. —Tras consultar su reloj, añadió—: A estas horas deben estar ya en Kirkwall.

—Si aquí estamos seguros, ¿por qué marcharnos? Creo que lo mejor sería quedarnos aquí —dijo Lodge.

Tras la pausa que siguió a estas palabras, Durrell dijo:

—Temo, que hay otro peligro.

—¿Cuál? —inquirió Mawn.

—Westcott, aquí presente, ha expuesto otra posibilidad. El núcleo está atravesando los cimientos, ¿saben?

—Lo sabemos; pero ¿qué pasa? —objetó Gelder con impaciencia.

—El núcleo se hunde a una velocidad de sesenta metros cada veinticuatro horas, probablemente —intervino Mawn—. Al menos, de acuerdo con un cálculo efectuado el año mil novecientos setenta y dos.

—En efecto —volvió a tomar la palabra Durrell—. Ésta es la cuestión: si, como ha indicado Mawn, la temperatura actual del núcleo es de unos tres mil grados, la cifra de sesenta metros cada veinticuatro horas será aproximadamente correcta.

—¡Al grano! —exclamó Gelder.

—Cuando se hizo la prospección de estos terrenos, los topógrafos encontraron un gloupy

—¿Un qué? —inquirió Mawn.

—Es una configuración geológica que abunda en estas islas —explicó Durrell—. Se trata de largos túneles naturales o, mejor dicho, de una caverna con un respiradero. Nosotros lo aprovechamos para evacuar al mar el refrigerante de las turbinas. Con ello se ahorraron treinta y tantos metros de tubería de hormigón…

—Y, ¿dónde está? —la voz de Mawn sonó seca y severa.

—Aquí, ¿ve usted? El túnel empieza debajo de los condensadores instalados en la sala de turbinas… —señaló un punto en el plano—, pasa junto al edificio del reactor y enlaza con el gloupy debajo del acantilado, continuando hasta desembocar unos noventa metros mar adentro…

—¿A qué profundidad está? —preguntó Gelder.

—A seis metros, por término medio —respondió Westcott—. El túnel no pasa directamente debajo del reactor, pero no podemos asegurar qué dirección tomará el núcleo a medida que se vaya hundiendo.

—El núcleo se hunde por su propio peso —intervino Mawn—, pero puede seguir una falla de menor resistencia, o una veta de más bajo punto de fusión… —En aquel momento el suelo tembló y se oyó una lejana explosión—. Si el núcleo incandescente cae al túnel y el túnel está lleno de agua…

—Lo está, en efecto —dijo Durrell.

—Entonces la explosión será análoga a la de un volcán submarino: el Krakatoa, por ejemplo.

—¡Dios santo! —exclamó Gelder.

—Es una mera conjetura —siguió diciendo Mawn—. Pero, en un momento dado, el agua puede convertirse en vapor. Entonces todo depende de si puede escapar con suficiente rapidez a través del túnel hacia los condensadores de la turbina, o hacia el mar a través del mismo túnel…

—No puede suceder esto último —intervino Westcott—, porque el túnel que conduce al mar está ya lleno de agua, con lo que tenemos el túnel obstruido por un tapón de bastantes metros de longitud. ¡No cabe duda! ¡Hará explosión! ¿Cuándo? Seis metros… dos horas y pico.

—Y ya llevamos una hora aquí dentro —dijo Gelder.

—Lo cual significa que hemos de salir en seguida —exclamó Mawn.

Dirigiéndose a Durrell, Gelder dijo:

—Nada puedes hacer por tu gente, Frank. Y ellos probablemente lo saben. Y aun en el caso de que pudiéramos sacarlos… todos quedaríamos contaminados.

Durrell le miró, desconcertado. Gelder guardó silencio mientras aquél contemplaba por los monitores los distintos grupos atrapados en varios lugares del edificio siniestrado.

Los hombres del corredor se habían emborrachado. Durrell les repitió su advertencia y les instó a salir y mantenerse apartados del edificio. Uno de los hombres se acercó a la cámara, tambaleándose, con la cara desfigurada por la proximidad del objetivo. Alzando una botella de whisky vacía, farfulló:

—Hola, doctor Durrell. ¿Cómo está?… Aquí hace un frío que pela, se lo aseguro. —Agitando la botella, prosiguió—: Ojalá hubiera traído más de esto; los muchachos lo necesitan… Sí, hace frío. —Se estremeció y vomitó—: ¿Querrá decirle algo a mi mujer?… Aquí estamos terriblemente enfermos…, terriblemente enfermos.

Le sobrecogió un temblor y, con la cara alterada por la ira, increpó a Durrell:

—Os advierto que cuando salgamos de aquí os ajustaremos las cuentas, hijos de perra… En buen lío nos habéis metido.

De súbito, arrojó la botella contra la cámara. Instintivamente, los espectadores de la sala de mandos se echaron atrás. En aquel instante, la pantalla centelleó y quedó en blanco.

Nadie se movió ni dijo nada. Luego Durrell se inclinó y comunicó con Elleston, en la sexta planta. La cara de éste apenas se distinguía, debido a constantes interferencias que dificultaban el enlace. En cambio, su voz se oía clara y apremiante:

—Acaba de regresar uno de los camiones… ¿Qué habrá pasado?

Durrell habló entonces por el micro, en tono insistente:

—¡Salgan de ahí! El núcleo se ha hundido y creemos que puede entrar en contacto con el refrigerante. ¡Salgan pronto! La voz de Elleston fue casi burlona:

—Hace demasiado frío; aquí se está mejor… Durrell gritó:

—¡Por el amor de Dios! Hágame caso. Deben salir… Bajen por la escalera de incendios, al lado del montacargas…

Ahora la voz de Elleston sonó desprovista de toda emoción:

—Doctor Durrell, hemos realizado algunas mediciones. El grupo de espectadores pudo ver que Elleston agitaba un contador geiger portátil mientras decía:

—Todos hemos recibido más de mil rem. Así pues, déjenos en paz… Hagan lo que hagan… estamos acabados… Así que no se preocupe… Es inútil.