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Día 3 de diciembre

La caldera de alta presión de la central de Grim-Ness, con sus paredes de cinco centímetros de acero, había superado con éxito las pruebas a casi la mitad de su presión de servicio. El grupo de emergencia, formado por treinta metros de baterías de plomo, estaba conectado a los grupos electrógenos de carga final, y se estaba procediendo a verificar la posición, la temperatura y el flujo cero de neutrones para cada barra de material fisionable enriquecido.

El proceso esperado por todos los que habían colaborado en la construcción de la central, técnicos y científicos, desde hacía cuatro años, estaba a* punto de ponerse en marcha.

Unos servomotores emplazados sobre el núcleo del reactor, en el cuello de la caldera, accionaron unos engranajes para elevar poco a poco las largas barras de acero al boro. En primer lugar fueron retiradas, centímetro a centímetro, las barras periféricas, y a continuación las más centrales. Los neutrones antes absorbidos por las barras empezaron a romper los núcleos de los cercanos átomos de uranio, generando neutrones secundarios. A medida que la fisión atómica se aceleraba, iba subiendo la temperatura en el reactor.

Los técnicos de la sala de mandos estaban reunidos alrededor de una gran pantalla en la que aparecía el plano del reactor. A medida que se elevaban las barras, su posición aparecía en dicho plano mural.

Según éste, las barras de la matriz B se hallaban en posición correcta.

Las temperaturas, los flujos de neutrones y los períodos del reactor presentaban los valores normales previstos. Por último, después de tres días de fatigosas verificaciones y mediciones, el doctor Frank Durrell ordenó una momentánea interrupción antes de pasar a régimen de servicio, es decir, a condición crítica.

Durrell fue examinando todas las hojas de ruta que le habían sido entregadas por los jefes de sección. Philip Naylor fue uno de los últimos en presentar los datos de la sala del ordenador. Durrell no halló en ello motivo alguno de comentario, y después de firmar la hoja se la devolvió a Naylor.

Fuera, el frente de bajas presiones que había traído la nieve y el viento se retiraba hacia el este, por el mar del Norte hacia Suecia.

Al oeste de las Hébridas, un segundo frente de bajas presiones se aproximaba poco a poco. Entre ambas borrascas quedaba incluido un gradiente transitorio de altas presiones. Al enfriarse el aire, se producía una inversión térmica, a modo de campana de aire estacionaria sobre la vertical de Grim-Ness. Un ligero manto de nieve daba a los monstruosos perfiles funcionales de la central un aspecto como de maqueta arquitectónica. El ambiente era opresivo, inmóvil. Cuando los trabajadores pasaban de un edificio al otro, el único ruido que podían percibir era el seco crujir de la nieve bajo sus pisadas.

Día 3 de diciembre

El helicóptero «Sycamore» de la RAF se aproximó por el sudoeste. Se cernió unos momentos sobre la pista circular de aterrizaje, y luego inició su lento descenso. Cuando llegó a unos siete metros del suelo, la nieve empezó a elevarse y a girar en torbellino, y luego fue cayendo sobre la pista, donde habían quedado al descubierto los círculos anaranjados.

Las turbinas fueron bajando de tono hasta quedar en silencio, y los rotores acabaron por detenerse. La puerta lateral del fuselaje se abrió y un sargento de la RAF saltó al suelo para fijar una corta escalera de aluminio. Marcia fue la primera en salir, con el aire helado azotándole el rostro y cortándole el aliento.

Mientras el grupo encabezado por Lodge y Mawn se dirigía a un minibús que les aguardaba, asomó unos momentos por entre las nubes el pálido sol septentrional. Fue como si se hubiera encendido un foco en una mina de diamantes: toda la superficie exterior de la central centelleó. La escarcha resplandecía como un millón de puntos de luz. Mas a los pocos segundos el sol quedó cubierto por una masa de nubes densas y negras.

—¡No son unas circunstancias ideales que digamos! —comentó Mawn.

Lodge, sonriendo, repuso a su vez:

—Usted está emperrado en que aquí va a pasar algo, ¿no? Aunque haya que echar gelignita dentro del núcleo.

Mawn se volvió con expresión sombría:

—No creo que sea cosa de broma.

La tripulación del helicóptero caminaba con dificultad bajo el peso de los equipajes. Uno de los soldados hizo un guiño a Marcia.

El humor de Lodge traicionaba su impaciencia:

—Quiero dejar bien claro que esto no lo hacemos para dar gusto al primer Jeremías que se nos presente.

—Yo he intentado advertir del peligro que se corre —repuso Mawn—. Porque creo que ese peligro es bien real, definido y calculable. Haré cuanto pueda para que lo comprendan las personas que dirigen esta central.

Lodge habló en tono duro al replicar:

—Le recuerdo que soy responsable de usted mientras se halle aquí. Si intenta llevar a la práctica lo que dice, me consideraré personalmente ofendido.

Tras patear el suelo por unos momentos, Marcia dijo:

—Casi tengo el pie helado. ¿No podríamos entrar?

Ninguno de los dos hombres le hizo caso. El tono de Mawn no era precisamente de sumisión cuando dijo:

—Le prometo que todo lo que diga será estando usted presente, para que pueda usarlo contra mí si quiere. ¿Está claro?

Al tiempo de subir al minibús, Lodge dijo por encima del hombro:

—Muy bien.

El vehículo avanzó por entre cobertizos, grúas desmontadas y montones de andamiajes de acero. Finalmente, el minibús se detuvo frente a la entrada de la gran sala del reactor. Allí los visitantes fueron recibidos por Bernard Westcott, quien hizo lo que pudo para disimular su contrariedad por la presencia de Mawn y Marcia. El grupo fue conducido a un ascensor que les dejó en el mismo centro neurálgico de la central, en la tercera planta: la gran sala circular de mandos.

Mientras el ascensor iba subiendo por el tubo empotrado en el macizo muro de hormigón de la sala del reactor, la profunda y retumbante trepidación de la lejana maquinaria impuso silencio a todos los visitantes. Se diría que aquel edificio latía con pulso propio.

Un grupo de seis hombres en bata blanca les aguardaba frente al plano mural del reactor. En los instrumentos parpadeaban unas luces amarillas. Cada una de aquellas luces registraba el estado de cada barra de combustible.

El doctor Frank Durrell ocupaba la mesa central de mandos, examinando las columnas de números de diferentes colores que desfilaban por la pantalla de un monitor. Brian Gelder miraba por encima del hombro de aquél. Volviendo la cabeza, Durrell preguntó a uno de los técnicos:

—¿Correctos los niveles de flujo? ¿Puede confirmármelo?

Pasando entre los dedos un tramo de papel continuo, el técnico replicó:

—La densidad de energía se mantiene dentro de los límites normales. Lo confirmo.

Durrell cogió entonces el teléfono azul, bajó la palanquita de un conmutador y habló con David Baird, que se hallaba a sesenta metros de allí, en la sala de control de barras, sentado frente a una versión a escala reducida del plano instalado en el muro de la gran sala de control. La distribución de los indicadores era idéntica. La mesa de Durrell estaba rodeada por los elementos del ordenador, y sólo se hallaba a once metros de distancia del núcleo del reactor, del que le separaban diez centímetros de blindaje térmico de cinco centímetros en acero inoxidable, y una protección biológica formada por veintidós centímetros de hormigón.

La voz de Durrell llegaba algo deformada a los visitantes.

—David, conecta esta línea a los altavoces. Haz la comprobación, por favor.

Baird bajó una palanquita del cuadro de mandos y habló

ante un micro:

—Perfectamente. ¿Puede oírme?

Terminada la comunicación intentó colgar el micro, pero no logró acertar con el soporte, Durrell habló a su vez por un aparato análogo:

—Sí, te oigo con claridad. La densidad de energía ha sido constante durante diecisiete minutos. Vamos a seguir, pues.

Mientras hablaba, Durrell volvía las páginas de un libro de instrucciones que tenía ante sí, sobre la mesa. Luego accionó cuatro palanquitas más y habló de nuevo:

—Aquí Durrell. ¿Me oyes, Philip? La voz de Naylor llegó con claridad:

—Sí. Dígame.

—No cortes. —Consultando el manual, leyó en voz alta—: Barras cinco y siete matriz A, trece y quince matriz B, veintiuno y veintitrés matriz C: todas a posición C menos dieciocho… Confirma, por favor.

La voz de Baird repitió las instrucciones de Durrell. En el núcleo del reactor, las barras se elevaron irnos centímetros en sus guías, entre los paquetes de combustible.

En la sala de mandos empezó a sonar un timbre electrónico, y en cuatro consolas diferentes parpadeó simultáneamente una luz roja. Con paso cauteloso, un técnico se destacó del grupo situado cerca del reactor y habló ante un micro:

—Los parámetros de la función de error del ordenador no aparecen en pantalla.

La voz de Philip Naylor crepitó a través del altavoz:

—Disculpe.

Hubo una pausa y luego cesó de súbito el timbre y el parpadeo de las luces. Uno de los técnicos se volvió hacia Durrell:

—Tiempo muerto.

Durrell asintió y volvió a hablar a través de su micro:

—Pase a C menos setenta.

En el bloque cuarto de la matriz B del núcleo, la temperatura exterior del recipiente alcanzaba 610 grados y la temperatura de las barras de uranio enriquecido en el interior del recipiente los 3020 grados. En la sala de mandos, los instrumentos que controlaban la matriz B señalaban 580 y 2070 grados respectivamente.

Las pantallas de la sala del ordenador no indicaban ninguna desviación respecto de los valores normales almacenados en memoria, y Naylor escribió en un cuaderno de ruta: «Curvas de error despejadas».

El doctor Durrell fue el primero en notar la presencia de los visitantes cuando éstos entraron en la sala precedidos por Westcott.

Tras las presentaciones, Gelder se llevó aparte a Lodge, preguntándole con vehemencia:

—¿Qué hace ese tipo aquí?

—Viene como mero espectador —murmuró Lodge.

—Pues le advierto a usted que a la menor palabra de crítica que pronuncie, le echo sin contemplaciones.

—No creo que sea necesario mostrarse tan agresivo —replicó Lodge, apacible—. Yo me hago responsable. Y no olvide que estoy aquí en representación del Ministerio para cualquier decisión relativa al porvenir de sus centrales.

Después de estas palabras hubo un silencio. Al cabo de un rato, Gelder dijo con súbito cambio de talante:

—Celebro que me lo haya recordado. Por supuesto, procuraré mostrarme cortés. Pero no olvide lo que antes dije, Richard.

El mecanizado de los contenedores de uranio de un reactor nuclear exige una gran precisión. Después del largo proceso de roscado exterior, cada barra se hace girar lentamente sobre unos soportes emplazados cerca de los extremos de la misma. Sobre el centro de la barra se monta entonces un micrómetro con palpador. Cualquier movimiento de la aguja mientras gira la barra indica que no está perfectamente rectificada. Todos los contenedores del bloque cuarto de la matriz B del núcleo habían superado esta verificación, con resultado satisfactorio.

El aire de la sala del Consejo de Administración estaba cargado de humo. Mawn y Marcia contemplaban, a través de la ventana, los paneles de vidrio que cubrían la sala de turbinas. Los corredores que comunicaban las diferentes alas del edificio tenían iluminación cenital de vidrio hemisférico, y resplandecían a través de la capa de nieve, en la oscuridad del crepúsculo boreal, como escotillas de un inmenso navío cósmico. Bajo sus pies notaban una leve vibración.

Igualmente se percibía el zumbido de las conversaciones de un numeroso grupo de ejecutivos. Todos llevaban en la mano el obligado vaso. Marcia observó que Gelder se despedía del pequeño grupo con el que estaba hablando y se encaminaba hacia ellos. Volvió rápidamente la cara hacia la ventana.

—¡Ahí viene!

Gelder se plantó ante ellos, sonriente y con las mejillas encendidas. Marcia dijo entre dientes:

—Cuidado, viene sonriendo.

—¿Les atienden, doctor? —Gelder hablaba en tono confianzudo—. ¿Hemos logrado calmar alguna de sus inquietudes, señorita Scott?

—¿Se ha fijado usted en el pronóstico del tiempo?

Mawn se sonrojó al formular la pregunta, temiendo que ésta fuera muy poco convincente. Lodge siguió a Durrell y a Westcott hacia donde estaban Mawn y Marcia.

—¿El tiempo?

La expresión de Gelder era de humorístico desprecio.

—El Servicio Meteorológico señala que se acerca por el este una zona de bajas presiones. Tendremos vendavales muy fuertes.

Gelder cruzó una mirada con Durrell y sonrió al replicar:

—Y ello supone un peligro para la puesta en servicio, ¿no?

—Usted sabe tan bien como yo que estas islas quedan a veces completamente incomunicadas. De hecho, la mayor velocidad del viento medida en todo el mundo se registró a sólo treinta y dos kilómetros de donde nos encontramos ahora…

—Gracias por el aviso, doctor. Ya veo que usted no se rinde nunca —Gelder sonreía de oreja a oreja—. Primero nos dijo que nuestros ordenadores no eran de fiar; después, que la aptitud de nuestros empleados era inferior a la normal. Y ahora nos viene con el mal tiempo. —Durrell y Wescott sonreían burlonamente—. Sin duda, el señor ministro le dirá que hicimos todas las pruebas en el túnel aerodinámico de Farnborough: estos edificios pueden resistir vientos de hasta cuatrocientos kilómetros por hora. Que es mucho viento para esta comarca.

Mawn contuvo su indignación y replicó fríamente:

—Así, ¿desestima nuestros descubrimientos en relación con su personal?

—No del todo. Lo único que pongo en tela de juicio son los motivos de usted, que no obedecen exclusivamente al puro interés científico.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ayer recibí una inquietante llamada del Sindicato de Trabajadores del sector Nuclear, a quienes evidentemente visitó usted.

—En efecto.

Gelder consultó su reloj:

—Como no soy más que un sencillo hombre de negocios, me cuesta entender sus motivos. Según Thorpe, usted se pasó una hora tratando de convencerles de que el personal empleado aquí corre ciertos peligros…

—Disponemos de pruebas que lo demuestran —intervino Marcia.

—Está bien, señorita Scott —replicó Gelder—. Permítanme que les hable sin rodeos: hasta ahora, nuestras relaciones con el Sindicato fueron siempre cuidadosamente fomentadas, como puede certificar Frank Durrell, aquí presente. Una manera de calificar lo que hizo el doctor en Londres sería llamarla una intromisión deliberada y alevosa…

—Verdaderamente, Brian, creo que te pasas —terció Lodge.

—¿Tú crees? —replicó Gelder sin dejar de mirar fijamente a Mawn—. Me cuesta mucho creer que sus motivos sean puramente científicos. Ahora bien, no sé cuál es su filiación política, pero…

Y se calló, interrumpido por la carcajada de Mawn:

—Será mejor que no siga por ese camino. Está claro que usted no cree en otros motivos, sino los directamente relacionados con la cuenta de pérdidas y ganancias…

—¿Y qué me dice de sus cuentas? —Gelder se había puesto lívido—. ¿De sus cifras científicas? ¿Qué han dicho de ellas sus colegas? ¡Irresponsabilidad! ¡Sensacionalismo!

—¿Ha visto usted el informe? —se sorprendió Marcia.

—¡Claro que sí! Desde el principio he estado en contacto casi permanente con el departamento de Baxter. Lodge se volvió hacia Mawn y le dijo:

—Creo haberle dicho que todo está en orden. Todos los aspectos de esta central han sido sometidos a severa supervisión por nuestros inspectores.

El interpelado replicó en seguida:

—¿Y han podido inspeccionar alguna vez el sistema de enfriamiento de emergencia? Diga, ¿han verificado eso sus inspectores?

—Se hicieron pruebas de simulación sobre modelo —contestó Lodge.

—¡Maravilloso! ¡Una pérdida de refrigerante simulada en un modelo de reactor de veintidós centímetros! —Mawn se dirigió a Gelder—: ¿Recuerda usted el resultado de la prueba? Usted sabe muy bien lo que pasó con el modelo. Sólo un diez por ciento, repito, un diez por ciento del agua refrigerante de emergencia alcanzó el simulado núcleo. Y ello acarreó simplemente la destrucción de la pila. El resto del agua salió bufando, en forma de vapor, a través del orificio que se produjo.

Por un altavoz se oyó sonar una campanilla, y una voz femenina dijo suavemente:

—Doctor Durrell y señor Gelder, al control principal, por favor. Doctor Durrell y señor Gelder, al control principal.

Gelder se volvió:

—Déjese de profecías, doctor. Mañana alcanzamos la condición crítica. Aún hay tiempo para poner los pies en polvorosa, si tiene usted miedo.

Mawn y Lodge descansaban en sendos butacones, tras un almuerzo vulgar consistente en carne de buey y patatas. Marcia se había acostado, y los dos hombres guardaban silencio, con las miradas fijas en el mortecino fuego de leña, que perfumaba la habitación con suave y resinosa fragancia.

El Earl Magnus, de Kirkwall, era un hotel sólido, de estilo Victoriano. Enteramente construido en piedra del país, la decoración interior consistía en águilas y quebrantahuesos disecados. El rincón donde se habían acomodado los dos hombres estaba presidido por un gran reloj de péndulo.

Mawn comparó la comodidad y el estilo de aquel lugar con las gigantescas, pero incongruentes formas de la central de Grim-Ness, que se erguía allá lejos, hacia el sur. La feliz combinación de comida, aroma de leña y licor de whisky le sumían en un estado de indulgente euforia. Hasta la presencia de Lodge, vestido de cheviot y tumbado en un sillón a su lado, se le antojaba una garantía de seguridad.

Lodge se desesperezó, abrió los ojos y se puso lentamente en pie; sacó del bolsillo del chaleco un delgado reloj de plata y exclamó:

—Las once. Creo que ya es hora de acostarse, ¿no le parece?

Mawn asintió.

—A las once y media pasa un autocar. No habrá que darse prisa. He ordenado que nos despierten a las nueve y media, si esa hora le conviene a usted, naturalmente.

Dicho esto inició el ademán de meterse el reloj en el bolsillo; pero su mano vaciló y el reloj cayó, quedando colgado del extremo de la cadena. Tras otras dos torpes tentativas, logró por fin guardárselo en el bolsillo. Mawn no perdió detalle del incidente.

—Perfecto. Hasta mañana, pues. Buenas noches —dijo Lodge. Cuando éste se retiró, Mawn regresó a su sillón y estuvo largo rato mirando sin ver los rescoldos de la chimenea.

Durante la noche del 3 de diciembre, el reactor de Grim-Ness fue mantenido a «C menos ocho». En el programa de puesta en servicio, esto significaba que después de ocho etapas más se llegaría a la condición crítica.

A partir de ese momento, los hombres adscritos a la central vivieron pendientes del reloj; por razones que nada tenían que ver con las horas de comer, ni con las de dormir, ni aun con él paso del día o de la noche.

Día 4 de diciembre a las 13.20

Sentado ante su mesa de la sala de mandos, Durrell habló con voz queda a través del micrófono:

—Preparados para C menos uno, por favor. Confirmación. Luego, recorrió con la vista el cuadro de indicadores, que eran en total veinte, en cuatro filas de a cinco. Cada uno iba provisto de un rótulo especial: «Mando barras», «Carrera automática», «Movimiento barra a barra». Las luces fueron encendiéndose una a una, demostrando que todos los controles automáticos de seguridad estaban en funcionamiento. La última luz fue la rotulada «Arranque diesel emergencia».

Durrell se inclinó sobre la rejilla y anunció:

—A C menos uno.

En la sala de control del núcleo, David Baird puso un cursor horizontal en posición uno. La mano le tembló al recordar cuántas operaciones de prueba había llevado a cabo en el interior del núcleo antes de que éste fuera sellado. La responsabilidad pesaba sobre su conciencia como una losa de plomo.

Las 13.27

En el cuello de la caldera de alta presión, los servomotores, por medio de una serie de engranajes, elevaron las barras centrales tres centímetros en sus tubos-guía.

Los neutrones penetraron a través del agua a alta presión que circulaba entre los haces de contenedores de combustible.

Baird examinaba el plano del reactor en espera de que aparecieran iluminados los indicadores, confirmando que las barras quedaban en la posición determinada por el cursor horizontal. Un observador habría notado que sus ojos se movían a impulsos de un tic irregular hacia la izquierda, con otro movimiento rápido de retroceso a la visión convergente.

En la sala del ordenador, Philip Naylor inclinó hacia atrás la silla, juntó las manos detrás de la nuca y se dispuso a descansar.

Ante la gran pantalla de la sala principal de mandos, Bernard Westcott anotaba los datos indicados por los diversos instrumentos.

Lodge y Sampson (inspector, este último, del Ministerio de Comercio) observaban con Marcia y Mawn un bloque de seis monitores de televisión en color, cada uno de los cuales controlaba un punto de la central. En todas las pantallas aparecía una señal parásita, la llamada «nieve»; efecto inevitable dada la proximidad de altas tensiones y de fuertes campos electromagnéticos.

Las 13.32

Sampson acompañó a los visitantes al plano mural del reactor, y señaló un grupo de luces que se encendían y apagaban simultáneamente con las de un cuadro contiguo.

—Aquí tienen ustedes la condición crítica.

—Me parecía que éste debía ser un momento solemne —dijo Marcia.

—En realidad, no tiene mayor significación —prosiguió Sampson—. Es un punto teórico, que en realidad no dura sino unas millonésimas de segundo.

—¿Qué ocurre entonces?

—Lo que verdaderamente importa es la estabilidad lograda cuando, después, se eleva la escala de energía. El proceso se reproduce a sí mismo y el reactor está controlado. Ahora el quid está en ir acercando su potencia, poco a poco, al régimen de servicio.

Las 13.45

En el interior de uno de los contenedores del cuarto bloque de la matriz B la temperatura alcanzó 4020 grados. Parte del uranio se fundió y se salió de la matriz de cerámica, derramándose en la envoltura de aleación del contenedor como cera derretida esparciéndose sobre un papel secante.

Los pares termoeléctricos detectores empezaron a enviar datos de la temperatura, mediante dos cables —rojo y verde—, primero al ordenador, que los verificaba automáticamente, y luego a la sala de mandos. La información recibida fue aceptada por el ordenador, aunque había llegado con nueve segundos de retraso.

Las 13.45 y 10 segundos

En la sala de mandos sonó un avisador acústico, y una luz parpadeó en el punto del plano mural correspondiente al cuarto bloque de contenedores. Westcott levantó la vista y advirtió a Durrell: «Punto caliente en B cuarto».

Las 13.45 y 35 segundos

En el núcleo del reactor, el contenedor cuyo uranio se había fundido empezó a doblarse, se salió de su alineación y entró en contacto con otros contenedores. Lo que produjo en aquel punto una aceleración de la fisión. Los contenedores cercanos empezaron a recalentarse a su vez.

Los embragues magnéticos de maniobra de la matriz B seguían activados, por lo que las barras permanecían alzadas.

Las 13.45 y 42 segundos

Durrell se volvió en su silla:

—¿Por qué diablos no se ha disparado? ¡Desconexión! En el control de barras, Baird conectó el mando manual, desconectó los embragues magnéticos, y las barras del moderador empezaron a bajar.

Las 13.45 y 43 segundos

La holgura entre cada barra de moderador y su tubo-guía era de 1,2 milímetros. Cayendo por su propio peso, la barra entró justo hasta la mitad de su tubo-guía. Pero el sobrecalentamiento aumentaba ya en proporción exponencial, y el tubo-guía empezaba a curvarse, perdiendo alineación.

Las 13.45 y 44 segundos

Justamente a la mitad del tubo-guía torcido, la barra moderadora se quedó atascada, y la fisión en aquel punto continuó. El metal del contenedor del cuarto bloque empezó a fundirse.

Las 13.45 y 47 segundos

Baird gritó por el altavoz:

—¡Se ha atascado, se ha atascado!

Pálido, Durrell profirió una maldición y se volvió en redondo hacia Westcott:

—¡Prepárense a inundar el reactor!

Las 13.45 y 48 segundos

El sobrecalentado contenedor estalló, vertiendo uranio fundido en el agua refrigerante, que ya estaba a una temperatura de 640 grados y una presión de 140 kilogramos por centímetro cuadrado. El metal fundido del contenedor y el uranio reaccionaron con violencia al contacto con el agua circundante.

Las 13.45 y 49 segundos

Durrell se volvió hacia la consola de los instrumentos. Sacándose una llave del bolsillo de la chaqueta y tras alguna vacilación, abrió una tapadera metálica rectangular con el rótulo «Bolas de boro», permitiendo ver un pulsador rojo de cinco centímetros de diámetro.

Unas luces rojas empezaron a parpadear de modo apremiante sobre toda una sección del plano vertical del reactor y empezó a sonar un estridente timbre de alarma.

Las 13.45 y 51 segundos

La reacción de los metales fundidos con el agua a alta presión produjo una serie de pequeñas explosiones de hidrógeno. Éstas causaron ondas de choque en el agua, desalojando de sus soportes otros recipientes de combustible. Al desplomarse las barras, la fisión atómica se aceleró aún más, y las barras empezaron a fundirse, saliéndose del armazón que las sostenía.

Las 13.45 y 56 segundos

Durrell, excitado, gritó a través del micrófono:

—¡Inunden el reactor, pronto!

En control, Baird accionó el conmutador, y la corriente quedó inmediatamente cortada de los dedos magnéticos que alzaban las barras de moderador. Y las barras se cayeron.

Las 13.45 y 57 segundos

En el núcleo, la geométrica distribución de moderador y combustible estaba ya totalmente alterada. Una tras otra, las barras del moderador fueron atascándose en las guías o cayendo al fondo del reactor.

Las 13.45 y 58 segundos

Con todas las luces de alarma encendidas cual centelleante marea roja en toda la pantalla, Durrell gritó:

—¡En marcha los dieseis de emergencia! Uno de los técnicos pulsó un botón y las luces de la sala de mandos se amortiguaron de súbito, para recuperar en seguida su intensidad normal. Del exterior llegó un profundo rugido. Los motores diesel que accionaban la bomba de emergencia para inundar el núcleo con refrigerante se pusieron pesadamente en marcha.

Las 13.45 y 60 segundos

En el interior del núcleo la reacción explosiva entre el agua y los contenedores de combustible fundidos culminó en una tremenda onda explosiva, que golpeó con violencia toda la estructura y la caldera de acero. En la unión entre la base de la caldera y la entrada de refrigerantes, de 1,22 metros de diámetro, se partió de repente una soldadura.

Las 13.46 y 2 segundos

En la sala de mandos, Westcott gritó:

—¡Hay fuga de presión del refrigerante! El agua sobrecalentada, al volver a la presión normal, se evaporó instantáneamente, con carácter explosivo. Ello dilató la fuga entre el tubo y la caldera de alta presión.

Sin mirar, Durrel puso al máximo el mando de la refrigeración del núcleo. La trepidación de los dieseis se convirtió en un rugido ensordecedor. El tubo de 1,22 metros de diámetro se desgajó totalmente de la caldera, y el núcleo del reactor, privado de refrigeración, empezó a desintegrarse, fundiéndose al doblarse hacia el centro las barras de combustible.

El agua refrigerante de emergencia, impulsada por las bombas de alta presión, inundó la caldera y el núcleo incandescente. Entonces se produjo la catástrofe.

Todo el edificio retembló con un horrísono estampido, seguido de agudos silbidos de gases escapando a gran presión. Una granizada de vidrio de los fluorescentes cubrió el suelo, y un momento después se produjo una segunda explosión violenta. Un cuadro de instrumentos arrancado de la pared hirió a un técnico en un hombro.

Durrell pulsó el botón debajo de la placa abierta. Unas electroválvulas abrieron las tolvas llenas de bolas de acero al boro, que se precipitaron por unos planos inclinados de acero hasta el propio centro del reactor, que se estaba desintegrando.

Las 13.46 y 10 segundos

Transmitido por un altavoz, se oyó un prolongado grito de angustia. El horrorizado grupo que estaba frente a la fila de monitores pudo ver cómo una de las paredes de la lejana sala de control del moderador se tambaleaba y se rajaba desde el suelo hasta el techo. Una cortina vertical de vapor irrumpió a toda presión a través de la grieta, en la cámara, volcando las piezas del ordenador que rodeaban a Baird. El torbellino de vapor, levantó el cuerpo dé aquél como si fuese una hoja de árbol arrastrada por el viento, arrojándolo finalmente contra la pared. Por un momento, el rostro de Baird quedó crispado con una expresión de horror; luego fue abrasado vivo por la mezcla de vapor y gas a 600 grados. Su chaqueta blanca de fibra sintética empezó a fundirse sobre su cuerpo y acabó deshaciéndose en pequeños fragmentos bajo los efectos del mortífero soplo. Su piel se volvió de color rosa brillante que mudó hacia el rojo. Sus ojos hirvieron transformándose en coágulos blancos que colgaron de las cuencas. Finalmente sus mejillas se agrietaron como un melocotón demasiado maduro y la pantalla quedó en blanco.

Marcia se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar. Gelder empujó a Mawn de un codazo y se dirigió a la fila de pantallas.

Durrell pulsó uno de los conmutadores para hacer aparecer la imagen de la sala del reactor.

Pulsó luego otro botón, y apareció la sala principal de bombas.

—¡Haskell! ¿Me oye? ¡Haskell!

Haskell, de bata blanca, apareció en la pantalla con otros dos hombres de mono azul. Los tres parecían empequeñecidos por inmensas tuberías que comunicaban cámaras de hormigón. Detrás de Haskell se veían los enormes cuerpos verdes de las bombas.

—¡Váyanse, por lo que más quieran! El núcleo se ha fundido. ¡Váyanse antes de que explote! ¡Salgan, por el amor de Dios! ¡Salgan!

Detrás de los tres hombres, el piso de hormigón se abrió como el cráter de un volcán. Una de las bombas había estallado, proyectando una enorme granizada de trozos de hierro incandescenteLa sala se llenó de densas nubes de rugiente vapor; los pedazos de la bomba volaban y rebotaban sobre las paredes. Uno de aquellos hombres de mono quiso correr hacia la puerta, pero cayó traspasado por un gran pedazo de tubo de cobre. Haskell corrió hacia él, se inclinó y le arrastró en dirección a la puerta, pero ambos hombres fueron lanzados al aire cuando el suelo hizo erupción bajo sus pies. Entre una incesante granizada de retorcidos fragmentos de metal, la misma puerta empezó a desintegrarse, y el tercer hombre corrió hacia ella.

Gelder chilló a través del micro:

—¡Aléjese…, vayase!

El hombre tropezó y cayó, y el horrorizado grupo vio cómo su cuerpo era instantáneamente despedazado por una rociada de trozos de metal.

Pálida y temblorosa, Marcia se refugió en el pecho de Mawn. Durrell había caído de rodillas al suelo, y Westcott se apoyaba contra una pared, tapándose la boca en ademán de contener las náuseas.

Gelder se adelantó y conectó la cámara de televisión instalada en la sala del reactor. Todo parecía normal, pero cuando iba a seleccionar otra imagen, Mawn le retuvo apuntando a la pantalla. Gelder se fijó mejor y procedió a cambiar la orientación de la cámara de la sala del reactor mediante las dos palancas de mando a distancia de que estaba dotada la consola. Enfocó la cámara hacia el suelo.

Al principio creyeron que había un fallo en la imagen. Las líneas hexagonales del pavimento parecían ondular. Algo empujaba desde abajo el suelo de acero y hormigón. Una a una las losas hexagonales se fueron separando, como si hirvieran. Luego aquellas losas de quince toneladas salieron despedidas al irrumpir en la sala un hirviente hongo de humo y vapor procedente del núcleo central del reactor, situado debajo de la sala. En el extremo más alejado de ésta, la máquina cargadora de treinta metros de altura, que parecía casi un faro marítimo de metal, empezó a inclinarse cuando se hundió el pavimento sobre el cual descansaba. Al caer fue a dar con la pared este del edificio, derribándola en medio de una nube de vidrios y de fragmentos de hormigón. El suelo de la sala de mandos se movió bajo los pies del grupo cuando se vino abajo la enorme masa de la cargadora.

De súbito resonó en la sala de mandos el áspero, intermitente ladrido de una bocina. El mudo grupo que rodeaba la pantalla se echó atrás, alarmado. Gelder se volvió hacia los demás, exclamando:

—¿Qué diablos…?

—Las puertas —explicó Durrell—. Las puertas de emergencia. La maniobra es automática en presencia de radiactividad. Esas puertas dividen la central en una serie de compartimientos estancos… Como en un submarino.

Lodge hizo ademán de dirigirse hacia las dobles puertas de cristal.

—¿Quiere decir que estamos atrapados?

—Todas esas puertas se abren manualmente —replicó en seguida Durrell.

—Entonces, manos a la obra —replicó Gelder.

Durrell le miró con desdén, y dijo en tono más bien lúgubre:

—Creo que no lo ha comprendido: las puertas son maniobradas automáticamente por detectores de radiactividad

—¿Y qué?

—Si esas puertas están cerradas… Detrás de algunas de ellas, sin que podamos saber cuáles, ¡hay radiactividad!

Durante varios minutos, nadie habló. Una tenue lluvia de polvo se desprendía del techo. El suelo pareció abarquillarse. Mawn contempló el grupo de monitores y pensó: «Voy a ver mi propia muerte por televisión».