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—¡Apraxia!

—¿Qué demonios es? —gritó Mawn al oído de Marcia, para hacerse oír entre el rugido de motores a pistón.

—Cuando alguien sufre una lesión cerebral en una zona relativa a la coordinación muscular, la apraxia es el primer síntoma de tal lesión. En las primeras fases de la apraxia, el paciente no manifiesta ninguna pérdida general de motilidad; sólo queda disminuida la aptitud específica. Para que te hagas una idea, te diré que si se le pide al paciente que toque un libro colocado sobre una mesa, es probable que toque la mesa antes que el libro. La apraxia supone movimiento no coordinado, aunque se conserve la motilidad del miembro.

Mawn se mordió el labio inferior:

—Entonces, si se le pide que maneje, digamos, tres mandos diferentes, ¿qué pasa?

—Lo más probable será que lo haga de modo incorrecto.

—Vete a convencer de eso al ministro…

El pequeño avión Trillander se inclinó y se oyó el sordo ruido de los alerones al bajarse. Mawn miró por la ventana:

—El puente Forth; tomaremos tierra dentro de pocos minutos.

Marcia repasó los papeles colocados sobre sus rodillas:

—A decir verdad, tenemos muy poco. Naylor es el caso más claro: tres pruebas con deterioro progresivo. Elleston y Haskell muestran un deterioro en comparación con la primera prueba, aunque no excesivo. El resto se reduce a los chismes de la mujer de Baird. No podemos presentarnos a Richard sólo con eso; se reiría de nosotros.

Mawn golpeó el brazo de su asiento.

—¿Y qué me dices de los resultados que conseguisteis tú y Venn? No me importa que puedan parecer inconsistentes; los necesitamos si queremos que se aplace la puesta en servicio de la central en tanto se procede a la sustitución de las personas afectadas. ¡Es demasiado tarde para intentar nada más!

Día 25 de noviembre

Richard Lodge cerró el expediente, lo dejó sobre la mesa, se puso en pie y se dirigió a la ventana. La circulación estaba embotellada delante de Whitehall; el Cenotafio reflejaba las enfermizas, amarillentas luces del alumbrado público. Había una ligera niebla.

—¿Qué le parece? —preguntó Mawn.

Lodge se volvió:

—Que no va a ser fácil.

—¿No está de acuerdo? —inquirió Marcia.

—No es eso. No estoy capacitado para valorarlo científicamente.

Regresó a su mesa y recogió el expediente, manteniéndolo en la mano como si sopesara su contenido:

—El quid de la cuestión está en que según ustedes todo un sector de la población manifiesta cierta pérdida de inteligencia, y algunas de las personas afectadas trabajan en la central de Grim-Ness.

—Es mucho más que eso —replicó Mawn—. Afirmamos que esas personas ocupan puestos clave y que el reactor va a ser puesto en servicio dentro de doce días. Y sostenemos que es una situación peligrosísima. Los reactores a precio reducido ya son malos de por sí, pero…

Lodge intervino para observar.

—Nuestros informes acusan una proporción normal de defectos técnicos. Ayer mismo por la mañana lo estuvimos revisando con el inspector jefe. Todas las fases de la puesta en servicio son inspeccionadas conforme a la ley.

—Pero esa inspección no tiene en cuenta nuestros datos, ¿no es así? —terminó Marcia.

Lodge dejó nuevamente el informe sobre la mesa:

—No, porque ustedes todavía no han demostrado que esas personas no puedan realizar con seguridad su trabajo. Puede que estén en lo cierto; incluso me parece posible. Las aptitudes pueden haberse visto marginalmente afectadas. Desconozco el porqué: algún virus posiblemente, o algo por el estilo. Pero lo que ustedes no han demostrado es la incompetencia de esos hombres en relación con el trabajo que vienen realizando.

—Lo que pasó fue que nos echaron sin dejarnos finalizar nuestros trabajos —replicó Mawn.

—Eso no es lo esencial, creo yo —siguió diciendo tranquilamente Lodge—. Creo que ustedes han descubierto algo realmente importante, pero no suficiente para que yo le diga al ministro: «Hágame el favor de prohibir la puesta en servicio de la central». Además este asunto entraña aspectos políticos. El Gobierno ha sido criticado en el Parlamento por ceder a una empresa privada las actividades del sector público. Si ahora el Gobierno paralizara el proyecto, la oposición se le echaría encima diciendo: «¿Por qué no nos hicieron caso desde el principio?».

Pálido de ira, Mawn. se puso en pie y exclamó:

—¿Así que no va a hacer nada?

—No he dicho eso. —Lodge se interrumpió un momento y luego prosiguió—: Perdone, doctor. Voy a hablarle con toda sinceridad: ese asunto de la televisión… no le ha dado mucho crédito.

—Lo sé —dijo Mawn en tono tranquilo—, ¡pero también me parece que fui víctima de una emboscada!

Lodge se encogió de hombros;

—No sé más. La realidad es que si este informe fuera presentado al ministro, éste diría: «Entierre usted el asunto». Y con mucha suerte, si a él le hubiera sentado bien la comida, tal vez conseguiría que la cuestión fuese sometida a una comisión gubernamental.

—Lo que supondría un retraso de varias semanas —dijo Marcia.

—De hecho, ya he expuesto y defendido el asunto, y si todo sale bien, les acompañaré a ver al ministro dentro de tres días exactamente. —Y señalando la agenda terminó—: Aquí tiene media hora disponible… Desde luego, siempre que no se produzca una interpelación en los Comunes.

—No me hacía cargo de la situación. ¿Qué puedo decirle? Gracias otra vez.

Y Mawn volvió a sentarse.

Durante unos segundos, Lodge escribió con un portaminas de oro en un cuaderno. Al fin dejó el lapicero y, levantando la vista, dijo:

—Lo que voy a decirles ahora deben considerarlo estrictamente confidencial ¿De acuerdo? —Miró a sus dos interlocutores, uno tras otro, y ambos asintieron con lento movimiento de cabeza—. Puede que les parezca demasiado vago, pero ocurre que ese tema es altamente crítico, sobre todo desde el punto de vista internacional. Hoy por hoy sólo me es dable hablar en términos generales.

Indicando el informe redactado por los dos científicos, prosiguió:

—Sus afirmaciones guardan un sorprendente parecido con ciertos datos recogidos de otra fuente. —Miró a Marcia y le dijo—: Usted aludió a cierta prueba médica… patológica, ¿no?

—Sí —contestó ella—. Hemos de hablar con una persona del Instituto de Patología que nos ha llamado esta mañana.

Lodge se levantó y consultó su reloj:

—Voy a presentar al ministro un memorándum al respecto, y haré cuanto esté en mi mano para que sea examinado y aprobado lo antes posible. Y nos reuniremos de nuevo el día veintiocho… a las diez treinta en el despacho del ministro en la Cámara de los Comunes. Naturalmente, convendrá que estén ustedes allí a las diez quince. —Tras lanzar un suspiro, les acompañó hasta la puerta—. Y ahora, temo que no podré librarme de presidir un té ofrecido por unas señoras de Rochdale que han plantado «árboles para una zona verde», o algo por el estilo.

Mawn se detuvo junto a /la puerta:

—Lamento no haber sido capaz de convencerle.

Lodge abrió los brazos en gesto de impotencia, y dijo sonriendo:

—Tengan en cuenta que me debo a mis superiores…

Mawn insistió:

—¿Recuerda su visita al laboratorio de Marcia?

La aludida lanzó una mirada de advertencia a Mawn, pero éste no hizo caso.

—Sí, por cierto. Me gustó su… franca discusión entre usted y el doctor Venn.

Lodge pareció adivinar lo que Mawn iba a decir.

—No me refería a eso —repuso Mawn—. Usted efectuó la prueba de la palanca de mando. Y le resultó difícil, ¿recuerda?

Mawn hizo una seña a Marcia, cediéndole el paso, y luego cerró la puerta tras de sí.

Lodge se dejó caer sentado al borde de la mesa y se llevó las manos a los ojos. Luego, lenta y deliberadamente, alargó el brazo hacia un cenicero dorado que había sobre la mesa. Justo cuando iba a tocar con los dedos el borde del cenicero, su mano sufrió una súbita sacudida y volcó un tintero. Lodge contemplo la mancha, que se extendía lentamente sobre el tablero de nogal.

En Grim-Ness el viento giró al noroeste. Este cambio determinó una formación de nubes rápidamente empujadas por el viento. El agua fue tomando un color gris acero y aparecieron cabrillas mar adentro, frente a Scapa Flow. Sobre la central empezó a caer un chubasco, y los trabajadores se apresuraron a cobijarse en los edificios inmediatos.

En la Sala del Reactor acababan de sellar la caldera de alta presión, y colocaron de nuevo las losas hexagonales del piso de hormigón. La gigantesca torre de veintiún metros de altura para la carga de combustible se desplazó sobre sus ruedas hasta un extremo de la casi catedralicia nave de la sala.

Nadie había de volver a poner los pies en el reactor, durante un período mínimo de dos años y medio. La puesta en servicio estaba fijada para dentro de doce días. El núcleo se iría calentando gradualmente a medida que las barras de uranio enriquecido entrasen en fisión. A pocas horas de la puesta en servicio cualquier persona que hubiera permanecido dentro de la esfera moriría víctima de una dosis letal de radiactividad.

El profesor James Kingston avanzaba a grandes trancos por el corredor principal del Instituto de Patología. Marcia y Mawn procuraban mantener el paso.

La prisa de James Kingston era debida a que nunca disponía de tiempo suficiente para su trabajo. Estaba tan encariñado con su labor de diagnóstico neuropatológico, que uno de sus colegas había dicho de él: «Cuando ese tío estire la pata, seguro que se hará la autopsia él mismo». Kingston era un hombre corpulento, de cincuenta y ocho años de edad y de faz rubicunda. Su carácter jovial, especialmente durante las clases prácticas, había ayudado a muchos estudiantes a superar la inicial repugnancia ante un cadáver.

Sin aflojar el paso, el profesor se sacó de un bolsillo del chaleco un grueso reloj de oro y exclamó:

—¡Caramba! La Junta Académica se reúne dentro de media hora.

Hizo alto ante una doble puerta giratoria con el rótulo de «Autopsias. Prohibido el paso». Miró a su alrededor y la vacilación de Marcia:

—No tema, querida señora. Créame, no hay nada que temer; más pronto o más tarde, todos acabamos aquí, ¿sabe? Conque es mejor acostumbrarse.

Marcia se había puesto pálida. La voz del profesor adoptó ahora un tono más suave:

—Ahora ya está todo limpio. Lo hemos cosido y dejado como nuevo.

Se volvió y abrió las puertas de par en par. La sala de autopsias era de planta circular, con un diámetro de unos siete metros. En el centro de la estancia había tres mesas de porcelana blanca, con canales laterales. El suelo estaba enlosado en gris, y debajo de cada mesa había un desagüe con su rejilla. Un graderío semicircular de madera rodeaba en parte las tres mesas, y entre éstas y la pared se veían unas vitrinas que contenían brillantes instrumentos cromados, así como una balanza de carnicero. Adosada a la pared, aparecía una pizarra con una cuadrícula blanca cuyas divisiones estaban rotuladas: cerebro, hígado, corazón, riñones. El peso correspondiente figuraba escrito con clarión amarillo en los recuadros. Un nauseabundo olor a desinfectante invadía el olfato.

Sobre una de aquellas mesas había un cadáver cubierto con una sábana blanca.

—Éste es nuestro hombre —empezó el profesor—, de quien les hablaba hace unos minutos. —Y, tomando un sobre pardo, prosiguió—: Éste es su historial clínico. Voy a leerles los detalles que hacen al caso. —Buscó en su bolsillo sus medias-gafas con montura de oro y se las caló—. Cuarenta y dos años de edad, varón. Acudió a su médico local quejándose de dolor de cabeza, ligera doble visión, torpeza, falta de concentración. El médico le envió a nuestros neurólogos. —Volvió una hoja y continuó—: Veamos ahora lo que dice. Sí, está claro: síndrome de Romberg, pupilas… Sí, aquí está el resumen: «El cuadro de este paciente indica una atrofia cortical incipiente pero generalizada. Su fuerte temblor parece indicar una etiología tóxica no debida al alcohol o los estupefacientes».

Recorrió con el índice unas línea y continuó:

—Bla, bla, bla… Todos los análisis… normales; aquí está la sangre, la orina, etcétera. No se presenta encefalitis ni fiebre glandular. No hay trazas de droga ni de alcohol. Examen funcional recomendado: ventriculografía, EEG Diagnóstico provisional: atrofia cerebral de origen desconocido.

Les echó una mirada por encima de las gafas, y concluyó:

—Es una manera bastante elegante de decir que nadie tiene ni puñetera idea de lo que va mal. Pero lo cierto es que su cerebro estaba hecho una ruina.

Dejó la ficha sobre la mesa. Mawn hizo un ademán en dirección del cadáver:

—¿Por qué está aquí?

Kingston sonrió alegremente:

—Era tornero; operario de torno revólver creo que se llama eso. Sea como fuere, la pieza saltó del plato… y le atravesó el pecho. Voy a enseñárselo.

Y fue a levantar la sábana.

—¡Oh, no, por favor! —exclamó Marcia.

Kingston, sorprendido, alzó la mirada.

—¿Qué pasa? ¡Ah! —se hizo cargo—. Verdaderamente fue algo muy poco corriente: le salió por debajo de la escápula derecha. En fin, no importa. No es esencial, creo.

No sin cierto pesar, volvió a colocar la sábana como estaba antes, se acercó a un envoltorio de percal y empezó a deshacerlo:

—Prueba A.

Apareció un cerebro cortado en rodajas transversales de poco más de un centímetro de espesor, colocadas una encima de otra. Kingston distribuyó ordenadamente las rodajas sobre una mesa de acero inoxidable. Cogió luego un largo fórceps para emplearlo a modo de puntero según iba hablando:

—Ante todo, tenemos… —dirigió la vista hacia la pizarra— treinta gramos de deficiencia en cuanto al peso; existía una gran separación respecto del cráneo, una pequeña dilatación de los ventrículos… aquí, y unas zonas de calcificación en la corteza occipital… aquí.

Dio unos golpecitos sobre una de las rodajas y se oyó un sonido algo áspero. Levantó la cabeza y miró a Marcia y a Mawn. Ella había dominado su repulsión inicial; apoyándose en los codos y con la vista baja, dijo:

—¿Así que está generalizado y no en una zona específica?

—¡Ah, sí! En otros casos hicimos una serie de secciones histológicas. En éste nos hemos limitado a dibujar los cortes, pero estoy seguro de que resultará análogo a los demás. El resultado es una especie de combinación entre atrofia cortical senil, esclerosis múltiple (aunque no hay mucha desmielinización), y encefalitis. Pero el quid está en que esos microfilms que me ron… de Albania, ¿no?… presentan idéntico aspecto. De eso no hay ninguna duda.

—Sí, pero no es sino un caso, un solo caso —objetó Mawn.

—No, no. Ya hemos coleccionado treinta y dos de ellos. En el último Congreso Europeo de Patología, celebrado en Viena, se presentaron más de una docena de comunicaciones sobre el particular. Todavía no estamos de acuerdo sobre el nombre que conviene darle. El de «atrofia crónica de las células de Betz» parece ser, hasta el momento, el favorito.

—¿Y a qué se debe? —preguntó Marcia.

Kingston meneó la cabeza y contestó:

—No lo sé. Prácticamente, se ha sugerido todo: virus, bacterias, toxinas. Diga usted lo que se le ocurra, que cualquier imbécil tendrá publicada una comunicación demostrándolo.

—¿Se sabe algo concluyente sobre el cuadro clínico? —inquirió Mawn.

—No es fácil —repuso Kingston—, porque se halla generalizada en el cerebro; los cortes microscópicos son concluyentes, pero no se define específicamente una zona cerebral afectada. La mayoría de los síntomas apuntan hacia una apraxia, dado que las áreas motores quedan interesadas.

Marcia se volvió de repente hacia Mawn:

—¡David Baird! ¿Te acuerdas de lo que dijo su mujer? ¿Y de la corbata de lazo?

Mawn asintió. Kingston frunció el ceño, algo molesto por la interrupción:

—Como iba diciendo, apraxia y agnosia cromática.

—¿Y qué es eso? —preguntó Mawn.

—Es un estado en que el paciente no puede identificar propiamente los colores. Pese a lo cual, puede superar con éxito las pruebas de visión de los colores…

—¡Santo cielo!

—Así es, en efecto. Los pacientes son incapaces de asociar los colores con los objetos que ven. Es indicio de deterioro cerebral. Esos pacientes no pueden asociar los colores con los objetos, sino de memoria. Recuerdo que a un extranjero, un caso fascinante, le mostraron una foto en color de un autobús de Londres, todo pintado de rojo, como ustedes saben. Pues bien, el tío, tras mirarla un buen rato, dijo que el color de aquel autobús era azul cielo… o rojo sangre… o tomate-anaranjado. Evidentemente, se trataba de una reacción típica.

Mawn insistió:

—¿Una persona afectada podría superar la prueba de visión de los colores?

—Ya lo creo. Con alguna vacilación, sin duda, pero superaría bastante bien la prueba… en último término.

Al salir del Instituto de Patología, Marcia se levantó el cuello del abrigo para resguardarse de la niebla. De improviso, tomó el brazo de Mawn; él la miró, sorprendido. Marcia parecía atemorizada:

—¡Alex! Cuando Howard y yo empezamos a trabajar en esto, nos sometimos a la prueba nosotros mismos.

—¿Sí?

—El resultado fue que ambos estábamos dentro de los límites normales.

Mawn sonrió:

—Probablemente hicisteis trampa.

—No, Alex; te lo digo en serio. También mis resultados pueden haber cambiado. Y, ¿qué me dices de los tuyos?

Marcia arrancó la cinta de papel continuo. Le temblaba la mano al sumar las cifras.

—¿Y qué? —le preguntó Mawn.

—Está bien. Igual que la primera vez.

Mawn tomó la hoja de puntaje y la contempló un rato.

—Pues si no estamos afectados, me gustaría saber por qué. No trabajamos con ningún grupo particular, no estamos encerrados en, ninguna oficina. Quizá seamos distintos en algo, Marcia. Algo en nuestro estilo de vida; algo de lo que comemos, alguna particularidad del comportamiento. La respuesta debe estar en nosotros mismos.

Mawn arrojó la carta al suelo con repugnancia.

—¡Maldita sea! ¡Habráse visto cháchara más ambigua y tendenciosa!

—¿Qué ocurre? —inquirió Marcia desde la sala de estar.

Mawn recogió la carta.

—Voy a leértela. Es de un tal Tom Thorpe, secretario ejecutivo del Sindicato de Trabajadores del sector nuclear. Como sabes, hace unos días fui a visitarles.

—Pensaba que habían quedado convencidos.

—Uno de ellos lo estaba, o parecía estarlo. Escucha lo que dice aquí: «Estimado profesor Mawn: En relación con su visita el bla, bla…, de la que le estamos agradecidos, etcétera…, el ejecutivo ha prestado al asunto en cuestión, bla, bla…, y ha decidido que el asunto sometido a nuestra consideración no exige por ahora ninguna intervención en favor de nuestros afiliados. Espero comprenda nuestro punto de vista. En la actualidad, nuestra negociación con el Gobierno relativa al incremento anual de sueldos y salarios ha llegado a una fase crítica. Si insinuáramos que algunos de nuestros afiliados pueden verse afectados en la forma que usted sugiere, ello podría repercutir desfavorablemente sobre dichas negociaciones. En general, nos interesa cualquier información relativa a cualquier nocividad industrial que puede afectar a nuestros afiliados, y le quedamos muy agradecidos por haber suscitado esta interesante cuestión. Su seguro servidor»… ¡Mentecato! No van a dar un puñetero paso en este asunto; van a quedarse quietecitos, con la mira puesta solamente en sacarle más dinero al Gobierno.

—¿Y qué esperabas?

—Algún gesto de responsabilidad. Es lo mismo de siempre: quien con niños se acuesta… —Consultó su reloj y agregó—. Vámonos; hemos de estar allí dentro de media hora. A propósito, ¿le conoces? Yo no suelo frecuentar a los ministros.

—¿Campbell Baxter? Sí, asistió a una de nuestras recepciones invitado por Sheldon… —Se le quebró la voz—. Le hablé del programa. Baxter es un cuarentón, muy guapo por cierto. A los treinta años había ganado un millón…

—Como persona quiero decir.

—Un buen profesional. Su ambición política es, creo yo, llegar a primer ministro. Cuando quiso desenterrar el viejo Informe Rothschild se enemistó con todos los colegios científicos.

—¿Qué? ¿Basar toda la investigación sobre una relación directa consumidor-cliente?

—Eso es. A muchas de mis amigas les parece atractivo, pero a mí no me va.

Mawn empezó a guardar sus papeles en la cartera:

—¿Algo más?

—Es de mente ágil; listo, pero no profundo.

Mawn cerró la cartera:

—Voy a llamar un taxi.

En Grim-Ness, el largo proceso de puesta en servicio de la central tocaba casi a su fin. Todas las redes de los mandos eléctricos, todos los circuitos hidráulicos y de vapor, todos los conmutadores y lámparas piloto habían sido sometidos a doble y aun triple verificación. Primero, los sistemas fueron puestos en marcha, y luego interconectados. Cuando se descubría un fallo, se hacía alto y el sistema en cuestión quedaba aislado hasta su total reparación.

La caldera de alta presión estaba vacía. Para cargar el circuito principal de refrigeración se bombeó agua especialmente destilada y purificada sobre los haces de barras de combustible. Entre éstos se introdujeron las barras del moderador. Eran de acero al boro; en sección tenían forma de estrella de seis puntas. Servían para absorber la emisión de neutrones y evitar cualquier elevación de temperatura. La del núcleo se mantenía a unos veintiséis grados, es decir, algo superior a la ambiente. Fuera, el barómetro bajaba y un viento helado azotaba el Mar del Norte, que rugía y gemía alrededor de los insólitos edificios de la central.

El ambiente del pasillo ministerial en la Cámara de los Comunes intimida al más valeroso de los visitantes. Mawn y Marcia fueron conducidos por un ujier de severo aspecto, por entre los guardias uniformados que se alineaban en escaleras y corredores muellemente alfombrados. Cubría aquellos corredores una bóveda de piedra. Con frecuencia se veía a algún personaje severamente vestido, llevando grandes legajos, muy consciente de intervenir en decisiones que afectarían a millones de personas. Los rótulos de las puertas ante las que iban pasando correspondían a nombres de personajes públicos. Nadie habló una sola palabra en todo el camino.

Campbell Baxter estuvo desde el primer momento realmente amable. El ministro ocupaba un butacón, sobre uno de cuyos brazos dejaba colgar una pierna. Mawn resumía su investigación en la central de Grim-Ness, y Marcia expuso con el debido énfasis los diagnósticos realizados por el profesor Kingston. Richard Lodge había ocupado una silla dura, nervioso, con la cartera sobre las rodillas a guisa de escudo protector para su estómago.

Baxter se levantó, se acercó a su mesa y luego regresó a su asiento. Y así permaneció un rato, jugueteando con un lapicero, hasta que empezó a hablar:

—Lo que acaban de manifestarme es, en efecto, sumamente importante, y me atrevería a decir que…, como ha apuntado Richard, actualmente hay un gran interés internacional en estas cuestiones. Ahora mi posición es relativamente sencilla. Ustedes me piden que emprenda una determinada acción en relación con un caso específico. En efecto, afirman que deberíamos aplazar la puesta en servicio de Grim-Ness, dado que ciertos miembros de su personal padecen ese deterioro de su inteligencia.

—Es absolutamente esencial —dijo Mawn con vehemencia—, porque entraña un doble riesgo. Se trata del primer reactor privado de este país; eso implica que la rentabilidad haya sido privilegiada en detrimento de la seguridad.

—¡Ah, de ninguna manera! —replicó Baxter—. Somos muy conscientes de ese problema. Tenga presente que el Ministerio de Comercio e Industria ha seguido el asunto desde el principio. Todas las fases de la obra han sido objeto de meticulosa comprobación por parte de los inspectores del Ministerio. Y si ellos dan el conforme, a mí no me queda sino ratificarlo.

—De acuerdo. Pero los reactores de agua a presión están más expuestos a imponderables —replicó Mawn—. Además, todavía no se ha comprobado a escala real ningún sistema de enfriamiento del núcleo en caso de emergencia.

—Quizá tenga razón, y ciertamente respeto su punto de vista. Voy a decirle que el asunto nos tuvo a todos hondamente preocupados y hasta temerosos; y quede entre estas cuatro paredes: más de un miembro del Gabinete se opuso al proyecto. Pero el caso es que necesitamos fuentes de energía. Si, según los mismos ecólogos, estamos a punto de agotar los combustibles fósiles, ¿qué otra cosa podemos hacer? La única solución es, por ahora, la energía nuclear. Aunque ya se sabe: no hay beneficio sin riesgo. Todos lo confesamos, aunque sea en privado, pero no podemos hacer otra cosa si queremos que nuestra economía sea competitiva. Ustedes los defensores del medio ambiente hablan de una crisis de energía… Pues bien, ¿acaso hay otra solución?

—No olvide que acabamos de demostrarle la existencia de un peligro adicional —terció Marcia, nerviosa.

—Sobre el cual este Ministerio tomará una decisión, señorita Scott. —La cordialidad de Baxter empezó a esfumarse—. Se trata de aplazar o no la puesta en servicio del reactor. Creo que el señor Lodge y yo hemos contemplado todos los aspectos de su informe, y debo decirles, sencillamente, que no está en mi mano hacer tal cosa.

—¡Por Dios! —exclamó Mawn—. ¿Qué más necesita usted?

—Doctor, nos hallamos en una fase crucial del desarrollo de la energía nuclear en este país. Mi departamento ha invertido dinero en el proyecto, probablemente demasiado. El consorcio que lo construye ha llegado al tope de sus posibilidades financieras. Si ahora aplazo la puesta en servicio, creo sinceramente que con ello causaría un retraso de cincuenta años al desarrollo de nuestro programa. No podemos permitirnos ese lujo. Si me lo permite, le diré que su informe no está a salvo de críticas.

—¿A qué se refiere? —inquirió Mawn.

Baxter tomó unos folios mecanografiados.

—Como no puedo determinar por mí mismo su valor científico, sometí todos sus documentos a ciertos asesores para que me dieran su opinión al respecto.

—¿Puedo saber quiénes eran esos asesores?

—¿Acaso no es costumbre someter los documentos científicos a una valoración independiente y anónima antes de darlos a la publicidad?

—Por supuesto —respondió Mawn.

—Entonces no creo que sirva de nada que usted sepa quiénes son esos señores. Sólo le diré que uno de ellos es especialista en estadística médica y el otro ocupa una cátedra de psicología —se interrumpió para repasar el escrito—. A decir verdad, me parece que emplean un tono poco oportuno… A veces creo que los sabios se odian, aún más que los políticos. Desde luego, estoy obligado a tener en cuenta su informe.

—Espero que se me autorice a defenderme —dijo Mawn.

—Si me permite, voy a leérselo. —Baxter volvió unas páginas—. Éste es el sumario. La primera parte es la exposición de los datos estadísticos de usted. «Se nos ha pedido una valoración del informe. Certificamos que la presentación y la metodología del mismo son, en términos generales, las adecuadas a esta clase de trabajos. El texto no contiene, aparentemente, desviaciones importantes respecto de lo que podría considerarse el método más apropiado para este tipo de estudio. En consideración a esto, el fenómeno que los autores pretenden haber observado debería presentar, caso de ser real y auténtico, un extraordinario interés. Sin embargo, hemos de señalar que tanto las premisas como la interpretación dada por los autores son totalmente engañosas. Existe, desde luego, una extensa y bien conocida literatura sobre determinadas aptitudes humanas. Se han venido sosteniendo teorías, según las cuales la inteligencia media humana se degrada, puesto que las personas menos inteligentes son precisamente las más prolíficas. A largo plazo, el nivel global de inteligencia estaría condenado a declinar. Los factores que rigen la medición de la inteligencia y la capacidad general son sumamente complejos. La facilidad relativa de palabra, los factores dislálicos, los prejuicios del propio examinador, todo ello desempeña un papel altamente significativo. El afirmar, como hacen los autores, que se ha demostrado un deterioro de la inteligencia entre ciertos grupos sobre la base de los datos que proporciona es, según nuestro común parecer, malicioso e irresponsable. Sabido es que en todo grupo cuyos miembros se hallan interrelacionados aparecen módulos de comportamiento sumamente complejos. Por ejemplo, en una de las empresas investigadas por los autores del referido informe hemos hallado que todo el personal era sabedor de que la tesorería de la entidad se hallaba en un estado lamentable; por tanto, muchos de los individuos examinados se sentían amenazados por el despido. No nos explicamos cómo los autores dejaron de tener en cuenta la ansiedad engendrada por las mencionadas circunstancias. Puede que los datos aportados apunten a un fenómeno interesante; pero es nuestro parecer que los autores han fracasado completamente en la investigación de la verdadera naturaleza de tal fenómeno. En conclusión, nos vemos obligados a advertir que este tipo de comunicación constituye un claro ejemplo de la irresponsabilidad contemporánea. Por desgracia, es bien cierto que publicaciones antes consideradas como sensatas admiten cada vez mayor número de informaciones concebidas en un tono más propio de una polémica que de una argumentación correctamente expuesta. En nuestra opinión, el contenido del informe en cuestión debe ponerse en tela de juicio hasta que puedan ser repetidas por otros científicos las observaciones en que se funda».

Dejando sobre la mesa el informe de los expertos, Baxter dijo:

—Eso es todo. Como antes manifesté, lamento el tono de este dictamen, pero debo acatar sus recomendaciones. —Se puso en pie y echó a anclar hacia la puerta, mientras consultaba su reloj—. Y ahora les ruego que me dispensen, pero debo asistir a una reunión…

—Así ¿no piensa hacer ya nada más? —preguntó Mawn con aire de franca irritación.

—Sencillamente, no puedo; no hallo motivo suficiente paradlo. —Abrió la puerta y, dirigiéndose a una adusta empleada que estaba sentada detrás de un pupitre, le dijo—: Por favor, Jane, ¿quiere avisar a un ordenanza? El doctor Mawn y la señorita Scott van a salir.

Y se volvió hacia ellos tendiéndoles la mano:

—Gracias por su visita. Lamento no poder hacer más.

Les dio la mano y volvió a entrar en el despacho, cerrando la puerta.

Al verle, Lodge levantó la cabeza:

—Estimo conveniente enviar copia de su documentación a Bordheim.

—Sí, Richard. Hazlo, ¿quieres? —se dejó caer en una silla—. Creo que se les podría apaciguar invitándoles a asistir contigo a la inauguración de la central de Grim-Ness. ¿Crees que podrás?

—Desde luego. La RAF ha organizado el transporte; hay muchas plazas.

—¿Y qué te parecen los trabajos de Mawn?

Lodge lo pensó un rato antes de contestar:

—Parece sincero. Pero sería de desear que no fuera tan polémico.

—Exacto. Esas personas no quieren comprender que nosotros también defendemos el medio ambiente. Son poco realistas. Si les dejáramos hacer lo que ellos desean, nos veríamos en el caos más absoluto. Te recomiendo que no le pierdas de vista.