9

Mawn sintió bajo sus pies la esponjosa elasticidad de la tupida hierba. Estaba cerca de la cima de un otero desde el cual dominaba la enorme extensión de Scapa Flow. Las colinas de Hoy se recortaban en el horizonte hacia el oeste. En su imaginación veía los enormes cascos de los buques de guerra hundidos, pudriéndose entre las tinieblas submarinas.

El avión Londres-Orcadas había volado bajo un cielo totalmente cubierto. Y ahora, unas cuatrocientas millas más cerca del círculo polar, el aire era luminoso y puro, y el mar tenía un color azul casi mediterráneo. No se oía nada salvo el leve silbido del viento a través del follaje. El sol calentaba, pero como Mawn se hallaba en una ladera expuesta al frío aire de las heladas regiones septentrionales, agradecía la protección que le brindaba su tupido jersey de lana. El frío soplo traía a su memoria viejos recuerdos de los años pasados en el Ártico, de las expediciones bajo la ventisca, a muchos grados bajo cero, para instalar los instrumentos meteorológicos. Recordó también los largos y apacibles años pasados en Plymouth: la vida cómoda, las dos lecciones semanales, y de vez en cuando alguna investigación destinada a realzar la memoria anual. Ahora, ninguno de sus rivales en el claustro de profesores le reconocería. Su incipiente barriga casi había desaparecido; sus facciones eran más enérgicas y su paso más firme.

Cuando llegó a la cumbre respiró a pleno pulmón y se puso a otear el grandioso círculo del mar, de las islas y del cielo.

Hacia el norte se veían las bajas, desnudas colinas de la mayor de las islas Oreadas, a la que sus habitantes llaman «el continente». Desde el lado de la isla South Ronaldsay, donde ahora se hallaba, se extendía hacia el norte uno de los cuatro puentes de Churchill que aseguran la comunicación entre todas las islas mediante una carretera que salva las poco profundas aguas. Mawn emprendió el camino hacia Burray, de complicados rodeos sobre una escollera de blancos cubos de hormigón. Un largo camión articulado acababa de doblar la curva de la carretera tendida sobre los arrecifes y se acercaba, dando pesados tumbos, a la puerta principal de la central nuclear de Grim-Ness.

Aquella central desentonaba totalmente de su entorno. Cerca de la costa, rodeada de bien cuidados castizales y campos de hortalizas, la central parecía algo incongruente; se diría el proyecto de una ciudad futurista. Casi todos los edificios eran bajos y rectangulares. El grupo estaba completamente cercado por una alta alambrada. Desde la elevación Mawn podía ver los cristales del techo de la gran sala de turbinas, al lado del edificio gris y desprovisto de ventanas donde se alojaban los bloques de interruptores. Más lejos se veían grupos de edificaciones comunicados mediante un camino de hormigón.

Dominando todo el conjunto, el gigantesco dado blanco del reactor reverberaba bajo la luz solar destacando, siniestro y silencioso, entre los bajos edificios que lo rodeaban. A excepción de un delgado hilo de vapor que salía de un tejado, allí no se veía ninguna señal externa de actividad.

Más allá se distinguía la escarpada línea del acantilado y, detrás de ésta, la rompiente que salpicaba la costa. Detrás de la alambrada, al sur, aparecía el blanco círculo del helipuerto, balizado con brillantes círculos concéntricos de pintura fluorescente anaranjada, como si fuera un gigantesco blanco de tiro. Un voluminoso helicóptero para pasajeros, de rotores gemelos, se estacionaba al borde del círculo de aterrizaje. Mawn observó con sorpresa que ambos rotores, así como el fuselaje, estaban amarrados al suelo por medio de cables.

Para Mawn, aquella escena venía a simbolizar el choque entre la tecnología avanzada y los suaves y amables perfiles del mundo natural.

Mawn consultó su reloj y se sorprendió al comprobar que era casi hora de reunirse con Marcia en el despacho del doctor Durrell. Durante el viaje en avión desde Edimburgo habían convenido que inmediatamente después de su llegada Marcia iniciaría el examen de los seis hombres, empezando por Philip Naylor, el especialista en informática encargado de los sistemas intermedios de control de la central.

La sala principal de mandos de la central de energía atómica de Grim-Ness tenía forma de tambor. Flanqueaba el muro circular que la ceñía una hilera de consolas de instrumentos, llenas de cuadrantes, registros de papel continuo y pantallas de video. Cubría el suelo una alfombra de color verde aceitunado; los cuadros de instrumentos eran de color café mate. La iluminación era indirecta, mediante paneles de plástico que aminoraban el resplandor de múltiples baterías de tubos fluorescentes y eliminaban las sombras.

En medio de la sala se habían instalado cuatro consolas más grandes que una mesa de despacho. Cada una de ellas incluía un agrupamiento más sencillo de instrumentos, y una tenía cuatro teléfonos verticales colgados en fila, y de distintos colores. Había allí ocho hombres. Siete de ellos estaban ante los cuadros instalados en la pared circular. El octavo, que no era otro sino el doctor Frank Durrell, ocupaba la mesa de los cuatro teléfonos. En aquel momentos estaba precisamente hablando por el aparato color azul:

—¿Es David?… Sí, Durrell… Bien… Manténgase alerta. —Volviéndose hacia uno de los técnicos le interrogó—: ¿Todo en orden?

El hombre hizo un signo afirmativo, y Durrell volvió a hablar por el mismo teléfono:

—Ahora, cuando conecte uno a uno los detectores térmicos, envíe una señal por el circuito de audio… Luego podremos empezar a tomar líneas de base… Un momento.

—Cubrió el micrófono con la mano y se volvió hacia uno de sus ayudantes para ver si le había oído. El otro hizo un signo afirmativo.

—Bien… Gracias, David.

En el transcurso del anterior examen, David Baird fue interrogado sobre el trabajo que realizaba. ¿Había sentido alguna vez claustrofobia? El hombre contestó negativamente. Por supuesto, no faltaban razones para hacerle tal pregunta.

David Baird realizaba su trabajo metido en uno de los más herméticos espacios cerrados que haya ideado el hombre. Enfundado en un voluminoso mono blanco, tocado con un gorro blanco también y con los pies metidos en una especie de chanclos, se arrodillaba ante una mirilla del reactor. Sobre su cabeza se extendía la bóveda interior de la caldera de alta presión, gigantesco frasco metálico de cuatro pulgadas de espesor, más de dieciocho metros de diámetro y treinta de altura. Debajo del hombre estaba el piso del reactor, en forma de panal. Entre la caldera, situada sobre su cabeza y el piso del reactor, había un bosque de tubos metálicos verticales, entre los cuales quedaba el espacio justo para poder circular a gatas entre ellos. Dos o tres hombres, también con equipo protector, permanecían agachados a su lado cual animales perdidos en una selva metálica.

Los tres trabajaban bajo la luz de unos focos montados sobre un trípode, conectados provisionalmente a través de un orificio de noventa centímetros de diámetro en el centro de la caldera de alta presión, donde había sido retirada una sección del casquete de acero. El gigantesco tapón metálico se balanceaba suavemente de tres polipastos a cadenas que a su vez colgaban de la grúa-puente instalada en el techo del reactor, a treinta y seis metros de altura. La pesaba seis toneladas.

Dentro de la caldera el aire era cálido y húmedo. Se percibía un penetrante olor a metal recocido, que se confundía con el acre hedor a cable eléctrico caliente.

Los tres hombres metidos en el recipiente de presión se veían rodeados de revestimiento refractario y de un macizo blindaje biológico de 2,75 metros de espesor. Un cubo de hormigón de más de treinta metros de lado, cuyo espesor variaba entre 2 y 2,75 metros, englobaba totalmente la caldera. El limitado espacio en el que trabajaban arrodillados los hombres sólo tenía una salida: una estrechísima escalera de duraluminio que permitía alcanzar la abertura de la caldera. Más arriba se veía una segunda escalera empotrada en la pared del túnel practicado en el escudo de hormigón y que, pasando a través del blindaje biológico, conducía al piso de la sala del reactor.

Por el orificio practicado en la caldera, junto a los mazos de cables, se veía un largo tubo flexible rematado por una caja cuadrada con una rejilla. Aquella caja contenía múltiples capas de filtros de fibra de vidrio. A través de la rejilla entraba una tenue corriente de aire puro, es decir, aire libre de partículas en suspensión. Baird y sus dos colegas realizaban en aquellos momentos el largo y meticuloso proceso de calibrado de los instrumentos.

En el núcleo central del reactor, todavía inactivo, estaban siendo instaladas unas baterías de dispositivos «detectores», que se intercalaban entre las barras de uranio combustible. Tales dispositivos servirían para suministrar información continua sobre el estado del núcleo: su temperatura, el ritmo del proceso de fisión, las diferencias de temperatura entre el agua que refrigeraba el centro del «panal» y la que, a elevada temperatura, salía del núcleo y seguía hacia los generadores de vapor.

Mediante señales eléctricas, los detectores transmitían su información al ordenador y a la sala de mandos. Mientras tanto, Baird y sus colegas podían simular una señal eléctrica en los instrumentos, para comprobarlos uno a uno como si estuvieran recibiendo de los detectores situados en el núcleo. Entonces los técnicos de la sala de control cotejaban las lecturas de los instrumentos con las gráficas de calibrado suministradas por los fabricantes.

Baird descolgó el teléfono instalado a su alcance y marcó un número. Mientras esperaba la señal de respuesta desde la sala de mandos, desconectó un cable rojo del borne marcado con una B, un cable verde del borne marcado B2f y conectó los dos cables de un minúsculo oscilógrafo portátil a los bornes. En un cuadernillo de notas que llevaba en su bata, y apoyándose sobre una caja, escribió: «Calibrado matriz sensor B.» Una luz parpadeó en el teléfono. Baird descolgó y dijo:

—Acabo de conectar la salida de la matriz B… ¿Hay lectura? Cambio.

A continuación puso en marcha el oscilógrafo, en cuya pantalla amarilla se sucedió en seguida un tren de complicadas curvas.

—Doy señal en dientes de sierra bajo tensión de cuatro coma cinco voltios.

En la sala de mandos, un técnico vigilaba la aguja que se movía sobre un cuadrante con la inscripción «B, detector térmico». La aguja señaló cuatro coma uno. Y el técnico dijo por el teléfono:

—Es cuatro coma uno. Compruebe la tensión de salida de su señal, por favor.

Dentro del reactor, Baird se protegió los ojos heridos por las luces y observó la pantalla del oscilógrafo. Sudaba abundantemente, y las manos le temblaban mientras tocaba los mandos de otro instrumento. En la pantalla, los picos de tensión se desplazaron un poco y su altura aumentó. Baird se puso al teléfono y dijo:

—¿Cómo va eso ahora?… ¿Ha subido?… ¿Conforme?… ¿Sí?… De acuerdo.

Colgó, desenchufó el oscilógrafo y anotó algo en la columna «Observación terminada» de su cuaderno. Luego, con dedos torpes y temblorosos, volvió a conectar el hilo rojo al borne B, y el hilo verde al borne B.

Marcia giró un botón del medidor Venn para ponerlo en «Puntuación». Por una rendija salió una tira de papel llena de cifras impresas. Cortó el papel de un tirón, le dio un vistazo y luego lo dobló guardándolo en un fichero. Después miró a Philip Naylor, que estaba sentado en un sillón. Era un hombre de baja estatura, de aspecto vivaz y de unos treinta años de edad, con el pelo negro partido por una correcta raya y patillas muy cortas. Aunque no estaba en horas de trabajo, vestía traje completo, color gris oscuro, camisa blanca y corbata de nudo muy apretado.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó en un tono cuya aparente despreocupación apenas ocultaba su ansiedad.

—Todavía no se puede saber —contestó Marcia.

—Pero ¿cómo funciona ese chisme?

—Es un sistema para evitar todo prejuicio personal. En otras palabras, a usted no le influye lo que yo pueda decirle durante la prueba.

—Nunca me acostumbraré a ese condenado trasto.

Marcia procuró tranquilizarle:

—Este aparato es totalmente imparcial, mucho más que cualquier persona. De todas maneras, sus resultados me parecen estupendos. Y, sobre todo, le agradezco que me haya concedido su tiempo, pues no ignoro que están ustedes muy ocupados.

Carol Naylor entró llevando una bandeja con café, y recordó a su marido con muy estudiada urgencia que su turno empezaba dentro de una hora. La conversación derivó hacia las peculiaridades climatológicas de las Oreadas y el precio de la comida en los establecimientos de Kirkwall.

Mientras se alejaba en su coche, Marcia recordó la tensión que había observado en los dos cónyuges, sentados al borde de sus respectivas sillas, en una sala limpísima. Imaginó lo que pensaría de ella la pareja. Probablemente creerían que aquella norteamericana que había estudiado sus cabezas iría directamente a poner el resultado en conocimiento del jefe de personal de la Central.

Tal reacción habría sido en realidad bastante típica, es decir, bastante corriente: una general tendencia al recelo, a la suspicacia. La primera vez que les examinó en Londres, todos buscaban empleo y consideraban la prueba sólo como una evaluación de su aptitud para aspirar a un puesto de trabajo. La responsabilidad por tal equívoco incumbía, desde luego, a la agencia de personal.

Mas, ahora que todos tenían empleo envidiable y seguro, con la posibilidad de que se construyeran otras muchas centrales parecidas, la prueba efectuada por la americana podía representar un peligro. Porque si no salían airosos, ¿qué podía ocurrir? Estaban seguros de que en algún lugar quedaría un expediente secreto, una ficha donde constarían los resultados del test. Y, ¿cuántas personas tendrían acceso a tal ficha?

La cooperación de aquellos tres hombres sólo pudo conseguirse gracias a que el doctor Durrell aprobó la petición de Marcia y se ofreció él mismo, voluntariamente, a ser examinado. Marcia empezó con Elleston y Haskell, y ahora le había tocado a Naylor.

Marcia conducía el automóvil de alquiler con cierta dificultad. Era un modelo de 1974, con la carrocería bastante abollada. Sus estropeados amortiguadores hacían que la marcha fuese muy incómoda. Pasó frente a las inhóspitas viviendas construidas por el consorcio Gelder para sus empleados, y siguió carretera adelante hacia la central de Grim-Ness, en el extremo nordeste de la isla. Se había citado con Mawn en la central para antes de la entrevista con el doctor Frank Durrell. Marcia rememoró las cuarenta y ocho horas pasadas. Para Stanley Elleston y Roger Haskell, aquél había sido su segundo test. Ambos habían sacado una puntuación algo inferior a la de su primer examen. Sólo Philip Naylor había sido examinado tres veces, y los resultados indicaban una progresión decreciente. La psicólogo pensó con cierta inquietud que dos puntos en una curva no significaban prácticamente nada. Incluso tres puntos, como en el caso de Naylor, parecerían insuficientes a un escéptico. Aunque su puntuación hacía de él un superdotado, había sufrido merma en su destreza manual, su memoria gráfica y su vocabulario.

Marcia pensó cómo se podría convencer a Lodge o a los ministros para que, con tan endeble prueba, ordenasen el aplazamiento de la puesta en servicio.

Aún le faltaba examinar a tres hombres que habían pasado previamente dos tests: Bernard Westcott, encargado de la refrigeración de emergencia, David Baird, mecánico del reactor, y el doctor Frank Durrell, jefe de sistemas y administrador de la Central. Marcia se preguntó cómo iba a enfrentarse con la situación si las cifras de Durrell mostraban también deterioro.

¿Cómo decirle a un ingeniero nuclear que estaba convirtiéndose en un incapaz?

Marcia se puso a imaginar su propia reacción si alguien le dijera que perdía facultades. Hubo de confesarse que no tardaría mucho en mostrar la puerta a quien insinuara tal cosa.

Mawn la esperaba en la antesala, entre dos secretarias que tecleaban sin descanso. La salita estaba atestada de legajos y archivadores.

Al entrar Marcia, una de las secretarias levantó la cabeza, se quitó los auriculares y le preguntó:

—¿Señorita Scott?

Marcia le sonrió y asintió con la cabeza. La secretaria, tras unas palabras por el intercomunicador, la acompañó al despacho de Durrell.

El doctor Frank Durrell ocupaba una sencilla mesa funcional. La estancia estaba casi desnuda. Las paredes eran de color gris y en el suelo había una alfombra barata de color verde oscuro. En las paredes se veían diagramas y tablas, pegados con cinta adhesiva. Durrell tenía el rostro enjuto y la palidez peculiar del hombre de mediana edad que ha pasado demasiados años trabajando sin cesar. Coronaba su alta y casi cuadrada frente un poco de cabello rojizo, peinado en cortinilla a fin de disimular una avanzada calvicie. Sus ojos eran pequeños y hundidos. Con voz tenue pero clara dijo:

—Pase, por favor. —Y mirando a Marcia, añadió—: Usted debe de ser la señorita Scott… Hace casi un año, ¿no?

—Poco más o menos. Le presento al doctor Mawn, que está muy interesado en nuestros trabajos.

Durrell se puso en pie y tendió la manó a Mawn:

—¡Ah, sí! He oído hablar de usted. —Se volvió hacia Marcia y dijo—: Deben perdonarme. No quiero urgirles, pero es que estamos de trabajo hasta la coronilla. Conque, ¿podríamos empezar ahora mismo?

—¡Cómo no!

Marcia sacó de su caja el medidor Venn y lo instaló sobre una mesa. En aquel momento se oyó un golpecito en la puerta, y una secretaria asomó para decir:

—El señor Gelder al teléfono, señor.

Durrell les echó una rápida mirada:

—Disculpen.

Y salió cerrando la puerta tras de sí. Mawn ayudó a Marcia en la preparación del aparato medidor. A los pocos minutos, Durrell regresó dejando la puerta abierta. Tenía el rostro encendido.

—Lo siento, pero se ha presentado un contratiempo. Hoy no podré dedicarles ni un solo minuto.

—¿Y no podríamos hacerlo en otro momento? —inquirió Marcia.

—Bien… No, yo… Por ahora, verdaderamente no veo medio de complacerles. La puesta en servicio de una central exige una dedicación absoluta.

—¿La semana próxima, entonces?

Durrell emprendió la marcha hacia la puerta:

—Temo que no va a ser posible. Comprenda que nuestro trabajo es muy importante, económica y políticamente. El tiempo apremia. Creo que de momento deberíamos cancelarlo. Lo siento mucho. Adiós.

Y tendió la mano a Mawn. Cuando éste alargó la suya, la de Durrell pareció esquivar momentáneamente el contacto.

Marcia cerró de golpe la puerta del coche:

—¡La típica marcha atrás!

—¡La palabra del Señor vino de lo alto! ¡Gelder!

—Quedan dos.

—No bromees. El despacho de Westcott queda un poco más lejos que el de Durrell. Lo vi al entrar. No, es imposible. ¡Nos han calado!

—Todavía queda… —Marcia consultó una lista que llevaba—, David Baird, que es vecino de Philip Naylor. Si no está de turno quizá podamos verle antes de que entre a trabajar. ¡Vamos! ¡Hay que hacer algo antes de regresar a casa!

Sentado junto a una blanca cesta de politeno, Philip Naylor observaba cómo iba cayendo en la misma un torrente de perforada cinta azul. El «confetti» producido por la perforadora se depositaba en forma de continua lluvia en una caja de cristal cuadrada. La cesta contenía ya otro tramo de cinta parecida, pero de color verde claro.

En una mesa, y clavada sobre una tabla, se veía una hoja de control de tareas. Aquella hoja llevaba la inscripción «Circuitos cerrados iterativos-Comprobación de función error». Mientras la cinta pasaba entre sus dedos, Naylor comparaba el código de la misma con la clave, expresada en la hoja de control. A su lado, se alzaban los elementos de color gris cuyo conjunto formaba el ordenador. Se oía el leve, pero penetrante zumbido de los acondicionadores de aire que refrigeraban los complicados circuitos interiores. Un cuadro de indicadores de neón parpadeaba en ritmo rápido e incomprensible.

En un tramo de dos metros y medio de cinta azul, la máquina perforadora había cometido dos errores. Ambos habían sido localizados por Naylor y consistían en dos espacios en blanco donde debía figurar una serie de perforaciones.

Naylor comparó por tercera vez la cinta con la hoja de control, y marcó a lápiz la posición del error detectado en la cinta.

Luego cogió un troquel de mano especialmente adaptado al diseño de la cinta, y efectuó las perforaciones que la máquina había omitido. O al menos eso fue lo que se proponía.

Cuando se utiliza un ordenador para procesar información, aquél debe almacenar previamente una base de datos a fin de comparar cualquier información de entrada con las cifras en memoria. El ordenador suele cometer errores, pero tiene un sistema interno de verificación que advierte al operador humano para que éste haga la rectificación oportuna.

En una central nuclear este procedimiento no se considera lo bastante seguro. Muchos de los canales de información entre el núcleo del reactor, el ordenador y la sala de mandos se duplican y, a veces, se triplican. Este sistema se llama «del jurado», porque el operador puede seleccionar dos de cada tres valores para obtener una decisión por mayoría sobre cualquier dato recibido. Las instrucciones consignadas en la hoja de control daban por sentado que las pruebas de admisión a trabajar en una central nuclear excluían de antemano y con toda certeza a los daltónicos.

Philip Naylor había pasado esas pruebas. Creyó taladrar manualmente la cinta azul, pero lo que en realidad hizo fue recoger de la cesta la cinta de color verde y taladrar en ella las perforaciones correctas.

Agnes Baird era una mujer simpática, de carácter natural y franco.

Tras una segunda taza de té con su correspondiente porción de torta hecha por ella misma, se decidió a romper su inicial reserva y empezó a hablar de la preocupación que le causaba su marido. Su voz tenía un ligero deje galés:

—Habrá que darse prisa, porque está a punto de terminar su turno.

—¿Cuándo lo notó usted por primera vez? —preguntó Marcia.

—No estoy muy segura, pero creo que fue lo del coche. Tenemos un coche de época, ¿sabe?

—Sí, ya lo he visto —interrumpió Mawn—. Es el XK 120, modelo 1961…; lo vi en el garaje. Habrá costado años el restaurarlo. ¡Qué hermosura de coche!

—Bueno, antes sí lo era. Pero el caso es que él sigue chocando con todo. No es que sean choques muy fuertes; sólo topetazos y arañazos aquí y allá, ¿comprende?

—¿Le ha hablado de ello? —inquirió Marcia.

—Lo intenté una vez, pero él casi me muerde… En vista de lo cual desistí.

—¿Ha observado algo más? —preguntó Mawn.

La mujer se levantó y se fue hasta la ventana:

—Véalo usted mismo.

Le enseñaba unas marcas negras de neumáticos sobre las piedras amarillas del muro, junto a la puerta principal.

—Además de lo del coche, quiero decir.

—¡Ya lo creo! David está suscrito a la «Scientific American». Una revista, ¿sabe? En la Central todos la leen. En las páginas finales viene una sección que creo se llama Matemáticas Recreativas.

—Sí, la conozco —dijo Mawn—. Por Martín Gardner. Algunos de sus problemas son bastante difíciles.

—Eso es. Bien, él solía acertarlos todos con regularidad y se envanecía de ello. Pero ahora se pone furioso cuando intenta resolverlos. Dice que el que los escribe… Gardner, ¿verdad? No hace sino equivocarse. Si quiere que le diga la verdad, creo que ya no sabe resolverlos.

—¿Hay más? —insistió Marcia.

Ante tal pregunta, Agnes Baird se quedó un momento pensativa.

—Bueno, pues sí. La otra mañana… fue cosa de risa… Le gusta llevar corbatas de lazo… Sus compañeros lo toman a guasa… Él estaba delante del espejo manoseando torpemente el lazo y echando pestes. Total, que tuve que hacérselo. Como un niño…

Mientras David Baird subía fatigosamente por la escalera de duraluminio para salir de la caldera de alta presión, a noventa metros de distancia, en la sala del ordenador, los datos de calibrado que él había transmitido quedaban grabados en los discos de memoria de la computadora.

A medida que las ráfagas de información cifrada recorrían las entrañas de la máquina, los circuitos de control de error iban comparando cada valor con otro ya almacenado. Por haber cambiado Baird la señal de su oscilógrafo en vez de advertir que el detector calibrado era defectuoso, y por haber conectado equivocadamente los cables rojos y verde, el ordenador había recibido información equivocada acerca de un detector térmico en la matriz B del núcleo.

Finalmente, por haber taladrado la cinta verde en vez de la azul, Philip Naylor permitió que el error cometido por Baird no fuese descubierto por los circuitos de control de error instalados en el ordenador.

El reactor a presión de Grim-Ness había contraído una enfermedad aún antes de nacer.