Durante dos días antes del programa televisivo, Mawn y Marcia trabajaron duro sobre los datos que iban a publicar.
Mawn había llegado a un difícil acuerdo con el productor del programa. El programa sería continuación del que sirvió para divulgar por primera vez el efecto dinosáurico. Se hizo saber a los industriales atacados que tendrían oportunidad de refutar sus manifestaciones ante la pequeña pantalla. Mawn se ratificó en que poseía nuevas e importantes pruebas, que tribuirían a generalizar y reforzar su teoría. A ello el productor respondió que el programa no estaba concebido para servirle de plataforma desde la cual exponer nuevos puntos de vista sino para permitirle defender sus primeras declaraciones.
Como de costumbre, el programa iba a ser emitido en directo el domingo.
Marcia se arrellanó en su butaca y dejó el lapicero en el suelo:
—¿Cómo has conseguido todo esto? ¿O es un secreto profesional?
—De ninguna manera. Durante los últimos años han sido muchas las personas afectas a distintas empresas que ofrecieron datos. En su mayoría se trataba de empleados descontentos por uno u otro motivo. No quise hacerles demasiado caso. Pero estos documentos —señaló unos papeles— son de John Barfield, quien me los envió hace sólo un par de días.
—Barfield corre un gran peligro, ¿no? Y, ¿qué obtiene en compensación?
—Sobre todo, una conciencia tranquila. Como sabes, trabajaba en la Comisión de Investigación Médica. Luego Gelder le contrató para que dirigiera su nuevo departamento de higiene industrial. Fue una especie de engaño. En la construcción de reactores nucleares, la seguridad es obviamente esencial. En realidad, la presencia de Barfield servía para acallar las protestas de los Sindicatos en cuanto a los peligros que corría la salud de los empleados.
—¿Te fías de él?
—¿De John? Absolutamente. La razón de que viniese a verme hace unas semanas fue, ante todo, su interés hacia la ecología. Es lo único que le mueve. Y ha descubierto que muchas de las centrales nucleares construidas por el consorcio Gelder sufren averías y accidentes. Ha recopilado la documentación al respecto, y se dirigió al Consejo de Administración para proponer determinadas medidas de seguridad.
—Naturalmente, el Consejo no le hizo ningún caso.
—No sólo eso, sino que le ordenaron que dejara de meterse en tales asuntos. Como comprenderás, el problema radica en que sacrificó su carrera al incorporarle a Gelder. Además tiene una familia numerosa. Vino a verme y me facilitó un verdadero arsenal de datos. Me dijo más o menos: «Haz lo que creas conveniente, pero no digas nunca que yo te los proporcioné».
—¿Y no hay peligro de que se metan con él?
—Ninguno, porque son muchas las personas que tienen acceso a esas cifras.
Marcia cogió una ficha y leyó una serie de cifras:
—¡Esto me parece demasiado!
Mawn levantó la vista y dijo:
—¿El qué?
—Uno de los cálculos realizados por Barfield. —Cotejó la ficha con una lista que cogió de encima de la mesa y siguió diciendo—: Según él, uno de los ordenadores instalados en la central de Dortmund estuvo inactivo en más del setenta por ciento de su capacidad, debido a ciertos defectos.
—Lo cual no deja de ser habitual en los ordenadores de la NALA. En todo caso, cuando obtuvimos estos datos los comprobamos a fondo. Ahora hemos de simplificarlos para que pueda asimilarlos el público. Si tienes alguna duda sobre el particular, exponla ahora.
Ella vaciló antes de contestar:
—¿No pueden demandarnos por difamación, o por algo por el estilo? Porque esos señores cuentan sin duda con el respaldo de buenos juristas.
—No se atreverán. Nosotros no hacemos sino señalar unos hechos relativos a sus actividades. Que se defiendan. Ahora tenemos una oportunidad de hacer llegar nuestro alegato a los ojos y oídos de más de doce millones de personas. Va a ser el mejor foro imaginable. Ahora podré sacar a la luz todo lo relativo a la merma de inteligencia y demostrar que la misma no se circunscribe a este país.
—Espero que Simón Joyce no te apriete las tuercas. No olvides que es un as en lo que a fastidiar se refiere.
—Es un pequeño riesgo.
—¡Ah!, olvidaba decirte que unos amigos quieren verte. ¿Te molesta?
Mawn sonrió:
—¿Aquí?
—Sí. Yo solía organizar aquí reuniones para Sheldon.
—Trataré de corresponder, si puedo. Debo pronunciar unas palabras después del programa, a última hora de la noche. Haré acto de presencia en la «suite de los agasajos», como ellos la llaman, y tomaré el suficiente whisky escocés como para despertar el interés de mis enemigos.
Simón Joyce estaba sentado en un rincón de la antesala del estudio junto con el director, repasando atentamente el guión y ajeno, en apariencia, a la presencia de sus cuatro invitados.
Mawn ocupaba una butaca de plástico, mientras una maquilladora le daba toques con una borla de polvos, para eliminar el brillo de su frente. Por la abierta puerta del estudio entraba una algarabía de sonidos. Dos hombres sudorosos instalaban una mesa frente a una batería de cámaras. Otro hombre, en mangas de camisa y llevando unos auriculares, tomó de la mesa una botella vacía y la agitó con cierta rabia en dirección de una agobiada muchacha, ordenándole ir a llenarla de agua.
Mawn notó que su corazón latía sólo un poco más rápido que lo normal. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, palpando sus notas, y luego observó a sus tres antagonistas.
Geoffrey Twining, redactor científico de «Daily Chronicle», era un posible aliado suyo. El profesor Seager, catedrático de Informática por la King’s University, pese a sus refinados modales, era un adversario temible. William Sampson, secretario de la Junta de Energía Nuclear en el Ministerio de Industria y Comercio, probablemente sería neutral, aunque procuraría defender a sus amos.
El hombre de los auriculares asomó la cabeza por la puerta y sonrió:
—¿Preparados, señores? Gracias.
Mawn ocupó desmañadamente su asiento, bajo la deslumbradora luz de los potentes focos.
Y empezó a sonar la música de sintonía.
Marcia atendía a los invitados, que eran unos quince. Entre los funcionarios de la administración pública destacaba Richard Lodge. Su esposa Alicia, que era española, llevaba un vestido de noche de terciopelo azul oscuro.
Howard Venn había venido en avión desde Lisboa. Estaba hablando con Lodge, con aquella combinación de respeto y autoridad que reservaba para quienes tuviesen poder o dinero. Su linda pero inexpresiva consorte exhibía una estereotipada sonrisa que ella creía demostrativa de un inteligente interés. Lodge asentía mientras Venn le explicaba sus puntos de vista.
Ninguno de los invitados dejaba adivinar que aquella reunión era un tributo póstumo a la memoria de Peters. Nadie mencionó siquiera su nombre. Durante media hora antes del inicio del programa, Marcia explicó los hechos a cuantas personas pudo, por si tropezaba con alguien influyente.
Con punzante expectación, consultó su reloj y encendió el televisor de treinta pulgadas. Los invitados se acomodaron alrededor de la pantalla, copa en mano.
La música cesó y empezó el programa.
Marcia se sintió más segura cuando vio que Mawn hablaba de un modo sencillo y eficaz, exponiendo sus premisas con lógica ilación, con un mínimo de gestos y de teatralidad.
Cuando terminó, Simón Joyce ocupó de nuevo la pantalla, resumió el motivo del programa y presentó a los tres hombres que iban a discutir la teoría de Mawn.
Marcia se levantó para llenar una vez más los vasos, mientras trataba de adivinar la reacción de los invitados ante el programa.
Geoffrey Twining intervino en primer lugar, ateniéndose a los puntos tratados por Mawn, y le presentó a éste algunas objeciones de detalle que Mawn pudo rebatir fácilmente.
Marcia exhaló un profundo suspiro. Si los demás oponentes fueran tan fáciles de despachar…
El profesor Seager se quitó las gafas, las dobló cuidadosamente y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Espero me perdonen —empezó diciendo— si afirmo que muchas de las cosas que el doctor Mawn ha dicho aquí me dejan hondamente preocupado.
—¿Podría decirnos por qué, profesor? —le preguntó Joyce.
Seager cruzó, solemnemente, las manos.
—Se nos ha hecho una exposición muy clara. El doctor Mawn sostiene que la base de nuestra avanzada tecnología se halla de alguna manera amenazada por el empleo de máquinas defectuosas. Ha bautizado su idea con un nombre sumamente propagandístico: ¡el efecto dinosáurico! Por tanto, y acudiendo a los aspectos más objetivos de lo que debo calificar como un irresponsable cuento de ciencia ficción…
—¡No son ficticios los datos que he aportado! —protestó Mawn—. Mi información es absolutamente sólida; puedo asegurárselo…
Joyce interrumpió a Mawn con firmeza:
—No olvide, doctor Mawn, que debe conceder una oportunidad a los demás…
Mawn se calmó, y el profesor Seager continuó:
—En efecto, se ha insinuado que… —echó una ojeada a sus notas— el porcentaje medio de error en el sistema de ordenadores de la NALA era del diecisiete por ciento.
Volviéndose hacia Mawn le interrogó:
—Eso ha dicho usted, ¿no?
Mawn asintió.
—Y que los ensayos del sistema de seguridad por enfriamiento del núcleo en caso de avería mostraban en el reactor de Kioto una temperatura irreductible de mil quinientos grados. ¿No es así?
Mawn asintió nuevamente:
—Así es.
—Luego ha afirmado que el examen radiológico de la caldera de alta presión del reactor de Dortmund indicaba un dos por ciento de fallos, en promedio. Es decir, que dos de cada cien pulgadas de soldadura presentaban imperfecciones de una o de otra índole.
—Dentro de los límites que señalé, sí.
—Y, completamente aparte de sus declaraciones anteriores ante la televisión, usted afirma que los niveles de radiactividad en los circuitos refrigerantes excedían en un cuatro por ciento el máximo admisible. —Seager desplegó un folleto—. Pues bien, me he puesto en contacto con el consorcio Gelder, cuyos directivos han tenido la amabilidad de facilitarnos, a mí y a mis colegas, libre acceso a todos los datos de sus investigaciones. —Después de echar un vistazo a la ficha, prosiguió—: El error medio en los sistemas informáticos verificados fue del dos coma cuatro por ciento, mientras que usted sostiene que es del diecisiete. —Volvió la página—. El sistema de enfriamiento del núcleo da una temperatura teórica de sólo cuatrocientos veinte grados, ¡mientras usted dice que es de mil quinientos! En cuanto a la medida de la radiactividad en los circuitos primarios de refrigeración es, en efecto, inferior al máximo de cero coma cero cinco roentgen-equivalente biológico. Desde luego, cabe desconfiar de los datos estadísticos, pero las cifras del doctor Mawn muestran tal divergencia con respecto a las mías, que sólo cabe suponer que ha sido erróneamente informado… —Se caló las gafas y terminó—: Y el hecho de que el doctor Mawn no pueda, o tal vez no quiera, revelar el origen de sus informaciones, me produce cierta inquietud.
—Mis cifras podrán ser comprobadas —empezó diciendo Mawn, pero le temblaba la voz—. En realidad, fueron obtenidas en la misma empresa…
Joyce se dirigió al cuarto invitado:
—Señor Sampson, usted representa a la Junta de Energía Nuclear. Nos gustaría oír su punto de vista.
—Desde luego. Para empezar señalaré que existen dos tipos de centrales nucleares en este país, las instaladas por la Junta y las construidas por empresas particulares, en este caso por el consorcio Gelder. Ahora bien, en ambos casos, y debo hacerlo constar, mi departamento ejerce el más estricto control sobre todas las medidas de seguridad aplicadas en las centrales. Para el caso que nos ocupa, nuestras cifras coinciden con las referidas por el profesor Seager. Desconozco la procedencia de los datos del doctor Mawn, pero opino que están desprovistos de todo fundamento.
Dirigiéndose a Mawn, Joyce preguntó:
—Doctor Mawn, ¿tiene algo que añadir?
—No estoy de acuerdo con lo que se ha dicho aquí —la voz de Mawn había bajado de tono—. Cualquier cifra puede ser discutida, y ello depende de su origen. Pero la situación, de hecho es mucho más grave. Una de mis colegas y yo hemos hallado pruebas de que las nuevas centrales son defectuosas. Por otra parte, muchas de las personas que las atienden presentan síntomas de decreciente aptitud. Ciertos aspectos del comportamiento y la inteligencia de tales personas presentan un grave deterioro. Conque lejos de verme rebatido, creo que…
—¿Ah, sí? —interrumpió Seager—. Como sus cifras han resultado completamente erróneas, ahora quiere usted inventar algún síntoma totalmente nuevo para disimular su equivocación. Sólo me resta decir que la economía de nuestro país depende de una provisión de energía barata y no contaminante. Hemos estado escuchando aquí un infundado ataque al corazón de uno de nuestros recursos más importantes: la energía nuclear. Es posible que los datos del doctor Mawn resulten de una involuntaria equivocación; o tal vez haya sido mal informado. También puede ser que él mismo haya inventado todo este asunto. ¡La ley me prohíbe manifestar mi elección entre estas tres posibilidades!
Simón Joyce miró hacia la cámara y dijo:
—¡Bueno! ¡Estamos ante una cuestión batallona! Y esto ha sido todo lo que nos ha permitido esta noche el tiempo de que disponíamos. Así, pues… —con una inclinación de cabeza dirigida a cada uno de los nombrados—… señor Sampson, señor Twining, profesor Seager, doctor Mawn: Muchas gracias.
Richard Lodge apagó el receptor y se arrellanó en el asiento, mientras Marcia permanecía inmóvil en el suyo, demasiado aturdida para moverse. Un tenso silencio reinaba en la sala, roto en seguida por una explosión de ruidosa charla. Todos se levantaron al mismo tiempo, y se encaminaron hacia la mesita de las bebidas.
La siguiente hora fue de las más largas en la vida de Marcia. Todos los invitados se comportaron como si el hecho de reunirse fuese el único motivo de su presencia allí, y el programa televisivo no hubiera sido más que un acontecimiento casual. La señora Venn, con su estupidez habitual, desentonó al comentar que Mawn estaba mejor con la barba recortada.
Marcia se negaba a pensar en el fracaso; no le importaba saber qué había fallado. Poco a poco, y mientras iba por la sala tratando de mantener la trivial conversación, empezó a repasar todos los fundamentos del trabajo que ambos habían efectuado.
Con diferentes pretextos, los invitados fueron despidiéndose y desfilaron hacia sus casas respectivas. Venn no pudo evitar unas palabras amables de despedida:
—Dile de mi parte al doctor Mawn que lo siento mucho y que nuestros servicios están a su disposición… si aún pueden serle útiles.
El último en despedirse fue Richard Lodge. Mientras su mujer ayudaba a arreglar el piso, él tocó suavemente a Marcia en el hombro:
—Si yo fuese Mawn, no me lo tomaría demasiado a pecho. Lo principal es rectificar las prioridades. Estoy seguro que el trabajo de ambos no ha sido inútil.
Durante casi una hora, Marcia permaneció inmóvil en una silla. Luego se abrió la puerta y Mawn la miró mientras ella se levantaba poco a poco.
—Por Dios, dime qué fue lo que ocurrió, Alex.
Éste meneó la cabeza, y dijo con voz apagada:
—No tengo ni idea…
Cuando Marcia se fue, Mawn permaneció sentado en la larga butaca negra de Peters, con la mirada perdida en el vacío. Ni siquiera el familiar calorcillo del whisky pudo consolarle. Sentía una literal parálisis de la voluntad golpeada por la crisis. En el breve plazo de unas semanas, todo su mundo se había roto en pedazos. Antes fue la destrucción del laboratorio, y ahora el golpe final, el derrumbamiento de su prestigio como científico. Al excederse en su afán, él mismo había labrado su ruina: se había suicidado profesionalmente ante millones de personas. Ya no le quedaban ilusiones en cuanto a la posibilidad de continuar su trabajo; el agobiado semblante de Marcia se lo había demostrado de una manera definitiva. Seager había hecho un buen trabajo: en pocos minutos logró desinflar a Mawn y dejarle como un trapo.
¿En qué habían quedado los planes con Marcia?
Indeciso, se puso en pie y salió dando traspiés. Bajó la escalera y enfiló la desierta calle nocturna. Todo era preferible a verse rodeado por las ruinas de su teoría.
La noche era clara, y las calles mojadas brillaban a la luz de las farolas. Instintivamente se dirigió hacia el parque del Embankment, a orillas del Támesis.
El ataque fue tan repentino como inesperado. Una sombra apareció detrás de una estatua victoriana e hizo una seña. De entre unos matorrales salió otra sombra. Y ambas se abalanzaron sobre Mawn.
La lucha fue breve. Mawn dio un puntapié al más cercano de sus agresores, el cual, tambaleándose y llevándose las manos a la boca del estómago, cayó entre los matorrales. Cuando el segundo se abalanzó sobre Mawn, éste vio el resplandor de la hoja de un cuchillo. Se agachó y el cuchillo pasó sin herirle por encima de la espalda. Agarrando a su asaltante por las piernas, le alzó en vilo y le dejó caer de cabeza al suelo. El cuchillo rodó y Mawn se precipitó sobre su agresor, sujetándole de los hombros. Levantó amenazadoramente el puño, y el desconocido, tras grandes esfuerzos por liberarse, se rindió bajo el peso de Mawn. En aquel momento se oyó al otro hombre que se alejaba corriendo entre la oscuridad.
Mawn volvió la cabeza de su agresor hacia la luz, y se encontró con la cara de un jovenzuelo de unos diecisiete años. Una cara cuyos ojos asustados le miraban por entre una melena de ensortijado pelo rubio.
A la vista de aquel flaco y espantado rostro le invadió la piedad. Le obligó a incorporarse y le condujo a un quiosco-cafetería instalado debajo del puente del ferrocarril, y que permanecía toda la noche abierto.
Le costó mucho persuadir al muchacho de que no iba a llamar a la policía. Al fin, éste se confió lo suficiente para hablar:
—Lo único que necesito es pan. Llevábamos dos días sin comer. Pensamos atacar al primero que pasara por el sendero.
—¿No buscas trabajo?
—¡Qué va! ¿Quién iba a emplearme? No sirvo para nada. Lo he intentado y ya no puedo más. El último empleo que tuve fue en un garaje. Y ni siquiera eso sabía hacer. Mis manos están cada vez peor. Y perdí el empleo. En otro tiempo podía trabajar muy bien con las manos. Ahora, ¿a quién le importa eso?
Algo más tarde, de regreso a casa, Mawn no se podía quitar de la cabeza aquel flaco y enfermizo rostro. Había ofrecido al mozo cinco libras si se presentaba en el laboratorio para ser examinado, pero el otro guardó silencio, desconfiado, creyendo que le tendía una trampa.
«Ya no puedo más». Aquellas palabras resonaban en su mente. ¿Dónele acabaría aquel joven, si era uno de los disminuidos? ¿Cuántos más serían como él? Mientras andaba por las lóbregas calles, imaginó la pesadilla de un país de deficientes mentales, andando entre las sombras como lobos por el bosque. Recordó su programa televisivo, pero ello ya no le producía reacción alguna. ¿Qué importaba aquello, comparado con esto otro? Sólo una cosa cabía hacer: continuar. El compadecerse de sí mismo era un lujo que él no podía ni debía permitirse. Cuando llegó al piso empezaba a amanecer.
Marcia despertó tarde. Sentía un peso en sus miembros y una gran torpeza mental. El menor movimiento le costaba un esfuerzo desproporcionado. La humillación y el desconcierto sufridos durante la reunión de la noche anterior —los comentarios reticentes, las miradas de soslayo— le encendían aún el rostro. Añoró la comodidad de su casa paterna, allá en los Estados Unidos, y pensó en el viaje de regreso, diciéndose con satisfacción que podía verse a bordo de un reactor en cuestión de horas. Paseó la mirada por los vulgares muebles del apartamento alquilado, y recordó su propia habitación de soltera.
Alex estaba acabado, pensó Marcia. De eso no le cabía duda. Todas las cifras habían resultado definitivamente erróneas; al menos las que le había proporcionado Barfield. Por un momento pensó que a lo mejor Gelder le había engañado proporcionándole datos falsos. Pero en seguida desechó la idea, al recordar que tales datos habían sido sometidos a una doble verificación.
Rememoró el planteamiento de Alex en cuanto a los tests de inteligencia, y empezó a sospechar si el propio Alex estaría equivocado en su método científico. Recordó las palabras de uno de sus maestros: «Cuando alguien pretende divulgar su trabajo antes de tenerlo publicado, ese trabajo es ciertamente incompleto y muy probablemente erróneo». Con un sonrojo de turbación, recordó que los argumentos de Mawn la habían fascinado desde el principio. Imaginó a Venn en la misma situación en que se encontraba ahora Alex. ¡Cómo se habría arrastrado Venn! Éste no era más que facha, pero sin energía interior.
Alex había sido víctima del peor ataque a que puede exponerse un científico: una acusación de charlatanería, que entraña la pérdida de todo crédito. Y ello había ocurrido en público. Ante un público entre el que estarían seguramente muchos de sus colegas. Nunca le sería perdonada semejante derrota.
Se oyó un fuerte aldabonazo en la puerta. Marcia se levantó y se puso a toda prisa la bata y las babuchas. Luchando contra sus náuseas, fue a abrir. Era Alex Mawn, absolutamente tranquilo y con una media sonrisa en su rostro.
—Alex…, anoche no supe qué decirte. Me sentí tan desconcertada… Entra.
Mawn entró y se sentó:
—Nada había que decir, ¿verdad? Me dieron una patada en los mismísimos; eso fue lo que pasó.
—¿Y tus cifras, Alex? ¡Estabas equivocado de medio a medio!
—He tenido tiempo de pensarlo. Las conseguí de Barfield, ¿no?
Marcia asintió.
—Barfield será lo que se quiera, pero es honrado. Está molesto y preocupado por la situación. Además, ¿qué iba a ganar proporcionándome datos falsos? ¡El torcer la moral de Barfield ha debido costar una considerable presión y mucha influencia!
—¿Qué dices?
—De hecho, ahora estoy más seguro que hace sólo diez minutos.
Marcia parecía confundida.
—Le he telefoneado a su casa y he hablado con su mujer. Al parecer, su marido no está localizable; se habrá ido de viaje. Ella también estuvo muy reticente.
—¿Y qué harás ahora? ¿No te importa lo de anoche?
—He vivido una noche muy larga. —Mawn hablaba con serenidad, mirando a Marcia de frente—. Eso ya me había ocurrido otra vez. Durante una conferencia en Milán tuve un error completamente trivial. Tarde o temprano, eso le ocurre a todo el que se dedica a la investigación. Cometí un error estúpido, y aquel americano se puso en pie y se me echó encima. Señaló que, no sólo yo estaba en un error, sino que mi obra había sido publicada anteriormente por alguien. Sencillamente, yo no había «hecho mis deberes». Él tenía razón y yo estaba equivocado. Quedé pulverizado. ¡Pero luego resultó que yo tenía razón! Anoche la cosa fue distinta. En Milán, después de lo sucedido me marché a casa y literalmente me encerré. Creí que era un fracasado, que me había vuelto rematadamente torpe. Pero anoche… no sé… no he terminado los cálculos, pero de algún modo sé que estoy en lo cierto. Todo aquel trabajo que hicimos en el laboratorio de Venn, que tú hiciste conmigo, es perfectamente válido… Estás segura de los métodos estadísticos que allí utilizamos, ¿verdad?
—Sí; al menos, así lo creo —respondió ella, algo sorprendida.
—Voy a expresarme de otra manera: aún estás segura de que el deterioro de la inteligencia es real, ¿no?
—Sí, completamente segura.
—Bien. Pues deja que te diga otra cosa. Todo mi ser me impulsaba entonces a regresar a Plymouth, encerrarme en mi laboratorio y seguir resolviendo algún ameno y aséptico problema de lógica matemática. Sé que soy bueno en esta especialidad, que me gusta y me divierte. Pero ahora, eso no me serviría. Ahora he abierto la puerta del laboratorio y he descubierto el tremendo caos tecnológico en que todos estamos metidos. Anoche conocí personalmente a una de las víctimas.
—¿Qué pasó?
—Ahora no importa cómo fue. Más tarde te lo explicaré. Mira: si lo que hemos descubierto es verdaderamente general, quiero decir, a escala mundial, el que nuestras máquinas funcionen bien o mal carecerá de importancia, porque está apareciendo ante nuestros ojos una nueva especie de hombre mentalmente incapaz de manejar tales máquinas.
—Pero, Alex, piensa que nadie te hará caso ahora.
—Tienes razón; y por eso hemos de dirigirnos allí.
—¿A dónde?
—¡A las islas Oreadas, por el amor de Dios! Tenías razón al decir que no nos escucharían hasta que poseyéramos pruebas irrefutables. Por tanto, sugiero que regreses a los dominios de Venn y te hagas con uno de aquellos medidores portátiles de inteligencia y todo lo demás, las tarjetas de tests… En fin, todo lo que pueda sernos útil. Luego te vuelves y nos vamos en seguida. No olvides que en aquella central nuclear hay seis personas que, casi con toda certeza, no están a la altura de la tarea que realizan. En diciembre se pone en servicio la instalación. Hay tiempo para reexaminar a esas personas y demostrar que se hallan afectadas, o mejor aún, que sufren un progresivo declive de su capacidad. Con eso habrá una posibilidad de paralizar momentáneamente las obras.
—Eso no va a ser suficiente para convencer a nadie, por ahora.
—¿Tienes otra sugerencia?
—Pues podríamos buscar otro modo de presentar los materiales que ya poseemos.
—¿Para que sean archivados en los sótanos de algún ministerio? En el mejor de los casos, obtendríamos que se nombrase una comisión investigadora. Y al cabo de cinco años, tendríamos media hora de discusión parlamentaria y luego nada… Si el mal está tan extendido como creemos, es preciso denunciarlo de inmediato. Acepto todas tus objeciones al respecto: cinco personas en un mismo lugar no constituyen base para una comunicación científica. Lo sé. En cierto modo, lo nuestro vendrá a ser como una demostración teatral. ¡Pero no se trata de publicar una tesis teórica!
—¿Y cómo crees tú que hemos de actuar?
—Ante todo, apoderarnos de las pruebas: no hay otro camino.
—Pero ¿cómo?
—Pues abordando a esas cinco personas.
—¿Y cómo conseguiremos entrar en aquella central?
—Oye, Marcia: ¿no crees en nuestros descubrimientos?
—Por supuesto que sí.
—Bien; corremos otro peligro si no hacemos nada: si el cerebro del hombre degenera y fracasamos en nuestro intento de convencer de ello a la gente, ¡nunca podremos volver a mirarnos a la cara!
—Alex, debo decirte que no estoy acostumbrada a esta clase de presión.
—Si la degeneración es mundial, si la descomposición orgánica es irreversible, ello supone el fin de la humanidad, Marcia. Será inevitable que alguien apriete algún día el botón fatal. Es decir, el disparador. Por eso hemos de desplazarnos allí y convencerles de que tienen en la central a unas personas por demás peligrosas. ¿Quieres hacerlo, Marcia?
Durante más de medio minuto, Marcia permaneció completamente callada e inmóvil. Luego alzó la vista y dijo:
—Es lo único que cabe hacer.