7

Acurrucada en el sofá, Marcia contemplaba el desastroso estado de la sala de estar de Peters. Hacía dos semanas que éste había salido para Yugoslavia, y en ese tiempo había ocurrido un cambio radical. Los colores exquisitamente combinados y las mesas de cromo y cristal seguían allí. El trofeo continuaba en su nicho, pero los bien estudiados efectos de la decoración habían desaparecido. Las alfombras habían sido enrolladas, y el cristal de una de las mesas de café estaba cubierto de notas trazadas con rotulador. Toda la sala estaba llena de papeles. Del cuello de una estatua colgaba una larga cinta perforada. En todas partes había montones de formularios impresos. La escultura de Henry Moore servía de pisapapeles. Parte del suelo estaba cubierto de fotocopias y artículos de revistas científicas. Los documentos estaban plagados de anotaciones. En uno de ellos se leía: «Datos válidos, pero malísima interpretación». Y en otro: «Ni caso… pretenciosas nulidades».

Marcia consideró cómo lograría devolver un aspecto presentable a aquella sala antes de que regresara Peters. Porque éste era muy puntilloso y le gustaba que cada cosa estuviera en su sitio. Marcia empezaba a preocuparse por él. Salvo una breve llamada telefónica desde Dubrovnik, hacía diez días que no tenían noticias de él. Al ver el desorden, Marcia supo que Mawn había permanecido allí durante todo el fin de semana que ella había pasado en Kent con unos amigos.

Sonó el timbre de la puerta. Marcia se quitó el pañuelo de la cabeza y se alisó el cabello antes de abrir.

El visitante era un desconocido, un joven de unos veinte años, pelirrojo, de cara redonda y amigable. Vestía traje gris y su camisa blanca contrastaba con el recién adquirido bronceado.

—¿Señorita Scott?

Marcia asintió.

El hombre se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un sobre grueso de color pardo, y se lo entregó a Marcia diciendo:

—Sheldon Peters me pidió que se lo diera.

—Gracias. Acabo de hacer café. ¿Quiere tomar una taza?

El joven consultó su reloj:

—No, gracias. Debo ir a la oficina.

Sonrió y se dispuso a marcharse.

—Gracias una vez más —dijo Marcia y cerró.

Luego se dirigió a la cocina y vació el sobre en la mesa. Apareció primero una carta, apretadamente doblegada, y luego un paquete de cartón ondulado que contenía cuatro microfilms montados sobre vidrio, con sus correspondientes etiquetas de papel. Marcia leyó la primera etiqueta: «Patolo. Clin. Area Broca 4 H & E.» Abrió la carta y empezó a leerla. Pasados unos cuatro minutos, oyó que alguien entraba.

Era Mawn. Caminando como un sonámbulo, se dejó caer en una butaca. Al momento se inclinó para coger del suelo un montón de fotocopias y empezó a leer, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Marcia le llamó desde la cocina:

—He preparado café. ¿Quieres tomar un poco?

Mawn emitió una especie de gruñido por toda contestación. Al cabo de unos minutos, Marcia regresó a la sala con el café y la carta:

—Estoy aquí. Te lo digo por si no te has dado cuenta.

Dejó la bandeja sobre la mesa. Mawn, molesto por la interrupción, levantó la cabeza:

—¿Eh?

Marcia llenó una taza y la empujó hacia Alex:

—Pareces agotado; vamos, tómate esto. A propósito, hay carta de Sheld; me la entregó en mano un muchacho que regresaba de Yugoslavia.

El cansancio de Mawn desapareció como por ensalmo:

—¿Qué dice?

Marcia frunció el entrecejo:

—Léela tú mismo.

La carta hacía un breve relato de las vicisitudes de Peters en Yugoslavia. Incluía casi palabra por palabra la conversación mantenida con Chen-wa en Albania. De pronto, Mawn arrojó la carta al suelo al tiempo que gritaba:

—¡Exactamente lo que necesitábamos! ¿Dónde están?

—¿El qué?

—¡Los microfilms, mujer, los microfilms!

—En la cocina están.

—Éste puede ser el dato más importante de que dispongamos. Tenemos una inexplicable pérdida de inteligencia; no aparece ninguna causa que lo explique, nada… —Y, recogiendo la carta, prosiguió—: Y ahora este hombre —echó una ojeada a la carta—, Chen-wa le dice a Sheldon que ha observado cómo el personal de Puké cometía torpes errores manuales y… uno de ellos murió a causa de uno de tales errores, y en su cerebro se hallaron ciertas lesiones fisiológicas… y el médico albanés les dio el nombre de «atrofia de las células de Betz». Los rusos y los chinos también admiten la existencia de esas lesiones cerebrales.

—Pero no podemos demostrar si existe relación entre unas lesiones cerebrales observadas en determinado lugar, y el bajo rendimiento mental observado en otro.

—¡En efecto! —Alex dio unos golpecitos a la carta—. Pero Sheldon dice aquí que uno de los pacientes observados por el chino cometió errores, y resultó que padecía esas lesiones cerebrales, precisamente.

—Sí, pero es un caso aislado. No se puede generalizar sobre tan exigua base.

—¿Cuántos de vuestros casos presentaban baja destreza manual en las pruebas no verbales?

—Una proporción elevada de ellos, como sabes.

—¡Exacto! Ante todo, vamos a entregar estas fotografías al… —echó un vistazo a la carta— profesor Kingston, del Instituto de Patología, para ver si allí han tenido algún caso de… atrofia de las células de Betz. En segundo lugar, caso de que la respuesta sea positiva, averiguaremos si allí llevan el consiguiente registro. Y, en tercer lugar, veremos si consta en el mismo alguna de esas personas en las que habéis observado una pérdida de coeficiente intelectual.

—Para eso sería necesario que hubiera fallecido alguno de nuestros sujetos.

—¡Exacto! ¿Puedes averiguar si murió alguno de los sujetos examinados?

—Eso será fácil; poseemos un resumen de todos los expedientes.

—Entonces podremos averiguar si alguno de los afectados falleció y, en caso afirmativo, si presentaba lesiones cerebrales.

Marcia volvió a sentarse:

—Lo que no me gusta nada es lo otro.

—¿A qué te refieres?

—A lo de andar jugando con cámaras fotográficas en la frontera albanesa.

Indicando la carta, Mawn dijo:

—Es totalmente lógico. Él creyó que el caso no resultaría concluyente si no se identificaba a los asociados de Gelder. Apruebo totalmente su proceder.

—Eso es fácil para ti… Tú no corres ningún peligro. ¿A qué tanto buscar pruebas? ¿Acaso se trata de un asunto criminal? Lo que me tiene intrigado es que Sheldon no haya vuelto a telefonear.

Cogiendo del suelo el teléfono, Mawn replicó:

—Está bien. Voy a llamar a su oficina de la BBC.

La primera llamada provocó una serie de averiguaciones sobre el paradero de Peters: «Sí, se había ido a Yugoslavia»… «No, no había regresado a Roma»… Por último, Mawn recurrió a la guía. Apenas hubo anotado el código para llamar a Dubrovnik, sonó de nuevo el teléfono. Una voz femenina habló en tono cauteloso:

—¿Preguntaba usted dónde podía localizar al señor Sheldon Peters?

—Desde luego —contestó Mawn, algo irritado—. ¿Quién habla, por favor?

—La secretaria del señor Danvers. ¿Es usted el doctor Mawn?

—Sí. Continúe, por favor. ¿Qué ha ocurrido?

La voz continuó:

—¿Está ahí la señorita Scott?

—Sí. ¿Dónde está Peters?

Hubo un silencio, tras el cual la voz se mostró un poco más comunicativa:

—Lamento tener que comunicarle que el señor Peters ha sido asesinado.

—¡Asesinado! —Mawn dirigió una mirada a Marcia—. ¿Está usted segura?

—Completamente segura. Ya han sido informados sus familiares. La noticia se publicará probablemente en el boletín de las seis.

—Por favor, dígame cómo ocurrió.

—Lo siento, pero por ahora no puedo darle más detalles. —La voz vaciló un momento y luego continuó con perfecta entonación—. El señor Danvers le ruega que cancele sus actividades en relación con el programa «Estilo nocturno», hasta que él tenga oportunidad de ponerse nuevamente al habla con usted.

Mawn colgó lentamente.

—Supongo que lo has oído —dijo—. Sheldon ha muerto.

Marcia no contestó. Al volverse, Mawn vio que estaba pálida y muy conmovida.

En un súbito arranque de compasión se acercó a ella:

—Perdona. No sabía que tú…

Quiso decir «le querías tanto», pero no pudo pronunciar aquellas palabras.

Pasados los primeros momentos de emoción, recapitularon la situación. La llamada de la secretaria de Danvers venía a significar que el programa de televisión previsto quedaba cancelado. Mas ¿qué había ocurrido en realidad? En aquellos momentos, Mawn se sentía culpable de la muerte de Peters. La primera víctima fue su ayudante, y ahora le tocaba a Peters. El único factor común de ambas muertes era él mismo. Ambos murieron a resultas de su primera declaración ante la televisión. Peters había revelado poseer una gran valentía. ¿Cómo le habían matado?

Marcia vino a sacarle de sus mortificantes pensamientos.

—No debes acusarte de su muerte, Alex. Shel supo exactamente lo que hacía, jugando a espías en un lugar sumamente expuesto. Pero quería ser el primero en publicar una noticia realmente sensacional, para ratificar su prestigio. Con todo, creo que se excedió en el intento.

Mawn la observó, confuso. La mirada de Marcia se cruzó un momento con la suya.

—Era un amigo para mí. Se hacía querer de todos los que le trataban. Pero hay algo más, que seguramente tú no sabes. Sheldon era homosexual; se casó, pero el matrimonio fracasó. Tuvo un amigo durante muchos años; era casi como si estuvieran casados. Ese amigo falleció el año pasado.

Mawn meneó la cabeza:

—No sabía nada de eso.

—Claro que no. Nadie sino sus más íntimos amigos lo sabían. Era un secreto, y él hizo cuanto pudo por mantener la cosa así… Estoy convencida de que deseaba morir cuando pensó en ese viaje. —Se frotó la sien y concluyó—: Ahora, volvamos a nuestro asunto. ¿Qué piensas hacer ahora?

Mawn guardó silencio durante un rato, y luego dijo:

—Bien. Nos faltan pruebas definitivas. Ambos creemos que estamos en lo cierto. Pero necesitamos datos más consistentes. Repetiremos en seguida algunas pruebas, sin ayuda de nadie. Estamos solos. Si no nos equivocamos, las consecuencias van a ser terribles. Si la humanidad está al borde del abismo, debido a esa pérdida de facultades, es posible que caigamos en una nueva Edad Media. Pero si publicamos ahora nuestro descubrimiento, los científicos se apoderarían de nuestro trabajo, lo destrozarían y luego patearían los pedazos. Todo lo que ellos saben hacer es destruir. Por consiguiente, si cometemos una inexactitud nos van a crucificar.

Marcia le escuchaba con las manos cruzadas en el regazo y con un intenso brillo en los ojos.

—Mira, Marcia. Éste no es un mero problema teórico. Es un asunto sucio, y vamos a ser víctimas de nuevos ataques. Pero si estamos realmente seguros de nuestra condición de seres humanos, es nuestro deber actuar sin esperar recompensa.

—Pero ¿cómo?

—Hemos de realizar una investigación a escala mundial. Analizaremos todos los accidentes y catástrofes, todas las desgracias atribuibles a la intervención humana; los ferroviarios los aviadores, los cirujanos, los marinos… Para estar seguros, sería preciso medir y tabular la capacidad mental de todos ellos.

Mawn había olvidado la presencia de Marcia. Se levantó de la silla y se puso a pasear por la sala, gesticulando.

—Es preciso que hallemos el punto crítico del peligro. Pero no podemos hacerlo solos para todo el mundo. La zona de mayor peligro debe existir; tiene que haber un sector de la tecnología que sea el menos estable. En algún lugar hay un volcán en potencia. El más evidente es el aparato militar, pero sería inútil ir al Pentágono o al Ministerio de Defensa y decirles: dejen ustedes sus cohetes, porque los encargados de atenderlos son unos estúpidos. Se reirían de nosotros y nos echarían. Nuestra única esperanza radica en localizar una zona de peligro más probable, y que tenga valor de demostración…

Marcia interrumpió el torrente de palabras diciendo:

—¿Y por qué no esperar a que ocurra algo, aunque sólo sea una sola vez? Así la gente se daría cuenta del peligro que les amenaza y se apresurarían a remediarlo.

—No podemos esperar a que eso ocurra. Podría darse un inmenso desastre, que afectaría a millones de víctimas. Es casi seguro que la tercera guerra mundial será provocada por un accidente fortuito. Imagínate que vosotros los norteamericanos tenéis ante la pantalla del radar a un hombre desesperado procurando disimular su incapacidad mental, y que este hombre toma una decisión equivocada. En tal caso, ¡nunca sabríamos por qué habríamos muerto!

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Ahora bien, pensemos en ese reactor de agua a presión que construye Gelder en las Oreadas. Es la primera central nuclear privada de Inglaterra. Decir empresa privada es decir reducción de costes. A su vez, la reducción de costes supone unos coeficientes de seguridad cada vez más reducidos; y los bajos coeficientes de seguridad implican personal poco experto. Lo que equivale a un inmediato peligro de accidente. ¿Cuántos de vuestros sujetos eran ingenieros nucleares, y cuáles de ellos trabajan hoy en las islas Oreadas? Eso es lo que tenemos que averiguar.

Contagiada del entusiasmo de Mawn, Marcia se acercó y le tomó de ambas manos:

—Sí, podemos hacerlo. Podríamos retrasar la puesta en servicio de la central, para luego demostrarles que trabajan en ella algunas personas mentalmente deficientes. —Tras consultar su reloj, añadió—: Ahora que me acuerdo… He de visitar a la madre de Sheldon por si puedo ayudarla en algo.

—A propósito de Sheldon; ¿no crees que debería buscar otra casa?

—No es necesario; su madre es muy amable. Estoy segura de que no tendrá inconveniente en que te quedes aquí. Déjalo de mi cuenta; yo lo arreglaré.

Dicho esto, Marcia se dispuso a salir.

Mawn se puso a revisar los fundamentos de su efecto dinosáurico frente a las pruebas conseguidas por Marcia en cuanto a la inteligencia de sus sujetos experimentales. ¿Por qué afectaba sólo a determinados grupos de personas? Este enigma le tenía fascinado. Los ejemplos abundaban en ingenieros, altos funcionarios y miembros de profesiones liberales. Y trató de imaginar complejos juegos jerárquicos, donde la inteligencia fuese considerada por los superiores como una desventaja.

Desechó una tras otra sus ideas, y empezó a desanimarse. El rostro de Marcia se presentaba una y otra vez a su visión mental. La recordó cogiéndole las manos de una manera extraña e infantil. ¿Estaría enamorado de ella? ¿Le gustaba? Le interesaba, en definitiva. Comprendió que la compañía de ella había llegado a serle indispensable. Se preguntó qué podía sentir ella hacia él. Por primera vez en varios años se miró en el espejo. Lo que vio le dejó intranquilo. Casi le pareció que se había apoderado de su personalidad un anciano. Tendría que hacer algo mañana mismo.

Hacia las once de la mañana siguiente, Mawn regresaba a casa tras pasar por la biblioteca de la Universidad. En pl camino se detuvo frente a un escaparate para contemplar su imagen reflejada en el cristal. Su largo y revuelto pelo y su descuidada barba le desagradaron nuevamente, y recordó la burla de un colega suyo: «Ese Mawn debe pasarse varias horas al día desarreglándose».

Con súbito arranque, entró en una peluquería y masculló algo referente a la necesidad de un corte de pelo. Mientras se contemplaba en el espejo del establecimiento se preguntó si pasaría como con el famoso retrato de Dorian Gray; pero el resultado de la operación barberil no fue tan desagradablemente revelador como había temido.

Al entrar, Marcia se quedó un momento atónita, sin reconocerle. Y, de pronto, soltó la carcajada:

—¡No me habías dicho que tenías un hermano!

Media hora más tarde, Mawn colgaba el teléfono:

—Es extraño. ¿Recuerdas que estábamos seguros de que cancelarían el programa?

—Sí, claro.

—Pues, bien. Danvers acaba de decirme que se va a realizar con un nuevo presentador.

—Creí que aprovecharían esa providencial oportunidad para cancelarlo.

—También yo. ¡Sin duda, tenemos algún amigo por ahí!

—¿Cuándo se presenta el programa?

—Dentro de dos semanas, a contar desde el sábado. Quería que fuera a hablar con él ahora mismo, pero le dije que estábamos ocupados, que deseaba pensarlo y que ya le contestaría. Al parecer han llamado a otro presentador, Simón Joyce. ¿Le conoces?

—Sí. Es adulador, rastrero, y sólo piensa en el ascenso.

—Parece que designarán a tres personas para que se metan conmigo, por lo del efecto dinosáurico. Pero todavía no han decidido quiénes van a ser.

—¿Aceptarás?

—¿Por qué no? Mis datos son exactos. No tengo problemas en este sentido.

Marcia consultó su reloj:

—Dentro de media hora es la visita a «Selección Administrativa». Dijeron que esta tarde nos dejarían consultar sus archivos durante una hora.

—Excelente demostración de confianza por parte de ellos.

—¡Ah, no! Ellos ganan en el trato. Les dije que a cambio del favor examinaremos gratis a sus aspirantes.

La máquina dejó caer un verdadero torrente de tarjetas perforadas. De vez en cuando, un ruidoso chasquido indicaba que se había separado de la corriente principal una tarjeta que, revoloteando, iba a caer por otro conducto al rimero que se acumulaba en una bandeja. Marcia y Mawn vigilaban aquel controlado frenesí, fascinados por la extraordinaria velocidad del proceso.

Por último, la operadora accionó un pulsador de la consola: el torrente cesó de manar y el zumbido se extinguió. Entonces Marcia se inclinó y recogió ansiosamente el montón de tarjetas extraídas, para contarlas:

—Sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta… y setenta y una. Setenta y un ingenieros nucleares que hemos examinado al menos una vez.

—Es más de lo que esperaba —repuso Mawn.

—En realidad, no es mucho. Esta agencia trabaja con una plantilla de personal bastante reducida; por eso precisamente la escogimos para empezar. Ellos ya habían seleccionado más o menos, atendiendo a sus propias razones, la clase de personas que podían interesarnos.

Mawn recogió las tarjetas y se puso a examinar las perforaciones de los márgenes, cotejando la posición de las mismas con una lista de nombres que tenía sobre de la mesa. Por último dijo, dejando el lápiz:

—Decías que ciertos grupos de personas que trabajaban en un mismo lugar arrojaban un elevado porcentaje de merma de inteligencia.

—Exacto.

—¿Cómo se explica que los ingenieros nucleares estuvieran todos ellos en un mismo lugar cuando les examinasteis?

—No lo estaban. También verificamos otros grupos…, no precisamente de acuerdo con el lugar en que sus componentes trabajaban, sino teniendo en cuenta lo que hacían para ganarse la vida.

—No lo he notado…

—Sí que te diste cuenta de ello; estaba en nuestro análisis.

—Eso todavía no contesta a mi pregunta —insistió Mawn.

—Nuestro principal problema es explicar la degradación de los grupos que trabajan en un lugar determinado… Pero si se toman otros grupos seleccionados, por ejemplo, a base de la profesión, la edad o el nivel salarial, entonces sus componentes no se hallan en un solo lugar y sin embargo se encontrarán entre ellos algunas personas afectadas, ¿no?

Mawn cogió la lista:

—¿Conque has examinado a setenta y un ingenieros nucleares?

—Sí.

—Y, de acuerdo con esto —dio un golpecito en la lista—, dieciocho de ellos presentaban cierta degradación de inteligencia… bien en la primera prueba o en ambas.

—Sí.

—Entonces, ¿cuántos de esos dieciocho están ahora trabajando en la central de Grim-Ness?

Empezó a recoger sus papeles mirando a la irritada muchacha, que volvía a cargar la selectora.

—Creo —añadió— que hemos abusado de la buena acogida que recibimos. Vámonos.

Marcia le miró con ojos chispeantes:

—Podrías graduarte en psicología.

Mawn dejó la lista sobre la mesa.

—Naylor P., Baird D., Durrell F., Elleston F., Westcott B., Haskell R.: seis hombres que probablemente ocultan una merma de capacidad mientras ponen en servicio la primera central nuclear privada de Inglaterra, donde además ya se opera bajo mínimos de seguridad.

Marcia estaba sentada sobre la alfombra y se apoyaba en unos grandes almohadones:

—¿Estás seguro de que no lo hemos tomado como una venganza particular, Alex?

Mawn levantó la vista:

—Si conseguimos datos exactos, ¿qué importan nuestros motivos?

—Lo que quise decir es que… ello podría llevarnos demasiado lejos.

—No sucederá tal cosa. Hay muchas cosas que aún no hemos conseguido. Por ejemplo, conocer el diagnóstico del patólogo Kingston sobre los microfilms, o también saber qué pasa en la central nuclear de Grim-Ness. Nadie nos haría caso si dijéramos que existe un efecto a escala mundial y que la gente debe dejar prácticamente todas sus ocupaciones; pero si podemos demostrar la presencia de disminuidos en la central nuclear, tendremos un caso auténtico.

—No estoy segura —replicó Marcia—. El que trabajen allí sólo seis disminuidos no quiere decir que vaya a suceder algo terrible. Me explicaré. Si se pone en servicio la central y nada malo sucede, haremos el ridículo y perderemos la oportunidad de convencer a la gente de lo extendido que se halla en realidad el efecto dinosáurico.

—No lo pienses más. El Consejo Inglés de la Electricidad posee un excelente historial de seguridad en relación con sus reactores refrigerados por gas. Pero esto es tan diferente como el yeso del queso. Aquí se trata de un consorcio privado que construye un reactor con fondos privados. Y dicho consorcio está en competencia encarnizada con los japoneses y con los norteamericanos. Todos ellos buscan métodos que les permitan abaratar los costes. Tenemos así un reactor barato a punto de ser puesto en servicio por unas personas que muy probablemente no son capaces de llevar a cabo su trabajo. Sí, eso debe publicarse cuanto antes. Nada tenemos que perder. Hace casi un año hablé con el médico jefe de Gelder, John Barfield. La entrevista fue confidencial, pero la conversación giró esencialmente alrededor de que, en anteriores centrales construidas por Gelder, una en el Japón y otra en Dortmund, menudeaban las averías, algunas de las cuales se produjeron ya durante la construcción. Por lo visto, en su día Barfield quiso hacerles entrar en razón, pero sólo consiguió que le contestaran con el viejo cuento de que la obra no sería rentable. Pero ahora Gelder no puede ignorar este doble riesgo. La estación de Grim-Ness debe empezar a funcionar en diciembre. ¡Para entonces hemos de conseguir que se detenga ese proyecto!

Gelder contempló a los dos hombres por encima de la botella. Bellamy, congestionado por efecto de la gran cantidad de coñac ingerida, daba impacientes vueltas al cigarro. Caird tenía el rostro amarillento y parecía malhumorado. Durante el almuerzo sólo había bebido agua mineral.

El ruido de la calle St. Jame’s llegaba al salón del club amortiguado por las cortinas.

Bellamy, excitado, decía:

—Os repito que ya advertimos los primeros resultados de la campaña lanzada por ese tipo. En Wall Street circulan una serie de rumores… ¿Son nuestros aparatos pura chatarra? ¿Son tan poco fiables como dice Mawn? Lo cierto es que se nos escapa un montón de contratos; los compradores se vuelven hacía los japoneses. ¡Hay que hacerle hincar el pico como sea!

—Ante todo, convendría saber si tiene algún secreto vergonzoso —dijo Caird en tono apacible.

—¡Alto, amigo! —protestó Bellamy—. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a la empresa química que trató de maniatar a Nader? Setecientos cincuenta mil dólares le costó el intento.

Olfateando el aroma de su copa, Gelder dijo:

—Olvidemos eso. Hagamos algo más eficaz. Ese hombre es muy peligroso, y debe ser silenciado inmediatamente.

Alarmados, ambos se quedaron mirando al que había hablado.

—No tengáis miedo. No habrá problema —siguió diciendo Gelder—, porque no es lo que suponéis. No podemos atrapar al amigo Mawn con mujeres ni con muchachos. Habrá que intentar algo más fuerte. Últimamente he practicado algunas averiguaciones. Me he puesto en contacto con un colega de Mawn, un profesor que no le aprecia demasiado. Además he localizado al empleado de quien os hablé en nuestra reunión anterior. Creo que con los dos se conseguirá exactamente lo que pretendemos.