6

El piso se hallaba sumido en la semioscuridad. Sólo había un pequeño círculo de luz en un rincón de la sala de estar, donde Mawn aún seguía trabajando de firme. Marcia entró en la estancia y, dejando el abrigo sobre una silla, se acercó a donde estaba Mawn y le puso una mano en el hombro:

—¿No va siendo hora de descansar?

Mawn alzó la vista, frunciendo el ceño a causa de la luz:

—¿Qué ha dicho el pequeño Venn?

—No seas rencoroso. Venn está de nuestra parte, desde que tú le dijiste que había hecho un descubrimiento.

Mawn sonrió al observar el cambio de actitud de Marcia respecto a Venn:

—He reflexionado sobre todo esto, ¿sabes? Hemos descubierto ese efecto; suponiendo que sea algo general, tenemos que ciertos grupos sociales van perdiendo inteligencia. Terrible. Al principio tú discutías mi efecto dinosáurico. Muy bien, porque no era una respuesta completa. Pero las dos cosas juntas forman una combinación absolutamente fatal.

Marcia tenía la mirada ausente; Mawn le dio un golpecito en un brazo y ella volvió en sí con un sobresalto.

—¿No me escuchas? Marcia asintió y dijo:

—Sí, estaba pensando… Continúa.

Mawn prosiguió:

—Supongamos que este fenómeno de pérdida de inteligencia se halle más o menos extendido… en eso hemos quedado de acuerdo… Las personas afectadas probablemente intentarán disimular su ineptitud. Ahora bien, ¿cabe la posibilidad de que algunas de tales personas estén manejando máquinas defectuosas, de acuerdo con mi teoría?

Y se quedó mirando a Marcia, en espera de que contestase a su pregunta.

—Existiría, supongo, un doble peligro de error.

—Cierto. Como si no fuese bastante difícil decidir si una equivocación de un ordenador es obra de la máquina en cuestión o de la persona que la utiliza.

—¡Espera! Algunas de esas máquinas poseen sistemas especiales de «control del operador». La máquina controla al operador, ¿no? Ahora que recuerdo, en una de las fábricas de mi padre lo tienen.

—Sí, pero aún no se halla muy generalizado. En todo caso, ¿quién controla el sistema de control?

Marcia quedó un tanto confusa:

—¿Qué podemos hacer, entonces?

—Ir al fondo de la cuestión.

Peters despertó bañado en sudor frío. Acababa de tener una pesadilla. Había soñado que estaba a punto de empezar el programa de televisión y aún no tenía la menor idea de su contenido. Veía confusamente las caras de Marcia y Alex Mawn, aconsejándole que no tomara parte en dicho programa. Había peligro en todas partes. Abrió los ojos. Arriba, el techo cónico de la cabaña reproducía el dibujo radial de una rueda. Hasta aquella imagen parecía encerrar una amenaza inminente. Buscó a tientas el paquete de cigarrillos, y sus dedos tropezaron con el telegrama. Un telegrama por el que se le comunicaba: «Esencial vayas Roma reunirte con equipo filmación viernes o tomaré otras disposiciones. David». La advertencia era clara y tajante («o de lo contrario»); lo firmaba David Danvers, director adjunto de los servicios informativos de la BBC.

Sacó de un estuche una botella de coñac y echó un trago (cosa no habitual en él). Le embargaba la inquietud. La noche anterior había confiado los microfilmes de Chen-wa, junto con una extensa carta explicativa, a uno de los veraneantes que regresaba a Inglaterra, para que se los entregase a Marcia. En dicha carta le daba cuenta de lo dicho por Chen-wa y le comunicaba lo que había logrado averiguar acerca de Gelder.

¡Gelder! La noche anterior se había celebrado un spectacle, esa mezcla de función teatral de aficionados y juego de sociedad tan apreciada por los franceses en vacaciones. Gelder había participado con entusiasmo en el «espectáculo», organizando la participación inglesa en el concurso de cucaña. No parecía sometido a intensa tensión nerviosa; sin embargo, Peters estaba seguro de que los albaneses le apretaban las clavijas. Tras el grave accidente ocurrido en la central instalada por la empresa occidental, sin duda los albaneses le harían toda clase de reclamaciones y exigirían la devolución del dinero adelantado. Se preguntaba Peters quién sería el interlocutor de Gelder durante sus diarias visitas a la isla. Probablemente no se trataría de ningún técnico. Conjeturaba que el regateo correría a cargo de algún responsable político (seguramente de rango bastante elevado). Mentalmente pasó revista a las pruebas conseguidas, bastante exiguas por cierto: unas pocas palabras extraoficiales de un científico, unos microfilms; eso era todo.

Se sirvió otro trago, más copioso que el primero. A primera hora de la mañana, emborachándose ya, y a los cincuenta… ¡a la vejez, viruelas! David le había dado plazo hasta el viernes. ¡Un día más! El coñac empezó a calentarle el cuerpo. Un día más. Cogería la cámara y el teleobjetivo, conseguiría una buena foto de Gelder en compañía de su misterioso interlocutor, y luego regresaría a Londres, donde tratarían de identificar al negociador albanés.

Consultó su reloj. Las seis de la mañana. Le sobraba tiempo para ir a la isla y luego esconder la lancha y ponerse al acecho. Consideró los riesgos de la operación, imaginando una carrera entre su lancha y las patrullas costeras albanesas. El coñac seguía infundiéndole valor. Al fin decidió utilizar para su aventura una lancha muy potente: la de Sergio.

Sergio Bracci era un actor italiano de segunda fila, que se había presentado en la colonia con una potente embarcación, impulsada por dos motores Diesel a turbocompresor. El italiano le había cedido las llaves en un rasgo de buena voluntad, esperando que Peters le hiciera publicidad en Inglaterra. El pensar en la potencia de aquella embarcación fue más que suficiente para disipar las dudas de Peters.

Mientras navegaba con cautela sobre las verdiazules aguas de la bahía, a tres cuartos de la potencia máxima —el potente latido de los pistones se fundía con el agudo silbido de los turbo-compresores—, Peters iba mirando las cabañas del dormido villorrio, parcialmente veladas por una ligera niebla matinal.

Doblado el cabo, dio todo el gas; la respuesta fue inmediata. El ruido de los motores se convirtió en un trueno agresivo y el silbido de los turbocompresores se agudizó hasta alcanzar el diapasón superior de los agudos. La proa de la embarcación se levantó de súbito y sintió el tirón en la espalda, con tremenda potencia. Miró el indicador de velocidad y vio cómo ésta aumentaba a diez, a quince, a veinte nudos. A uno y otro costado se alzaba una verde muralla de agua, cayendo luego para juntarse detrás de la embarcación en turbulenta estela. Sus inquietudes fueron gradualmente absorbidas por el puro vértigo de la velocidad.

La mar estaba completamente calmada, y a los pocos minutos apareció entre la neblina el conocido perfil de la isla. Moderó la marcha y se puso a costear lentamente, cosa que hizo dos veces seguidas mientras escudriñaba la orilla con unos gemelos. No vio ninguna embarcación ni rastros de persona alguna. Al fin se decidió a desembarcar en una calita cubierta de vegetación y alejada del embarcadero.

Al enfilar cuidadosamente hacia la orilla observó que los árboles constituían un camuflaje perfecto. Con rápida mirada verificó el nivel de la marea alta, marcado por una oscura línea de algas en la arena, y amarró la embarcación a unas ramas salientes, largando cable para no encallar. Consultó su reloj: las siete y media. A juzgar por la duración de la anterior visita, le quedaba un margen de dos horas como mínimo.

Inició la exploración de la isleta.

Ésta resultó más extensa de lo que había creído al principio. Avanzó cautelosamente entre antiguos huertos invadidos por matorrales.

Las ruinas del monasterio comprendían varias estancias, reliquias de lo que fue refectorio y dormitorios.

En la capilla mayor, y colocados en la base del primitivo altar, se veían unos ramos de flores. Pronto distinguió muestras de que aquel lugar había sido visitado recientemente. Alrededor de un antiguo sepulcro de piedra, con una espada esculpida en la losa, halló varias colillas. Sobre el sepulcro observó un pequeño cilindro de ceniza, cuya forma aún se conservaba. Peters recogió una colilla: era de marca inglesa.

En lo alto del campanario, Peters halló un lugar ideal para la observación; la estancia era reducida. Una ventana dominaba el embarcadero, y un agujero abierto en la pared opuesta permitía vigilar casi todo el resto de la isla. La escalera estaba casi intacta, aunque faltaban algunos peldaños y un lado del muro, en cuyo lugar se abría un boquete.

El sol ya estaba muy alto en el cielo y hacía calor. Se quitó la chaqueta, comprobó la cámara y se dispuso a esperar.

El sol y el coñac empezaron a surtir su efecto, y Peters se durmió.

Al despertar, sobresaltado, echó una ojeada a su reloj. ¡Las nueve y cuarto! Se asomó cautelosamente a la ventana. Una barca de pesca parecida a la que viera el día anterior aparecía anclada a unos cincuenta metros de la orilla. Y, amarrada al embarcadero, se veía la lancha roja de Gelder.

Con ayuda de los gemelos, pudo divisar a dos hombres sentados en la proa de la barca de pesca. Se espantó al ver que uno de ellos vestía uniforme y llevaba en la mano una pistola ametralladora. Sobre el tambucho giraba lentamente una pequeña antena de radar.

Con manos temblorosas, apoyó el largo teleobjetivo sobre el alféizar de la ventana y enfocó. Accionó el disparador, pero no se produjo el esperado «clic». Con una maldición, volvió a montar el disparador y encuadró la imagen por segunda vez. Sus dedos sudorosos resbalaron sobre el pulsador. Una sombra se recortó sobre la ventana. Peters se volvió en redondo.

Un hombre había aparecido en la puerta, cerrándole el paso. Detrás de éste asomaban la cabeza y los hombros de un segundo hombre.

Peters sintió un golpe dolorosísimo en la muñeca, y la cámara salió despedida de su mano, yendo a dar en la losa del suelo. El hombre se acercó de un salto, cogió a Peters por el cabello y le empujó con fuerza contra el muro.

El segundo hombre recogió la cámara, mientras el primero le retorcía el brazo a Peters por detrás de la espalda y le obligaba a bajar la escalera.

Para Peters, los próximos minutos fueron como las imágenes de una secuencia de película muda. No intentó decir ni una sola palabra, sabiendo que sería inútil. El dolor de la muñeca le tenía al borde del desvanecimiento.

Entre los matorrales que rodeaban el edificio en ruinas pudo distinguir a un tercer hombre, de baja estatura e impecablemente vestido. Uno de los esbirros se acercó al hombre del flamante traje y cambió con él algunas palabras. Luego regresó y, entre los dos, le condujeron cuesta abajo, hacia los olivos. Con una oleada de esperanza, advirtió que le conducían hacia su propia lancha, que habían acercado a la orilla.

Entonces comprendió que aquellos hombres debían haber notado su presencia en la isla tan pronto como llegó. Algo le hizo recordar la broma de Marcia al compararle con James Bond.

El otro hombre estaba ahora dentro del agua, al lado de su lancha. El primero le asió de la muñeca lastimada y le empujó por la pendiente de la playa. Peters lanzó un grito y cayó de bruces en el mar. Boqueando para recuperar el aliento y casi ciego de dolor se levantó, tambaleándose, y empezó a vadear en el agua poco profunda de la orilla. El que iba armado con una metralleta, le hacía con ésta enérgicas señas de que se dirigiera a su embarcación. Peters, luchando por mantenerse en pie, no entendía lo que se le indicaba. El hombre volvió a repetir sus gestos.

Peters entonces retrocedió y vadeó hasta su lancha. Ayudándose con una mano, escaló torpemente un costado y se dejó caer sobre el puente. Miró a los dos hombres, que esperaban de pie en la orilla. El que llevaba la metralleta empezó a regresar hacia el monasterio, y el otro se sentó cerca del agua y puso un revólver a su lado, encima de una piedra. Encendió un pitillo y se recostó sobre un codo, mirando con los ojos entrecerrados.

El hombre de la metralleta desapareció tras la cima de la pequeña colina. Peters miró a su alrededor. A su lado, colgado de un soporte, había un extintor a polvo seco. La palanca estaba trabada por un precinto. Había que tirar de la anilla para que la palanca pudiera ser bajada dando salida al chorro de polvo a alta presión.

Ocultándose tras el costado, sacó poco a poco el pasador y luego, milímetro a milímetro, alzó de su soporte el rojo cilindro.

El hombre arrojó la colilla y se tumbó sobre ambos codos.

Peters sacó el difusor por la borda, apuntó y apretó la palanca con todas sus fuerzas. Inmediatamente hubo un silbido fuerte, explosivo, y un chorro de polvo fue a dar de lleno en la cara del hombre echado, que lanzó un grito y se llevó rápidamente las manos a los ojos. Peters arrojó el extintor por la borda, conectó el encendido y accionó el arranque. Ambos motores se pusieron en marcha al mismo tiempo. Entonces soltó amarras y salió a todo gas. La lancha saltó y emprendió la carrera hacia el mar abierto.

El hombre de la orilla se cubría la cara con ambas manos y se retorcía de dolor. Al tiempo que la embarcación iba ganando velocidad, apareció corriendo el hombre de la metralleta. Éste se detuvo, quitó el seguro del arma, apuntó y disparó una larga ráfaga.

Como en sueños, Peters vio saltar hecho pedazos el tablero de instrumentos. Al mismo tiempo sintió varios golpes tremendos en la espalda. No experimentó dolor alguno.

El hombre de la colina dejó la metralleta en el suelo y miró con atención la lancha, que en aquel momento se desviaba de su rumbo para terminar dando vueltas, cada vez más cerradas, como un insecto malherido.

Al poco hubo una fuerte explosión y brotó una llamarada; luego se oyeron una serie de explosiones menores, mientras empezaba a alzarse una nube de humo negro y oleaginoso. Los motores se pararon y aparecieron llamas por entre la espesa capa de humo. De súbito, el fuego se extinguió; el casco de la embarcación escoraba bruscamente sobre un costado y se hundió con gran rapidez.

El humo no tardó en desvanecerse. Al poco rato no quedó sobre el agua más que unas manchas irisadas de gasolina y un par de pavesas.

Al otro extremo de la isla, Brian Gelder seguía empeñado en la negociación más difícil de su vida. Levantó la cabeza y preguntó a su interlocutor cuál era la causa de aquella explosión.

El interpelado abrió los brazos y contestó:

—Hay mala gente por estos alrededores. Vienen a pescar con dinamita en nuestras aguas. Pero a veces esos pescadores furtivos calculan mal y la dinamita explota en sus narices. Malo para la ecología, ¿verdad?

El que así había hablado sonrió, satisfecho; se encogió de hombros, y la negociación siguió su curso.