Mawn necesitó dos horas de máquina para analizar los datos que le había facilitado Marcia. Estaba sentado frente a un terminal de ordenador directamente enlazado con el Centro de Cálculo del Laboratorio Nacional de Física, a más de nueve millas de allí. Mientras la máquina picaba, Mawn examinaba las columnas de números, apretadamente impresas, cotejándolas con sus propias anotaciones.
Por último desconectó el terminal. Después del continuo estrépito de la máquina, el silencio pareció más denso; Mawn tenía las facciones demacradas. Se frotó los ojos y se desperezó.
—He recorrido todas las rutinas que conozco y no consigo eliminarlo.
Marcia no respondió y permaneció a la expectativa.
—Hay un posible error —siguió diciendo Mawn—, pero no creo que sea fundamental. Creo que has demostrado de una manera definitiva que algunas muestras del personal adscrito a determinadas empresas presentan una pérdida de rendimiento intelectual.
—¿Lo crees así?
—Quisiera no creerlo. Una merma generalizada de inteligencia parece sencillamente imposible. Ciertamente no puedo comprender el porqué. Pero si el método, el test Venn, es correcto… cosa que no puedo juzgar porque está fuera de mi especialidad, nos hallamos en presencia de un caso grave. Ciertas personas asignadas a determinados puestos de trabajo se están volviendo cada vez más ineptas. ¿Existe algún precedente? ¿Se conoce algo parecido a esto?
—Muchos psicólogos lo habían insinuado —respondió Marcia—. Se ha sugerido aquí que las llamadas «clases bajas» dan mayor proporción de familias numerosas. En consecuencia, los hijos de éstas procrean a su vez familias numerosas, y por tanto, el promedio de inteligencia humana tiende a disminuir.
Mawn frunció el entrecejo:
—Eso implicaría que las personas pertenecientes a la clase trabajadora sean menos inteligentes que las de clase media y alta. Y que transmiten su inferior inteligencia a sus descendientes.
—Evidente prejuicio de la vieja clase dirigente inglesa.
—¿No fue norteamericano el que dijo que los negros eran menos inteligentes que los blancos?
Marcia sonrió:
—¡Tocado!
Tomando uno de los ficheros, Mawn dijo:
—Entre el personal de estas empresas, la decadencia es bien manifiesta. Habrán pasado tests de validación, ¿no?
—Sí. En efecto, confirman una decadencia gradual.
—Y, ¿qué pasa con las personas no afectadas? ¿Has reexaminado a algunas de éstas?
—Sí, y casi no presentan cambio alguno. Es decir, que el cambio no aparecía claramente definido; pero lo cierto es que el reexamen también indicaba una ligera tendencia al declive, aunque no en proporción estadísticamente significativa.
—¿Se examinó luego por tercera vez a los más afectados? Bastan tres puntos en un diagrama para obtener la confirmación de que ocurre algo.
—Esa operación está haciéndose actualmente. Dos doctorandos en Filosofía de Howard han ido al Norte para proceder al tercer examen de los gravemente afectados.
Mawn asintió y dijo:
—Espero que me comunicarás los resultados.
—No tan deprisa —repuso Marcia, sonriente—. Si aceptas la conclusión, ¡menudo problema se te va a presentar! —Mawn alzó la vista—. Tu efecto dinosáurico. Has demostrado que los ordenadores y los sistemas de control se están volviendo poco fiables de por sí, es decir, con independencia de otros factores.
—Exacto. Mi estudio sobre el sistema NALA…
—Pero olvidas la interrelación, Alex. La interrelación hombre-máquina. Ahora, supón que alguna de esas personas disminuidas estuviera manejando un ordenador electrónico, y supón también que ese ordenador empezara a cometer errores. ¿Cómo ibas a saber quién los había cometido? ¿El hombre o la máquina?
—La cosa está clara; habría que examinar al operador.
—Olvidas dos cosas. Ante todo, recordemos que nuestra muestra es reducida; en segundo lugar, las personas mentalmente disminuidas pueden disimular fácilmente tal defecto. Todo individuo dotado de buena memoria y de gran facilidad de palabra es capaz de ocultar una eventual ineptitud. Es el caso de aquellos «calculistas-prodigio» que aparecían a veces; podían multiplicar mentalmente dos números de cuatro cifras, pero los pobres no sabían ni abrocharse los pantalones.
—Pero ¿por qué habrían de disimular?
—Fíjate en lo que voy a decirte, Alex. Si tú fueras un programador y notaras que ya no podías desempeñar tu trabajo tan bien como antes, ¿no procurarías disimularlo? Ten en cuenta que hoy día ya no sobran tantos puestos de trabajo en esta especialidad.
—Estás insinuando que los usuarios de nuestra tecnología son como ejército secreto de deficientes mentales. ¡Valiente idea! Imagínate al encargado de una batería de proyectiles nucleares dándose cuenta de que cada día se vuelve más inepto y tratando de ocultar este hecho a sus superiores.
—Antes aludiste a un posible error en nuestros datos. ¿De qué se trata? —preguntó Marcia.
—Verás. En mi intento de dar con el quid de vuestras cifras empezaba ya a descorazonarme, cuando se me ocurrió pensar en que los mandos del aparato de medida están codificados en rojo y verde.
—Eso forma parte de… —la voz de Marcia se extinguió—. ¡Ah!, espera un momento; creo que comprendo…
—¡No examinasteis a vuestros sujetos por si teman algún defecto en la percepción de los colores!
—Cierto, totalmente cierto. No lo hicimos. Marcia miró a Mawn, maravillada. Él continuó: —No hace falta decirte que son muy corrientes. Es un detalle a tener en cuenta por las feministas. Aproximadamente ocho de cada cien hombres y sólo una de cada cien mujeres tienen alguna deficiencia en la visión de los colores, sobre todo en cuanto a la confusión rojo-verde-gris. Esto se llama daltonismo o aneritropsia, si mal no recuerdo.
Marcia se levantó y se puso a pasear por la habitación:
—¡Dios mío! ¡Eso puede invalidar todos y cada uno de los tests individuales que hemos realizado!
—No, porque si las personas que poseen algún defecto visual relativo a los colores se hallan uniformemente repartidas entre los casos positivos y negativos de vuestra prueba, ello podría no alterar el resultado. Pero si sólo se trata de las personas afectadas…
—Entiendo la cuestión… El daltonismo sería más frecuente en el grupo cuyos coeficientes de inteligencia parecen disminuidos, ¿no es así?
Mawn asintió y preguntó a su vez:
—¿Dónde dijiste que reclutabais a vuestros sujetos?
—¡Ah! De una agencia de selección para administrativos. Al principio intentamos dirigirnos a las empresas, pero éstas no se mostraron demasiado dispuestas a colaborar. Las agencias de personal se dejaron convencer, y establecimos un convenio. Ellas nos suministrarían «cobayas» y nosotros les examinábamos gratis a los solicitantes de empleo.
—Bien. Se podría revisar la aptitud de visión de los colores, lo cual no es muy difícil. Ante todo, hacerles pasar el test de Ishihara; y si esto no…
La puerta del laboratorio se abrió de súbito y entró apresuradamente Howard Venn, llevando una bolsa de viaje.
—Hola, Marcia…
Miró a su alrededor y, al observar el desorden y ver a Mawn sentado con los pies sobre la mesa, la sonrisa desapareció de su rostro:
—¿Puedo saber qué hace usted aquí?
—Marcia me pidió que comprobase algunas de sus cifras.
Mawn bajó despacio los pies. Venn se acercó vivamente a la mesa y cogió una de las fichas, preguntando:
—¿Quién te ha dado permiso para mostrarle estas fichas? Tú sabes que son absolutamente confidenciales. ¡No tenías derecho a hacerlo! ¡De ninguna manera!
Mawn recogió los pliegos impresos por el ordenador y se puso en pie. Marcia permanecía silenciosa en medio de ambos. Pálido de ira, Venn alargó el brazo y trató de coger los papeles:
—No puede llevárselos. No son suyos. Mawn, manteniéndolos fuera del alcance de Venn, dijo:
—No sé si lo sabe, pero a lo mejor acaba usted de lograr un importante descubrimiento.
—¿Y eso qué significa? —inquirió Venn. Mawn se dirigió lentamente hacia la puerta y, cuando llegó a ella, se volvió para decir:
—Aún no estamos seguros, pero digo que tal vez haya descubierto usted una nueva especie: el Homo non sapiens.
La polvorienta calle de la aldea estaba flanqueada por desmoronadas casas de piedra gris, a un lado, y por una avenida de acacias alineadas a la orilla de un río poco profundo, al otro… Resguardándose del calor bajo los árboles, unas ancianas cubiertas con negras tocas contemplaban impasibles a los clientes madrugadores que hurgaban en los rimeros de verduras de sus tenderetes.
Peters ocupaba un velador metálico, a la puerta de un café. Los transeúntes le miraban como a un bicho curioso, lo que le hacía sentirse como si estuviera sentado en el banquillo. En las mesas vecinas formaban tertulia los cachazudos parroquianos, frente a grandes jarras de cerveza. Peters se preguntó si aquellos hombres estarían hablando de él. ¿Cuáles de entre ellos serían policías? Hacía mucho calor y se sentía desvalido, como gallina en corral ajeno.
Al cabo de un rato, no sin cierto alivio, divisó una figura rechoncha vestida de negro que se abría paso entre la muchedumbre que rodeaba los puestos de venta. Aquella figura resultó ser un chino que vestía como un pastor protestante: traje negro de cuello cerrado y camisa de seda con una especie de alzacuello. Cubría su cabeza un amarillento panamá con el ala vuelta. Debajo de aquel sombrero apareció una amistosa sonrisa. El chino avanzó rápidamente hacia Peters y le tendió la mano.
—Sheldon, amigo mío. —El apretón de manos de Chen-wa fue cálido y cordial—. ¿Qué le trae por aquí?
Peters se echó a reír:
—¡Me dijeron que se había hecho súbdito albanés!
—Usted bromea. Yo sólo soy… soy… ¡Diantre!, hace años que no hablo inglés. Sólo soy un misionero. Procuro civilizar a esta gente. Y lo único que he conseguido hasta ahora es que se carguen las máquinas que les suministramos.
Peters se fijó en un camarero que les contemplaba, y preguntó al chino:
—¿Qué va a tomar, Arnold?
El científico chino hizo una mueca:
—Sólo limonada; lo que beben aquí le roe a uno las tripas.
Peters pidió las consumiciones y el camarero se fue con un gesto de desgana, demostrativo de que le molestaban todos los extranjeros, aunque algunos fuesen aliados oficiales.
—¿No debería usted tener un poco de cuidado?
Chen-wa lanzó una fuerte carcajada:
—Aquí nadie habla el inglés; ni siquiera hablan bien su condenada lengua…
Peters advirtió que el chino lanzaba con disimulo una mirada a las otras mesas, antes de proseguir:
—De todos modos… ya es tarde para rectificar… Adelante, pues. Dígame qué se propone…, porque usted no ha venido aquí para pasar unas vacaciones. ¿Es que va a dirigir un programa de televisión?
Peters vaciló un segundo antes de contestar, pero Chen-wa continuó diciendo:
—Debo decirle que aquí ha pasado algo muy gordo; por eso deseo hablarle. Pero hable usted primero.
—¿Qué significa para usted el nombre de Gelder?
—Gelder. Es el nombre del… ¡mierda! Se me olvidan las palabras.
—No todas, a lo que parece —rió Peters—. Consorcio…, el consorcio Gelder. ¿Era eso?
—Exacto. ¡Éste es el nombre! Están construyendo un nuevo reactor de agua. Han vendido uno a esos idiotas. ¡Vaya estupidez! No saben ni manejar una afeitadora eléctrica. Se pasan el día estropeándolo todo, y luego le echan la culpa a Gelder.
—Arnold —al decir esto, Peters se acercó para hablar en voz baja—. ¿Qué ha pasado con el reactor nuclear de Puké?
—Sí, eso es. Vamos a dar un paseo.
Chen-wa se puso en pie y Peters le imitó. El camarero, que hablaba con dos hombres cerca de la puerta, retiró la limonada de Chen-wa y se alejó con paso precipitado.
Peters y Chen-wa pasearon por la orilla del río hasta dejar atrás el mercado y la plaza mayor del pueblo. La orilla estaba desierta, a excepción de un alborotador grupo de niños que intentaban pescar con red.
Chen-wa cambió de actitud:
—Sheldon, si yo le cuento lo que ha pasado… luego usted se irá a Inglaterra y hará un programa de televisión sensacional, y el embajador de éstos lo verá en Londres y a mí me van a embarcar en el próximo Concorde a Pekín.
—No estoy aquí para eso, Arnold —replicó Peters—. Créame…, no se trata de nada destinado al público.
—Entonces, ¿para qué ha venido?
Peters se detuvo cerca del agua, contemplando la verde fronda que ondulaba en el lecho del río. Y allí, en dos palabras, explicó a Chen-wa la teoría dinosáurica de Mawn; por último, le contó las siniestras consecuencias de su programa televisivo. El chino le escuchaba en silencio. Luego, como si acabase de adoptar una decisión, empezó a hablar precipitadamente:
—Voy a decirle por qué deseaba hablarle. Sí, el reactor de Puké explotó. Esta gente lo guarda todo en secreto; incluso desconfían de mí. Nos piden que vengamos de China para aconsejarles sobre cómo hacerlo funcionar, y luego se callan la información al respecto. Sí, el reactor está totalmente destruido. Tuvieron que desmontar la central ladrillo a ladrillo y taparla luego con miles de toneladas de hormigón, como bajo una losa sepulcral. Descanse en paz para siempre. Yo puse en marcha un servicio radiológico de seguridad; mi misión era evitar que aquellos tíos sucumbieran víctimas de la radiación. Desde el principio me crearon problemas los de la sala de control; estuve vigilándolos durante la puesta en servicio, antes de que la pila llegase a condición crítica. Pero como sus cabezas no funcionan como es debido, van cometiendo error tras error. Por eso se fundió el blindaje protector. Hubo diez muertos.
—¿Y cómo fue? —inquirió Peters.
—Algunos fallecieron a consecuencia de la radiactividad; otros murieron sencillamente aplastados.
—¿Y qué ocurrió con los que estaban en la sala de control? ¿No pudieron padecer antes los efectos de la radiación? Quiero decir, si eso no explicaría el extraño comportamiento de aquellos hombres.
Chen-wa meneó enérgicamente la cabeza:
—No, no. Todos ellos se sometieron a reconocimiento; yo mismo efectué la medición: nivel ordinario, ningún peligro.
—Así, pues, ¿qué pasó?
—Yo he viajado mucho, Sheldon. Ese inglés amigo suyo, Mawn, no es el único que está estudiando el efecto dinosáurico. En Moscú están haciendo lo mismo. Y en Pekín también, hasta cierto punto. Pero no se trata de los dichosos aparatos, Sheldon; no creo que sea cosa de las máquinas.
—Entonces, ¿qué ocurre?
Chen-wa sacó de un bolsillo de su chaqueta una cajita plana de madera, de unos cinco centímetros de longitud, y se la mostró a Peters:
—En esta cajita hay unos microfilms. Son encefalografías de uno de los que murieron en Puké. Uno que venía cometiendo errores propios de un majadero.
—Todavía no comprendo.
—Esos microfilms fueron examinados por el patólogo del hospital. Pues bien, ese patólogo dijo que el cerebro de aquel hombre estaba corrompido.
—Pudo haber padecido alguna enfermedad; un tumor cerebral o algo por el estilo.
—No, Sheldon. El año pasado asistí a un ciclo de conferencias celebrado en Odesa. Allí escuché una conferencia pronunciada por un ruso acerca de una nueva… no sé cómo se llama en inglés… un nuevo estado patológico cerebral.
—Habrá cientos de cuadros patológicos, seguramente. No soy médico, pero deben existir muchas y muy diferentes enfermedades.
—Ese patólogo albanés, ¡valiente necio!, la bautizó con un nuevo nombre. Ahora lo recuerdo. Aquel hombre muerto en Puké padecía «atrofia de las células de Betz».
—Eso no será nada del otro mundo, ¿verdad?
—Las células de Betz son la sede del pensamiento, Sheldon —con estas palabras, se dio un golpe en la frente con la cajita—. Son la «materia gris» que realiza el trabajo de pensar. —Y, entregando la cajita a Peters, concluyó—: De todas formas, lléveselas a Londres y enséñeselas al doctor Kingston, del Instituto de Patología. Kingston estuvo en Odesa. Es un hombre de mucho cerebro; quiero que las vea.
Peters se metió la cajita en un bolsillo. Luego, en un súbito cambio de talante, Chen-wa se inclinó, recogió un guijarro y lo lanzó al río al tiempo que gritaba:
—¡Mire! En Cantón tenemos unos peces muy parecidos a éstos.
Peters observó entonces que dos hombres habían aparecido en un recodo del sinuoso sendero, 21 orillas del río.