Marcia le franqueó la entrada, en cuya placa de latón se leía en elegantes tipos: «Instituto de Psicología». Luego subieron a la segunda planta:
—Como ves, todo está lustroso y centelleante. Se nota que es día de visita.
En las paredes del corredor se alineaban unos pulcros diagramas y cuadros con cifras. Las puertas de los laboratorios estaban abiertas, y Mawn pudo ver a los científicos, que formando corrillos y vistiendo impecables batas blancas esperaban, con lógica aprensión, la importante visita. Marcia hizo pasar a Mawn por una puerta cuya placa rezaba: «Estudios ergonómicos y de aptitudes».
Howard Venn, jefe del departamento de Marcia, se les aproximó corriendo, visiblemente excitado y nervioso:
—¿Se puede saber dónde te metes, Marcia? El subsecretario anda por aquí desde hace más de una hora. Lo tenemos ya en la segunda planta… —Al observar la presencia de Mawn, se interrumpió—: ¡Ah! Disculpe…
—Aquí el doctor Mawn; le interesan nuestros trabajos —dijo Marcia.
—Estupendo; usted nos honra. —Venn miró con ansiedad a su alrededor, contemplando la exposición de diagramas y aparatos—. Es que estamos recibiendo al Consejo de Investigaciones, y les acompaña un ministro.
—Ya sé lo que es eso —intervino Mawn, con un ademán de la mano hacia los objetos exhibidos—. Esas personas no suelen tener ni la menor idea de lo que uno está haciendo, ¿verdad?
Venn sonrió y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia un técnico que manipulaba las conexiones de una caja de aluminio llena de pulsadores rojos y verdes. Dichas conexiones la unían a un pequeño ordenador periférico, en cuya pantalla de lectura iban apareciendo gráficas y números.
Mawn observó, no sin cierto regocijo, que todos los letreros de las vitrinas de exposición estaban bastante mejor rotulados que en los demás laboratorios por los que había pasado. Comprendió que Venn los había preparado atendiendo al efecto artístico. Aquello parecía más una campaña publicitaria que una demostración experimental. Sobre la caja de los muchos pulsadores se leía: «Medidor portátil Venn del cociente de inteligencia». Mawn sonrió de nuevo para sus adentros al comprobar que aquellas letras eran más grandes que las de cualquier otro letrero de la sala.
Entonces hubo un súbito chasquido, y una delgada columna de humo brotó detrás de un complicado bloque de instrumentos. En seguida se oyó la exclamación del encolerizado Venn:
—¡Idiota! ¡Cuántas veces he de repetirte que no conectes la corriente antes de aislar!
El técnico empezó a manosear nerviosamente las conexiones.
Mawn se volvió hacia Marcia:
—¿A qué viene todo este jaleo?
—Nos jugamos nuestro pan de cada día. Tiene solicitada una subvención para el próximo quinquenio. Y el tipo que viene a visitarnos es miembro de la comisión de presupuestos.
Una muchacha en bata blanca se asomó por la puerta y anunció con susurro perfectamente audible:
—¡Ya llegan!
En el corredor hubo un breve revuelo, y luego entró con paso rápido un tipo grueso y bajito que llevaba gafas con montura de oro. Le seguía otro, alto y canoso, que andaba con las manos a la espalda. Este último escuchó con inteligente interés mientras el director describía los objetos exhibidos en el laboratorio. Al final, el director se volvió y, como si se le acabase de ocurrir, dijo:
—Permítame presentarle al doctor Venn. Doctor Venn, le presento al señor Lodge, subsecretario del Ministerio de Ciencia.
El alto hizo una leve inclinación y alargó la mano:
—¿Cómo está usted, doctor Venn?
Mawn reaccionó. ¡Lodge! ¡El hombre que había telefoneado a Peters insinuándole que no se entrometiera!
—Y ahora, doctor Venn, ¿tendrá la bondad de mostrar al señor subsecretario el dispositivo de su invención? —y, volviéndose a Lodge, añadió—: Creo que le parecerá extraordinariamente curioso.
Con la inmaculada uña de su dedo índice, el director dio un golpecito en la parte superior del «Medidor portátil Venn del cociente de inteligencia».
Venn, visiblemente nervioso, empezó a explicar el funcionamiento de su aparato. Las palabras salían de su boca en rápido staccato:
—Pues se trata de un procedimiento bastante sencillo para la medición de ciertos rendimientos y aptitudes… ejem… a pie de máquina…
Hizo un gesto hacia el aparato. Tomó una diapositiva y la introdujo en una ranura lateral de la caja. Accionó un pulsador, y en una pantallita apareció un dibujo geométrico. Entonces, Venn explicó:
—Este instrumento utiliza una aplicación de trazador de perfiles Karnaugh, con un elemento logitrónico automático unido a…
El director hizo una mueca conejil cuando el subsecretario se dirigió a Venn para decirle:
—Será preferible que me lo explique como si se dirigiese a un niño subnormal de tres años.
—Ah… Sí… cómo no.
Algo confuso, Venn hizo una breve pausa; luego, levantando la caja, dijo:
—Es una especie de rompecabezas electrónico. Se le muestran al sujeto en la pantalla varios problemas a resolver, indicándole que vaya apretando los botones apropiados. Por ejemplo —señaló la pantalla—. Aquí aparecen varios dibujos que han de ser emparejados convenientemente. Para ello, el sujeto acciona los botones correspondientes a los elementos que le parezcan relacionados. En el interior del aparato hay un pequeño dispositivo de cálculo, que registra automáticamente los puntos conseguidos.
Lodge se inclinó hacia el aparato y tocó los botones:
—Así, ¿con esto se determina automáticamente el coeficiente intelectual del sujeto?
—En efecto.
Venn, halagado al ver que lo comprendía, señaló la parte inferior de la caja y agregó:
—Aquí hay unas fichas miniaturizadas que trazan la curva de los errores con arreglo a una función binomial…
—¡Pero eso es ridículo! —irrumpió súbitamente Mawn. Todas las cabezas se volvieron hacia éste, cuya presencia había pasado desapercibida hasta entonces. Ni que decir tiene que Venn se puso colorado cuando Mawn continuó diciendo:
—Para comprobar pares de valores, debería emplear una distribución de Poisson; la binomial sólo sirve para repetir el mismo problema que se pide a la máquina que estime. Venn habló entonces con perfecto dominio de sí mismo:
—Mi procedimiento es el homologado por el reciente Congreso Europeo de Psicología. Allí se consideró válido.
La mirada del subsecretario, en la que asomaba la ironía, pasaba alternativamente de uno a otro de los dialogantes.
—Es posible —replicó Mawn—. Pero por lo que a esa actividad se refiere, fue desechado ya hace bastantes años…
—Este otro aparato creo haberlo visto en Farnborough —intervino oportunamente el subsecretario al tiempo que se dirigía hacia una pantalla donde se veía un punto de luz moviéndose al azar.
Venn dirigió a Mawn una mirada feroz, pero consiguió serenarse. Siguiendo a Lodge, que se acercaba a la pantalla, dijo:
—Sí; es un aparato para examinar la coordinación motora. —Señalando una palanca de mando situada en la parte inferior de la pantalla, explicó—: La máquina imprime al punto de luz un movimiento aleatorio, y el sujeto se sienta aquí —señaló una silla—. Moviendo esta palanca, el sujeto debe contrarrestar la acción de la máquina y mantener el punto de luz dentro del círculo.
Tomando asiento, empezó a mover con gran pericia hacia adelante y hacia atrás la palanca de mando, mientras miraba fijamente a la pantalla. Al cabo de pocos segundos, consiguió situar el punto móvil en el centro del círculo y mantenerlo allí.
—¿Puedo probarlo yo? —preguntó Lodge.
—Naturalmente.
Venn le cedió el asiento. Mawn notó que, al tender la mano hacia la palanca, los dedos de Lodge temblaban. Sus movimientos eran inseguros. El subsecretario no pudo mantener el punto dentro del círculo. Mawn recordó de súbito al inepto controlador de vuelo de ACE.
Por último, Lodge se puso en pie, contemplándose los dedos, que mantenía extendidos. En su risa había una ligera nota de contrariedad cuando se volvió hacia el director para decirle:
—Pensará usted que no sería yo buen aviador, ¿verdad?
El director sonrió y consultó su reloj:
—Creo que deberíamos continuar nuestro recorrido —y, dirigiéndose a Venn, agregó—: Tal vez podríamos efectuar una rápida visita al laboratorio de ergonomía.
—Sí, por supuesto —contestó Venn, y volviéndose hacia el subsecretario, le invitó—: Por aquí, señor, si tiene la bondad.
El director y Lodge siguieron a Venn. Cuando todos hubieron salido, Marcia se encaró con Mawn, furiosa:
—¿Por qué has hecho eso?
—¿El qué?
—¡Maldita sea! ¡Le hiciste quedar como un tonto!
—No era ésa mi intención. Como vi que utilizaba un método equivocado, se lo dije. Y eso fue todo.
Marcia echaba fuego por los ojos:
—¡Por favor! ¡No te hagas el flemático inglés! Pudiste esperar a otra ocasión para decírselo, y no ponerle en evidencia ante un personaje político. ¿O era precisamente lo que te proponías?
Mawn guardó silencio un instante, y luego contestó:
—No; lo siento.
—Ya te lo dije antes de que llegaran. Richard Lodge es miembro de la comisión presupuestaria, y ahora tú le has metido en la cabeza que Howard es un incompetente. ¡Bien podría ocurrir que se nos deniegue la subvención por tu culpa!
—Lo que quise darle a entender fue que sus cálculos están totalmente equivocados.
—¡Con tu amor a la verdad científica le has puesto en la picota!
—¡Ya me he disculpado! —exclamó Mawn con un gesto tan violento, que Marcia dio un paso atrás—. Y me mantengo en lo que dije. No se puede construir un armatoste complicado, creyendo que va a ser mejor que la teoría en que se basa. Ése es un error típico de la manía tecnológica. Os creéis que basta determinar ciento una variables y construir una sumadora trucada para poder afirmar, así por las buenas, que habéis traducido a cifras una parte del comportamiento humano. ¿Comprobasteis alguna vez la fiabilidad de ese trasto? ¿Cómo sabréis que no falsea la mitad de los resultados que proporciona?
Súbitamente inquieta, Marcia frunció el ceño:
—Eso invalidaría los resultados, ¿no?
—¡Quién sabe! Puede que sólo les haga un poco de mella. Y ahora, si no te importa…
Echó a andar hacia la puerta.
—¡Alex! —Al pronunciar su nombre, todo el enfado de Marcia pareció evaporarse—. Oye, Alex. Howard se va esta noche para pronunciar la conferencia inaugural del homenaje a Piaget, en París. Te conté lo que he descubierto y tú me prometiste que echarías un vistazo. No sé cómo decirte cuánta importancia tiene para mí. ¡No te vuelvas atrás, ahora!
Mawn se acercó a la gran ventana. La lluvia goteaba sobre los cristales.
—¿Acaso tienes otra cosa que hacer? —preguntó Marcia.
—No, nada. Y eso es lo que me fastidia, supongo. Muy bien. Vamos a trabajar, pues.
Peters se reclinó en la silla plegable, adornada con el simbólico tridente. Mientras gozaba de los rayos solares que cosquilleaban su piel, no pudo evitar cierta envidia al comparar su palidez ciudadana con las bronceadas figuras que poblaban la playa.
Desde su lugar podía ver a Gelder, empeñado en un partido de balón-volea con un grupo de jóvenes. Si su estancia en el club era sólo un pretexto, ciertamente sabía fingir una total •despreocupación. Peters recordó cómo se había sobresaltado Gelder al reconocerle entre los huéspedes de la colonia turística, aunque había dominado su sorpresa en seguida.
Ello ocurrió la noche anterior, en el bar instalado al aire libre, donde solían reunirse los seis o siete turistas ingleses de la colonia. La bebida corría a raudales, y Gelder desplegaba una simpatía arrolladora, casi insolente. Peters no acababa de entenderle; en ocasiones parecía un hombre franco y jovial, pero otras veces le notaba una actitud desconfiada. Mientras se entregaban a estúpidos pasatiempos de taberna, Peters sintió el peso de sus propios cincuenta y tantos años. Acompañaba a Geider una francesita, morena y exquisitamente formada, a la que apodaban «Minouche», y cuyo humor fue volviéndose cada vez más agrio y nervioso a medida que transcurría la noche. Peters recordó que ella había iniciado una protesta, recibiendo de Gelder una contestación grosera en francés. Después de este incidente, ella se limitó a permanecer en un rincón del bar, contemplando su vaso con aire ofendido. Sonsacando a los demás parroquianos, Peters averiguó que Gelder no salía casi nunca de su tienda antes de la tarde, por lo que no participaba en los desayunos y almuerzos colectivos bajo el emparrado del restaurante.
Lo primero que vio Peters al día siguiente fue a Gelder en una gran lancha rápida de color rojo, dotada de un potente fueraborda, que cruzaba la bahía a gran distancia.
Peters empezaba a sospechar que se había equivocado, pero no se le olvidaba la objeción de Marcia. Si Gelder no tuviera otra intención sino pasar unas vacaciones al sol, le habría sido fácil alquilar todo un campamento para él solo.
Incluso había recorrido el sendero que conducía al otro lado de la isla, donde estaba permitido bañarse y tomar el sol desnudo. Allí había encontrado a la bella Minouche, desnuda sobre una toalla, entre un grupo de chicas del campamento. A diferencia de las demás, que permanecían tendidas sin un solo movimiento, Minouche consultaba con frecuencia su reloj. Por último, cuando un joven tenorio alemán se atrevió a decirle algo a la francesita, fue inmediatamente rechazado con una severa y despectiva mirada.
Varias horas y un copioso almuerzo, así como una generosa provisión de vino, le costó a Peters ganarse su confianza. Para conseguirlo incluso aludió a un próximo programa de televisión, insinuando que quizás a ella le interesara un contrato. Aunque visiblemente malhumorada, Minouche se decidió a hablar por fin. Como había supuesto, Gelder no se limitaba a divertirse. Todos los días salía en una lancha rápida, no sin antes indicar a dónde iba. Peters recordó las últimas palabras de ella al despedirse:
—Por favor, no le repita a nadie lo que le he contado. Me prohibió hablar de eso.
Peters se arrellanó en su silla playera. Por primera vez en muchos años, sentía la punzada de la emoción. Rememoró sus tiempos de corresponsal de guerra. Ahora volvía a sentir algo de aquella misma mezcla de aprensión y de excitación. Contempló sus pálidos brazos, cuyos músculos mostraban la flaccidez de los años. Pero quizá la satisfacción buscada valiera la pena de correr algún riesgo. Mañana iba a saberlo.
El laboratorio de Venn, normalmente inmaculado, se hallaba ahora en completo desorden. Mawn, en mangas de camisa, ocupaba una mesa totalmente cubierta de carpetas, papel de ordenador y fichas. El investigador completó un cálculo, se dirigió hacia el terminal de la máquina, picó las instrucciones y esperó, impaciente, hasta que ésta empezó a teclear su respuesta. Marcia iba de un lado a otro aportando nuevos datos sacados de los archivos. Finalmente, Mawn soltó el lápiz y volvió a sentarse:
—Bueno, hemos terminado.
Marcia se dejó caer en una silla junto a él:
—Cuando te dije si querías echar un vistazo a todo esto, no esperaba que fuera a convertirse en un maratón. —Consultó su reloj—. Has trabajado más de cuatro horas, ¿lo sabías?
—Parece que Venn utiliza unos circuitos bastante primitivos. Por tanto, me sorprende que no suponga sino una diferencia marginal. Sí, después de todo, es bastante válido.
—Así, pues, ¿resulta que tu crítica a sus cálculos fue completamente injustificada?
Mawn sonrió:
—Si quieres, me pondré de rodillas.
—Muy bien. ¿Qué piensas hacer con esto?
—¿Cómo dices?
—Supongo que no vas a dejarlo tal como está.
Mientras examinaba una larga tabla de números, Mawn inquirió a su vez:
—¿Son éstos tus datos americanos?
—Sí. ¡Te he hecho una pregunta!
Mawn la miró a través de sus gafas y se echó a reír:
—Tendré que enseñaros a los dos un poco de matemáticas. —Regresó a su mesa y prosiguió—. Esto es interesante, siempre que resulte exacto. Tú dices que escogisteis un determinado perfil profesional, ¿no?
—Sí, escogimos a los ejecutivos de categoría media. El mismo grupo de edad, salario, formación, estado civil, etcétera.
—Así que, de ser verídicos los detalles que estos ejecutivos —os facilitaban, ¿todos deberían poseer un coeficiente intelectual similar?
—Bueno, en eso intervienen otros muchos factores, pero viene a ser como tú dices.
—¡Así, pues, mi primer problema es que vuestro coeficiente de inteligencia no tiene nada que ver con la inteligencia! Dicho coeficiente simplemente define la aptitud para realizar un test.
Marcia se encogió de hombros:
—Esa objeción ya es clásica. ¿Quién puede negarlo? Nadie puede definir la inteligencia de manera apropiada. Los tests que utilizamos son, al menos, consistentes para la comparación de individuos o de grupos entre sí.
—Lo cual equivale a un subterfugio fácil —repuso Mawn.
—No, no es eso. No medimos sólo el clásico coeficiente de inteligencia de Stanford-Binet. Estamos un poquitín más perfeccionados…
—¿O liados?
—Tal vez., Pero ponemos en práctica la idea de Wechsler-Jackson: medir la creatividad. Además, podemos comprobar la pericia automovilística. —Marcia señaló la palanca de mando y la pantalla, y siguió diciendo—: La idea general es obtener la capacidad total de una persona determinada, y no sólo su aptitud o práctica en descifrar acertijos de periódico.
Mawn insistió:
—Pero seguramente hay muchos factores capaces de afectar al rendimiento de la persona, lo mismo si ésta tiene algún resabio que si está asustada de algo. Igualmente, una persona con gran facilidad de palabra… podría disimular una relativa estupidez.
—Tú has leído libros acerca de eso. Sí, algunos errores son debidos a dislexia, depresión o inconsistencia del test; todo eso lo admito. Pero ya ves que el test de Howard es de tipo no verbal, por lo que escapa a ese género de error.
Mawn continuó insistiendo:
—Queda el hecho de que vuestros resultados no pueden mejorar vuestras observaciones y vuestras cifras. No hay término medio en esto. Tú dices que un grupo de sujetos seleccionados sobre parecidas características debía poseer un nivel de inteligencia uniforme, pero que no fue así. No me extraña. La estadística no demuestra más que cosas totalmente evidentes, o necedades meramente inventadas, como prefieras.
—¡Tonterías! —estalló nuevamente Marcia—. Tienes prejuicios arraigados con respecto a nosotros, simplemente porque nos dedicamos a trabajar con personas. Estás convencido de que vosotros los físicos sois los únicos capaces de efectuar mediciones exactas. ¿Qué me dices de tu «efecto dinosáurico»? Afirmas que las máquinas son cada vez menos fiables, y dices que lo has demostrado al descubrir los defectos e imperfecciones de una sola instalación. Creo recordar cierto artículo de «Nature», bastante crítico por cierto, que te acusaba de generalizar a partir de un caso particular, sin contar con garantías suficientes.
—Toda tesis tiene su antítesis.
—¡No seas tan trivial! Tendrás que explicar por qué el nivel del coeficiente de inteligencia de algunos grupos estudiados por nosotros es mucho más bajo; y no sólo un poco inferior al límite normal, sino muchísimo más bajo. En segundo lugar, algunos de los sujetos que formaban parte de este grupo deficiente mostraron, al ser sometidos a un test de verificación, un segundo decrecimiento de su nivel intelectual.
Apuntando al medidor de inteligencia Venn, Mawn dijo:
—A lo mejor tuvo mal día ese cacharro.
—¡Estupendo! Te vales de tu obsesión dinosáurica para negar las conclusiones que la contradicen, ¿eh? No se puede sencillamente condenar todo cuanto a las máquinas se refiere. Te he descrito un fenómeno y te he contado cómo lo hemos descubierto. Tú has leído a Popper; con una refutación basta. Conque ¡adelante! Refútalo.
—¿Has publicado algo de esto?
—No, hay que dejar reposar las cosas. Tenemos que asegurarnos. —Se dirigió a una impresora de fichas, sacó una y se la enseñó a Mawn—. Aquí está todo.
—Veo que habéis trabajado mucho —dijo Mawn, cauteloso.
—¡Lo que dices suena a falso!
—Estás razonando emotivamente, como una vulgar mujer.
—¡No me vengas con el sexo!
Marcia lanzó el fichero sobre la mesa y salió de la sala dando un portazo.
Mawn abrió el fichero y empezó a examinar su contenido. Al cabo de unos minutos, cogió un lápiz y se puso a anotar cifras en un cuaderno. Y, hablando consigo mismo, dijo:
—Veamos: primera aproximación, P coma seis. De haber utilizado el análisis secuencial, esos estúpidos habrían ahorrado horas de trabajo. Coma cinco y luego…
Al cabo de un cuarto de hora, Marcia volvió a entrar y quiso decir algo. Pero dándose cuenta de que Mawn no reparaba en su presencia, prefirió callarse. Luego, con la delicadeza de una madre que deja dormido a su pequeño, se acercó de puntillas a la puerta del laboratorio y salió, cerrando la puerta tras de sí.
Terminada la inspección de la lancha, Peters cebó el carburador y tiró del cable de arranque. El motor fueraborda «Mercury» respondió inmediatamente con un rugido. Mientras el motor se calentaba, Peters, distraído, se puso a cavilar cómo se las arreglaría para cargar el alquiler de la lancha en las dietas a reembolsar por la BBC A medio camino entre él y la línea del horizonte sólo se veía la motora de Gelder, dirigiéndose hacia el sur y dejando una blanca estela de espuma. Peters soltó amarras y emprendió la persecución.
A diferencia de los dos días anteriores, grandes nubarrones se cernían sobre los picos de las montañas que dominaban la bahía. Mientras se dirigía hacia el mar abierto, Peters pensó que el paisaje se asemejaba a un escenario montado para la representación de El crepúsculo de los dioses.
Siguió a la lancha de Gelder bordeando la lengua de arena que limitaba la bahía. Las barracas de paja del campamento, destacándose sobre el oscuro verde plateado de los olivos, parecían casi un desafío a los vecinos albaneses. Un semicírculo de pelados riscos cerraba el horizonte. Desde allí, los dioses clásicos parecían contemplar a aquellos pigmeos presuntuosos pegados a la delgada faja verde costera, esperando el momento de arrojarlos al mar.
Peters volvió bruscamente de sus fantásticos pensamientos a la realidad, al darse cuenta de que la lancha de Gelder había desaparecido detrás de la punta. Aceleró entonces, y en seguida notó el empuje del motor, que levantaba la proa de la embarcación.
Al salir a mar abierto, vio que se había acercado demasiado. Redujo la velocidad, poniéndose al pairo hasta que hubo como una milla de separación entre las dos lanchas; luego dio medio gas y siguió a velocidad moderada.
Las nubes se espesaban cada vez más. Con un estremecimiento de inquietud, vio aumentar la marejada, que empezaba a golpear con furia los costados del casco. Al mismo tiempo oyó el lejano y amenazador retumbo de un trueno, y una tenue lluvia empezó a caer sobre el puente.
Gelder iba apartándose de la costa, rumbo a una isleta ubicada a unas dos millas. La lluvia se espesaba y Peters le perdió momentáneamente de vista.
Aquella isla era una de las muchas que salpican la costa meridional de Yugoslavia. En su centro se alzaba un ruinoso monasterio construido con grandes bloques de piedra labrada, con un revoque de barro y restos de una cubierta de tejas. La aguja de un viejo campanario asomaba entre los olivos que rodeaban el edificio.
Al acercarse, Peters pudo distinguir un derruido embarcadero de madera cubierto de algas y líquenes, y amarrada al mismo una desvencijada barca de pesca coronada por un tambucho cuadrado. En cambio, no divisó a Gelder ni a la tripulación.
Por ello, puso nuevamente proa al mar y rodeó la isla. Entre la achaparrada vegetación y los muros desmoronados no aparecía señal alguna de vida. La barca de pesca continuaba en el mismo sitio.
Desplegando un mapa sobre el asiento trasero para localizar la posición de la isleta, comprobó que los acantilados frente a los cuales había navegado pertenecían a Albania. Recordó las historias que corrían por el campamento, sobre embarcaciones de placer cuyos incautos ocupantes habían sido ametrallados por navegar demasiado cerca de la costa albanesa. Apresuradamente, aceleró y maniobró para regresar.
Un hombre escondido entre los árboles cercanos al embarcadero, y que Peters no había visto, apuntaba hacia su lancha el largo cañón de un teleobjetivo.