Gelder apoyó el diagrama del circuito sobre la barrera de protección. Estaba junto a la línea de salida del autódromo de Brands Hatch. A sus espaldas se sentaba Ian Caird, director gerente de la Caird Oil Company.
La recta principal separaba a los dos hombres de la tribuna repleta de público que tenían enfrente. Un cartel proclamaba: «Fórmula Caird 5000», y los altavoces anunciaban:
«Seguidamente pasamos al gran acontecimiento del día: la carrera de cincuenta vueltas para bólidos de fórmula 5000, trofeo Caird Oil. Dentro de pocos momentos, los coches iniciarán la vuelta de precalentamiento…».
El áspero rugido de los motores al ser puestos en marcha uno a uno ahogó la voz de los altavoces. Los comisarios de carrera abrieron las barreras e hicieron señas de apremio a los corredores. Uno a uno, como fieras que salieran de sus jaulas, los largos bólidos fueron situándose en la pista y se lanzaron rugiendo, a intervalos regulares, dejando una estela de humo azul. Los pilotos, con sus cascos que les cubrían toda la cabeza, parecían astronautas. Cuando el último coche dobló la curva hubo un breve intervalo de silencio, pero ya un gemido estridente anunciaba el regreso del primero que, terminada la vuelta de precalentamiento, reducía marchas con objeto de situarse en la parrilla de salida, marcada en la pista con rectángulos de pintura blanca. Los colistas fueron urgidos por los comisarios con gestos imperiosos para que se situasen a su vez, hasta que uno de los organizadores alzó ambos brazos haciendo señas al palco presidencial de la carrera.
Los motores callaron mientras una nube de mecánicos se lanzaba a la pista rodeando los bólidos como un enjambre de obreras a la abeja reina. Un hombre de mono blanco se paseó frente a los vehículos exhibiendo una tablilla que rezaba: «Cinco minutos». Luego sonó una bocina, y los mecánicos aceleraron febrilmente su actividad.
Caird se volvió hacia Gelder; hablaba con el acento meticuloso de los montañeses de Escocia:
—¿Cómo ha quedado tu bólido esta mañana? Brian Gelder apuntó con la mano a un conductor que se inclinaba sobre un vehículo de carreras azul y blanco situado en la primera línea:
—Mark logró rebajar un minuto dos segundos durante los entrenamientos.
—¿Crees que vas a ganar? —preguntó Caird, sonriendo.^
—Lo dudo. Sé que Anderson está en forma. Esta mañana nos llevaba un minuto exacto…
—Antes dijiste que tenías un problema.
Gelder sonrió, y asintió con la cabeza.
Los altavoces atronaron el aire:
—Despejen la pista… Tres minutos… Despejen la pista.
Los mecánicos limpiaron por última vez los parabrisas, palmearon la espalda de sus respectivos pilotos para darles ánimos y, lentamente, se retiraron a sus puestos.
Los motores rugieron, ensordeciendo a los espectadores mientras aparecía la señal de «un minuto» y el juez de salida se acercaba a la tribuna con la bandera enrollada. El piloto del bólido azul y blanco miró un instante a donde estaba Gelder, le hizo una breve inclinación de cabeza y aferró el volante.
El juez de salida desplegó la bandera y la fue levantando poco a poco, mientras subía de tono el bramido de los motores. Entonces el juez bajó la bandera, y una tremenda conmoción hizo vibrar el aire, martilleando el pecho de los espectadores con intensidad casi dolorosa, que paralizaba el pensamiento. Los vehículos, como si formasen un solo cuerpo, salieron en poderoso y simultáneo impulso. Toda la «jauría» salió de una vez atronando el ambiente hacia la primera curva.
Gelder aparecía animado:
—Por nada del mundo me perdería esto. —Volviéndose hacia Caird, añadió—: Mi problema es el doctor Alexander Mawn.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Vamos a tomar una copa de champaña y te lo contaré. Además, quiero presentarte a alguien.
—Y la carrera, ¿qué?
—Todavía faltan cincuenta vueltas. Vamos.
En la terraza habían instalado largas mesas plegables de madera, cubiertas con manteles blancos. Sobre ellas se alineaban los vasos, las bandejas llenas de insípidos canapés, y las rodeaba una multitud de rostros encendidos por la excitación. El zumbido de las conversaciones llenaba el ambiente. A nadie parecía importarle el intermitente aullido de los bólidos al pasar.
Gelder se acercó a un hombre de baja estatura, casi completamente calvo, que vestía un traje ligero de alpaca. Llevaba lentes sin montura. Caird se reunió con ellos.
—Me alegro de que hayas podido venir, Cari.
El calvo se volvió y levantó, sonriente, una copa de champaña:
—¡Hola! Compráis buena marca, para ser una compañía petrolera.
Gelder, dirigiéndose a Caird, le dijo:
—Ian, te presento a Cari Bellamy. Cari, Ian Caird, nuestro proveedor de champaña y petróleo.
Los dos hombres se dieron la mano. Gelder continuó:
—Cari es el mandamás de la fábrica de ordenadores NALA.
Caird sonrió:
—En efecto. Encantado de conocerle al fin.
El calvo norteamericano esbozó una sonrisa:
—Ya era hora de que nos conociéramos personalmente; hemos hecho bastantes negocios juntos durante los últimos años.
Caird tomó una copa de champaña y se volvió para Gelder:
—¿Cuál era tu problema, Brian?
—El doctor Mawn… —Gelder bajó la mirada hacia su copa y prosiguió—: Te fue fácil deshacerte del piloto de aquel petrolero «Yarmouth Pier» que embarrancó en el Southend, ¿verdad, Ian?
Caird se irguió y, con lento movimiento, dejó la copa sobre la mesa:
—¿Y lo del capitán Osborne, del «Scarborough Pier»?
—¿Cómo?
—Aquellos hombres desembarcados en la playa nunca llegaron a saber lo cerca que estuvieron de diñarla, ¿no?
Tras estas palabras hubo un largo silencio, solamente roto por los rugidos de los bólidos al pasar. La cetrina cara de Caird parecía más larga, y su piel tenía un tinte grisáceo.
—Somos amigos Brian. ¿No puedes explicarte con más claridad?
—¿No es verdad lo que he dicho?
—Sí.
Entonces Gelder se volvió hacia el norteamericano.
—Cari, un equipo de investigadores independientes ha descubierto que algunos de los ordenadores electrónicos que suministraste a la mina de carbón de Bijon eran defectuosos. Y luego, aquellos ensayos del sistema de dirección del misil-antimisil francés Epourentail. Diez personas murieron en aquel pueblo cuando el cohete se salió del rumbo, ¿no es cierto?
El norteamericano permanecía silencioso, interrogando con los ojos el rostro de Gelder. Luego dijo, en tono tranquilo y monótono:
—Me gustaría saber cómo has averiguado todo eso, Brian. ¿Es que ahora te dedicas a esa clase de actividades?
—Todo eso lo he sacado de una sola fuente: el doctor Mawn.
—¡Cielos!
—Lo que acabo de decirte fue tomado de sus archivos. Y, por cierto, uno de mis empleados se halla medio complicado en el asunto.
Caird meneó la cabeza, ceñudo.
—¡Mal asunto!
Gelder tomó una botella de champaña y llenó los vasos:
—No hay por qué preocuparse; esos archivos… ahora están completamente a salvo. Lo esencial es: ¿qué hacer?
—¿Y. cómo logró ese Mawn hacerse con los datos? —preguntó Bellamy.
—Todavía no lo sé, pero estoy averiguándolo —replicó Gelder—. Esa clase de personas saben granjearse a los empleados descontentos, o a los despedidos, mediante dádivas. Y así obtienen los datos confidenciales que necesitan, creyendo que con ello adelanta la causa de la ecología. Mawn consiguió el apoyo de los medios informativos, y ahora nosotros nos vemos metidos en un verdadero lío.
Bellamy dijo con acritud:
—¿Cómo pensaba emplear Mawn esos materiales?
—Propaganda. Que se dicten leyes más severas contra nosotros. Mawn es partidario del crecimiento cero: prohibir la utilización de los recursos que se estén agotando, poner fin a la persecución del máximo beneficio… todo eso.
El norteamericano quiso minimizar el problema:
—En los Estados Unidos tenemos muchos tipos así. Se dedican a dar cursos de formación y celebrar sesiones de discusión. Eso sirve para que los estudiantes que asisten a tales cursos y sesiones puedan luego ponerse una placa original en la puerta. En fin, algo estúpidamente liberal… ¿Qué nos importa?
—Pero esta vez no se trata de un cualquiera, sino de un científico. Un científico que sabe muy bien lo que dice y además se ha preparado perfectamente antes de entrar en liza. Ha realizado un completo, un profundo estudio de la economía, la seguridad y demás factores relativos a las centrales nucleares y a los sistemas de seguridad que fabrica mi consorcio. Mi nueva central nuclear de las Oreadas ya está construida en sus tres cuartas partes. Y debe entrar en servicio en el plazo previsto. De lo contrario… los contratos que hemos firmado incluyen tantas cláusulas de penalización que ello podría arruinarnos.
El norteamericano asintió, diciendo:
—Antes me preguntaba por qué me invitaste. También nosotros estamos comprometidos en el proyecto.
Caird intervino a su vez diciendo:
—Ese tipo correrá un gran riesgo si quiere hacer uso de esas cosas. Debe saber que se expone a ser demandado por difamación. ¿Qué pretende ese sujeto?
Gelder dejó su copa sobre la mesa:
—Pues que volvamos al tiempo de las cavernas. Fijaos: desde que ese hombre se introdujo en los medios de información, ha suscitado una verdadera psicosis entre los inversores modestos de este país, quienes empiezan a vender sus acciones para comprar obligaciones como demonios. Como sabéis, todos los inversores de este país ya desconfían de las empresas de tecnología avanzada como la nuestra. En el Boletín de la Bolsa habréis visto que un solo hombre retiró en dos días, obedeciendo a la táctica del pánico, aproximadamente cuatro millones y medio en valores nuestros. Desde luego, podemos recuperarlos, pero la operación se repetirá. ¡Cada palabra de Mawn nos cuesta miles de libras!
Caird esbozó una sonrisa:
—Ibas a plantearme algo, ¿no? Pues veamos de qué se trata.
—Convendrás en que hay que atajarlo, ¿no?
Al decir esto, Gelder miró a sus dos interlocutores. Bellamy asintió con la cabeza.
Caird, levantando las cejas, interrogó:
—¿Atajarlo?
—Me gustaría discutir con vosotros este asunto. ¿No podríamos reunimos la semana próxima en mi casa de la ciudad?
—Desde luego —afirmó Caird.
—Seguro. Creo que todavía estaré aquí —repuso Bellamy.
Mirando fijamente a Caird, Gelder inquirió:
—A propósito. ¿Despediste a esos dos hombres?
—Hoy nadie despide a un dirigente sindical. Pero, de todas formas, ya no trabajan en nuestra empresa.
—¡Eso te puede costar caro! —exclamó Bellamy.
—Pero es que ya no aguanto ese engorro —continuó Caird—. Es una verdadera plaga: Que si la seguridad en el trabajo, que si las cadencias de producción… Es una lata.
—¡Y que lo digas! —repuso Bellamy—. En una de nuestras líneas de producción hemos tenido que prescindir de los especialistas. Sólo trabajan los encargados. Ya ninguno de los productos es rentable…
Se interrumpió, recordando que hablaba con unos clientes.
Gelder asintió:
—Lo más peligroso de los tipos como Mawn es que se hacen oír. Dan clases, pronuncian conferencias. Y eso es el punto de partida de un movimiento verdaderamente peligroso. Viene a ser una «universidad invisible». Nunca se sabe dónde van a hacer acto de presencia esas gentes. Se organizan, y ya va siendo hora de que lo hagamos nosotros también.
—Brindo por la idea —dijo Bellamy.
Gelder miró interrogadoramente a los dos hombres:
—Lo único que podemos hacer es publicar un folleto —levantando la copa, exclamó—: ¡Llamémosle entonces la Junta invisible!
Mawn dejó los periódicos sobre la mesa y se puso cómodo, pensando que aún no había estudiado con atención la memoria que estaba preparando para el programa «Estilo nocturno». Le satisfacía la oportunidad de hacer algo, lejos de las cenizas de un trabajo que le había costado doce años, lejos de la hostil atmósfera de su Universidad, donde le juzgaban un proscrito, un fracasado, y le achacaban el descrédito acarreado por sus apariciones en los medios de comunicación, así como sus negligencias, que habían causado la muerte a un miembro de su personal y provocado la destrucción del costoso ordenador.
La opinión de sus colegas, que al principio se había mostrado comprensiva y compasiva hacia él, ahora le era hostil. Ello había repercutido de manera manifiesta en su club y en la Facultad londinense que solía frecuentar.
Sentado en la sala de estar de su amigo mientras se tomaba un whisky —y viviendo de la «caridad» de la BBC, como amargamente solía decir—, Alex Mawn constató que se veía totalmente desorientado por primera vez en su vida, como un mero espectador que espera a que ocurra algo. Recordaba otras crisis anteriores de su vida: la lucha por graduarse en Cambridge, la primera expedición al Antártico, los largos meses de privaciones. Y más adelante, su boda con Gwen, la gradual incomprensión entre los cónyuges, el jaleo del divorcio por causa de una infidelidad trivial llevada con escándalo a los tribunales.
Su compañera, exalumna y empleada de la Universidad, fue obligada a dejar el empleo…
A la puerta del piso se oyeron unas voces que le hicieron regresar a la realidad presente. Peters entró en compañía de Marcia, sacudiendo un pequeño paraguas plegable.
Peters desplegó el periódico de la tarde, bastante mojado, y lo dejó sobre la mesa:
—Quizá te interese esto —dijo—. Es un suelto sobre Brian Gelder. Nuestro amigo se halla de vacaciones en el Club Mediterranée. Aquí viene una foto suya con una mozuela colgada del brazo, emprendiendo el vuelo hacia Dubrovnik.
—¡No bromees! —exclamó Marcia—. No vamos a creer que un millonario anda por ahí con sombrero de paja, en tropel con otros individuos que ganan veinte libras a la semana.
—Pues en eso te equivocas —contestó Peters—. Una vez estuve en Cefalu, Italia, un lugar a donde suelen ir muchas personas de alto copete. Un millonario suizo transportó allí a toda la familia en su avión particular. La comida era horrible y todo el lugar olía a vino y a sexo.
Marcia meneó la cabeza:
—Sigo sin entenderlo. Él es casi un Onassis. Si le apeteciera lo que dices, compraría una isla y se traería cincuenta invitados en su propio reactor. Debía tener otro motivo…
—¡Alto! —interrumpió Peters, excitado—. Seguramente recordaréis aquella noticia que se publicó hace unos meses. Trataba del incremento de la radiactividad en… ¿dónde fue eso? ¡Ah, sí! ¡En el Adriático! Lo detectó un navío oceanográfico francés. Ahora recuerdo que se especuló sobre si los yugoslavos u otro país vecino poseían la bomba atómica y habían efectuado una prueba secreta.
—Y ¿qué pasó? —preguntó Marcia.
—Nada —contestó Peters—. La noticia no pudo ser confirmada. Alguien desmintió los datos publicados, y la información pasó a mejor vida.
—En Albania hay una central atómica construida por Gelder —dijo Mawn—. Supongamos que hubiera un accidente. Recuerdo que cuando dicha central estaba en construcción, se dijo algo de eso en los periódicos. Los albaneses son muy reservados, y cancelaron una visita concertada con algunos de nuestros científicos. Me atrevo a pensar que el proyecto fracasó debido al accidente, y que luego los técnicos chinos les echaron una mano. En eso se funda esencialmente su alianza; al menos en lo que se refiere a la ayuda técnica y científica. Hoy día seguramente les sería imposible reanudar relaciones con un grupo capitalista de Europa occidental. Por razones ideológicas, quiero decir.
—Pero si Gelder pretende visitar Albania, tendrá otros medios más sencillos, ¿no crees? —dijo Marcia.
—Si se dirige a Albania —replicó Peters—, sin duda, procurará evitar que la gente se entere de ello. Incluso es posible que allí esté catalogado como persona non grata. Si aquella central explotó, ellos habrán procurado guardar el secreto. Y ahora que me acuerdo, ellos revelaron a medias el origen de algunas partes de la instalación.
—Supongamos que sea cierto lo del accidente —dijo Mawn.
—No estamos seguros de ello.
—Cierto. Pero ¿para qué iban a tratar con Gelder, si tal accidente se hubiera producido?
Peters sonrió:
—Pues para reclamarle el dinero… con intereses. Y además buscarían la manera de apretarle las clavijas.
Recostándose en su butaca, tras pensarlo, añadió:
—Creo que conseguiré averiguarlo.
—¿Cómo? —inquirió Marcia.
—Escuchad. La semana que viene me voy a Turín. En aquella ciudad se celebra algo terriblemente aburrido relacionado con el salón del automóvil. Si anticipo el viaje, podría dejarme caer por el Club Mediterranée y echar por allí un vistazo.
Marcia se burló:
—¡Dejarse caer, dice! ¿Vas a llevar tu Walther PP2 en la funda sobaquera? Se necesita un mes sólo para gestionar el visado, cero cero siete.
Peters repuso:
—¡Qué va! Conozco a un hombre que me debe un favor. Estaba yo trabajando en la oficina de Washington, y mi amigo era entonces médico en Los Alamos. Por cierto que el difunto Joe McCarthy, de funesta memoria, por poco se lo carga. Es un hombre verdaderamente interesante este Arnold Chen-wa. Aunque no creerás que éste sea su verdadero nombre.
—Claro que no —contestó riendo Marcia.
—Pues se llama así. En aquel tiempo dirigía los sondeos de radiactividad en un laboratorio de isótopos. Ese Chen-wa es ciertamente un tipo amable: chino educado en Norteamérica y marxista teórico. Pero no es un funcionario de esos fanáticos e intransigentes.
—No veo a qué viene todo esto —intervino Mawn.
—Es nuestro hombre. Hace algunos meses recibí noticias suyas. Se encuentra en Albania. No me dio detalles acerca de su trabajo, pero no es difícil conjeturarlo. Chen-wa es médico especializado en accidentes producidos por la radiactividad. Ahora está en Albania, y ese país ha construido su primer reactor nuclear.
—Eso no me gusta —dijo Marcia—. Si he de serte sincera, creo que no hacemos más que especular. Lo único que sabemos con certeza es que Teller trabaja para Gelder. Tal vez fue él quien penetró en el laboratorio. Pero ni siquiera podemos demostrarlo.
—¿Dos días después de que Alex acusara públicamente a las empresas Gelder? —interrumpió Peters—. Sea como fuere, hemos de poner en antena nuestro próximo programa. Antes de que aparezcas en pantalla hemos de hacernos con cuantos datos podamos conseguir. Te van a hacer falta para argumentar tu teoría del «efecto dinosáurico».
Mawn se puso en pie bruscamente:
—Marcia tiene razón; me he metido en un lío. Pero no creáis que soy un desagradecido. Os debo muchos favores. Pero empiezo a pensar que la cosa ya no tiene remedio…
Se le quebró la voz; parecía cansado, enfermo y desmoralizado.
Tras un breve silencio, Peters prosiguió:
—No creo que lo digas en serio, Alex. Eso es precisamente lo que tus enemigos desearían. Les harías felices si te creyeras aislado, abandonado de todos. De enfrentarte a ellos en tal disposición, te condenarías de antemano al fracaso. Escucha lo que voy a decirte. He recibido toda una serie de interesantísimas reacciones a nuestro primer programa; y tales reacciones proceden de muy diversas fuentes. En cambio, las autoridades han adoptado una postura muy típica. No es que digan «le prohibimos que continúe con el programa», pero dan a entender muy claramente que no les gusta. Desde luego, su oposición no es franca; se reduce a crear dificultades a mis superiores. Dificultades de orden administrativo; en fin, esas cosas que tú ya conoces.
—No lo sabía. Lo siento —dijo Mawn.
—No te preocupes; eso forma parte del juego. Desde aquella serie sobre el aborto que hice durante los años sesenta, ningún programa mío ha logrado suscitar gran atención. Tú sí has logrado interesar al público con tu teoría; y yo quiero averiguar el porqué. Acuérdate de la llamada telefónica de Lodge. Hasta el Gobierno dice que nos callemos.
—Eso no te favorecerá —protestó Marcia.
—No importa. Ya va siendo hora de hacer estallar una verdadera bomba. Quiero armar el follón. Para ello necesito que sigáis trabajando en el «Show Alex Mawn». Mi redactor de la BBC podrá ayudaros; quiero que reunáis una documentación irrebatible.
Miró fijamente a sus dos interlocutores y agregó:
—Para empezar tendréis que dedicaros a limar las eventuales diferencias entre vuestros respectivos planteamientos. Por ahora no me queda tiempo para ayudaros en esa faena.
Mawn, titubeante, insinuó:
—Siento que…
—No te preocupes —exclamó Marcia—. Lo que me intriga es que te empeñes en no ver más que las interrelaciones hombre-máquina, o el efecto dinosáurico, como tú dices. La idea es brillante, pero no da en el clavo.
—¡Ah! ¿No?
Ante el ataque de Marcia, el interés de Mawn despertó.
—Vamos a definir tu tesis —continuó Marcia—. Dices que las máquinas se están volviendo demasiado complicadas para ser manejadas por el hombre, ¿no es así?
Mawn asintió y dijo:
—Pero hay algo más.
—Sí, pero eso es lo principal, ¿no? Sólo te fijas en la ferretería, en la quincalla; no ves más que las tuercas y los pernos. Mas ¿qué sabes de quienes manejan esas máquinas?
—Pues que reciben formación para saber manejar un determinado modelo. Nadie sería tan insensato como para confiar a un idiota ignorante unas instalaciones que valen millones de libras.
—¡Exacto! Están instruidos, en efecto. Pero sólo teóricamente —dijo Marcia—. ¿Sabes qué ocurre cuando empiezan a trabajar de verdad?
—Si el error fuese humano, se averiguaría.
—No, no. Ante todo, tú no ignoras que muy a menudo resulta imposible hallar la causa de un error cometido por un ordenador electrónico. Por otra parte, ningún operador confesará que se ha equivocado al apretar un botón, puesto que está obligado a fijarse en lo que hace.
—Eso no es sino una mera especulación… —dijo Mawn.
—¡Qué especulación ni qué niño muerto! —se sulfuró Marcia—. Eres como tantos técnicos obtusos. No crees que la psicología intervenga en esas cuestiones, ¿verdad?
—¡Perfectamente! —Mawn esbozó una burlona sonrisa ante la súbita cólera de su interlocutora—. ¡Ya salió la superstición moderna!
—Lo que pasa es que dispongo de datos estadísticamente fiables, fundados en una observación repetida por espacio de casi tres años. ¡Puedo afirmar que ciertos grupos profesionales: sufren una constante pérdida de inteligencia!
—¿Cómo dices?
—Aproximadamente un diez por ciento de pérdida. Y ahora, escucha: ¿Por qué no te pasas por mi laboratorio, en el Instituto, y así te convencerás tú mismo?
—¿Cuándo?
—Mañana. Precisamente, hemos de recibir a un ministro. Tan pronto como hayamos enrollado la alfombra roja, podremos reanudar nuestro trabajo.
Mawn bajó melancólicamente la cabeza y exclamó:
—¡Seguro que te equivocas!