Peters se volvió hacia Mawn invitándole a pasar. Éste avanzó sobre la gruesa alfombra que cubría el pasillo y penetró en una sala iluminada con profusión.
Aquella sala parecía un escenario cuidadosamente decorado. Las paredes estaban tapizadas con paneles de lino, debajo de los cuales había una serie de almohadones de cuero negro con botones. En medio se veía una mesa baja de vidrio con bastidor cromado. De las paredes colgaban grandes cuadros abstractos, escogidos atendiendo más a la moda que a la calidad artística. En un nicho iluminado con luz indirecta se exhibía un premio de Eurovisión consistente en una estatuilla. Cubría el suelo una suave alfombra color arena. De una de las paredes colgaban pesados cortinajes, que rodeaban en parte un piano de media cola. Mawn miró a su alrededor con creciente incredulidad. Aquél, pensó, era un sitio para deslumbrar; vivir allí sería como pretender sentirse cómodo en el vestíbulo de un hotel.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella claridad, notó la presencia de una mujer alta y esbelta que permanecía en pie al lado de una mesa.
—Alex, una amiga mía —dijo Peters—. Marcia Scott, Alex Mawn.
El apretón de manos de la joven fue firme. Mawn vio que sus ojos, verdes y fríos, enmarcados por una negra melena peinada hacia atrás, le estaban valorando. Le pareció que se encontraba ante una inteligencia analítica. Calculó en treinta y tantos años la edad de la amiga de Peters.
Cuando estuvieron sentados en sendos butacones de cuero blanco, Peters se dirigió a Marcia:
—Ya conoces el aprieto en que está metido Alex, ¿no? —La interpelada hizo un gesto afirmativo—. Sobre este asunto se me ha ocurrido una idea que voy a exponeros en breves palabras, para ver si os parece viable. Creo que Alex es el primer inglés víctima de una reacción contra los defensores del medio ambiente. Primero fue el estadounidense Nader, a quien trató de silenciar la empresa automovilística que todos sabemos; luego apareció el ecólogo japonés Nickimodo, quien, por cierto, líese que viajar en coche blindado a causa de las amenazas que le han dirigido las grandes compañías. Y ahora, cuando Alex acusa de incompetencia a los grandes consorcios industriales, se produce en su laboratorio un incendio en el que su ayudante pierde la vida.
—Sí, ya sabemos que las grandes compañías se muestran deshonestas y peligrosas cuando se trata de proteger sus intereses. Pero eso no es noticia, en realidad.
La voz de Marcia era grave, y hablaba con leve acento bostoniano.
—Tal vez no —repuso Peters—, pero debo anunciaros que este suceso va a constituir lo mejor de mi próximo «Estilo nocturno».
Marcia dejó su vaso en la mesa y se echó a reír:
—¡Eres un auténtico periodista, Shel! Si no tienes la noticia a mano… te la inventas, y en paz.
Peters observó la cautelosa mirada que Mawn dirigía a la norteamericana, y quiso anticiparse a la curiosidad de aquél.
—Marcia y yo nos conocemos desde hace muchos años. Os he reunido aquí porque creo que tenéis un interés común…
—¡Lo cual redundará en favor de tu show televisivo! —exclamó Marcia con énfasis.
Peters se sonrió:
—¿Quieres callarte, rica? —Luego, dirigiéndose a Mawn, prosiguió—: Marcia es una psicólogo investigadora, y actualmente está realizando tests sobre la productividad de ciertos grupos profesionales ingleses. Cuando lo de tu intervención ante las cámaras, en el centro de control, pensé que tal vez haya intereses comunes entre ambos. Alex, ¿estás demasiado cansado para repetir lo que dijiste… para que Marcia se entere?
—¿No crees que sería mejor aplazarlo? —intervino Marcia, mirando aprensivamente al corpulento inglés, cuya cabeza le colgaba sobre el pecho en actitud de gran fatiga. Sus ropas aún estaban tiznadas por haber andado entre las ruinas del laboratorio.
Mawn se irguió y dijo:
—No, en estos momentos prefiero hablar y no pensar.
Después de beberse lo que quedaba en su vaso, aguardó a que Peters se lo llenase de nuevo antes de continuar:
—Trataré de explicarme, y si os parece demasiado perogrullesco lo que diga, me callaré. Han venido interesándome las interrelaciones hombre-máquina; esto es una palabra complicada para describir lo que ocurre cuando un ser humano hace funcionar una máquina. La interrelación entre una mecanógrafa y la máquina de escribir es lo que ocurre entre los dedos y las teclas que va pulsando, valga la comparación. El porqué de que se cometan errores, etcétera, etcétera. Mi investigación se ocupa de los seres humanos que manejan máquinas complicadas tales como los ordenadores…
—¡Y los sistemas de control aéreo! —intervino Peters—. A propósito, ¿cómo te hiciste con el pase de Prensa?
Mawn agitó el contenido de su vaso:
—Pues, muy sencillo. Por medio de un periodista con el que solía tomar algunas copas en Plymouth y que trabaja en el periódico local. Me interesaba conocer el sistema de primera mano, y le pedí prestado su pase; eso fue todo. Con ello conseguí reunir muchos datos sobre errores en las interrelaciones de las máquinas de control con las personas que las atienden. Y el resultado es horrible. Si tomamos, por ejemplo, el ábaco, es sabido que se maneja pasando bolas para calcular con rapidez. En caso de error está siempre a la vista el interior de la máquina, compuesta únicamente de unas cuentas y unos alambres, por lo que es fácil hallar la equivocación cometida y subsanarla. Ahora, en cambio, tenemos ordenadores y hacemos operaciones a una velocidad realmente pasmosa. Operaciones que no podríamos hacer de memoria; por ejemplo, resolver sistemas de variable compleja. Si la máquina se equivocara, probablemente podríamos corregirla, aunque eso costaría mucho tiempo. La dificultad está en que no podemos ver la causa del error como ocurría con las cuentas del ábaco…
—Pero el error puede ser hallado —intervino Marcia.
—Sí, podríamos hallarlo, pero sólo en las máquinas de primera y segunda generación. En la actualidad, nuestro tecnólogo empedernido es un granuja insaciable que piensa: «Si mi última máquina realizaba sumas en X segundos, ahora puedo lograr que las realice en la mitad de ese tiempo». Y lo consigue, pero no porque sea realmente necesario ganar ese tiempo, sino porque supone un incremento en la cifra de ventas. Por consiguiente, nuestro tecnólogo se ve obligado a inventar unos circuitos integrados cada vez más eficientes y más miniaturizados. Al principio teníamos bloques monolíticos; ahora son micromonolíticos, y así sucesivamente… Pero eso no basta. El proyectista tiene que idear nuevas formas de incrementar la rentabilidad, sólo por mantenerse a la cabeza de la competencia. Para ello echa una mirada al cerebro humano, a ver si éste tiene algún truquito susceptible de ser copiado. Y descubre que nuestro órgano pensante posee la facultad de aprender. En consecuencia, nuestro proyectista incorpora nuevos circuitos a su máquina para que ésta sea capaz de aprender, esto es, de mejorar su rendimiento futuro en base a la experiencia pasada.
—Lo cual no deja de ser un progreso, ¿no es así? —interrumpió Peters.
—Sí, pero hay un inconveniente. Esta mejora del rendimiento sólo se consigue a costa de la habilidad, de la seguridad, Y como todo usuario trata de explotar al máximo la actividad de los nuevos circuitos, cada vez es más grande el peligro de que se produzca algún error.
—¿Qué clase de error? —inquirió Peters.
—Sobre eso llevo realizados algunos trabajos —prosiguió Mawn—. Para decirlo de una manera sencilla, en ciertas condiciones un error provoca dos nuevos errores, y éstos provocan cuatro, etcétera. Y a veces la cosa es aún más grave, puesto que tales errores llegan a producir en progresión de razón dos, seis, once…
—Una especie de frenesí, de rápido trastorno mental, vamos —comentó Marcia.
—Exacto. La especie humana se vuelve tan increíblemente perezosa; que vamos delegando cada vez más facultades a los artefactos metálicos. No nos importa extraer de la Tierra cantidades cada vez mayores de elementos insustituibles para fabricar, entre otras cosas, unos ordenadores tan redomadamente listos que ni siquiera sabemos cuándo se equivocan. En realidad, a nadie hacen falta esos malditos cacharros, salvo, tal vez, a los hospitales. Esos artefactos no son más que fallos electrónicos; son un símbolo tecnológico de status.
—Me parece que exagera —dijo Marcia.
Pero Mawn continuó su monólogo sin aparentar haberla oído.
—Conque ahí tenéis vuestra máquina, revolcándose en su propia complejidad, esforzándose por mejorar su rendimiento a costa de la propia inseguridad, la inseguridad de que el hombre la ha dotado. Es un dinosaurio… —Hizo un ademán con el vaso—. Aquellos descomunales lagartos eran muy grandes, pero tenían un cerebro muy pequeño. Y dada la inercia de las vías nerviosas, un cerebro pequeño no puede controlar un corpachón enorme como era el del dinosaurio. Por eso, aquellos animales tenían un segundo cerebro situado cerca de su trasero. Pero eso tampoco fue suficiente: los saurios siguieron arrastrándose por el lodo y, al no poder controlarse a sí mismos, acabaron extinguiéndose. A eso le llamo yo el «efecto dinosáurico».
—Seguramente no fue ésa la única razón, ¿verdad? —dijo Peters.
—Desde luego, la explicación es simplista. Pero lo cierto es que estamos construyendo máquinas cada vez más complicadas y cada vez menos fiables. Máquinas que nos proporcionan resultados erróneos mientras hacen creer a sus usuarios que son infalibles…
—Pero seguramente no tiene usted ninguna prueba de lo que está diciendo —dijo Marcia.
—Todo indica que ocurre como yo acabo de decir. Y con el tiempo han de ocurrir cosas aún más graves. La causa de todo ello se llama codicia. Y también oportunismo.
Cuando Mawn concluyó hubo un largo silencio. Peters parecía estar calculando mentalmente el efecto que iba a producir la intervención de Mawn en su show televisivo. Marcia Scott permanecía sentada al borde de su asiento, con la cara encendida y gestos excitados, en espera de intervenir a su vez:
—¡Es fantástico! Perdóneme si le digo que, para demostrar que el defecto radica en las interrelaciones hombre-máquina, ha elegido usted un método inadecuado. La imperfección, el defecto, no está ahí. Mire, yo he estado trabajando en…
Mawn se había dejado caer pesadamente en su asiento, con ademán pensativo, y no parecía prestar atención a Marcia. De súbito la interrumpió:
—¡Naturalmente! —Y, volviéndose hacia Peters sin reparar en la mirada iracunda de Marcia, exclamó—: ¡Ya lo tengo! ¡La quemadura del láser! Podremos seguir la pista de ese granuja.
Marcia se puso en pie y Peters notó que tenía las mejillas encendidas.
—No creo que el doctor Mawn esté en condiciones de mantener un diálogo en estos momentos, Shel. Si ustedes lo permiten, me voy.
Y se encaminó a la puerta. Peters la siguió y Mawn pudo oír cómo trataba de apaciguarla en el vestíbulo. La puerta del piso se cerró luego de un portazo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Mawn, desconcertado, a Peters cuando éste regresó.
—A Marcia le ha parecido que tú no hacías mucho caso de sus puntos de vista en lo tocante a los temas abordados en la conversación.
—¡Ahí! —Era evidente que Mawn estaba distraído en otras cosas—. ¿Puedo usar el teléfono?
—Desde luego. El piso está a tu disposición mientras permanezcas aquí. Yo apenas lo uso.
—Voy a telefonear a un amigo, a un oculista. Creo que podrá serme de gran utilidad en estos momentos.
Para Mawn, aquella taberna era el paradigma de los aspectos más repulsivos del siglo veinte. Negras vigas de plástico, que imitaba la madera mediante un veteado artificial, formaban la armadura del techo. El lugar estaba decorado con burdas imitaciones de aperos rústicos. A lo largo del mostrador de tablero sintético se arracimaban hombres que vestían el uniforme del Ejecutivo Anónimo y conversaban muy serios alrededor de grandes jarras de cerveza. En las paredes se exhibían reproducciones artificialmente envejecidas de antiguos carteles teatrales, y hasta el propio tabernero presentaba un falso aspecto dickensiano mientras se movía entre los parroquianos. El caliginoso ambiente olía a tapas calientes, a loción de afeitar y a cerveza.
Mawn consultó su reloj. Peter Brookman se retrasaba.
Brookman había atravesado la zozobra de las diligencias judiciales previas. Mawn pasó varios días intentando reconstruir en detalle la disposición del laboratorio para poder contestar de la mejor manera posible a las preguntas del juez de instrucción. Había consignado la posición del aparato experimental en relación con los productos inflamables contenidos en los matraces de un estante cercano. Se hizo también una estimación de los daños sufridos por la instalación eléctrica y por los aparatos electrónicos. Todo ello lo comentó extensamente con Peters. Éste le había cedido una de sus habitaciones, y ahora gestionaba en su nombre un contrato con la BBC para un próximo programa de televisión.
Sólo una vez insinuó la posible presencia de un intruso en su laboratorio. El juez de instrucción escuchó esta declaración con indiferente cortesía, y replicó que los subterfugios de esa especie eran empleados a menudo por quienes pretendían eludir acusaciones por negligencia.
La policía se mostró bastante desconfiada y sugirió una posible acusación pública, de la que tendría que responder la Universidad.
El decano declaró, empleando términos velados, que la sección de Mawn estaba alejada de los principales edificios universitarios, y que este investigador corría con mayor responsabilidad que otros directores de sección en lo relativo a la seguridad de sus locales. En definitiva, la declaración del decano fue una manera solapada de cargarle el muerto a Mawn, aunque terminó con un discursito manifestando cuánto sentía lo ocurrido.
El juez quiso saber en quién delegaba Mawn sus responsabilidades cuando necesitaba ausentarse de su laboratorio. El profesor contestó que tal caso no se planteaba, porque el personal investigador trabajaba en equipo. El juez leyó entonces una disposición de régimen interno de la Universidad. Dicho reglamento decía taxativamente que, en ausencia del director, se debía designar un suplente oficial por escrito.
Hacia el final del interrogatorio, quedó claro que, no habiendo reunido pruebas suficientes para acusar a los vivos, el juez optaba por acusar a los muertos.
Para ello revisó minuciosamente las declaraciones de los miembros de la sección de Mawn, y trazó la semblanza de Tina Hale como mujer abrumada de trabajo y bastante negligente. Recordó que cierto estudiante, hablando de Tina, había dicho que «trabajaba como una negra»; y que otro la había calificado de «sabia distraída». El propio Mawn admitió que los métodos de trabajo de su ayudante podían ser calificados como de «brocha gorda» debido al exceso de trabajo a que él mismo la había sometido. Y escuchó con sorda cólera una filípica del juez contra la incompetencia en general.
Los considerandos de la sentencia fueron una larga y moralizante homilía del juez sobre la seguridad necesaria en los laboratorios. A Mawn, el fallo le sonó a hueco: «Muerte por accidente».
En la Universidad, Mawn sufrió todos los inconvenientes del aislamiento. Nunca había sido de los que hacían la pelotilla a las autoridades académicas, e incluso había expresado su desprecio hacia quienes así se comportaban. En opinión de muchos responsables administrativos, él había sido negligente y, por tanto, había empañado el prestigio del centro universitario. Recordó un comentario oído casualmente en el bar de la Facultad: «Es un tío simpático, pero demasiado excéntrico… Pierde el tiempo en fantasías… Ahora se la va a cargar… Hacía tiempo que el decano esperaba una ocasión como ésta».
También recordó su última entrevista con el decano Keith acerca del nombramiento para una cátedra, que la «junta rector» había aprobado en principio antes de los acontecimientos:
—Estas cosas son difíciles, Alex. Sinceramente, no creo que debamos precipitarnos ahora, ¿verdad?
Los acuosos ojos azules eran casi tan cariñosos como los de un asesino profesional.
Mawn empezó a considerar la posibilidad de buscarse otro empleo. ¿Regresar al Artico? No, jamás. ¿Comentador científico en la televisión? ¿Enseñanza? ¿Investigación médica?
Antes que nada, terna una misión que realizar. Le había dado muchas vueltas a lo sucedido con aquel tipo que se había cruzado con él en la carretera y que llevaba un pañuelo apretado sobre un ojo. El rayo del láser quema la retina; en consecuencia, el conductor de aquel coche, si se trataba del intruso, debía presentar tales quemaduras. Por eso había recurrido a Peter Brookman, quien dirigía el departamento oftalmológico de una clínica de Londres y era especialista en accidentes laborales de la vista. Le preguntó a Brookman si sus archivos incluían algún caso de quemaduras producidas por láser, y si tema constancia de alguno ocurrido en las últimas cuatro semanas.
—Siento haberme retrasado, Alex, pero a una de mis ancianas pacientes se le ha ocurrido tener una hemorragia. ¡Un verdadero drama! ¿Cómo estás? ¡Hacía un siglo que no te veía!
Mawn levantó la vista:
—Gracias, Peter, por haber venido.
—Sentía curiosidad por ver cómo te desenvuelves. Ha sido muy interesante. ¿Crees de veras en todo ese jaleo sobre…? ¿Cómo era? ¡Ah, sí! El «efecto dinosáurico»… en las personas que no manejan debidamente sus artefactos.
Mawn sonrió:
—Sí, desde luego.
—En fin, todo cuanto yo puedo decir sobre el particular es que espera que no ocurra en mis quirófanos. Está hoy todo tan automatizado… No hay manera de llevar a cabo ni una vulgar operación de cataratas, sin tener que picar uno de esos malditos programas… Esa cerveza que estás tomando parece muy buena…
—Media jarra de la mejor cerveza rubia, por favor.
Mawn se acercó al mostrador y regresó con una jarra pequeña en la mano.
—Perdona mi impaciencia, Peter. ¿Encontraste algo en tus historiales?
—Sí; tres casos en total. Uno ocurrido en Edimburgo y otro que le ocurrió a una mujer. Por tanto, hay que descartarlos… —Abrió su cartera y extrajo de ella tres sobres rígidos, de color pardo, con sendos rótulos de «Historial Clínico»—. El tercero es una posibilidad.
Dejó el tercer sobre encima de la cartera y agregó:
—Pero hay un pequeño problema, Alex.
—¿Cuál?
—Como comprenderás, estos expedientes son confidenciales: artículo setenta y tres del estatuto profesional, y todo eso.
—¡Ah!
Brookman dejó la jarra sobre el mostrador:
—Mi problema con este brebaje es que me vienen ganas de mear. ¿Dónde está…?
Mawn señaló una cortina de terciopelo:
—Por allí.
Brookman se bajó del taburete y, aludiendo a los sobres, dijo:
—Cuida de esto mientras tanto, ¿quieres?
Y se encaminó hacia la cortina.
Mawn examinó rápidamente los rótulos y, prescindiendo de los dos que ya había mencionado Brookman, abrió el tercero y leyó:
«TELLER, George. Edad, treinta y cuatro años. Quemadura térmica en el ojo derecho. El paciente no detalla cómo se lesionó. Afirma que ocurrió trabajando con rayos infrarrojos. Manifiesta que no ve muy bien con el ojo lesionado y que éste lagrimea continuamente. Tras el examen pertinente, se halló inyección circumlimbal y ligera reacción vascular en el ojo derecho. Oftalmoscopia: Existe una pequeña lesión puntual en el lado temporal de la fóvea, lesión que interesa al cuerpo vítreo y es típica de quemadura producida por haz coherente (láser). La anamnesis del paciente debe estimarse, por tanto, deliberadamente falsa…».
Mawn echó una rápida ojeada al resto de las notas y, volviendo la página, leyó en el reverso de ésta: «Domicilio: 14 Dreighton Gardens, Londres S. W. 9. Empleo: Gerente de Servicios de Información Teller, Pomeroy House, Edgware Road, Londres A41ZO».
Mawn lanzó una rápida ojeada a la placa colocada junto a la puerta giratoria de cristal. Los nombres relacionados en la placa incluían un contable, un psiquiatra, una agencia de seguros y un dentista. Y «Servicios de Información Teller».
Contempló a través de los cristales el amplío vestíbulo del edificio, su lujosa alfombra, su largo, bajo y negro sofá y la mesa de vidrio cubierta de revistas frente a un largo mostrador con una centralita y una linda y despersonalizada recepcionista. Con ella, inclinado sobre el mostrador estaba un hombre de mediana estatura, robusto y enfundado en un abrigo ligero color pardo. Mawn vaciló un momento antes de entrar. ¿Qué iba a decirle al hombre llamado Teller, suponiendo que fuera el que venía buscando?
Después de despedirse de Brookman, se había encaminado por las bulliciosas arterias de Londres hacia la calle Edgware, sin tener una idea clara de cómo abordar el asunto. Consultó su reloj y vio casi con alivio que eran casi las cinco cuarenta y cinco. Teller estaría a punto de salir de su oficina.
Mientras miraba al hombre del mostrador, éste se volvió un segundo y, con un sobresalto, Mawn notó que llevaba un ojo tapado con tafetán de color rosa. Con la imaginación desbocada, Mawn se apoyó en la pared, esperando a que el hombre saliera.
Al fin, tras lo que a Mawn se le antojó una espera inacabable (que no pasó de dos minutos, en realidad), el hombre se dirigió hacia la puerta giratoria y empujándola con el hombro salió, mientras hacía con la mano una seña de despedida a la recepcionista.
Casi involuntariamente, Mawn echó a andar hacia el hombre, dándole sin querer un golpecito en el brazo. El hombre se volvió y, de súbito, Mawn reconoció la cara que aquella noche viera a la luz de los faros de su auto. No le cabía la menor duda de que era el mismo ojo azul asustado, el mismo pelo negro, largo y lacio, encuadrando una cara redonda como una luna llena. Mawn comprendió que la identificación había sido mutua. El ojo del hombre pareció expresar primero sobresalto y luego temor, pero en seguida recuperó su aplomo.
—¿George Teller?
—¿Qué quiere?
—Me llamo Mawn. Deseo hablar unas palabras con usted, si me permite.
—Lamento que haya llegado precisamente cuando yo salía… a una diligencia. Se me ha hecho tarde ya. Sería preferible que llamase a mi oficina otro día.
La voz de Teller tenía un tono impersonal y sus palabras eran rápidas y corteses. Quiso continuar hacia la salida, pero Mawn le cerró el paso de un brinco, diciendo con voz agitada, pero decidida:
—¡Espere un poco! Tengo que hablar con usted Se trata de un asunto muy urgente.
Teller le miró fríamente, casi divertido al notar la confusión del hombre que le cerraba el camino.
—Sea breve.
—Al parecer, tiene usted un ojo malo. ¿Puedo saber cómo se lo lastimó?
Teller se sonrió:
—¿Qué le importa? ¿Interés profesional, doctor Mawn?
—No soy médico. Soy un investigador cuyo laboratorio está cerca de Plymouth y fue incendiado por un intruso hace un par de semanas.
—¿Ah, sí? —el ojo de Teller expresaba sólo una ligera sorpresa—. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Mi ayudante Tina Hale murió en el incendio. Por tanto, ese intruso puede ser culpable de homicidio.
Mawn pareció adivinar una ligera vacilación en el semblante de Teller, pero la voz de éste sonó completamente firme al replicar:
—Y eso, ¿en qué me atañe?
—Ahora se lo diré. El intruso en cuestión fue herido en un ojo por un rayo láser, y esa herida deja una señal tan característica, que cualquier médico sabría reconocerla. Ningún intento de atribuirla a una quemadura por rayos infrarrojos surtiría efecto.
De nuevo pasó por el rostro de Teller algo parecido a una sombra. El hombre consultó su reloj y dijo:
—Le repito que llevo prisa. Vamos a terminar. ¿Está acusándome de algo?
—Todavía no. Sólo le advierto que prepare usted una explicación más verosímil.
Mawn iba adquiriendo confianza en sí mismo, mientras que el otro empezaba a ponerse nervioso y jugueteaba con unas llaves de auto. Estaría pensando que los lasers sólo se encuentran en laboratorios.
Teller frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Qué pretende usted exactamente?
—Quiero saber cómo se llama el hombre o la empresa que le envió a usted.
Hubo un momento de silencio, tras el cual Teller dijo:
—No es a mí a quien necesita, amigo. Lo que necesita usted es un psiquiatra. —Apuntando a la placa con las señas de tos inquilinos, agregó—: Le recomiendo al doctor Brown; precisamente le encontrará en su consulta a esta hora.
Y antes de que Mawn pudiera impedírselo, Teller salió. Con súbita intuición, Mawn abrió la puerta y le siguió con la mirada. Teller cruzó hacia una calle lateral y se metió en un coche estacionado junto a una hilera de parquímetros. Pero Mawn no pudo distinguir qué modelo de coche era.
Al cabo de unos segundos, un vehículo salió de la fila con los intermitentes puestos. Mawn se protegió con la mano los ojos contra la cruda luz del sol poniente y aguzó la vista. Ahora no había duda: era un BMW 2002, el mismo coche que había visto en la carretera.
Mudando de propósito, Mawn volvió a pasar la puerta giratoria y entró en el vestíbulo. La linda recepcionista estaba mirándose en un espejito y perfilando cuidadosamente su ojo derecho con un lápiz marrón.
—Siento molestarla, señorita, pero el señor Teller me ha pedido una entrevista para esta semana o la próxima.
Ella pareció un tanto contrariada, pero abrió un cajón de su mostrador y sacó un cuaderno de notas.
—Veamos —estuvo unos momentos hojeando las páginas del cuaderno—. ¿Le parece bien el jueves por la tarde?
—No, creo que no.
—Bien, entonces, ¿a primera hora del viernes?
—No, tampoco.
Esta vez ella se mostró claramente disgustada. En la centralita sonó un zumbador y la recepcionista fue a contestar la llamada. Mawn se inclinó sobre el mostrador y cogió la agenda de Teller. La hojeó rápidamente hacia atrás mientras recorría con el dedo las citas entre la fecha de su propia aparición en televisión y la del incendio de su laboratorio. En la primera página se leían sólo unos nombres desconocidos para él. Volvió la hoja, y ¡allí estaba! Casi con incredulidad, leyó: «Gelder, King’s Head». ¿Se referiría a Brian Gelder?
Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la fecha del día. Allí estaba de nuevo el apellido Gelder, pero esta vez con una inicial: «B. Gelder, King’s Head». En la misma columna decía: «A las 13 horas».
—¿Me hace el favor?
Era la chica, que regresaba muy enojada. De un tirón, le quitó a Mawn la agenda. Éste se sonrió:
—Creo que el señor Teller estará demasiado ocupado para recibirme durante las próximas dos semanas. ¿Me haría el favor de decirle que le telefonearé?… De parte del doctor Mawn.
Volvió la espalda a la chica y echó a andar hacia la salida, sin hacer caso de la irritada recepcionista. Cuando se vio en la calle despidió de su mente a Teller. Otro hombre asumía ahora más importancia: Brian Gelder.
Peters dejó la lustrosa bandeja sobre la mesa de vidrio. Marcia observó, divertida, que aquella estancia parecía un anuncio sacado de una revista de decoración. Sobre la bandeja había un montón de pastas calientes, lujosas tazas de porcelana blanca y servilletas de lino azul cuidadosamente plegadas. Peters adivinó la pregunta al ver la expresión de Marcia:
—Alex Mawn estará aquí unos días.
Y se puso a servir el té.
Marcia frunció el entrecejo:
—En este caso, aquí te dejo lo que he podido encontrar y me largo antes de que aparezca él.
Peters se sonrió:
—Oye, te pedí que reunieras datos para un programa y que colaborases con él; eso fue todo. ¡Nadie te pide que te acuestes con nuestro hombre!
Marcia se ruborizó un poco:
—No parece interesarle mucho ninguna de las dos cosas, al menos por ahora. Asistimos el otro día a un monólogo de diez minutos. ¡Hablaba el gran hombre! Lo siento, pero ya hace tiempo que conozco a vuestros catedráticos provincianos. Es peor que volver a la escuela elemental.
—Entonces, ¿no te dice gran cosa ese efecto dinosáurico?
—No me refería a eso. Lo que me molesta es su dialéctica. Ciertamente, está sucediendo algo peculiar en el equilibrio entre el hombre y sus máquinas; pero él, después de tantos años dirigiéndose a maleables auditorios estudiantiles, es incapaz de comprender que esa cuestión puede tener otra faceta.
Peters le ofreció una taza de café:
—Mawn parece estar bastante irritable estos días. Ha perdido la mayor parte de sus archivos, uno de sus técnicos murió y su propia Universidad quiere deshacerse de él cuanto antes.
Marcia dejó la taza sobre la mesa:
—Mira, Shel. El problema es tremendamente real. Tú conoces mis trabajos. Creo que concuerdan con los suyos; pero es como si él estuviera empeñado en alguna venganza personal.
Peters se levantó, se encaminó a la puerta y la cerró suavemente:
—Puede que cambies de opinión cuando te haya contado algo de su vida. Para conocerlo mejor, encargué a uno de nuestros investigadores una averiguación al respecto. Ése que parece un catedrático aburrido es todo un hombre. De entrada te diré que es bastante más joven de lo que parece con su barba y su traje de lana. Apenas cuenta más de cuarenta años.
—¡No bromees!
—No bromeo; tiene exactamente cuarenta y tres. Dirige la sección de Informática de Plymouth; pero lo que le tiene obsesionado es la crisis ecológica. Ha escrito docenas de artículos contra la inhumanidad de la tecnología, la contaminación, etcétera. Y ello explica la ojeriza que le tiene su Universidad. Se pasa la mayor parte del tiempo practicando mediciones de la contaminación local en vez de enseñar lógica matemática a sus alumnos.
—No son pocas las extorsiones que hoy en día se cometen con ese pretexto. Es la manera más rápida de conseguir publicidad gratuita.
Peters meneó el índice en dirección a Marcia:
—Lo que dices es injusto, Marcia. No; el factor decisivo fue probablemente su padre. Era capataz de una fundición de plomo, y contrajo una enfermedad crónica por intoxicación lenta. Padre e hijo estaban muy unidos; y el pobre Alex vio morir a su padre de manera particularmente horrible. Por añadidura, la compañía negó que el estado de su padre fuese debido al plomo. Le pagó y le despidió. En aquellos tiempos no existía ninguna clase de indemnización laboral.
—Comprendo —dijo Marcia, inclinando pensativamente la cabeza—. Eso es diferente. Lo que acabas de contarme explicaría su afán de ir contra la gran industria. Muy bien, Shel. Pero, con todo, no puedo colaborar con él. Porque él probablemente ha estado esperando toda su vida una ocasión como la presente. Y yo no estoy dispuesta a proporcionar datos para una operación de «guerra».
—Me sorprende tu actitud —dijo Peters sonriendo—. Creí que había logrado tocar ese corazón tuyo…
—Ahora me conocerás mejor —replicó Marcia con una fría mirada.
—Todavía sigues juzgándole mal. Tengo entendido que también pasó casi dos años en el Artico…
Peters se interrumpió al ver que entraba Mawn. Ahora su aspecto le pareció a Marcia totalmente diferente que el día anterior, en que le vio torpe y desgarbado. Al verle andar con soltura y sentarse a la mesa con todo aplomo, notó por primera vez que debajo del grueso jersey había un fuerte pecho y hombros robustos. Mawn se sirvió una taza de café y saludó a Marcia con una leve inclinación de cabeza.
—¿Encontraste a tu escalador de pisos tuerto? —le preguntó Peters.
Mawn se sirvió una pasta antes de responder:
—Sí, pero no se trata de ningún ladrón vulgar. Es un especialista en espionaje industrial, si tal denominación significa algo.
—Quizá signifique mucho.
Peters se acercó a un archivador oculto tras una recia cortina y, sacando una documentación, dijo:
—Hicimos un programa…
—¡Tienen licencia para entrar en las casas, destruir el trabajo de toda una vida y encima perpetrar un crimen!
Mawn pronunció este exabrupto en voz no muy fuerte, con la cabeza baja, mientras con mano firme llenaba por segunda vez su taza. Peters y Marcia se volvieron hacia él casi involuntariamente. Debajo del universitario provinciano asomaba ahora el hombre de gran presencia de ánimo, dotado de una poderosa energía interior.
Pasado el momento de sorpresa, Peters prosiguió con serenidad:
—Aquí está el informe que hace alrededor de un año realizamos para cierto programa. Hay en Inglaterra más de veinte empresas especializadas en este tipo de negocios. El espionaje industrial del siglo veinte se encubre bajo muchos eufemismos elegantes y precavidos.
—¿Cuáles? ¿Soborno? ¿Cohecho, por ejemplo? —preguntó Marcia.
—Es más complicado que eso. Hoy día se ha convertido en una profesión. Y los «profesionales» son capaces de idear cualquier estratagema con tal de incriminar a alguien o sonsacar lo que se les encargue acerca de una empresa determinada, utilizando la colocación de micrófonos, la delación, la provocación o lo que sea, si se paga bien la faena.
—¿Y actúan legalmente?
—Desde luego. Se mueven dentro de la más estricta legalidad, en apariencia al menos. Se anuncian como protectores: «Contribuimos a su seguridad», etcétera. Pero lo que no anuncian es que hacen también lo contrario… sin que nada conste por escrito, y mediante una buena suma de dinero, por supuesto. Son los chacales de la tecnología, que a cambio de estupendos honorarios recogen basuras tales como cifras de ventas, nuevos procedimientos, puntos débiles de la comercialización ajena o noticias sobre queridas, vicios ocultos, chifladuras y todo eso. Las personas que los emplean, a veces reciben el título de Caballeros del Imperio Británico por los servicios prestados a la industria, y otras veces son metidas en chirona.
—¿Por qué les interesaría saber lo que yo estaba haciendo? —inquirió Mawn.
Peters sonrió sin ganas:
—No sé si lo dices en serio o en broma… —Como Mawn fruncía el ceño, explicó—: No olvides, Alex, que ante ocho millones de espectadores demostraste la falta de escrúpulos de tres compañías. Tu dedo acusador señaló al siete por ciento de la industria británica, probablemente. Tus palabras no fueron una conferencia teórica para universitarios; les dijiste a unos astutos oportunistas que su modo de ganarse la vida es totalmente irresponsable y muy perjudicial para la sociedad. ¿Qué esperabas conseguir, pues, con tus denuncias? Era lógico que ellos quisieran averiguar qué haces y cómo lo haces. ¿Qué otra cosa podías esperar de ellos, sino que te hicieran espiar por un detective?
—¿Quieres hacerme creer que el consorcio Gelder celebró junta e hizo constar en acta la decisión de enviarme a ese Teller?
Hubo un silencio tras las palabras de Mawn. Después, la voz de Peters sonó tranquila, casi fría, cuando preguntó a su vez:
—¿Quién ha mencionado a Gelder?
Mawn le miró y contestó:
—Iba a decírtelo. He identificado con toda seguridad a George Teller…
Y describió su encuentro con éste, así como el hallazgo del nombre «B. Gelder» en su agenda.
—¿Podría demostrar todo eso… ante un tribunal? —intervino Marcia.
—Lo dudo. Mi palabra contra la suya, la coincidencia de la quemadura de láser, el auto… No. Con todo, creo que le di un buen susto.
Peters, que había estado paseando de un lado a otro, se volvió e intervino en la conversación con una nota de urgencia en la voz:
—Creo que ahora lo comprendo. Sin duda, las condiciones del trato entre Brian Gelder y Teller serían de pago al contado, y se fijaría una entrevista en la taberna llamada King’s Head. Por otra parte, no creo que ellos quisieran destruir tu laboratorio. Es más probable que anduvieran hurgando en tus archivos para saber si poseías pruebas de tus acusaciones.
—Sí, pero ¿en qué afectaría eso a Gelder? —inquirió Marcia.
—Ello depende de lo que Alex poseyera realmente. —Peter le miró, interrogante—. ¿Disponías de pruebas suficientes, Alex?
—Ahora todo está convertido en ceniza —respondió Mawn, bajando la mirada—. De todos modos, bastaba para demostrar que Gelder había tenido una serie de fracasos en algunas de sus instalaciones. Una empresa más modesta habría ido a la quiebra.
—Gelder dirige un enorme consorcio europeo —le informó Peters—. Actualmente, la principal actividad de ese consorcio es la construcción de centrales nucleares. El centro de control de vuelo no supone más que una «picadura de pulga». Es decir, que tiene muy poca importancia en comparación con los demás negocios. Gelder dispone de todo un patrimonio familiar, una especie de banco comercial, con lo que es capaz de acuñar su propia moneda, como si dijéramos. Hasta ahora todo le ha salido a la perfección; ha construido reactores de agua ligera en todo el mundo, el Japón, Alemania, Estados Unidos y hasta Albania. ¿No es así, Alex?
Mawn asintió con la cabeza y dijo:
—Están lucrándose con la crisis energética para incrementar sus beneficios. El panorama es realmente inquietante. Parece que se vislumbra el fin de la era de los combustibles fósiles. A los Estados Unidos se les ha terminado ya el gas natural; el precio del petróleo se ha puesto por las nubes, y todo el mundo se pregunta de dónde vamos a sacar la energía que necesitamos. Por consiguiente, es obvio que deben construir reactores nucleares. Lo que no resulta obvio es que el tipo de reactor puesto en venta haya de ser el más barato.
—¿Cómo? —inquirió Marcia.
—La baratura supone reducción del nivel de seguridad —continuó Mawn—. En todo caso, nadie puede verificar de manera efectiva los sistemas de seguridad actualmente utilizados, pero si se regatea en los costes, se expone uno a instalar un sistema de seguridad menos fiable. Según mis informaciones, ellos han invertido tanto dinero en la reparación de las averías sufridas por sus centrales nucleares, que este año los beneficios probablemente serán casi nulos. Y ahora están construyendo la central nuclear de Grim-Ness, en las islas Oreadas.
Peters, que estaba junto a la ventana mirando el cielo, que prometía un hermoso día de junio, se volvió y dijo:
—El gobierno de la Comunidad Europea, en su sabiduría, ha decidido que se construya una cadena de centrales nucleares a lo largo y a lo ancho de Europa, y que los contratos sean otorgados a consorcios semejantes al de Gelder. Se supone que esas centrales deben completar a nuestros reactores enfriados por gas, que dicho sea de paso, tienen un buen historial de seguridad.
Marcia, excitada, se adelantó, exclamando:
—Así que ese lugar… ¿cómo se llama?…
—Grim-Ness[1]. Bonito nombre para el caso.
—¿Es una especie de centro experimental?
—Es mucho más que eso —dijo Mawn—. Según tengo entendido, si no resulta rentable a corto plazo se tiene que proceder a la reparación de posibles defectos, la empresa quizás agotará el capital disponible.
—Si el señor Gelder fuese un jugador de póquer —dijo Marcia—, imagino que eso sería «echar el resto», ¿no?
Mawn asintió.
Sin darse cuenta, Peters empezó a frotarse las manos:
—Así pues, lo que menos le interesa en estos momentos, cuando el Gobierno británico está a punto de decidir si compra o no ese nuevo modelo de generador nuclear, es una publicidad desfavorable. Ahora empiezo a atar los cabos.
Sonriente y un tanto divertido por la situación, miró a Mawn y continuó:
—Me pregunto hasta dónde será capaz de llegar un joven magnate de treinta y cinco años dispuesto a proteger sus intereses. De ahora en adelante habrá que tener mucho, pero que mucho cuidado contigo, Alex.
—¿Y no vamos a cancelar nuestro programa?
Al formular esta pregunta, los ojos de Marcia brillaban de excitación.
—¿Por qué habríamos de hacerlo?
—Son peces gordos. Tendremos que estar muy seguros de nuestros datos.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Peters—. Pero el hecho de ser el primero en dar la noticia es lo único que me hace soportable mi oficio.
Mawn miró primero al jovial y muy ligeramente afeminado periodista, y luego a la elegante y casi severa psicólogo de Nueva Inglaterra. Ambos parecían haberle olvidado en su momentánea excitación. De repente se preguntó en qué lío se había metido. Sonó el teléfono. Peters se puso en pie y acudió a contestar la llamada.
—Diga, diga.
Estaba de un humor casi jocoso; pero la expresión de su cara fue cambiando a medida que escuchaba. Alzó las cejas mirando a Mawn y a Marcia y se sentó.
—Sí, muy bien. —Tapando con la palma de la mano el receptor, explicó—: Richard Lodge, subsecretario del Ministerio de Ciencia. He realizado un par de programas con él, pero nunca ha llamado aquí antes. —Apartó la mano del micrófono—. Sí, hola, Richard. Sí, sí.
A medida que escuchaba, la juvenil sonrisa que animaba el rostro de Peters fue desapareciendo y su cuerpo fue poniéndose rígido. Marcia y Mawn casi sentían la tensión que se iba apoderando de él. Salvo alguna que otra afirmación, Peters se limitó a escuchar. Por último, colgó y se dirigió hacia la ventana, pensativo.
—Por favor, ¿qué ha dicho? ¿Se refiere a lo de Alex? —preguntó Marcia, incapaz de resistir la expectación.
Peters asintió:
—Pues, sí. Me ha insinuado del modo más elegante que no hemos de seguir con el efecto dinosáurico. Dice que sería contrario al interés nacional, según la frase corriente de los ministros. Pero, a lo que parece, también es contrario al interés de la humanidad globalmente considerada —concluyó volviéndose hacia Mawn.