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La enorme masa del avión del Vuelo 697 emergió de la lóbrega zona industrial hacia el nordeste de París. Al inclinarse el ala de babor del gigantesco Jumbo jet, los oblicuos rayos del sol incidieron como un potente foco en el repleto compartimiento de pasajeros y sobre la falda de la señora Oates, así como sobre sus tres niños. El súbito resplandor la despabiló, y miró con ojos aún soñolientos las filas de cabezas que tenía delante. Luego contempló el rimero de tazas, cucharas y cuchillos que se amontonaba en las mesitas adosadas a los asientos de sus hijos. «Falta sólo una hora —pensó— para poder tomar un buen baño y beber una taza de té». Estuvo un rato frotándose el cuello para desentumecerlo, pero luego, con el apagado rugir de los motores y el runrún de los pasajeros, se adormeció de nuevo. Cuando cerró los ojos ignoraba que su familia y ella misma, así como otras trescientas setenta madres que con sus respectivos hijos viajaban en el «charter» de Mallorca a Heathrow, Londres, se acercaban inexorablemente a un grave peligro. Durante los próximos ciento veinte segundos, la existencia de todos iba a quedar en manos de un hombre de veintiocho años.

Ese hombre era uno de los ocho controladores de vuelo sentados frente a consolas complicadas y multicolores, en una larga sala subterránea ubicada cerca de Deal, en la costa meridional de Inglaterra. En contraste con el interior del avión, intensamente iluminado, dicha sala estaba sumida en una oscuridad casi total, a excepción de los pequeños puntos de luz que permitían ver, uno a uno, aquellos hombres y sus respectivos cuadros de mandos. Frente a ellos, y a lo largo de la pared, una pantalla cóncava presentaba en proyección Mercator y en color verde brillante el mapa de Gran Bretaña y del Norte de Europa. Las líneas costeras destacaban con más intensidad; a su dibujo se superponía un laberinto de trazos curvos de color azul, y un punto muy luminoso color rojo rubí se desplazaba lentamente a lo largo de cada una de aquellas curvas. Llenaba la sala el zumbido de los ventiladores, y en el aire flotaba un leve olor a circuitos eléctricos sobrecalentados, que se mezclaba con el cáñamo y yute embreado de que estaba hecha la nueva alfombra.

En aquella sala se alojaba el recién inaugurado Cuartel General del Control Aéreo de Europa, desde donde se dirigía y controlaba el movimiento de todos los aviones comerciales en tránsito sobre Inglaterra y la zona Norte de Europa. El avión del Vuelo 697 estaba siendo guiado por un complejo de ordenadores electrónicos a los que atendía un oficial de segunda, un joven de veintiocho años.

Al despedirse del pequeño grupo de periodistas con los que había hablado, para poder observar más de cerca las operaciones de los controladores, el doctor Alexander Mawn se acarició la anaranjada insignia de Prensa que lucía en la solapa. A Mawn le tenían muy preocupado las complicadas figuras que describían las lámparas piloto rojas y verdes encendiéndose y apagándose incesantemente en las consolas instaladas frente a los controladores de vuelo; pero no prestó atención a cierta lucecita roja que había aparecido en el ángulo izquierdo de la pantalla. Como tampoco le pareció en ese instante que el comportamiento del controlador fuera distinto del de los otros siete. Mientras observaba el caleidoscopio de aquellos símbolos de diferentes colores, empezó a comprender los significados lógicos que tales lucecitas venían a representar. En seguida dedujo que, de cuantos sistemas había examinado aquel año, la red ACE presentaba el mayor índice de riesgo potencial en condiciones de sobrecarga.

El ambiente de la sala de control era tranquilo. Si el rostro de Cartland, el oficial suplente de control aéreo que vigilaba a espaldas de los controladores, revelaba ciertas muestras de tensión nerviosa, ello no era debido a la complejidad de la instalación que le había sido confiada (instalación que había costado muchos millones), sino a las dos cámaras de televisión emplazadas a uno y otro lado del local. Y también a la presencia de Sheldon Peters, el rostro más famoso de la televisión inglesa. Cartland trató de poner atención al comentario de Peters, procurando al mismo tiempo no perder de vista las maniobras que iban sucediéndose en el mapa mural; pero sólo pudo captar algunas frases aisladas.

—Detrás de esta pared tiene usted uno de los ordenadores electrónicos más avanzados del mundo. Este ordenador registra todas las rutas de vuelo transmitidas a todos los aviones desde los aeropuertos de Europa. Tras clasificarlas, son presentadas en forma de líneas y puntos rojos, como puede ver en la pantalla. Este sistema ha sido enteramente realizado por el consorcio Gelder, y es seguramente el más moderno que existe hoy día en el mundo. Aquí tenemos al señor Brian Gelder vigilándolo todo…

Una de las cámaras enfocó a un tipo de aspecto insignificante, de pelo negro, que se hallaba al lado de Cartland. Pese al aire acondicionado, Gelder llevaba camisa de franela y una chaqueta descuidadamente echada sobre los hombros. Sonrió mirando hacia la cámara que le enfocaba.

—… Así pues, el sistema AEC —siguió diciendo Peters— permite prescindir de toda comunicación oral entre el piloto y el control de tierra, lo cual reduce considerablemente el riesgo de error a través de los enlaces…

Alexander Mawn observó atentamente la señal roja que se había encendido en el extremo del mapa. Mentalmente hizo un rápido cálculo aritmético. «Demasiado fuertes para ser un reactor civil —pensó—; debe tratarse de un avión militar…».

El teniente piloto James Hodgson se dobló sobre sí mismo en la estrecha cabina del Mirage Dassault seis, y trató de relajar la tensión que se había apoderado de sus miembros. Los vuelos de entrenamiento eran siempre fatigosos, por lo que ahora esperaba con verdadero afán la hora de tomarse un gran vaso de whisky, a su regreso en Abingdon Echó una ojeada al plan de vuelo desplegado sobre una almohadilla encima de sus rodillas, comprobó la siguiente maniobra y empujó hacia delante los cuadrantes de los aceleradores gemelos. El ruido, como de aspirador gigante, de los motores instalados detrás de él subió inmediatamente de tono, y sintió como si el asiento le empujase hacia arriba con tremenda fuerza. Abajo, los acantilados de Dover iban quedando atrás. Al desplazar Hodgson los mandos hacia la derecha, hizo una mueca de dolor debido a la inercia que tiraba de su cuerpo hacia la izquierda. Comprobó la desviación del rumbo y los datos de inclinación lateral y viraje, así como el número Mach, que alcanzaba a 1,8. Velocidad que le habría permitido dejar atrás una bala de fusil proyectada a más de seiscientos cincuenta kilómetros por hora.

Mawn dirigió una mirada de ansiedad a Cartland, el oficial de control. Pero éste, que ya había visto la recién aparecida lucecita roja, pulsó un botón de un pequeño tablero situado a su derecha, y otra luz parpadeó en el tablero de control situado frente al segundo controlador. Entre los demás controladores empezó a cundir la alarma.

La luz del tablero número dos volvió a parpadear, y Mawn sorprendió una inquieta mirada de Cartland al controlador, en cuya nuca habían aparecido copiosas gotas de sudor. Su mano tenía un temblor torpe, parecido a los espasmódicos movimientos de los ancianos. Al notar que una luz iluminaba el sector «Paro de emergencia», Mawn se acercó aún más. Entonces el segundo controlador pulsó un botón cuadrado, de color amarillo, y aquel sector parpadeó y se apagó. Las demás señales asumieron súbitamente una configuración distinta.

La luz roja de la pantalla se acercaba visiblemente a otra. Peters ordenó que una cámara enfocase a la misma pantalla, mientras, notando la súbita tensión que imperaba en la sala, trataba de explicar la situación.

—Es casi seguro que se trate de un vuelo militar. En esta situación, el ordenador electrónico sigue directamente las instrucciones del controlador encargado del sector correspondiente.

Frente al segundo controlador había aparecido una hilera de cinco señales de distintos colores —verde, rojo, rojo, verde, rojo—, en la pantalla de lectura del ordenador. Mientras Mawn miraba, el controlador alzó nuevamente la mano. Su brazo pareció moverse con rigidez al pulsar la instrucción que iba a ser inmediatamente retransmitida al Vuelo 697, ordenándole un inmediato cambio de rumbo.

Verde, rojo, verde, rojo, rojo, verde. Mawn contuvo el aliento; era seguro que aquello estaba equivocado. De una manera increíble, el sencillo código había sido mal interpretado por el controlador de vuelo.

A bordo del Vuelo 697, el capitán Andrews observó la señal enviada por el segundo controlador, que apareció en una pequeña pantalla instalada entre los cuadros de instrumentos que tenía ante sí. El mensaje rezaba en brillantes letras de color verde: «Estribor dos cuatro cero». Y el capitán accionó los mandos hasta que la señal se apagó.

En la pantalla de la sala de control, los rojos destellos del radar se acercaban cada vez más a la colisión, como habían comprendido con toda claridad cuantos se hallaban presentes en la sala, súbitamente silenciosa. Hasta el propio Peters guardaba silencio, esperando que el punto rojo —que era el Vuelo 697— abandonase su nuevo rumbo.

De pronto se oyó un zumbido agudo e insistente, tanto en la consola del segundo controlador como de la mesa de Cartland. En un cuadro relampagueó el rótulo: «Confirmado error en instrucciones». El segundo controlador temblaba ahora visiblemente y mantenía los puños apretados sobre la consola.

De nuevo relampagueó la hilera de colores: «Verde, rojo, rojo, verde, rojo». Y otra vez el controlador alzó la mano hacia los mandos para teclear desmañadamente. «Verde, rojo, rojo». El hombre vaciló y, con la mano izquierda, se limpió el sudor que le corría por la frente. Y mientras Mawn miraba, incrédulo, el controlador se decidió de súbito haciendo aparecer el «rojo, verde».

De nuevo volvió a oírse el penetrante zumbido. Cartland, con una mirada de espanto, se volvió hacia la pantalla, donde ahora aparecían los dos puntos casi juntos. Bajó de un golpe la palanquita de un conmutador color anaranjado y empuñó el micro:

—¡Instrucción oral! ¡Instrucción oral! —su voz era aguda, casi como el estallido de un latigazo en una habitación pequeña y cerrada—. Seis nueve siete, seis nueve siete, ¿me oye? Aparato en rumbo de colisión por estribor: norte siete cinco uno. ¡Deben estar a punto de verlo! Cierro.

En la cabina de vuelo del Vuelo 697, el capitán Andrews, súbitamente alarmado al oír la voz, escudriñó a través del parabrisas teñido de azul. El copiloto hizo pantalla con una mano sobre los ojos para protegerlos del sol. Y ambos columbraron el delgado rastro de vapor del Mirage que se acercaba como un rayo hacia ellos.

—¡Allí está! ¡Un caza, a babor!

Ambos asieron simultáneamente sus palancas de mando y tiraron con fuerza de ellas.

El teniente Hodgson levantó la vista de los instrumentos. La gigantesca forma del Jumbo se le echaba encima. ¿Qué hacer? ¿Hacia arriba o hacia abajo, hacia la izquierda o hacia la derecha?

En el último instante, Hodgson vio que el gigantesco avión se desviaba hacia abajo, y tiró con fuerza de la palanca de mando, hacia su propio estómago. Mientras su Mirage daba un brinco hacia arriba, sintió que la presión del aire aumentaba dentro de su equipo presurizado. Su campo visual fue oscureciéndose mientras su cerebro adquiría, de súbito y debido a la tremenda aceleración, un peso varias veces superior al normal.

El Vuelo 697 picó de morro hasta casi quedar en posición vertical. La tranquilidad de la cabina de pasaje se convirtió en un horror súbito. Una granizada de bandejas y tazas cayó al suelo de los pasillos. En seguida hubo una agitada confusión de mujeres y niños que, al ver que su mundo daba vueltas, chillaban tratando desesperadamente de agarrarse a cualquier cosa. La estructura del aparato, sometida a un esfuerzo brutal, emitió un resonante chirrido metálico. Por un momento, el gigantesco avión pareció colgar de una de sus alas. Se oyó una súbita y ensordecedora explosión causada por la onda de choque del Mirage al pasar por encima del Jumbo jet. Tras lo cual la cabina regresó poco a poco a su posición normal.

La señora Oates, llorando, medio aplastada por una masa de forcejeantes pasajeros, luchaba desesperadamente por librarse del peso que se le había venido encima, mientras buscaba con la vista el lugar donde, entre aquel montón de objetos y de cuerpos humanos, debían hallarse sus hijos. En un mamparo se iluminó el aviso «Abróchense los cinturones».

El teniente Hodgson fue recuperando su visión nublada de rojo y de gris a medida que empujaba hacia delante la palanca de mando para corregir la subida casi vertical del Mirage y aliviar su cuerpo de la intolerable tensión.

La tensión nerviosa en la sala de control se relajó súbitamente cuando las luces rojas, después de convertirse en una sola, volvieron a separarse en seguida. De súbito, también, estalló una barahúnda de voces mientras tronaba la del capitán Andrews desde los altavoces:

—Control ACE, ¿me oyen? ¿Qué ha ocurrido? Por poco…

Cartland cortó a toda prisa la voz del piloto. Los periodistas formaron corro. Y Peters se dirigió, mediante el micro que llevaba en la mano, al desconcertado inspector:

—¿Qué ha ocurrido exactamente, señor Cartland?

Los cuadernos de notas y los bolígrafos aparecieron como por ensalmo. El inspector aludido hizo un esfuerzo por parecer tranquilo.

—La cosa ha parecido más dramática de lo que era en realidad. Los índices aparecen en pantalla enormemente aumentados; no hubo ningún peligro…

Gelder se reunió con los dos hombres:

—Había un considerable margen de seguridad entre los dos aviones…

Peters terció:

—¡No pensó lo mismo el piloto, señor Cartland!

Mawn se acercó a donde estaba Peters. Cartland miró la pantalla: los dos puntos continuaban separándose. Cuando habló, había en su voz un tono de alivio.

—Como pueden ustedes ver, el Vuelo 697 tiene ahora la ruta despejada hasta la costa de Kent y…

—¿A qué distancia se cruzaron exactamente? —Peters alargaba el micro en actitud expectante—. ¿Anduvieron cerca los tiros?

—No puedo decírselo aún —respondió Cartland—. Ante todo, tendremos que analizar las cintas de la caja negra.

—Estoy seguro de que no hubo peligro. El señor Cartland dominó en todo momento la situación. —Todas las caras se volvieron hacia Brian Gelder, que era quien estaba hablando—. En efecto, ya han visto ustedes la flexibilidad del sistema; no fue necesario prescindir del ordenador y todo funcionó exactamente como debía.

—¿Declara usted oficialmente que no hubo peligro? —insistió Peters.

Gelder guardó silencio unos momentos, como para reflexionar. Pero antes de que pudiera hablar, la figura de Mawn se interpuso ante la cámara.

—¡Conque no hubo peligro! ¡Pero si pudimos oír los motores del otro avión a través de la radio del piloto! ¡No sólo estuvimos cerca del peligro, sino también cerca de un desastre!

Cartland se acercó a Mawn para expulsarlo de allí, pero éste le rechazó airadamente. Peters se adelantó, micro en mano:

—Déjele hablar. ¿Quién es usted, por favor?

—Me llamo Mawn, Alexander Mawn.

Peters, tras observar la insignia de Prensa que Mawn llevaba prendida de la solapa, preguntó:

—¿A qué periódico representa usted?

Mawn desdeñó la pregunta, y explicó:

—Soy profesor de Informática en la Universidad de Plymouth, y me interesa el índice de fallos que afecta a esta clase de máquinas. Poseo ya gran número de pruebas demostrando que el modelo básico es defectuoso y que por ello tiene que fallar tarde o temprano. ¡Es precisamente lo que acaba de ocurrir!

—¿Y por qué ha de ser culpable precisamente el ordenador? —inquirió Peters—. Hay nada menos que ocho hombres trabajando con él.

—Ambos, el ordenador y el personal que lo maneja, son responsables de tales fallos. Es decir, son fallos en la interrelación hombre-máquina. El peligro es cada día más grave. Los ordenadores de la Caird Oil Company y los de la NALA estadounidense padecen todos el mismo problema.

Del grupo de periodistas que hasta ahora habían permanecido expectantes oyendo la discusión se alzó un tumulto de preguntas. Cartland avanzó hacia el grupo mientras hacía señas a los guardias de seguridad que acababan de entrar en el local.

—Siento verme obligado a rogarles que desalojen esta sala, puesto que su presencia en la misma obstaculiza nuestro trabajo.

Ya en el pasillo, Mawn sintió que alguien le daba un golpecito en el brazo. Era Peters, quien le dijo, sonriente:

—Te aconsejo que permanezcas emboscado durante algunos días.

—Y ¿por qué?

—Como este programa habrá sido presenciado por equis millones de personas, éstas han sido testigos de que una compañía multinacional ha sido acusada de haber estado a punto de cargarse un avión lleno de pasajeros. Si tienes razón, el público te convertirá en un héroe; pero si estás equivocado, los de Gelder te llevarán ante los tribunales.

Peters se interrumpió, haciéndole a Mawn seña de guardar silencio. Se les había acercado Gelder, pálido de ira, quien exclamó:

—¡Usted no va a publicar eso!

Peters se sonrió y replicó:

—¿Cómo que no? Para eso estoy aquí.

—Pues yo le digo que ha sido una calumnia.

—Señor Gelder —le interrumpió Peters—, tanto si le gusta como si no, todo este incidente aparecerá en la última edición de los periódicos de la noche y en todos los diarios nacionales de mañana, como también en mi programa de esta noche. Si se sirve acompañarme a los estudios, se le invitará a presentar su réplica después de mi información.

Gelder giró sobre sus talones y se alejó. Peters se volvió hacia Mawn:

—Conoces mi programa «Estilo nocturno», ¿no? —Mawn asintió con la cabeza—. Quiero que vengas y digas allí lo que hoy has dicho aquí.

Mawn lo pensó unos momentos antes de contestar:

—Sí, iré, puesto que es la pura verdad.

—De acuerdo. —El rostro de Peters reflejaba una honda preocupación—. Yo, en tu lugar, me andaría con cuidado. —Mawn parecía alguno confuso—. Hoy has pisado un callo muy gordo.

A través de la ventanilla de su auto, Mawn contemplaba cómo las oscuras siluetas de los árboles y setos del camino iban quedando atrás. Al mismo tiempo comparaba in mente la serenidad del paisaje con la interminable agitación de las últimas cuarenta y ocho horas. Primero fue la multitud de reporteros en el vestíbulo del hotel, y luego la urgente petición de unas declaraciones por radio. En seguida, una aparición de dos minutos en el programa «Estilo nocturno» de Sheldon Peters, donde se limitó a repetir lo que antes había dicho en el centro de ACE. Los titulares de la prensa habían recorrido toda la gama, desde la relativa sobriedad característica del «The Times» (que dedicó al tema dos centímetros y medio de columna, encabezada así: «Científico denuncia la pésima calidad de los sistemas de control de una importante compañía»), hasta los sensacionales, de cinco centímetros, de «Clarion», junto con una foto de los pasajeros con este pie: «¿Escaparon estas familias por un pelo a la muerte?».

Mawn consultó el reloj del coche: Tina Hale estaría en casa ahora. Decidió llamarla desde una cabina pública tan pronto como llegase a una población. Deseaba saber la marcha del experimento, pues le parecía que algunos días de trabajo intenso en el laboratorio serían una buena cura para sus sobreexcitados nervios.

Tina Hale estaba sentada con los pies en alto frente al televisor, cuando se dio cuenta de que apenas prestaba atención a la pequeña pantalla. En el fondo de su mente se agitaba una profunda, machacona inquietud: algo que pugnaba por aflorar a la superficie. Se levantó, apagó el televisor, se bebió el resto de su ginebra y se quedó mirando el menguante punto de luz de la pantalla, tratando de precisar la causa de su ansiedad. ¿Ropa a lavar?… No. ¿Telefonear a Richard sobre el nuevo trámite de los pedidos para el laboratorio?… No. ¡El laboratorio!, ¡el experimento!… Algo relativo al experimento…, algo pendiente.

Hizo un gran esfuerzo por recordar las órdenes del doctor Mawn. De pronto sintió deseos de trabajar para un jefe más tolerante. Mawn apenas había asomado la cabeza por la puerta del laboratorio, y tras unas lacónicas frases desapareció sin esperar siquiera contestación. Tina Hale pensó que los ayudantes de laboratorio escaseaban y le sería fácil hallar otro empleo… un día de ésos, tal vez…

Los laboratorios ocupaban el edificio de una antigua vicaría victoriana, junto a la zona universitaria. Aquel engendro arquitectónico de tres pisos, construido en piedra gris, con un pórtico de piedra tallada y con ventanales policromadas, contrastaba casi humorísticamente con el pulcro funcionalismo de los edificios universitarios. Tal edificio no era precisamente lo que Mawn juzgaba idóneo para una sección de Informática, pero en cambio poseía la gran ventaja de hallarse a considerable distancia de las oficinas y de la vigilante mirada del decano de la Facultad de Ciencias. En todo caso, a Mawn no le había quedado otra opción.

El coche se detuvo en el camino de acceso. Un hombre rechoncho, de mediana estatura, abrió la verja y permaneció completamente inmóvil al lado del auto durante casi dos minutos, desapareciendo al fin por la puerta abierta y pisando siempre sobre el césped.

… Temperatura de reacción. ¡Las columnas de destilación fraccionada! Tina Hale abrió apresuradamente un cuaderno de hojas cambiables y empezó a repasar una lista de constantes físicas. Temperatura de reacción: hidrocarburos fluorados, tetra-fluoroetileno, ciento dieciocho a ciento veintitrés grados centígrados. Con un sobresalto recordó los empalmes que Richard había establecido entre las columnas. ¡Eran de politeno! ¡Y el politeno fluye a los ochenta grados! Cerró de golpe el cuaderno y se vistió rápidamente.

El hombre estaba en pie detrás de un espeso matorral de rododendros. Sostenía una cajita y miraba fijamente una ventana lateral del primer piso de la casa. Permaneció un rato escuchando, olfateando el aire como suelen hacer los animales, y empezó a escalar el cobertizo emplazado debajo de aquella ventana. Apoyándose con una mano en la repisa de ésta, con la otra se sacó del bolsillo una linterna. El rayo de luz recorrió el marco de la ventana. Ésta era de las llamadas de guillotina, dividida transversalmente en dos mitades.

Unió luego un pedazo corto de chapa al extremo de una varilla roscada de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud. Apoyó un lado de ésta sobre el marco de la ventana y metió la hoja metálica en el resquicio que había entre las dos mitades de aquélla. Con una pequeña palanca de trinquete se puso a dar vueltas a una tuerca, forzando la entrada de la lámina metálica a lo largo de la rosca hasta que hizo saltar el pestillo central de la ventana. Entonces alzó la contraventana y saltó a una pequeña estancia destinada a oficina. Luego recogió sus herramientas y se metió en la habitación, cuya puerta, donde se leía «Doctor A. Mawn», estaba abierta. Paseando el delgado tentáculo luminoso de la linterna eléctrica por delante, y cuidando mucho de no rebasar la altura de la ventana, empezó a registrar metódicamente el edificio.

Cuando halló lo que buscaba, abrió un expediente rotulado: «Cifras y cálculos de Barfield», y fue sacando las hojas mecanografiadas que contenía. Luego introdujo las hojas, una a una, en la ranura de una caja metálica delgada, sólo un poco más voluminosa que un estuche de lápices. Al cabo de unos segundos, las hojas iban saliendo por otra ranura al lado opuesto de la cajita. Pegada a cada hoja, aparecía una película de plástico transparente, que no era sino una copia perfecta de la hoja mecanografiada.

Cuando los faros del coche de Tina, al penetrar en el patio exterior, iluminaron el rótulo «Kramer Science Laboratories», la muchacha distinguió la silueta de otro auto estacionado a un lado del camino. Los neumáticos del auto de Tina aplastaron la gravilla con fuerte crujido.

El hombre se espantó al oír el ruido. Apagó la linterna y se dirigió, tanteando a oscuras, hacia la puerta. Metió las copias en la caja, que cerró con cuidado, y regresó al primer piso…

Tina subió por la ancha escalinata, descorrió el pesado cerrojo y empujó la gran puerta de roble. El ruido de ésta al abrirse resonó en el vestíbulo…

El hombre se precipitó hacia el laboratorio, donde se ocultó detrás de un banco. Contempló con temor los aparatos que le rodeaban por todas partes. Aquello era un laberinto de objetos de cristal conectados con una infinidad de aparatos electrónicos, cada uno de los cuales brillaba débilmente en la oscuridad con su único ojo de neón. Uno de los tubos pasaba frente a una caja de metal pintada de verde oscuro. Sobre aquella caja había un tosco letrero que advertía: «Peligro. Rayo láser». De una pequeña abertura brotaba un haz luminoso delgado y deslumbrante, cuyo intenso resplandor rubí se reflejaba en el techo de la habitación. Mientras se acurrucaba para no ser visto, el hombre notó el calor que irradiaban los manguitos de calefacción de los matraces, así como los débiles chasquidos producidos por el calentamiento y enfriamiento de los diferentes aparatos. De súbito, un motor gimió y un registro automático escupió un trozo de papel cubierto de trazos irregulares. Nuestro hombre se volvió sobresaltado al oír el seco golpe y el zumbido de un relé al dispararse. Seguidamente, un gran matraz empezó a erogar automáticamente su contenido en la columna vertical de un condensador.

Tina abrió la puerta y encendió la luz. Durante unos momentos, los fluorescentes del techo parpadearon, y luego se encendieron inundando de luz la estancia. El hombre cerró los ojos, cegado por el intenso resplandor, y se encorvó pegándose a la pared. Tina empezó a examinar, uno a uno, todos los empalmes del complicado montaje de vidrio. Cerró una espita para aislar un sector de la columna destiladora y, con una hoja de afeitar, cortó un tubo de plástico que conectaba dos serpentines. De un cajón sacó luego un rollo de tubo blanco translúcido, del que cortó un pedazo para empalmar de nuevo los extremos abiertos de los tubos. Revisó atentamente las uniones del montaje y las comparó con el esquema dibujado en una pizarra próxima. Finalmente procedió a corregir la dirección del láser de gas, modificando su ajuste mediante las gruesas ruedas ranuradas de la base de su soporte. Luego permaneció indecisa durante unos momentos; abrió un cajón y sacó de él unas pesadas gafas provistas de vidrios ahumados. Se las puso y procedió a destornillar un panel lateral del cañón láser. Inmediatamente, la habitación quedó inundada de un intenso resplandor rojo, que hizo centellear todos los muebles metálicos de la pieza. Tras lo cual, volvió a atornillar flojamente el panel.

El timbre de un teléfono resonó agriamente por todo el desierto edificio, y una luz roja parpadeó sobre el dintel de la puerta. Tina descolgó un supletorio conectado con un amplificador:

—Laboratorio Kramer.

—¡Tina! ¿Eres tú? —la voz de Mawn sonaba clara y cercana—. He pasado por tu casa. ¿Va todo bien?

—Sí, gracias, doctor.

—Estoy en Bacton, camino de casa, donde voy a detenerme unos minutos.

—Bien, doctor, aquí le espero. Hasta luego.

El hombre alzó un poco la cabeza. Tina colgó el aparato, sacó del bolso un espejito y se miró la cara.

El hombre estiró una de sus entumecidas piernas, tocando uno de los cables tendidos en el suelo, a su espalda. Al hacerlo desenchufó el registro; inmediatamente sonó, colérico, un zumbador, y la cinta de papel empezó a salir incontroladamente del aparato.

Tina volvió rápidamente la cabeza hacia la dirección de donde procedía el ruido, y vio moverse la cabeza del hombre por encima del banco. Paralizada por el miedo, fue retrocediendo hacia la puerta centímetro a centímetro y, sin apartar la vista de aquel hombre, buscó a tientas el supletorio situado a su espalda.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Quién es usted? —dijo Tina con un hilo de voz.

El hombre se incorporó y ambos se miraron, indecisos.

De repente, el intruso corrió hacia la puerta. Al cruzar por delante del aparato tropezó con el largo cañón verde del láser. Éste se desprendió del banco óptico y giró hacia él. El mortífero rayo de luz roja azotó el aire como una barra de metal al rojo vivo, y le alcanzó en la cara.

El rayo le dio en un ojo y el hombre gritó como un animal herido. Tambaleándose, tropezó con el laberinto de tubos, haciendo añicos los matraces y derribando los aparatos electrónicos. Tina gritó a su vez y se abalanzó hacia delante tratando de salvar los restos del experimento, mientras el intruso pasaba tambaleándose junto a ella, alcanzaba la puerta y desaparecía.

Temblorosa y llorando, Tina se arrodilló junto al destrozado aparato, en vano intento de arreglar los desperfectos producidos en los tubos. De súbito se le cortó el aliento; apretando los labios, intentó levantarse. A ciegas, se agarró al borde del banco y trató nuevamente de ponerse en pie, pero entonces la cabeza y el cuello, y finalmente todo el cuerpo, se le fueron arqueando hacia atrás, y se desplomó sobre los restos del aparato. El colérico rayo rojo del láser fue girando sobre su cuerpo, entre remolinos de vapores tóxicos, hasta que se detuvo apuntando a una pantalla de plástico negro.

Mawn pisó el acelerador a fondo, aunque apenas veía el camino. La noche era estrellada y Mawn conducía con los cristales de ambas puertas bajados, disfrutando de la suave brisa campestre.

Antes de tomar la última curva, a unos tres kilómetros del laboratorio, aflojó la marcha. De repente, el desierto camino quedó inundado por la luz de unos faros. El otro coche dobló el recodo a toda velocidad, entre estridentes chirridos. Mawn pisó el freno y se metió en la cuneta. El otro conductor frenó también, dando un volantazo y metiendo el coche en el prado que había a la izquierda del camino. Al resplandor de sus propios faros, Mawn pudo distinguir una cara pálida y asustada y una mano enguantada que se aplicaba un pañuelo sobre uno de los ojos.

El conductor de aquel vehículo maniobró, enderezó el vehículo y reanudó su frenética carrera. Mawn salió de la cuneta cautelosamente y continuó su camino. Con objetividad casi clínica, notó la oleada de adrenalina que recorría su cuerpo, mientras se le ponía fría la cara.

Divisó el auto de Tina Hale cuando llegó al portal y metió la llave en la cerradura. Pero la puerta se abrió por sí sola. Llamó, encendió la luz de la escalera y al instante vio los gases, cuyas volutas tenues y blanquecinas invadían la escalera en dirección al vestíbulo. Tapándose la nariz con el pañuelo, subió precipitadamente y se metió en el laboratorio.

Del registro aún iba saliendo cinta de papel, que había formado un montón en el suelo. Y de debajo de aquel montón asomaba un brazo. Apartando el papel a un lado, levantó el cuerpo de Tina y lo sacó de la estancia escaleras abajo, sin dejar de toser y vomitar. Por último, dejó a la chica en el suelo del vestíbulo y aplicó el oído a la boca de la accidentada. Permaneció casi medio minuto arrodillado, tratando de captar algún indicio de respiración; luego tiró rápidamente hacia abajo de la mandíbula y aplicó su boca a la de ella, insuflándole aire en los pulmones. Repitió la operación durante un rato, mientras le iba tomando el pulso con la mano en el cuello. Incluso a la débil luz que llegaba a través de la abierta puerta pudo observar que la cara de la joven estaba cenicienta. Se levantó, corrió por el pasillo y fue a dar la alarma. Luego volvió a subir de tres en tres los peldaños de la escalera que conducía al laboratorio. Echó una rápida ojeada a la estancia por entre los gases, sin prestar atención al rojo rayo del láser. Después de comprobar que no había nadie más en la sala, regresó a donde había dejado a Tina.

En el laboratorio, la pantalla de plástico empezaba a reblandecerse y a fundirse bajo la ardiente y furiosa acometida del láser.

Mawn todavía estaba practicando la respiración artificial cuando llegó la ambulancia. Un camillero puso suavemente la mano en el hombro de Mawn:

—Vamos a llevárnosla, señor, si no le importa.

Los dos camilleros colocaron el cuerpo de Tina encima de una camilla de lona, que ataron con correas a un bastidor dentro del vehículo. Uno de ellos levantó la cabeza de la accidentada, le colocó una mascarilla y abrió la llave de paso del oxígeno. El otro contemplaba la escena en silencio, y ambos cruzaron una significativa mirada.

En el laboratorio completamente lleno de humo, el negro plástico burbujeó y empezó a derramarse sobre el banco. Se alzaron nuevas volutas de humo, y al poco surgió una llamita amarilla y empezó a chamuscarse un rimero de notas que sobresalía de un estante. El papel se encendió y el fuego calentó los matraces colocados en ese mismo estante. Uno de ellos explotó haciéndose añicos.

Fuera, los dos hombres se volvieron rápidamente al oír la débil explosión. Un vivo resplandor anaranjado brotó de la ventana y luego hubo una serie de explosiones que hicieron saltar en pedazos los cristales de las ventanas. Largas y ondulantes llamas lamieron ávidamente el alero del vetusto edificio.

Mawn, que se hallaba debajo, recibió una lluvia de astillas de vidrio. Corrió hacia el vestíbulo y subió a tientas la escalera. Densas nubes de humo negro llenaban el corredor. Descolgando un extintor, se metió, agachado, por entre el humo y fue buscando a tientas el camino del laboratorio. Mientras avanzaba a traspiés en la oscuridad, sus movimientos se hacían cada vez más lentos y débiles. Por último, soltó el extintor y cayó de rodillas al suelo. De lejos llegó el estridente alarido de la sirena de los bomberos. Entonces Mawn retrocedió, arrastrándose penosamente por el pasillo hacia el rellano de la escalera. Luego se dejó caer sobre el pasamanos y se deslizó hacia abajo con el cuerpo doblado como un pez fuera del agua. Apenas notó que unas manos le alzaban por las piernas y los hombros.

Alguien le daba ligeras palmaditas en la mejilla.

—¿Cómo se encuentra? Ya ha vuelto en sí…

Mawn sintió el aire frío en su garganta. Se veían reflectores giratorios azules y se oían voces de los hombres que plegaban escaleras y enrollaban las mangueras. Mawn quiso incorporarse. El camillero le retuvo con la mano en el hombro:

—El fuego está ya dominado. No se preocupe que nada puede usted hacer ya.

Mawn habló con voz ronca:

—Hay que salvar los archivos… años de trabajo… Tienen que sacarlos.

—Los bomberos van a salvar cuanto puedan, señor. No se preocupe.

—¿Dónde está Tina Hale?

—Se la han llevado al hospital general de Plymouth.

—¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

El hombre cambió una mirada con su compañero:

—Vamos a evacuarle a usted, con su permiso.

Los dos hombres le condujeron, tomándole de los brazos, a un coche patrulla de la policía que estaba allí aguardando. Le sentaron en el asiento trasero y cerraron la puerta. El oficial de bomberos se volvió hacia los dos hombres:

—Habrá que abrir una investigación sobre este caso.

—¿Por qué?

—¡Cristo bendito! ¡Si vierais lo que había allí arriba! Todos los productos inflamables acumulados sobre los aparatos eléctricos. No quedará norma de seguridad que no hayan infringido. Se les podría acusar de homicidio por imprudencia.

El resplandor del fuego iluminó los abatidos hombros de Mawn, quien cerró los ojos.

—Ligera bronquitis causada por los gases y quemadura de primer grado en un antebrazo. Nada más…

Estas palabras penetraron confusamente en la mente de Mawn. Luchando contra una abrumadora somnolencia y manteniendo los ojos cerrados, volvió a escuchar. Otra voz, de acento flemático y meticuloso, decía:

—¡Pobre chico!… Habrá sido un fuerte golpe para él.

¡El decano! Su pesadilla era real. Tina Hale estaba muerta. Lo sabía desde hacía horas, como si la noticia se hubiera filtrado en su subconsciente mientras dormía. Abrió los ojos con cautela.

Lo que vio fue un blanco cubrecama de hospital, la luz del sol que entraba por una ventana, y un médico de bata blanca, con unas estilográficas y una linterna de cromo asomándole por el bolsillo. El decano Keith, con su rostro rubicundo y redondo como una manzana, estaba al lado de la cama.

Mawn tenía la lengua seca, como pegada al paladar, y notó que le costaba levantar la cabeza. El doctor le habló entonces con jovialidad:

—Buenos días… Tiene visita. Son casi las tres y media de la tarde; ha descansado espléndidamente. Como, a lo mejor, se estará preguntando dónde se encuentra, le diré que esto es el hospital general de Plymouth. Me llamo Wilkinson.

Keith apoyó ambas manos en la barandilla de la cama. Su tono de solicitud casi parecía sincero:

—Qué desgracia tan terrible, Alex. No sabes cuánto lo siento. La señorita Hale estaba ya muerta cuando llegó aquí.

Mawn tomó el vaso de agua y echó un largo trago. Luego dijo con voz ronca:

—¿Ha quedado algo entero allí?

—¡Ah! Sí, claro. El incendio quedó limitado al laboratorio central y a tu oficina. Fue dominado rápidamente. Pero creo que la estructura del tejado ha quedado bastante dañada. Al menos, eso fue lo que me dijeron.

—¿Y qué ha pasado con los archivos y la documentación?

La cara del decano asumió una estudiada gravedad.

—Las pérdidas han sido considerables, Alex. Lo siento.

—¿Se ha quemado todo?

—En realidad, no estoy seguro de ello, pero creo que la oficina de tu secretaria ha sufrido considerables desperfectos…

—¡Todo mi trabajo! —exclamó Mawn.

—Y tenemos otro problema más grave aún, Alex… Yo… yo querría hablar contigo antes de que lo haga la… la policía…

Mawn sintió que el corazón le daba un vuelco:

—¿La policía?

—Sí, Alex. Lamento causarte ahora inquietud con eso, pero es que la policía ha hecho una insinuación muy clara al respecto.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que, según la policía, habías cometido infracciones al reglamento de seguridad. Desde luego, yo les he dicho que en eso estaban equivocados, porque se ha venido trabajando con las mayores precauciones…

Mawn leyó en los ojos saltones de su interlocutor: «¡Ya ves a dónde nos ha conducido tu irresponsabilidad!».

El decano prosiguió, ya embalado:

—Sinceramente, estoy preocupado, Alex. Como sabes, te dimos carta blanca en tu sección y, por cierto, nunca te faltó nuestro apoyo. Comprenderás que lo ocurrido nos perjudica a todos. Es mi deber decirte que…

—Pero ¿qué se ha salvado exactamente?

Mawn se incorporó con cierta vivacidad, poniendo fin a la reprimenda del decano.

—De hecho, no lo sé.

—Pero ¿no ha estado allí todavía?

—Pues no. Verdaderamente no he tenido tiempo; pero…

—¡Cristo!

Mawn se destapó y quiso salir de la cama, con movimientos inseguros todavía. Buscó apoyo en la mesita, pero ésta rodó sobre sus ruedecillas y Mawn estuvo a punto de caerse.

El médico alargó el brazo para sujetarlo y exclamó:

—Pero ¿qué hace usted?

Mawn se puso en pie sin hacerle caso y empezó a recoger sus prendas, que estaban sobre una silla.

—Estás cometiendo una gran imprudencia, Alex —dijo el decano alzando una mano en ademán de prohibición.

—Me encuentro bien —hizo un gesto de dolor al golpearse la mano con el respaldo de la silla—. Voy al laboratorio.

—Y, ¿qué le digo yo a la policía? —la voz del decano sonaba tensa y contrariada—. Les aseguré que estarías aquí.

—Si me necesitan, que me busquen en el laboratorio. Allí deberían estar, y no husmeando el reglamento de incendios.

—¿Qué quieres decir con eso?

La voz de Mawn quedó apagada al hablar por entre la ropa que se estaba poniendo:

—Hay algo raro en ese incendio… A decir verdad, creo que fue provocado.

—La policía no dijo nada de eso. ¿A qué te refieres? ¿Tienes alguna prueba de lo que dices?

—Todavía no —Mawn se detuvo junto a la puerta—. Pero espero que la Universidad me respalde cuando consiga demostrarlo. Quienquiera que sea el incendiario es, además, un homicida. Ha asesinado a la señorita Hale.

Tras dirigir una mirada a Keith, el doctor Wilkinson intervino:

—Si quiere salir de aquí debe firmar la baja.

—Fírmela usted mismo.

Mawn cerró de un portazo y se fue.

Wilkinson abrió los brazos:

—No puedo retenerle contra su voluntad, ¿comprende?

Keith meneó la cabeza con gesto airado:

—Es un irresponsable. Me ha causado muchos quebraderos de cabeza. Lo de la televisión no ha sido más que el comienzo…

—¿La televisión?

Wilkinson parecía perplejo. Pero Keith no respondió, sino que se encaminó hacia la salida.

Los bomberos aún trabajaban en el destripado edificio, sacando enseres quemados y retorcidos por el fuego. Mawn presentó sus credenciales a un aburrido policía de servicio ante la puerta principal y penetró en la casa.

Fue como si hubiera penetrado en el costillar de un gigante. Un ala del edificio había quedado reducida al armazón, con restos del piso superior colgando. En dicho piso quedaba un banco del laboratorio, que amenazaba con caer al vestíbulo.

Mawn se abrió paso entre vigas chamuscadas y ladrillos hasta dar con la puerta de acceso al sótano, donde estaba instalado el ordenador.

Al pie de la escalera vio que habían instalado un alumbrado de emergencia. Algunos hombres trabajaban en las unidades del ordenador electrónico. Al principio creyó que estaban allí por cuenta de la Universidad, para trasladar la máquina a otro local. Pero reconoció a un montador de la firma Duckett.

—Mal asunto, doctor —dijo el hombre al ver a Mawn—, aunque pudo ser peor. Por suerte, el fuego no alcanzó la máquina.

—¿Quiere decir que no ha sufrido ningún desperfecto?

—Esta parte, al menos, está intacta. He comprobado todo lo comprobable, y a lo que parece se halla en perfecto estado.

—¡Gracias a Dios se ha salvado algo!

La noticia le produjo a Mawn un gran alivio. Tanta había sido su tensión nerviosa, que estuvo a punto de desvanecerse.

El montador de Duckett le tomó del brazo:

—Vamos, vamos, tranquilícese.

—Me encuentro bien.

El especialista se despidió con una inclinación de cabeza e hizo ademán de alejarse, algo inquieto. Mawn le retuvo:

—Oiga, ¿por qué ha venido usted?

—Verá, doctor… —Notando la palidez de Mawn, vaciló—. Se nos ordenó que nos lo llevásemos… todo lo aprovechable, naturalmente.

—¡Llevárselo! ¿Y quién lo ha ordenado?

—Si no estoy mal informado, el decano en persona.

Mawn comprendió en seguida lo ocurrido. La devolución del ordenador le iba a dejar desarmado al fin. Sin duda el asunto constaba en acta, después de la correspondiente sesión de urgencia del Consejo Académico. Mawn imaginó el discurso del decano: «Por supuesto, el edificio carece de la solidez necesaria. Esa instalación no puede quedarse allí, cuando todo el edificio puede venirse abajo. El doctor Mawn, si estuviera aquí, sin duda estaría de acuerdo».

Miró melancólicamente las retorcidas y ennegrecidas estanterías que habían contenido grabaciones y documentos. Tantos años de trabajo, ¿para qué?

—¿Señor Mawn?

El policía aguardaba al pie de la escalera, cubriéndose los ojos con una mano para evitar los focos.

—¿Señor Mawn? Arriba hay un hombre que quiere hablarle.

Mawn se volvió y empezó a subir despacio la escalera.

Después del acre olor a madera quemada, el aire fresco era una bendición. Cerró los ojos ante el resplandor del sol, y vio a Sheldon Peters junto a su auto.