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ENTIÉNDASE claramente que no soy, ni jamás pretendí ser uno de esos valientes y virtuosos hombres blancos que en las obras de un tal Kipling y de la Dell infestan todas las avanzadas del Imperio en el lejano frente de batalla, sosteniendo en alto el honor del Rajah, mientras dispensan justicia británica e imponen por la fuerza la paz británica a los malvados nativos, siempre prontos para reconocer la blancura de algunos de sus compatriotas y más listos todavía para descubrir la vena amarilla en otros. No soy digo, uno de esos dechados ni jamás reclamé como mío ese don infalible de percepción cromática.

No obstante, una vez llegué a pensar, de un modo vago, en la posibilidad de que Maurice Hurst, a pesar de su apostura y de su porte militar, no fuese completamente blanco; de que, en resumen, su exterior ornamental podía ocultar una gota apreciable de sangre amarilla. Pero cuando uno es joven y orgulloso y apasionado y, especialmente, cuando uno está enamorado de la mujer de otro hombre, uno es susceptible de juzgar mal al esposo legal de su innamorata. Uno o dos años después, cuando se ha enfriado la pasión, uno se reprocha y se desprecia por haber sucumbido a tales tendencias. Esto es, en síntesis, lo que me había ocurrido.

Parece, sin embargo, que no estuve tan errado en mi juicio juvenil como merecí estarlo. Del valor físico de Hurst en la batalla no puedo hablar porque nunca lo vi en tales circunstancias.

Cierto es, sin embargo, que los cincuenta minutos de interrogatorio a que lo sometió Thrupp (siempre encantador pero inexorable) lo redujeron del estado de flor de la caballerosidad, al de un vil gusano. La capa de coraje era muy delgada y la suave presión que el pertinaz Thrupp hizo sobre ella acabó por romperla. Se quebró cuando supo que la Yard conocía el parentesco con Xantippe Gnox, y la fisura se hizo mayor con lo de la pistola.

Unos pocos minutos con Thrupp y Browning en mi escritorio de Gentlemen’s Rest fueron suficientes para minar su resistencia. Hagámosle, sin embargo, justicia. Concibo como probable que si hubiera sido el autor del disparo se hubiera defendido mejor. Era el temor vago y terrible de ser injustamente condenado por un crimen que no había cometido lo que lo enervaba. Claro que como yo no había muerto, no podía considerarse crimen, pero Thrupp le hacía creer deliberadamente que podía transformarse en tal en cualquier momento.

El motivo, también, aparecía como fatalmente sencillo.

¿Acaso no le había yo robado el afecto de su mujer hacía muchos años en el lejano Oriente?

(Tal sería el comentario fatuo de la prensa).

De modo que Hurst declaró, o por lo menos dijo, cuanto un individuo de esa calaña puede decir. Muchos hechos aparecieron embarullados, unos importantes y otros no.

Seleccionando los primeros y arreglándolos en orden de secuencia, llegamos a esta conclusión: Cuando era un hombre muy joven (cuando, como se dice, la tinta de su despacho estaba todavía fresca), Maurice Hurst aprovechó la licencia que le dieron antes de irse a la India, para hacer un crucero en un yate por el Mediterráneo Oriental. Iba con otros dos oficiales jóvenes, compañeros de escuela. El padre de uno de ellos era el adinerado dueño del yate y pasaron una temporada ociosa y llena de lujos, explorando las costas de Grecia y Asia Menor y visitando algunas de las hermosas islas del Egeo. Como suelen hacer los jóvenes, probaron los vinos y las mujeres que encontraron a su paso, pero todo a la ligera y promiscuamente hasta que llegaron a la isla de Naxos.

Aquí fue el joven Maurice Hurst quien, hasta cierto punto, dio actualidad a la antigua leyenda del joven Dionisio; una versión más cruda y menos espléndida, por cierto, pero muy similar en los detalles. Su Ariadna era, para ser francos, un modelo pasado de moda, por cuanto había sido la querida de un hombre rico que la había abandonado. Aunque algunos años mayor que Hurst era todavía joven y muy hermosa, y el muchacho se enamoró tan ciegamente que pidió a sus compañeros que continuaran el viaje sin él y lo recogieran al regreso.

Un episodio vergonzoso, según las costumbres más estrictas, podía haber resultado venial si Hurst se hubiera mostrado discreto y precavido. Pero no lo hizo así. En su desvarío no sólo engendró una criatura, sino que dio a su querida detalles completos de su identidad. En realidad, formalizó con ella una especie de casamiento e hizo planes absurdos e irreflexivos para que se le uniera más tarde en la India como esposa legal.

Pero Ariadna (llamémosla así; nunca supe su verdadero nombre) ya conocía esas promesas y es probable que nunca le creyera. Como que era fatalista y de las buenas, sabía, aunque él no lo supiera, que la habría olvidado al cabo de un año y, aunque para mantener la paz aparentaba estar de acuerdo con los planes, creo que nunca tuvo esperanzas de volver a verlo. La verdad es que nunca más lo vió.

Dejó sin contestación sus cartas apasionadas, y me parece verla sonreír cínicamente a medida que se iban haciendo menos apasionadas, después menos frecuentes, hasta que por fin dejaron de llegar. No se tomó siquiera el trabajo de hacerle saber que esperaba un hijo; seguramente aceptó el incidente como una de las cosas que ocurren a las mujeres de su clase y, como no era más que una isleña, no se le ocurrió capitalizar el accidente. De modo que Maurice Hurst, muy comprometido con la mujer del comandante, en la India, nunca supo, en vida de Ariadna, que le había dado una hija.

Después, alrededor de un cuarto de siglo más tarde, esta historia permaneció inconclusa.

Ocurrieron entonces tres cosas. Ariadna murió, no sin antes confiar a la joven Atheae el secreto de su paternidad, mostrándole una prueba escrita por el mismo Hurst. Poco después de la muerte de Ariadna, cuando Athene no sabía qué hacer de su vida, la historia se repitió una vez más; y otro yate con su correspondiente Dionisio llegó al puerto de Naxos. Esta vez el Deus ex machina era un adinerado joven americano, llamado Van Huysen. Athene no era de la misma pasta que su bondadosa madre. Era apasionada y ambiciosa, una complicación de temer. Pudo haber amado a Van Huysen por sus encantos físicos, pero amaba más la riqueza y la posición que podía darle. Es poco probable que Laurie Van Huysen pensara en un matrimonio respetable cuando empezó a enamorarla, antes de instalarla en la antesala sibarítica de su yate. Sin embargo, el hecho es que se casaron antes del mes.

Pero era éste un casamiento de libertinos y no podía durar. Por lo que colijo, en cuanto Van Huysen llegó a los Estados Unidos pocos meses después, compró el divorcio más rápido y seguro que encontró en plaza. Athene se encontró en posesión del nombre respetable de Van Huysen, hecho consolador por cierto, un conocimiento idiomático del lenguaje inglés, y libertad de acción para dedicarse a las formas más esotéricas del placer, tendencia que había heredado, posiblemente, de las bacantes Ménade y Thyade, sus antepasadas naxianas, y que había fomentado durante su breve aunque ventajosa asociación con el acaudalado, imaginativo y vicioso Laurie Van Huysen. Con belleza, dinero y temperamento, Athene tuvo poca dificultad en llevar la clase de vida que le gustaba, pero se conocen pocas de sus aventuras hasta que reaparece como discípula favorita e inseparable compañera de Oriel Ostrich Organ, cuyos poemas terriblemente decadentes hacían furor en ciertos círculos para ese entonces. No hay dudas de que las dos mujeres se llevaban muy bien; que, por ejemplo, el material para el último trabajo de Oriel, El polvo de Día, fue suplido por Athene. Por su parte, Athene aprendió de Oriel a escribir versos modernos de gusto dudoso, material sin valor, en realidad, pero no sin atracción gracias a su velada sensualidad y sugestión.

Examinados por una mente adulta, con espíritu de crítica, fracasan miserablemente, como versos o como pornografía, pero uno alcanza a adivinar vagamente el entusiasmo que pueden evocar entre los precoces adolescentes de Mayfair y de Bloomsbury.

Parece razonable suponer que si Oriel Ostrich Organ fue responsable de revivir los misterios naxianos en Riverside, Athene Van Huysen proveyó la inspiración original y la dirección técnica del ritual practicado por el culto.

Después se sucedieron el escándalo, el allanamiento, el suicidio de Oriel y la fuga de Athene. Adónde fue o que ocurrió durante los meses que siguieron puede ser solamente tema de especulación. Todo hace conjeturar que ella debe de haber pensado llevar consigo todo el activo del culto de Riverside, y como las diversiones del templo estaban sólo al alcance de los pudientes, los fondos deben haber sido considerables. Sea como fuere, poco menos de un año después de la desaparición de Athene Van Huysen de Nueva York, Xantippe Gnox apareció en Londres, donde los adolescentes precoces no tardaron en aclamarla como «la más grande poetisa contemporánea».

Fue para ese entonces cuando Xantippe empezó a interesarse por su padre, por primera vez en la vida. A través de su peregrinaje había llevado consigo los papeles que su madre le había confiado al morir, y aunque no era su propósito cargar con un padre posiblemente oficioso, algo, le urgía a buscarlo por si pudiera capitalizarse el parentesco. Si (podía haber argumentado) Maurice Hurst era un joven oficial del ejército hacía veinte años, era de presumir que ahora sería un oficial de alta graduación con emolumentos sustanciosos. Nunca había contribuído para mantener a Athene ni a su madre, pero eso no quería decir que no pudiera contribuir a mantener a Xantippe Gnox. De todos modos, era muy probable que fuese casado y que tuviera otros hijos, así que había posibilidades de que prefiriese hacer un adelanto a arriesgar la historia de las indiscreciones de su juventud. De todas maneras, valía la pena hacer la prueba. A Xantippe no le hacía falta dinero, pero ella argumentaba con mucho tino que el dinero es una cosa que nunca está de más. Además, ya se había hecho el plan de volver a crear la antigua Naxos en el moderno Londres y sabía, por su experiencia de Nueva York, que estas cosas necesitan de un gran despliegue inicial aunque rindan después su fruto.

Claro está, Maurice Hurst no fue difícil de localizar. Xantippe utilizó los servicios de un detective privado que en pocas semanas pudo darle cuentas de sus carreras, militar y doméstica, desde que había dejado a Ariadna en Naxos. A Xantippe le interesó menos su carrera militar que el hecho de que contando a Ariadna como su primera mujer, acababa de casarse por tercera vez.

Supo de su infortunado casamiento con la pobre Lulú, del nacimiento y las actuales andanzas de Bryony, de la muerte de Lulú y de su nuevo casamiento con María Wilde, la adinerada divorciada de un hermano de armas.

Xantippe dio dos pasos, a raíz de esta información. Primero, tomó la estratégica precaución de vincularse con Bryony y, sin insinuar el menor indicio de su parentesco, cercó de amistad y de halago a su atractiva medio-hermana.

Después escribió a su padre, dándole detalles para autenticar su identidad y le mandó a modo de prueba concluyente una de las cartas que escribiera a su madre. Evitando todo cuanto pudiera parecer chantaje, se las arregló para dar impresión de que no se opondría a aceptar ayuda monetaria, y por medio de una inteligente yuxtaposición consiguió sugerir que una negativa podría dar lugar a un cierto grado de publicidad. No había amenazas en lo que escribió. Simplemente dijo haber conocido a su hermana, Bryony, a la que, hasta entonces, no le había revelado su parentesco. «No sé si hacerlo o no»; escribió ingeniosamente. «Parece falta de confianza el no hacerlo, y, sin embargo no quiero confundir a la chica haciéndole saber que en realidad usted nunca estuvo casado con su madre, puesto que la mía aún vivía. Todo esto es un poco complicado, ¿verdad? De todos modos, no haré nada hasta recibir su respuesta».