—ESTE bueno de Ruffus —musitó mi prima Barbary aquella tarde, mientras desenvolvía la gigantesca caja de claveles dobles color rojo vino y amarillo azufre que yo le había entregado— es una verdadera monada, ¿verdad, Roger? Y esos bombones, celestiales, dejando de lado tu «pequeño» cheque. ¿Y dices que lo de la herida está bien, quiero decir, que no quiere que cambies esa palabra?
—No le di la oportunidad —dije—, pero su solo comentario fue «vientre» o «estómago»… perfectamente, perfectamente. Lo mismo da. Así que, como ves, no hubo dificultades.
Como si la asaltara un pensamiento repentino, Barbary dejó los claveles y se volvió lentamente.
—Entonces ¿para qué quería verte? —preguntó suspicaz.
Me encogí de hombros, evitando su mirada.
—Para nada, para nada —contesté buscando mi pipa—. Nada de importancia; fue sólo una reunión social, en verdad. Almorzamos, conversamos, y…
—¿De qué hablaron, Roger?
—De todo un poco. Aclaramos algunas cosas. Ruffus insistió en contarme una complicada historia sobre un desgraciado libro que fracasó.
—¿Qué libro?
—No sé. No dio nombres.
—¿Ninguno tuyo?
—¡Mujer! ¿Cómo te atreves? Mis libros nunca fracasan.
—¿Y por qué fracasó ése, Roger?
—¡Oh! ¡Me lo olvidé! Por alguna razón completamente absurda.
—¡Cuéntame, Roger! —Barbary se deslizó suavemente hacia mí, y, sin invitación ni precedente, se sentó sobre mis rodillas. La rodeé con el brazo y empezó a despeinarme delicadamente.
Durante algunos instantes reinó el silencio. Un silencio tenso y más bien molesto. Después…
—Tú estás preocupado, Roger —dijo mi prima Barbary—, y quiero que me digas por qué. Algo ocurre con nuestro… con tu libro.
Intenté una sonrisa.
—Por el contrario, Ruffus pareció muy complacido con todo lo que leyó. Dijo que era entretenido y divertido.
—Pero todavía no lo ha leído todo —objetó Barbary—, no ha leído el final de la historia.
—Por la sencilla razón de que todavía no la he escrito, querida —repliqué—. Ruffus no es un clarividente.
—No estoy muy segura de ello, Roger. ¿Es en el final donde están los inconvenientes, verdad?
—¡Hombre!, sí y no. Quiero decir que… bueno, ¡no tienes por qué preocuparte, querida! ¡Olvídalo! Puede ser que tenga que cambiar muy ligeramente el final imaginado, pero es cosa fácil. Gracias a Dios, nunca sé cómo voy a terminar el libro hasta que llego al final. En realidad no tiene importancia.
Mi prima desenredó sus dedos de mis cabellos, me tomó la cara entre sus manos y la dio vuelta hasta que, quieras que no, me encontré mirándola derechamente a los ojos.
—¿No tiene importancia para el libro o para nosotros? —insistió suavemente.
Vacilé un instante y después con un gran rugido extendí los brazos y la estreché entre ellos. Ella vino a mí dócilmente.
—Ese asunto no le concierne a nadie más que a ti y a mí, mi amor —aullé fieramente. Sus rizos obscuros tapaban mis ojos.
FIN