DURANTE la comida me di cuenta de que el bueno de Ruffus tenía algo en su imaginación. Para ser un editor, es un hombre modesto, algo corto de genio (como se habrá observado, también yo lo soy), y uno se da cuenta de que le cuesta gran trabajo criticar severamente cualquier cosa que se haya escrito.
Cuando, por consiguiente, llegó la hora del café y del chartreuse sin que se hubiera pronunciado una palabra de la esperada censura, consideré que era mi deber ayudar al buen hombre. Después de todo, no está bien beberse el chartreuse de una persona, mientras un velo de contrición separa su alma de la vuestra.
—¿Cómo le fue con la tercera parte y con el Interludio? —inquirí cordialmente—. Confío que los haya encontrado entretenidos.
—¡Oh!, sí —replicó Plugge tragando café—; muy entretenido y divertido, mi querido amigo. Reí de todo corazón cuando Xantippe le disparó a usted en el… abdomen.
Lo observé más bien fríamente.
—¿Se rió usted? —repetí sorprendido—. Mi querido Mr. Plugge, permítame asegurarle que no fue cosa de risa para mí. Y en cualquier caso —proseguí aprovechando la obvia apertura—, no fue en el estómago donde me dispararon, sino en el vientre, y si usted va a encontrar dificultades en ello, señalaré que «vientre» es una hermosa palabra antigua, del más respetable pedigree.
—Completamente, completamente de acuerdo —asintió Ruffus Plugge, al parecer algo intrigado por mi elocuencia—. Vientre o estómago, mi querido amigo, vientre o estómago. Completamente, completamente de acuerdo. Me da lo mismo. ¿Un poco más de chartreuse? ¿Está bueno el cigarro? ¿Otra taza de café? Pero usted sabe, mi querido Poynings, hablando de estas cosas, que es realmente notable el cuidado que hay que tener en este asunto de la publicidad. Los obstáculos más inesperados se presentan por todas partes, y no sólo con relación a palabras y situaciones que no son convencionalmente corteses. El resentimiento se debe a veces a las razones más extraordinarias e imprevistas, y la crítica viene de los sitios más insospechados. ¡Válgame Dios, hombre! Justamente el otro día se dio el caso… —su voz se perdió en la reminiscencia.
—¿Qué? —pregunté con prudencia.
—Yo no debo citar nombres —confirmó Ruffus Plugge aspirando el humo de su cigarro—, pero el libro en cuestión era de uno de mis propios autores. En rigor, puedo llamarle uno de mis autores de primera fila. Sin nombres, pero bueno, bueno. Envió su nuevo libro y debo decirle que nos agradó a todos. Francamente, me gustó una enormidad, y le doy mi palabra de que ni siquiera se me ocurrió que hubiera nada inconveniente en él. No era en modo alguno de esos libros dificultosos. Bueno, como usted sabe, nunca trabajamos libros de esa clase. No, ¡válgame Dios! Bien, como digo, a todos nos gustó ese libro, es decir, me gustó a mí, y a John Slickabed, el corrector, le agradó muchísimo, y hasta me las arreglé para persuadir al viejo Postlethwaite de que le echara un vistazo (aunque ya sabe usted que apenas si lee nada), y también a él le gustó. Así que fue a la imprenta para que los impresores hicieran las primeras pruebas y a su debido tiempo volvió. —Ruffus hizo una pausa para fumar su cigarro.
—¡Ah! —dije yo, pues tengo mis puntos de vista sobre los impresores—, no me diga que tuvieron la impertinencia de alterar la palabra «adulterio» por las palabras «nula conducta», como el editor de G. K. Chesterton.
—¡Oh, no! —replicó Ruffus—. Nuestros impresores están endurecidos a los adulterios, forman un lote de muchachos decentes bajo todos los conceptos. No, las pruebas estaban todas bien y no perdí tiempo en distribuirlas a todos los interesados: una copia al autor, otra al corrector de pruebas, y otra a un lector de afuera. En este caso a un doctor retirado que frecuentemente nos complace por un pequeño honorario. También mandé una copia a mi amigo Uprusshe, quien, como usted sabe, es jefe comprador de la cadena de Bibliotecas Asociadas Lda. Un mozo útil, este Uprusshe; si se apasiona por un libro coloca un pedido muy importante, y tenía fundados motivos para confiar en que éste habría de gustarle.
—¡Oh! —exclamé a la expectativa, pues también tengo mis puntos de vista sobre los libreros.
¿Le gustó?
Ruffus Plugge suspiró y se inclinó hacia adelante para dar énfasis a sus palabras.
—Fue una cosa muy extraordinaria, como le dije a usted —repitió—. A todos nos gustó mucho el libro y lo encontré nada que objetar en él. No es una obra maestra ni un éxito de librería en potencia, pero, bueno, es una linda historia con la que se podría contar para vender sus buenos diez mil ejemplares y al mismo tiempo aumentar la reputación del autor con la venta. Por lo menos, así lo creímos.
Hizo una pausa melancólica.
—Y después, una brillante mañana, cayó el golpe —prosiguió—, o mejor dicho, cayeron los golpes, pues por rara coincidencia, recibí carta de los dos: de Uprusshe y del doctor retirado. Primero leí la del doctor. Usted comprenderá, como es natural, que no era cosa suya, realmente, criticar el libro. Todo lo que tenía que hacer era corregir las pruebas; pero es hombre de algún discernimiento y es corriente en él agregar algunas palabras de elogio, si las siente. En esta ocasión, agregó una nota a efectos de que, si yo le perdonaba la libertad, le gustaría señalar que había un aspecto de la historia que muchas personas podrían objetar, vale decir, que el héroe y la heroína, aunque no se lo establecía específicamente, parecían ser primos hermanos, y que su matrimonio en el último capítulo podría considerarse una violación a las leyes de la eugenesia, si no de los preceptos de la Iglesia. Admitía que el matrimonio entre primos hermanos era de hecho permitido por la Iglesia de Inglaterra y no era poco común, y que la Iglesia de Roma ocasionalmente concedía dispensaciones en algunas circunstancias; pero creía que era su deber agregar la advertencia de que había mucha oposición sobre este asunto, y que la profesión médica en general se oponía categóricamente a esa clase de matrimonios. ¿No sería posible que el autor se anticipara a las objeciones que pudieran hacerse sobre el particular?
Ruffus hizo otra pausa, pero esta vez no hice comentario alguno. Continué sentado muy tranquilo.
—Después, abrí la carta de Urpusshe —dijo mientras jugueteaba con la cuchara del café—. Ésta era mucho más corta y mucho menos cortés. Decía simplemente que, aunque el libro tenía sus cosas buenas, no podría hacer un pedido de una novela que aceptaba con complacencia el casamiento dentro de los grados prohibidos de consanguinidad. Él hubiera encargado una novela que tuviera por objeto señalarles los efectos desastrosos de tales matrimonios, es decir, un libro en el que se tratara del casamiento entre primos hermanos como un serio problema social, pero sus directores y su público no podrían soportar una novela en la que se consideraba tal matrimonio como cosa corriente. También sugería que el autor podría encontrar la forma de eliminar la objeción, y se suscribía con amables saludos atentamente mío… Y eso era todo. —Concluyó Ruffus penosamente.
Me acaricié la barba con arrogancia.
—Un asunto escabroso —observé—. ¿Qué sucedió? ¿Hizo el autor los arreglos necesarios?
—Desgraciadamente, no. Le expuse las dificultades, pero él no quiso ni siquiera considerar la modificación de su historia. Se mostró muy indignado, casi podría decir feroz. Desdeñó todo el asunto diciendo que nunca había oído cosa más ridícula, y dio el golpe de gracia añadiendo que él se había casado con su prima quince años atrás con el mejor de los resultados. Tuvieron cuatro hijos y todos fueron el reverso de locos, y el matrimonio había sido un éxito completo en todo sentido. Acabó diciendo que si íbamos a objetar una cosa tan estúpida como ésta, haría editar el libro en otra parte, con toda facilidad, lo que realmente era verdad. Yo sabía de hecho que Morgan & Mason habían intentado quitárnoslo hace tiempo. Debo decir también, que mi simpatía estaba enteramente con él, así que Postlehwaite y yo volvimos a considerar el asunto y decidimos editarlo y dejamos de historias. La pérdida del pedido de Uprusshe fue naturalmente un golpe desagradable, pero confiábamos en que el libro se vendería bastante bien, por sus propios méritos, para compensamos.
—Lindo gesto el vuestro —aplaudí—. ¿Y resultó bien?
Movió negativamente la cabeza, apenado.
—No resultó; es una cosa curiosa, Poynings, pero todos los condenados críticos del país parecieron encontrar el inconveniente y explotarlo, contrariando a la creencia general, en el comercio, de que los críticos nunca leen libros, e incidentalmente esta otra idea de que la opinión de los críticos afecta poco o nada a las ventas. Ese libro fue un fracaso, un miserable fracaso. Si no recuerdo mal, se vendieron algo así como ochocientos cincuenta ejemplares, en vez de los diez mil, y nos vinimos abajo con el golpe. Bien, bien. Así son las cosas, y esto es lo que quise decirle cuando le comenté que el resentimiento viene con frecuencia de los sitios más imprevistos y por razones insospechadas. Créame que el ser editor es una cosa infernal.
Le golpeé en la espalda estruendosamente y solté la carcajada.
—Anímese —le exhorté—. Admito que el golpe fue duro, pero, después de todo; se trata solamente de un libro de los cincuenta o sesenta que edita usted por temporada. Vaivenes de la fortuna, mi querido Plugge. Apostaría a que ya cubrió la pérdida una docena de veces, y si no lo ha hecho, recuerde que nadará en la abundancia cuando aparezca mi libro. Hasta yo —proseguí— confío en embolsar bastante para terminar de pagar el alquiler de Gentlemen’s Rest por el año pasado.
Ruffus Plugge frunció el entrecejo pensativamente, contemplando el extremo de su cigarro encendido, y después, sea por casualidad o de intento, transfirió su mirada a la punta de mi nariz.
La comparación debió resultarle satisfactoria pues dobló su servilleta, y dijo:
—¡Ah!, esto me recuerda, mi querido amigo: hay un pequeño cheque para usted en el escritorio, creo; y si usted se toma la molestia de llevárselo nos ahorraría los gastos de correo. ¿El franqueo incide, sabe usted? ¡Ja!… ¡Ja!… Así que si hace una escapada…
—¡Cómo no! —dije levantándome y abotonándome el saco—. Es siempre un placer ahorrarle su dinero, mi querido Mr. Plugge.