RUFFUS Plugge, mi editor, es uno de esos hombres a quienes les gusta saber lo que ocurre, mantener benignamente una mirada despótica sobre los autores, y tener la seguridad de que sus narices resplandecen como carbones vivientes al contacto constante con la piedra literaria de amolar.
En cuanto a mí, nunca me resiento por su interés en mi trabajo. En primer lugar, uno tiene la lisonjera impresión de que el mundo siente ansiosa expectativa por su última obra maestra y de que puede ocasionar una ola de suicidios en masa, si uno no presenta la mercadería con fiel prontitud. Además, el querido Ruffus siempre me está rescatando de los tribunales de justicia del distrito, de autos deprimentes, y de qué sé yo cuantas cosas, y trabaja como un león para hacer ver al público cuan inmensamente superiores son mis libros a los de cualquier otro. Y a través de incontables épocas, desde los intrépidos días de mi antepasado Aethebald el Rudo, la gratitud ha sido prominente, en todo momento, entre las resplandecientes virtudes de los Poynings. Huelga decir, naturalmente, que la rutina regular de la inspección de narices, antes mencionada, le cuesta a Ruffus, o en todo caso a la firma «Plugge y Postleth-waite» sus buenos peniques; entre comidas y, diversiones, pues les prevengo que los autores somos gente endiabladamente costosa para entretener. Por ironía, como es natural, los autores más haraganes son los que necesitan más invitaciones, mientras que a los que trabajan constantemente como yo, les basta sólo que se les llene el buche acaso un par de veces al año. Pero como sucede que yo sé que no hay nada que odie más este buen Ruffus que llevar a los autores a comer, hago todo lo posible para evitarle molestias, enviándole, a intervalos regulares, tangible evidencia de mi industria. Es mi costumbre, entonces, no amontonar todo el manuscrito de un libro, sino enviarle pilas de regular altura de vez en cuando, conforme, las tengo listas. Esto no sólo conforta a Ruffus, sino que asegura que por lo menos una copia de mis escritos escapa al engolfamiento de los espumantes mares de papel que surgen en oleadas entre el techo, las paredes y el piso de mi estudio.
He seguido esta excelente práctica en el caso de la presente y veraz narración. Cuando las completé, envié a Ruffus las tres primeras partes y el interludio, guardando, naturalmente, una copia en carbónico para propia referencia en caso necesario. Por consiguiente, poco después de haber despachado la parte tercera y el interludio (del que estaba desmedidamente orgulloso), recibí una invitación a comer para la semana siguiente. Me di cuenta en seguida de que la llamada no podía atribuirse a falta de diligencia de mi parte. Y creí conocer el motivo de la misma. Como editor, Ruffus está lejos de ser uno de esos luteranos hipocondríacos que vacilan ante un Danns y se desmayan ante un Bleedy, pero tiene una constante y conveniente estimación por el prestigio de su casa, y su enfada si sus autores descienden demasiado abiertamente a la anatomía o a la biología. Con una mueca feroz, yo recordaba cómo, en una ocasión por lo menos, me había aventurado a emplear la perversa y ruda voz «vientre».
—Bueno, bueno —observé a Barbary, después de mostrarle la carta—, si Ruffus quiere gastar una fortuna en darme de almorzar, para intentar seducirme a cambiarla por «estómago» o por «abdomen», es cosa suya. Iré, consumiré sus viandas, me embriagaré con sus vinos y quemaré sus cigarrillos. También le pediré un anticipo de cincuenta libras por lo menos, y si todo sale bien tendrá que enviarte un canasto de capullos tempranos Y una titánica caja de bombones de licor. Pero no modificaré «vientre» por «estómago». Los dos órganos o zonas no son, después de todo, sinónimos, no obstante la corriente confusión. La bala de Xantippe me dio en el vientre y…
—Pero justamente en la última línea de la parte tercera, tú mismo dices que era el «estómago» —objetó Barbary astutamente.
—Eso fue sólo para presentar la tragedia suavemente al lector delicado —repliqué—, si es que existe tal criatura, y para indicar, por decirlo así, la dirección en que debía dirigir sus miradas, sin revelar todo el horror del asunto, a una imaginación no preparada todavía para la brutal verdad. Soy inflexible en este asunto. Iré y comeré la comida de Ruffus pero no alteraré la palabra.
Sugiere el próximo viernes. Ten la amabilidad de poner mis mejores pantalones domingueros bajo tu colchón, mi amor, y procura que mi sombrero negro de alas anchas esté limpio de polvo y paja para el martes a más tardar. No sé si recuerdas que la última vez que lo llevé un hongo de aspecto singularmente grasoso cayó del interior de la copa, sobre mi coronilla, para profunda consternación de mis compañeros de viaje del tren de las nueve y cuarenta y tres.
Y así, con mi acostumbrado y minucioso cuidado del detalle, planeé la excursión…