EL MISMO Thrupp me contó el resto de la historia sentado a la cabecera de mi cama en el horriblemente higiénico sanatorio de Miss Pocock, algunas semanas después. Describió sin jactancia, pero con cierto saludable orgullo, cómo sus profecías se habían cumplido casi al pie de la letra. Puesto que ya puse penosamente a prueba vuestra paciencia incluyendo en las últimas partes de esta narración, tan veraz y admirable, el relato detallado y casi textual de las profecías en cuestión, no os irritaré ahora volviendo una vez más sobre el mismo asunto. Después de todo, ésta, no es una de esas pestilentemente perniciosas historias de detectives, escritas por rigoristas de imaginación minuciosa, que insisten en tratar a sus lectores como a niños microcéfalos, y que son incapaces de dejar sus plumas hasta que no hayan explicado con nauseabundas efusiones de orgullo espiritual y sabor pedagógico, por qué hicieron que el detective estornudara en la página 113 y por qué el sospechoso N.o 3 se limpió tan cuidadosamente el calzado antes de entrar en la pocilga abandonada, en el capítulo 9. Sé de fuentes teológicas autorizadas que a tal ganado le está reservado en el más allá un purgatorio muy especial, como es justo y conveniente. Pero yo, Roger Atholstan Athelred Poynings, descendiente de Eggwhiff, vigésimo tercer rey de los South Saxons (el mismo de la línea real de Asia, aunque de una rama menor), ni por asomo pertenezco a esa deleznable calaña, sea cual fuere su intención. Ni tampoco sois vosotros, mis distinguidos lectores, esa clase de pedantes de imaginación estrecha que devoran los escritos de los tales pedagogos por simple incapacidad de sacar conclusiones por sí mismos. ¿Es acaso, de esperar que estropee mi carácter y el de vosotros, para no mencionar el saldo estético de este libro, uniendo todos los cabos sueltos de una historia en un primoroso moño como el del peinado de una tía solterona? ¿Debo acaso doblar mis rodillas ante las convenciones, aceptando a sociedades literarias de los suburbios que esperan que el autor tilde todas las «íes» y cruce todas las «tes» y justifique todo lo que dijo y todo lo que hayan dicho todos y cada uno de los personajes del volumen? No, de ninguna manera. Permítaseme agregar valerosamente que, aunque estuviera dispuesto a ello, no lo haría, pues solamente en historias ideadas y escritas en hierro colado con fórmulas a prueba de tontos, aparecen hombres y mujeres que se supone auténticos y que hablan y actúan con tan primorosa exactitud, con tan conveniente prescindencia de la solución anticipada y conocida del autor, que deben presentarse como muñecos o marionetas más bien que como seres humanos. Y si vosotros me preguntáis, como si fuerais censores engranujados de la Oxford Union, por qué esto y aquello fue dicho así, o qué sucedió con alguna otra cosa, o cuál era la explicación de lo otro y de lo de más allá, entonces replicaré que muy probablemente nunca se encontró explicación alguna, que no sucedió nada, o que esto y lo otro y lo de más allá sucedió porque él o ella era un ser humano débil y falible y pensó conveniente decirlo en aquel momento, Si entonces me llamáis embustero, me arrancaré puñados de pelos de mi barba, y os recordaré que yo ya lo he confesado y que os he dado una valiosa lección para que vosotros también podáis serlo. No obstante, por simple bondad de corazón, terminaré relatando la naturaleza y sucesión de los hechos que siguieron a la entrega de Mr. Cohen a New Scotland Yard del paquete de Bryony. Aunque si habéis tenido el buen gusto de llegar a esta altura de mi historia, tengo la impresión de qué debéis ser capaces de poder resolver gran parte de ella por vosotros mismos. En cuanto a los libros con cerradura, quiero creer que su naturaleza os es completamente obvia. En verdad, yo sé que ya la habéis adivinado, así que no necesito hacer otra cosa que confirmar vuestras sospechas: uno resultó ser un Grand Grimoire o misal del Diablo, repugnantemente completo en todos sus detalles, mientras que el otro contenía, no sólo una lista de los socios de la pandilla, sino también la vituperable e infame evidencia de que estaban implicados en el culto y las prácticas que aparte de todas las consideraciones de blasfemia, constituían graves ofensas contra la ley criminal.
Este segundo libro, posiblemente el instrumento más potente de chantaje y terrorismo que pudiera concebir el más ingenioso cerebro humano, llegó incompleto al Comisario Auxiliar. Era claro que la convención había estado compuesta por más de una veintena de socios y el libro tenía la forma de un gran volumen de hojas movibles, con varias hojas asignadas a cada uno de los candidatos para registrar sus actividades. Estas actividades estaban anotadas en parte a máquina y en parte a mano. Era interesante observar que la máquina que se había usado era una portátil Crown Imperial, casi nueva, con una S mayúscula torcida (la máquina se encontró después en el piso de Luke), mientras que los pasajes manuscritos fueron fáciles de identificar con los de Mr. Barker, registrados en el libro de visitas de la Green Maiden de Merrington. Bryony, como lo admitía en la carta adjunta, había sacado y quemado el registro de los socios que habían sido sus amigos personales. Pero, en su precipitación había olvidado el índice al final del volumen, y allí se encontraban los nombres de Geoffrey Perfect, Margaret Joane, Joy Wyon, Iseult Cork y John Traquair, tachados con una raya de tinta roja, síntoma de mal augurio.
El intervalo de diez días que transcurrió desde que robó los libros hasta la fecha estipulada para que Mr. Cohen los entregara a la Yard, se debió a que Bryony cuidó de la seguridad de sus otros amigos. Fue en la mañana del día de San Juan cuando el pequeño judío visitó al Comisario Auxiliar, y no se necesita ser adepto de Montague Summers para saber que la víspera del día de San Juan (el 23 de junio, de acuerdo al calendario romano), es uno de los dos grandes festivales anuales de los que adoran al Diablo, y que entonces, entre medianoche y la aurora, se practican ritos particularmente frenéticos. Bryony sabía que la víspera de San Juan sería la ocasión propicia para que se reuniera la Convención en pleno. En consecuencia, era una ocasión excepcionalmente propicia para un raid de la policía al templo de Tulse Hill (donde, como ella había descubierto, estaba situado el templo de los satanistas). Tenía que darse algún tiempo para que los anónimos necesarios llegaran a aquellos socios compañeros, a quienes ella deseaba avisar para que se mantuvieran alejados. El envío de estos avisos, sin duda por vía indirecta, había distraído su ingenio durante dos o tres días, después de su afortunado robo. De aquí, que haga falta poca imaginación para dar explicación sobre el tiempo transcurrido desde que ella recibió la carta amenazadora de que me había hablado. Si yo estuviera escribiendo una de esas características historias de detectives, de que hablábamos hace poco, sin duda podría reconstruir con lujo de detalles las circunstancias en que Bryony robó los libros y cómo y cuándo se descubrió el robo, pues resultaría increíble que en tal ficción Luke y sus asociados hubieran ido a la horca sin hacer una amplia y satisfactoria confesión de todo el asunto. El que no hicieran nada de eso es simplemente otro ejemplo de la desventaja de uno cuando trabaja ajustándose estrictamente a la verdad. Los cuatro hombres y las tres mujeres que fueron procesados, resultaron ser un conjunto silencioso y obstinado, y no se obtuvo de ellos nada más que lo ya conocido o conjeturado. Para hacer justicia a Xantippe Gnox, creo que no se hubiera descubierto nada si se la hubiese puesto en el banquillo juntó a ellos, pues era a todas luces una mujer que sabía reservar lo suyo. Pero éstas son sólo conjeturas. Como sabéis, consiguió abrirse las venas y morir la clásica muerte en su celda, veinticuatro horas después de saber el resultado de la visita del Dr. Cohen a la Yard, con gran desconcierto de aquellos designados para vigilarla, desde el Ministro del Interior hasta la celadora Queenie Muggeridge.
Y ahora, estoy ya muy cansado con este libro, como sin duda lo estáis vosotros, todos los lectores, desde hace ya un rato largo, y si protestáis porque con todo su gran volumen y sus interminables divagaciones todavía no hay nada de que dar cuenta, de todo corazón estoy de acuerdo con vosotros, y me permito señalaros cómo, en ello, hay una especie de similitud con el concepto de la vida en general. Pues es sólo en las novelas (y en las novelas baratas) donde los asuntos de esta naturaleza llegan a un final prolijo y bien dispuesto, con la virtud recompensada y el mal castigado; lavados todos los platos sucios y la mesa bien tendida de nuevo, para una nueva comida criminológica. En la vida siempre quedan cabos sueltos y en el presente caso no veo por qué habría de torcer justamente la vida para satisfacer una convención. Además, tengo otras cosas en que ocuparme, y también, ya es hora de que vosotros, mis lectores, dejéis los libros a un lado y hagáis un poco de trabajo honesto. Dentro de media, hora, así me han dicho, el camello y el escocés van a venir para hacer una inspección final a mi vientre (donde Xantippe me hirió), con la intención de quitarme del cuidado de la pava real y de la gatita rubia y de relegarme a la misericordia de mi prima Barbary. Y antes de que me disponga a volver a Gentlemen’s Rest es necesario que acicale y descarbonice mi barba. Separémonos entonces, antes de que nos enemistemos, antes de que mi paciencia se acabe, como alguien ha dicho. Que nos encontremos o no nos encontremos alguna vez, depende de una serie de factores que rehúso rotundamente a enumerar aquí. Si no nos encontramos, estoy completamente seguro de que sobreviviré. Y si nos encontramos el placer será casi enteramente vuestro.