—¡QUÉ! —Las mejillas púrpura y los ojos salientes del Comisario Principal hubieran causado risa en cualquier otra circunstancia.
—¿Cómo? —La cara cadavérica del Superintendente Bede registraba una expresión significativa, mezcla de duda y confusión. Barbary y los otros hombres de la Yard, que ya sabían la verdad, no pudieron evitar un ligero sobresalto cuando Thrupp se pronunció. El Padre Prior no habló ni se movió, pero sus labios y sus ojos eran elocuentes en su inmovilidad.
—¿Satanismo? —ladró el Comisario Principal con incredulidad—. ¿Satanismo? ¿Qué quiere usted decir, hombre? ¿El culto del Diablo y todas sus tonterías…?
—Temo que eso sea justamente a lo que me refiero, señor —replicó Thrupp—. Pero debo hacer la aclaración de que por el momento no sé si se trata de satanismo verdadero o simplemente de un pretexto para usar los ritos tradicionales del satanismo como pantalla para ocultar otros hechos.
Me inclino a suponer que hay algo de las dos cosas.
Si yo hubiera estado presente, tal vez hubiera empezado a comprender lo que quería decir.
Pero sus palabras eran demasiado complicadas para el sencillo y llano comisario Principal.
—¡Qué me cuelguen si lo entiendo! —explotó—. Primero dice usted que se trata del culto del Diablo, y después manifiesta no estar seguro de si es en verdad eso o un simple pretexto para alguna otra cosa. ¿Qué otra cosa, en nombre de Dios? ¿Por qué ha de simular alguien adorar al Diablo, al Diablo (¡Dios mío!) si en verdad no lo siente así?
—Se ve muy claro, señor, que no conoce usted el asunto —dijo Thrupp—. Por otra parte es muy poca la gente que lo conoce, de modo que voy a explicarlo. Y espero que Miss Poynings me perdone si digo dos o tres… bueno…
—Leí a Montague Summers —dijo mi prima tranquilamente— y usted sabe que Roger y yo ya habíamos adivinado todo, la noche en que asesinaron a Bryony. Thrupp asintió.
—Bien. Para que me sirva de apoyo, he pedido al Padre Párroco que asista a esta conferencia y diga unas pocas palabras sobre el tema desde… un… bien, desde un punto de vista profesional.
Ustedes recordarán que le había pedido que concurriera a nuestra previa reunión, exactamente con el mismo objeto, aunque a último momento cambié de opinión y decidí mantener todo en secreto hasta estar más seguro de que mis conjeturas tenían fundamento. Ahora estoy seguro, así que espero que oigan al Padre Prior en lo que tenga que decir. Pues han de saber que no sólo tiene reputación de hombre bueno, sino también de hombre culto. Es doctor por partida doble (de Teología y de Filosofía) y un teólogo de gran reputación. Así que aunque no crean en mi palabra, espero que le crean a él.
El Comandante Jayne parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía, pero no agregó nada.
—Bien, señor —prosiguió Thrupp imperturbable—. Para resumir, creo que puede decirse que el satanismo, o culto del Diablo, si preferís, atrae a cierta clase de personas que no tienen en realidad deseos de rendir culto al Diablo. Más aún, creo que hay muy pocas personas que crean en el Diablo, hoy en día.
—¡Y tienen razón! —ladró el Comisario Principal—. Argumentos medioevales, ¡tonterías!, ¡galimatías!, ¡patrañas supersticiosas! No me diga que usted cree en el Diablo, Thrupp.
—Yo encuentro necesario mantener un criterio amplio en ese sentido, señor —respondió Thrupp con cautela—. No estoy seguro…
—¡Mi Dios! —exclamó el Comisario, colérico—. Nunca oí cosa semejante. ¿Cree usted en el Diablo, Bede?
—No —refunfuñó con decisión el Superintendente—. No creo.
—¿Y el Inspector Browning?
—Francamente, señor, y con el debido respeto a Mr. Thrupp, no. Es decir, señor, que no niego la existencia de un culto del Diablo, pero que no creo en la existencia del Diablo. Prefiero creer en las cosas y gente que veo con mis ojos.
—¡Ah! —exclamó el Padre Prior abriendo la boca por primera vez y estudiando al Inspector con creciente interés—. Eso es muy interesante. ¿Ha estado alguna vez en Australia; Mr. Browning?
Browning (que supe después era baptista por educación aunque agnóstico por convicción) dirigió una mirada desconfiada a su interlocutor.
—Este… no. Nunca estuve —concedió.
El Padre Prior sonrió aprobando.
—Claro que no —admitió— y por una razón poderosa, ¿no? Usted sabe bien que ese sitio no existe.
—¿Que no existe? —Browning se mostraba perplejo—. No le entiendo, Padre.
—Vamos, vamos —urgió el sacerdote con un suplicante gesto de sus finas manos—. Usted no puede haber ido a Australia por la razón poderosa de que no existe tal lugar. Nunca existió. Nunca existirá. Es un mito.
—¿Un que, señor?
—Un mito, una leyenda, un cuento de un viajero, mi querido Inspector. Toda la idea de que existe un continente llamado Australia no es más que una burla, una broma, una conspiración gigantesca para engañar a los bobos incautos como usted y como yo. La idea para esta exquisita broma la concibió (si mal no recuerdo) un holandés llamado Van Diemen, que era gobernador de Batavia en el siglo XVII y que se complotó con otro holandés de nombre Tasman y unos pocos marinos ingleses, Dampier y Cook, para desparramar por Europa el rumor de que se había descubierto una gran isla que formaba un continente. La historia resultó del agrado de la imaginación popular, y creció y se extendió, como ocurre siempre con los rumores. Aún hoy, en estos esclarecidos días, hay miles y millones de personas, como usted, que creen esa descarada mentira con todo su corazón y su cerebro, hasta el punto de que están convencidos de la existencia de mapas fantasmas, dibujados por cartógrafos inescrupulosos, y que invierten dinero en empréstitos puramente mitológicos emitidos por un gobierno mitológico de este dominio totalmente mitológico.
¿Es increíble, verdad? Sobre todo cuando sabemos perfectamente que no existe tal lugar.
El inspector Browning era un buen detective, pero las sutilezas del sarcasmo del Padre Prior eran demasiado para él. Su ceño se ensombreció y picó el anzuelo como una trucha hambrienta.
—¡Ésas son tonterías, Padre! —protestó con enfado—. No veo qué se propone, pero sé que hay un lugar que se llama Australia.
—Pero usted no puede saberlo, mi querido muchacho —censuró el sacerdote suavemente—. ¡Dios mío! ¡Si no he oído nada menos razonable en mi vida! De acuerdo a los principios que acaba usted de enunciar, es incapaz, o de todas maneras poco dispuesto, a creer en nada que no haya visto con sus propios ojos. Una posición muy razonable y que tiene muchos precedentes famosos en la historia. Santo Tomás, el apóstol, es el primero que recuerdo. Usted no ha visto Australia, ergo, no hay tal lugar. Usted no ha visto al Diablo, ergo… —Un evidente encogimiento de hombros completó el argumento.
¡Pobre Browning! Pero el Comisario Principal vino en su auxilio.
—Eso no sirve como paralelo, Padre. Resulta, desafortunadamente para su argumento, que yo estuve en Australia y por consiguiente estoy en situación de asegurarle a Browning que ese lugar existe.
El ladre Prior suspiró.
—Y desafortunadamente para su argumento, mi querido Comisario —replicó cortésmente—, ocurre que yo vi al Diablo, y estoy por consiguiente en situación de asegurar que existe. —Sus labios se fruncieron en mueca divertida, y había un destello en sus ojos, mientras observaba las distintas expresiones de los que rodeaban la mesa, ante su aseveración—. ¿Qué tienen ustedes que objetar? —inquirió el Padre después de una significativa pausa.