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ERA UNA carta ingeniosa y con cualquier otro que no fuera Maurice Hurst hubiera, probablemente, surtido efecto. Pero él paró el golpe con destreza. No negó su paternidad, pero sostuvo que la madre de Xantippe era la única culpable de lo ocurrido. Declaró, sin faltar a la verdad, que él había querido que se le uniera en la India como su mujer legal, pero que ella se negó a hacerlo y que además al no contestar sus cartas había dado lo que la ley considera motivos fundados de divorcio. En cuanto a Bryony, era el fruto de una unión cuya sola memoria le resultaba desagradable. Lulú, que a pesar de todas sus faltas y pecados se había mantenido fiel a las doctrinas del catolicismo, se había negado rotundamente al divorcio, actitud que, claro está, lo había enfurecido, sobre todo porque sabía, aunque no se animaba a revelarlo, que era bígamo. De modo que el divorcio era en verdad innecesario. Le importaba un bledo de Bryony, puesto que los abuelos consentían en hacerse cargo de ella. Por otra parte, no deseaba que Bryony supiera mucho de su pasado, no porque le importara en lo más mínimo lo que pensara de él, sino porque la bigamia es una ofensa criminal y temía lo que pudiera ocurrirle si Xantippe compartía el secreto con su media hermana.

De modo que contemporizó. A pesar de que rehusó comprometerse por escrito, dejó una puerta abierta al sugerir, muy razonablemente, que eso no debía tratarse por correspondencia, y que era mejor dejarlo para cuando fuera a Inglaterra con goce de licencia, dentro de dos años más o menos. Entonces tendría mucho gusto en conocer a su hija mayor, y no tenía la menor duda de que todo se arreglaría de modo amigable. Mientras tanto, insinuaba que resultaría de beneficio mutuo no decir nada a Bryony.

Sorpresivamente, pero para su gran alivio, Xantippe accedió. Acaso también a ella le pareció mejor tratar esos asuntos delicados personalmente y no por correspondencia; de todas maneras no estaba necesitada de dinero. Aun cuando el levantamiento de unas tribus en la frontera aplazó la licencia de su padre, aceptó la demora sin vacilaciones. Tenía la sartén por el mango, y lo sabía. Por otra parte (creo) la organización del Naxos Club en Londres absorbía sus energías y toda su atención.

No muchos años después (supongo que dos antes del comienzo de esta historia), Marion Hurst murió mordida por una serpiente en Meerut, y Hurst se encontró viudo por tercera vez. El hecho no lo deprimió demasiado. Los encantos de Marion ya se desvanecían y además dejaba una fortuna considerable. Le resultó fácil consolarse de la pérdida y por fin zarpó para Inglaterra. En ese viaje encontró una atractiva y complaciente damita para quien resultó más atrayente la apostura madura de Hurst que la fidelidad para con el marido subalterno que dejaba en la India: Era esta damita la que vivía en Llanflwech cuando asesinaron a Bryony. Su nombre no viene al caso. No la deshonremos…

Cuando desembarcaron, creyeron conveniente que la damita hiciera una visita de cumplido a sus parientes antes de aceptar la invitación de la inevitable (pero imaginaria) «excompañera de escuela» para que pasara unos días con «ella» en Llanflwech. Mientras tanto, Hurst aprovechaba la oportunidad para conocer a Xantippe, como había prometido.

Se me ocurre que el encuentro de padre e hija debe de haber sido áspero y mordaz. Los sentimientos de Hurst debieron ser fuertes si uno los analiza como los del hombre que en un momento de su irreflexiva juventud deja caer una semilla en la tierra y luego la olvida, hasta que treinta años después vuelve al lugar y encuentra un gran castaño capaz de cobijar bajo su copa la forja de una aldea.

Tal vez resulte más difícil, pero no menos interesante, imaginar las reacciones del árbol durante el encuentro. Había, claro, algo más que afinidad biológica entre Maurice Hurst y Xantippe Gnox; había afinidad psicológica, y nació un entendimiento mutuo y tácito que sirvió para convertirlos de enemigos en potencia, en algo así como amigos que se miran con envidia pero con algo de admiración. Hurst era un mal hombre, Xantippe una mala mujer; ambos eran cínicos. En el verdadero sentido de la palabra se tenían poco cariño; sin embargo, como eran pájaros del mismo plumaje, se sentían cómodos en compañía. La cuestión es que Hurst aceptó gustoso el ofrecimiento de una habitación en casa de su hija para que le sirviera como cuartel durante la licencia. Eso satisfizo a ambas partes.

Xantippe no tenía necesidad inmediata de dinero; su aventura «naxiana» florecía y estaba premiando abundantemente sus desvelos. Desde hacía algún tiempo, se le había asociado un tal Luke; le había propuesto unir sus negocios, proposición que aceptó por encontrarla conveniente y lucrativa. A Xantippe le agradaba ser rica, pero era una joven que veía más allá y pensaba que la seguridad de los años por venir era más importante que amontonar riquezas en el presente.

Posiblemente influyera en ella la conjetura, completamente acertada, de que su padre difícilmente sobreviviría más de unos pocos años, por los estragos del amor y de la India. De todos modos, sus proposiciones fueron con vistas al futuro y no demasiado duras. La cláusula principal estipulaba que Hurst debía hacer testamento legándole las siete octavas partes de sus bienes; lo restante se arrojaba como una dádiva a Bryony, la hija de su casamiento ilegal: un acto de gracia algo insolente de la cínica Xantippe.

Como testimonio inmediato de restitución, Hurst debió comprar un paquete de dieciocho cartas de amor escritas en su juventud a la madre de Xantippe por una suma que Xantippe describió como «la suma puramente nominal de 100 libras esterlinas la pieza». Descubrimos después que en esta última transacción había estafa, porque se encontraron dos cartas que ella no había tenido interés en recordarle, escondidas entre sus papeles y destinadas sin duda a servir de base a cualquier futura emergencia.

Pero Xantippe no era el único miembro de la familia que sabía hacer trampas. Cuando Maurice Hurst llegó a este punto de su relato, Thrupp lo detuvo.

—Aclaremos un asunto antes de proseguir —intervino el detective—. Creo que debe saber, Coronel Hurst, que lo que acaba de declarar no coincide con lo que ya conocemos. No acostumbro a tender trampas a los testigos, y por consiguiente creo que debo decirle que descubrimos un testamento en su habitación de Shepherd Market similar al descripto por usted, pero con los términos invertidos: siete octavas partes para Bryony Hurst y el resto para Xantippe Gnox. Esto no concuerda con…

—¡Ah! —interrumpió Hurst, con un brillo malicioso en su mirada—. Veo que es usted inteligente, Inspector Principal. De todos modos, estaba por aclarar eso. Hice dos testamentos, en dos días consecutivos, usando para el caso dos firmas de procuradores distintos. Por el primero accedía a las condiciones que exigía mi hija. Ése está en su poder, posiblemente en el banco. El que usted encontró es el segundo, fechado veinticuatro horas después y que revoca al primero. Cómo pude haber sido tan descuidado como para dejarlo en ese cajón es lo que no puedo imaginar. Tenía toda la intención de depositarlo en mi banco, pero me alejé de Londres a prisa y lo olvidé. Espero que mi hija no lo haya descubierto y…

—¿Pretende decir que traicionó deliberadamente a Xantippe? —preguntó Thrupp con voz fría y precisa.

Hurst se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —dijo—. De acuerdo con mi modo de pensar era lo que correspondía. Sus condiciones eran chantaje del principio al fin y no considero que sea necesario seguir leyes de honestidad al tratar con una chantajista. Si fue lo suficientemente tonta para no darse cuenta del único punto flojo de su plan, ¿por qué no iba yo a sacar ventajas? O, para ser más exacto, ¿por qué no había de beneficiarse mi otra hija de la torpeza de su media hermana?

—Ya veo —dijo Thrupp secamente.

—Después de todo, Bryony nunca me había molestado.

No me importaba nada de ella, tal vez, por lo poco que la había tratado, pero por lo menos nunca me había pedido dinero. En verdad, siempre admiré en ella su espíritu de independencia.

Sentí en las circunstancias que era justo, una especie de justicia poética, si queréis, que su independencia mereciera un premio a expensas de su mercenaria media hermana. Tal vez un purista encuentre mi ética defectuosa, pero de todos modos no hay ley que me prohíba disponer de mi dinero como crea conveniente.

Thrupp no lo escuchaba. El descubrimiento de los dos testamentos parecía dar otro aspecto al caso en total. Su mente metódica ordenó los hechos dándoles un giro nuevo y sugestivo.

Primero, se había hecho un testamento dejando la mayor parte de la fortuna de Maurice Hurst a Xantippe Gnox con sólo una parte para Bryony. Segundo, se había hecho otro testamento invirtiendo los términos del primero. Tercero, Hurst había dejado por descuido el segundo testamento en un cajón en casa de Xantippe, escondido, claro está, pero eso no daba seguridad alguna.

Cuarto, Bryony Hurst había sido asesinada…

La cadena no estaba, con seguridad, completa, pero Scotland Yard quiere que sus hombres sean perfectos.

—Perdóneme usted un momento —dijo Thrupp cuando Hurst estaba a punto de continuar el relato. Se dirigió al teléfono y pidió Whitehall 1212. Poco después hablaba con el Superintendente Boex, a quien hizo una pregunta cuidadosamente enunciada.

—¡Qué inteligente! —gruñó, el Superintendente—. Acabo de recibir el informe y estaba dudando entre hacérselo saber, inmediatamente o esperar hasta que usted llegara. En total, hay rastros de cuatro impresiones digitales distintas en el testamento. Dos de ellas son borrosas y sin importancia. Probablemente sean las del abogado y su ayudante. Las terceras pertenecen al último ocupante de la habitación, posiblemente su amigo Hurst. Las cuartas y más recientes, pertenecen a la Gnox. No hay duda alguna.

—Gracias —dijo Thrupp, con calma—. Eso puede tener importancia.

Cortó y quedó pensativo un momento. Después suspiró y meneó la cabeza. Esto parecía completar uno de los tramos de la cadena, y el conocimiento de que Xantippe había visto el segundo testamento y había descubierto la traición de su padre podía suplir el eslabón que faltaba. Pero, no lo satisfacía. Este segundo testamento, que hacía de Bryony una mujer rica a expensas de Xantippe, podría constituir un buen motivo para que la última quisiera asesinar a la primera; pero debía haber otra cosa.

Aún más, toda la información de que disponía Thrupp aducía contra solución tan simple y derecha. Había ante todo, el testimonio de la misma muchacha asesinada. El simple hecho de que ignorara la presencia de su padre en Inglaterra y la existencia de los testamentos no probaba nada, pero, por otra parte, no podían descontarse las circunstancias de su fuga y muerte. Podría resultar un motivo plausible el que Xantippe hubiera matado a, su hermana por motivos financieros, pero seguramente no hubiera confiado el crimen a ese misterioso «sindicato» o «banda» al que Bryony tenía terror. Además, Bryony misma me había dicho que sustrajo algo que pertenecía a la «banda» y que el descubrimiento de ese hecho ponía en peligro su vida, y ese «algo» no era por cierto el testamento de su padre. Estaba, también, la manera horrible en que murió; ¿qué significaba eso? Podía concebirse que Xantippe hubiese envenenado a su media hermana para privarla de la porción de la fortuna de su padre. Pero resultaba ridículo pensar que pudiera haber llamado en su ayuda a Luke y a Ronald Custerbell Lowe, que organizara una caza terrorífica de la muchacha, que asustara a Bryony con cartas amenazantes, que la hubiera raptado de Gentlemen’s Rest y que la hubiese llevado hasta un paraje solitario de los Downs para carnearla con todas las circunstancias horrendas de un crimen de ritual.

Crimen de ritual…

Thrupp se sorprendió cuando la frase se le ocurrió espontáneamente. Crimen de ritual. Sí, era obvio que se trataba de eso o del trabajo de un maniático patológico; La teoría del maniático nunca le había impresionado seriamente. El trabajo se había hecho de manera demasiado ordenada y sistemática, y los tales maniáticos nunca andan de a dos y de a tres. Thrupp estaba seguro de que en la muerte de Bryony hablan participado Luke, Lowe y un tercer hombre personificado por el obrero telefónico. No, ésta no era obra de un maniático. Era una ejecución llevada a cabo inteligentemente y a sangre fría por miembros de ese club o sociedad secreta contra la que había pecado Bryony. ¿Era acaso el Naxos Club? Lo parecía, aunque Thrupp no pudiese decir si la organización incluía el crimen de ritual en sus estatutos. Ese poema horrendo El polvo de Día dejaba entrever el final trágico que esperaba a los que traicionaban los misterios, pero de un modo tan oscuro y moderno que no era inteligible para un ser normal. Era posible, sin embargo, que el profesor Barbour, el amigo de Barbary, pudiese aclarar ese aspecto del antiguo culto.

Mientras Thrupp estaba pensando estas cosas, la subconsciencia comenzó a clavarle dardos en un recodo de su memoria. Tal vez el hecho pudiera ser intrascendente, pero pudiera también ser útil. Se dirigió hasta la gran estantería donde yo suelo almacenar los libros de información; después de breve búsqueda tomó un volumen, consultó el índice y abrió el libro en la página deseada. Sus labios se curvaron muy ligeramente mientras refrescaba su memoria, con el escalofriante juramento que contenía:

… con ninguna pena menor que la de abrirme la garganta de lado a lado, arrancarme la lengua de raíz y enterrar mi cuerpo en la arena del mar durante la marea menguante o a distancia de un cable de la costa, expuesto al flujo y reflujo de la marea, dos veces cada veinticuatro horas…

Cerró el libro, lo golpeó y lo colocó nuevamente en su lugar. No aclaraba nada el caso. Se trataba de la fórmula corriente del juramento de silencio de los masones para los que se inician en las artes secretas, partes y puntos, de los misterios de la masonería y demás. Pero aun cuando el fárrago melodramático parecía bordear el ridículo, cuando se lo asociaba con los benevolentes y dignos caballeros disfrazados con delantales azules, fajas y demás, no podía dejarse de considerar la posibilidad de que otras sociedades secretas delicadas impusieran juramentos que tuvieran las mismas características, pero que se hicieran cumplir más estrictamente. Que Bryony Hurst no había sido víctima de los masones era evidente. En primer lugar, no se admiten mujeres en la masonería y, además, la carnicería y el escenario del crimen no coincidían con lo estipulado en ese juramento.

No le habían cortado la garganta, ni le habían arrancado la lengua de raíz, pero era fácil discernir alguna clase de simbolismo lúgubre en las mutilaciones que le habían sido infligidas.

Thrupp se estremeció e hizo rechinar sus dientes. Después llegó a una decisión súbita; estiró la mano y tomó otro libro. Lo sostuvo haciendo girar el taburete de modo que el tomo negro y de letras doradas estuvo a centímetros de Maurice Hurst y preguntó con calma:

—¿Y qué sabe usted de esto, Coronel Hurst?