MUY TEMPRANO a la mañana del día siguiente, que era jueves, Thrupp y Barbary salieron para Sussex en el auto de ella. Primero se aseguraron, en casa de la pava real, que yo ya había doblado el recodo y que parecía estar destinado a los diez mil amaneceres de la apuesta de mi prima. En vista de los acontecimientos que se desarrollaban en Londres, Thrupp había decidido dejar que el Inspector Browning le representara en el sumario de Bryony, pero ahora había cambiado de opinión. También habían variado los planes en cuanto a dejar que Barbary le acompañara. Parecía que el hecho de que Ann Yorke la reconociera no revestía ya importancia (en mi ausencia Ann Yorke se constituía en el testigo principal) aunque no tenía el propósito de que las muchachas se encontraran si era posible evitarlo. Barbary había querido asistir al funeral y Thrupp no había querido que fuera sola.
Llegaron a Merrington poco después de las nueve y media, a Barbary le dieron instrucciones de que se mantuviera bajo techo en Gentlemen’s Rest hasta que el interrogatorio hubiera terminado. Nuestro coroner es, comparado con lo que suelen ser estos monstruos, bastante inteligente, y no tardó en complacer el pedido de Thrupp.
El procedimiento duró, por lo tanto, escasamente veinte minutos. Cómo testigo de identificación se presentó una Ann Yorke temblorosa y pálida, horrorizada aún por su visita a la morgue; tan mal se sentía que pidió que la acompañaran a su casa no bien terminó de declarar.
Michael Houghligan indispuso al jurado con su informe médico, el coroner musitó algunas palabras sin importancia y a pedido del detective Inspector Principal Robert Thrupp, se suspendió el interrogatorio hasta dentro de catorce días.
Lo entierran a uno bastante bien en Merrington. El cementerio es un terreno rodeado de árboles y cercado de robles en medio de un ondulado campo de diez acres, y lo llevan a uno a pulso entre majadas de ovejas pastando, en su último paseo por la tierra. Aunque Bryony era extraña a este medio, toda la comunidad de Red Cannons camino de a dos en fondo en su cortejo, y había también bastantes aldeanos, sin mencionar a la inevitable media docena de reporteros.
Por la mañana temprano se dijo en la iglesia una misa solemne de Requíem por el alma de la pequeña Bryony, cuyo cuerpo yació sobre un catafalco desde después del interrogatorio hasta la hora del entierro.
El Padre Prior en persona condujo la ceremonia. Thrupp, que cuidaba de Barbary junto a la sepultura, notó, mientras se desarrollaba el acto, la llegada de un nuevo personaje, un hombre de edad mediana a quien nunca había visto y que no parecía un residente local. Cuando todo hubo terminado y emprendían el retorno a través del campo, ese hombre que se había mantenido alejado, sin llamar la atención, se dirigió a Thrupp y trabó conversación.
—Tengo entendido —dijo—, que usted es el detective a cargo de este caso: Permítame presentarme. Mi nombre es Hurst, Coronel Hurst, y soy el padre de la muchacha que acaban de enterrar.
Thrupp contuvo el impulso de una exclamación y estudió al recién llegado. Vió ante sí a un hombre que (en el lenguaje pintoresco de Thrupp) le recordaba a un término medio entre Don Juan y uno de los hombres delgados y morenos de Ethel M. Dell. Era buen mozo, siempre lo había sido, aun en los días en que lo conocí y lo odié como marido de Lulú, pero tenía los ojos prematuramente viejos.
—Me enteré de este terrible asunto ayer —continuó diciendo después que Thrupp lo saludó.
Estaba en North Wales, en una pequeña villa llamada Llanflweth, donde los diarios nunca llegan con menos de veinticuatro horas de atraso. Viajé toda la noche y llegué a la Scotland Yard poco después de las ocho de la mañana. Me dijeron que usted estaba aquí, y que el entierro era hoy, así que se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era seguirlo hasta aquí.
—Muy bien hecho —se alegró Thrupp—. Yo quería verlo, de todos modos. Permítame que le presente a Miss Poynings. Fue en casa de Miss Poynings y de su primo donde su hija encontró la muerte.
Hurst parecía intrigado mientras saludaba a Barbary con una inclinación.
—Sé muy poco de las circunstancias que rodean a este asunto —explicó—. Para decir verdad, no había visto a mi hija desde hacía algunos años, y las nuevas de su muerte me conmovieron. ¿Creo haber entendido que su nombre es Poynings? —preguntó a Barbary—. Conocí un Poynings en la India hace algunos años…
—Mi primo Roger —dijo Barbary—. Le he oído hablar de usted.
—Temo que haya sido con poca simpatía —conjeturó el sujeto—. El mundo es pequeño, ¿verdad? No veo a su primo por aquí —agregó mirando superficialmente a su alrededor.
—No —dijo Barbary con calma—; no pudo venir. Él… Él…
Thrupp se hizo cargo de la situación.
—El Capitán Poynings sufrió un accidente hace uno o dos días —explicó.
Hurst aparentó ligero interés:
—Espero que no sea nada serio.
—Por el contrario —dijo Thrupp, mientras apretaba el brazo de mi prima significativamente—; su estado es tan delicado que los médicos tienen pocas esperanzas de que sobreviva.
Hurst parecía verdaderamente alarmado.
—¡Gran Dios! Lo siento —dijo—. ¿Cómo y cuándo… ocurrió?
—Ocurrió en casa de su hija, Coronel Hurst —dijo Thrupp.
—¿Qué? ¿Quiere decir usted en casa de los Forrester?
—No —el tono de Thrupp era suave y de circunstancias—. De su otra hija, Coronel, en Shepherd Market.
Maurice Hurst se detuvo en seco, pasó rápidamente su vista de uno a otro con una mirada curiosa en los ojos.
El hombre estaba turbado.
—¿Mi otra hija? —repitió dudando.
—Sí. Athene Van Huysen, conocida también como Xantippe Gnox. Espero —dijo Thrupp—, que no se atreva a negar que es su hija, ¿verdad, Coronel?
Hurst dudó nuevamente.
—Le explicaré eso después, Inspector —dijo por fin apresuradamente—. Cuénteme primero lo del accidente de Poynings. ¿Cómo ocurrió?
—Le hicieron un disparo.
—¿Un disparo? ¡Buen Dios! ¿Y quién fue?
—Eso no ha sido aún debidamente establecido aunque pienso que pronto se sabrá —observó Thrupp—. Ya sabemos quién es el dueño de la pistola con que se cometió el crimen…
—¿Ah, sí? —Una mirada de temor pasó por los ojos de Maurice Hurst mientras se esforzaba por hacer la pregunta inevitable—. ¿De quién era?
—Suya —dijo Thrupp, con la voz más serena que nunca.