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CUANDO por fin regresé de ese desconocido lugar en que se vive durante los períodos de inconsciencia, estaba preocupado, tan preocupado que hice un gesto que, tengo entendido, hacen invariablemente las personas en caso semejante. No sin dificultad saqué una mano de bajo las cobijas y me la pasé por la cara.

Tan extasiado y arrebatado estaba que, durante un instante, no me atreví a creer a mis dedos. Un reconocimiento posterior confirmó mis sospechas.

—¡Dios sea loado! —dije con dificultad—. ¡Si mi cara está cubierta por una barba, quiere decir que la pesadilla durante la cual creí perderla no fue después de todo más que eso, una pesadilla!

¡Por las barbas de Belcebú!

En ese momento apareció una enfermera por una esquina del biombo y como descubrió no sólo que estaba consciente, sino que articulaba palabras, vino hacia mí en actitud de éxtasis.

No se trataba de la pava real que había visto y oído en ocasión de mi anterior período de lucidez; era una gran gatita rubia, con ojos límpidos, boca de caramelo y un torso de Venus, que por cierto no ignoraba tener.

Yo también me di cuenta, porque era, como hubiera dicho un tal Euclides, una proposición evidente. Y si los sábelo-todo y las marisabidillas objetáis que las gatitas no tienen torso de Venus, os haré tragar la mentira, asegurándoos que esta gatita lo tenía. Lo llevaba todo delante. La madre de los Gracchi no lo hubiera hecho mejor, y eso que mi gatita tenía sólo veinte años y era soltera. Era, en verdad, la verdadera antítesis de la hermanita del rey Salomón, cuya exigüidad pectoral se deplora tan embarazosamente en el octavo y séptimo capítulo del Canto. Anatema si alguien se atreve a negarlo. Era una gatita muy traviesa pero muy competente.

Me acomodó la ropa, me recomendó que no me moviera ni hablara y se fue en busca de la pava real, que resultó ser la jefa del sanatorio. Su voz y sus zapatos chirriaban continuamente y su cara era, sin discusión, gallinácea.

—Fieles al ritual de su oficio, mis enfermeras me chistaban cuando requería información con respecto a mí, a mi abdomen, a mis alrededores y a otros tópicos de importancia. Y la tormenta de indignación que me provocó su reticencia, me debilitó tanto que poco después me quedé dormido.

Cuando desperté nuevamente, habían traído como refuerzo al camello y al escocés. El último hizo cosas ultrajantes con mi organismo, mientras que el primero le daba coraje con algunas expresiones de censura y desaprobación. Era, según pude apreciar, un «caso interesante». Debí haber muerto y me consideraban con algo semejante a indignación profesional porque había quebrado las reglas y todavía vivía. La bala había perforado esto y lo otro y obturado lo de más allá.

¡Hum! Si no hubiera sido por esto y aquello y por talo cual cosa, yo debía ser un maloliente corpus delicti, y Xantippe Gnox mi asesina.

—Sin embargo, se va a sentir usted bien —gruñó el camello—, siempre, claro está, que no cometa imprudencias y que no precipite su convalecencia. Se ha escapado milagrosamente, amigo. En realidad, puedo ahora decirle que usted, prácticamente, se nos murió una noche, hace unos diez días. Si tenía pulso, yo no se lo podía encontrar.

—¡Huy! —exclamé—. ¿Entonces, hace ya diez días? —repetí con desaliento—. ¡Dios me confunda!

¿Qué fecha es hoy?

—Veintisiete de junio. Hizo usted un viaje bastante largo.

—¡Madre, de Dios! ¿Entonces, qué diablos…?

El camello, el escocés, la pava real y la gatita gritaron a coro: «¡Silencio, no debe hablar!», cada uno en distinto tono, y en contrapunto, como un cuarteto en una cantata victoriana. Demasiado débil para luchar, me dejé caer en las almohadas y cerré los ojos.

Cuando se alejaban oía decir a la pava real con un graznido: «Puedo ahora ocuparme de afeitar al paciente. Se encontrará mucho más cómodo».

Era demasiado.

—¡Un momento! —exclamé, con una voz cuyo tono apasionado sorprendió a todos—. No se ocupará de tal cosa, mi buena pava real. Mi barba y yo somos inseparables, viejos camaradas de muchas justas y no nos separaremos fácilmente. Le prohíbo…

—¡Silencio! ¡Cállese! —dijeron cuatro lamentos—. Debe dormir y…

—Ahora voy a dormir —repliqué con dignidad—, pero antes debo prevenirles que si me despierto y me encuentro sin barba, o en el proceso de que me la estén cortando, mataré al barbero con su propia navaja. Mi barba es sacrosanta. Por más de mil años, desde los días de mi antepasado Eggwulf el Peludo, el orgulloso lema de los Poynings ha sido Nemo me ímpune radít, que significa. «El que tome la navaja perecerá por la navaja». He dicho…

—Voceaba la pava real, y el camello y el escocés maldecían como locos. La gatita no hacía más que reírse, haciendo oscilar su pecho hasta que los otros se fueron.

Cuando se acercó con el pretexto de enderezarme la almohada, dijo:

—¡Qué gracioso es usted! ¿Dice siempre esas cosas?

—La miré severamente.

—Soy siempre el mismo, pero no tiene nada de gracioso el que le amenacen a uno la barba.

—Lo más gracioso —dijo la gatita, temblando como una jalea de frutillas— fue cuando llamó pava real a la jefa. Casi me muero…

—Bueno, pero no se muera usted ahora —le rogué, pues la muchacha parecía apoplética.