NO HABÍA en sus hermosas facciones griegas rastro alguno de enfado ni de resentimiento ni de ninguna otra emoción. Su rostro y sus ojos estaban más impasibles que nunca y no traslucían su estado de ánimo. Se había vestido con un traje de una pieza, parecido al buzo glorificado de un mecánico; pantalones negros y con vuelo que se prolongaban en forma de peto que terminaba en anchos breteles. Era un traje sumamente sencillo, adecuado a sus líneas estatuarias y tan decente como para dar satisfacción al autor del Levítico.
Todavía recordaba que el buen soldado no debe permitir que el enemigo tome la iniciativa.
—¡Se ha retrasado usted! —le dije brevemente frunciendo el ceño—. Si hubiera tardado usted diez segundos más, hubiera entrado a buscarla.
—Su reloj debe adelantar —me contestó—. Por el reloj eléctrico de mi dormitorio falta todavía medio minuto.
—No discuta —le dije agriamente—. Lléveme donde podamos conversar.
—Sus modales son ultrajantes, Mr. Poynings —declaró fríamente—. Supongo que tiene derecho a algún exceso por el golpe que le ha causado la muerte de su… hija. ¿No me creerá usted si le aseguro que no puedo decirle nada de este crimen, ni de los acontecimientos que lo desencadenaron?
—No —dije—. No le creeré.
—¿Y que las únicas cosas que puedo decirle de Bryony no harán más que acongojarlo a usted, su padre, sin que ayuden a aclarar el misterio de su muerte?
—No —dije nuevamente—. No puedo aceptar como verdades tales aseveraciones.
Encogió sus blancos hombros en un gesto despectivo.
—Muy bien —dijo tranquilamente—, pase por aquí.
Me llevó escaleras abajo, por entre los descarados tapices sáficos y me introdujo en una habitación de regular tamaño al frente de la casa que daba sobre el Market. Los adornos eran aquí muy severos Y menos raros que los que había visto hasta ahora. Una desnudez utilitaria reemplazaba el esplendor más que oriental de las habitaciones superiores. La sala parecía ser, en un amplio sentido modernista, una especie de escritorio o estudio; una mesa inmensa ocupaba el centro de la misma y había varios estantes para libros, empotrados en las paredes. Les eché una mirada mientras seguía a Xantippe y me sorprendió que la mayoría de los libros tuvieran títulos griegos o latinos. El otro estante que alcancé a examinar brevemente mientras Xantippe todavía estaba de espaldas, no sólo contenía un Montague Summers, sino por lo menos media docena de ejemplares, uno junto a otro, de El polvo de Día por Oriel Ostrich Organ.
En el extremo opuesto de la habitación había lo que pasa por estufa en las casas modernas o recientemente refaccionadas, un rectángulo de ladrillos artísticos con una radio encima y un fuego eléctrico debajo. Aunque estábamos a mediados del verano, un par de sillones cubistas daban frente a la estufa. En estas sillas nos sentamos en silencio. En la pared frente a nosotros, un reloj de forma grotesca indicaba la hora; eran las siete menos siete.
—Como fuera de casa a las ocho —me informó Xantippe Gnox—; a las ocho menos cuarto vendrán a buscarme y como usted ve, aún no me he vestido. Puedo dedicarle a usted hasta; las siete y cuarto, ni un minuto más. Si todavía no ha terminado para ese entonces, tendrá que volver otro día.
Su tono era aún remoto, aunque menos hostil que hasta entonces.
—Gracias —le contesté acomodando mis maneras a las de ella—. La duración de esta entrevista depende enteramente de usted, mi querida Miss Gnox. Tengo muy pocas preguntas que hacerle; si usted las contesta pronto y con claridad puedo librarla de mi presencia en menos de diez minutos. Si, por el contrario, usted falta a la verdad o se niega a, contestar, me parece que ambos tendremos que cancelar nuestros compromisos para la hora de la comida. Y como veréis, decía la verdad cuando aseguraba que no había de abandonar la casa sin cumplir mi propósito.
Extendió la mano y levantó una cigarrera de una mesa vecina. Era de papier mâché negro y oro y me pareció reconocerla como de origen Kashmin. Al azar la asocié con Maurice Hurst. Xantippe la abrió y me ofreció un cigarrillo, pero aunque me moría por fumar, no lo acepté. Ella se sirvió un cigarrillo de fino papel castaño, que parecía ruso, pero olía de otro modo. Juzgué que era de una mezcla turca o balcánica no exenta de opio.
Cuando procedió a encenderlo, vi algo que me hizo latir con fuerza el corazón. En el dedo mayor de su mano derecha había un anillo, una argolla delgada y graciosa de platino, exactamente igual al anillo de compromiso que habíamos descubierto en la cartera de Bryony. Podía yo imaginarme las cuatro letras griegas grabadas en los cuatro puntos cardinales de su interior y no tenía duda alguna de que si Xantippe Gnox me mostraba su anillo, encontraría en él marcas similares.
Era inútil ahora que Xantippe negara conocer la existencia del misterioso Saxon Club, o que fuera consocia de Bryony. La prueba estaba allí, en su dedo, y estaba dispuesto, si fuera necesario, a arrancársela por la fuerza para probar mi razonamiento. Desde este nuevo frente de avanzada emprendí mi ataque.
—Tal vez haga las cosas más fáciles y abrevie nuestra discusión —comencé—, si le digo a usted qué es lo que ya sé. Primero, conozco la existencia del Saxon Club, o más bien, sé que existe y que tanto usted como Bryony figuran entre sus socias. Sé de qué clase de Club se trata. Bryony me dijo lo suficiente para adivinarlo. No quiero que le resulte embarazosa una explicación más detallada. Sé también el nombre de algunos de sus socios —no los del total— sino el de los que forman la… bueno, digamos la Comisión Directiva. Conozco también otros detalles de esta organización que aunque sumamente interesantes no nos conciernen ahora. Quiero saber una o dos cosas que necesito que usted me aclare. En primer lugar, quiero saber dónde funciona el Club…
Me interrumpí abruptamente pues de pronto advertí que Xantippe Gnox se reía silenciosamente. La miré a los ojos y parecía verdaderamente divertida.
—Ésta no es una cosa de broma —dije secamente.
—¿No? —preguntó bromeando—. Lo siento. Personalmente la considero muy graciosa.
—¿De modo que sí, verdad? ¿Puedo preguntar por qué?
Nuevamente el borbotón de una risa muy distinta de lo que pudiera considerarse como manifestación de sana alegría; era la risa de una diablesa, secreta, oculta, malévola. No cabía duda: Xantippe Gnox era una excelente actriz; sin embargo había algo desconcertante y genuino en su diversión. Me llenaba de lo que los franceses llaman la folie de doute, esa horrible aprensión que nos invade entre el período de comienzo de un proyecto y su ejecución.
—Por cierto tiene mucha gracia —aseguró Xantippe formalmente—. Aunque temo que usted no pueda apreciar lo cómico de la situación por diversos motivos. Ya sé que no ha de creerme, Mr. Poynings. Sin embargo le aseguro que si existe una institución que se llama Saxon Club nunca la oí nombrar. Por cierto, no me cuento entre sus socios y si Bryony pertenecía a la misma no me lo comunicó.
—¡Ésa es una mentira descarada! —dije con ardor.
—No es mentira —aseguró Xantippe—. Es la pura verdad.
Creo haber dicho que soy experto en mentiras, vale decir, entre otras cosas, que reconozco la verdad cuando la oigo. Sentí una rara sensación en el estómago mientras la oía enunciar con calma esas palabras.
Todavía no me daba por vencido.
—Me va a hacer el favor —dije del modo más dominante— de quitarse el anillo de platino y permitirme examinarlo.
—No haré tal cosa —replicó—. Usted no tiene derecho.
—Perdón. Como buen demócrata hago por lo general poco uso de la teoría nazi de que la razón es del más fuerte. Sin embargo en la ocasión me propongo adoptarla. ¿Debo hacer nuevamente uso de la fuerza?
Me dirigió una mirada áspera.
—No le va a resultar tan fácil como sacarme de la bañera, Mr. Poynings, y no tengo más que gritar…
—¡Para que una bala le atraviese el corazón! —dije terminando su frase y extrayendo la pistola que había sacado de la valija de Hurst—. Tenga cuidado, porque no bromeo, señora. Lo digo en serio. Nunca he disparado contra una mujer, pero sentiría menos matarla a usted que a cualquier otra. Moral, si no físicamente, mató usted a Bryony, la corrompió primero, o intentó hacerlo, y después, cuando descubrió que su corrupción era sólo de la carne y que su alma se mantenía incólume, decidió darle muerte como si fuera un gatito no deseado, simplemente para asegurarse el secreto de sus costumbres inmundas y diabólicas. ¡Por Cristo que haría un servicio al mundo si la matara ahora mismo! ¡Y juro que lo haría si no creyera que no merece usted una muerte tan benigna! ¡Bien! Éste es el fin del guante de terciopelo, mi señora. Desde ahora en adelante he de usar el puño de hierro. ¿Me entiende? Para comenzar, déme usted ese anillo…
Tengo que decir en su favor, que no daba muestras de temor durante este episodio melodramático. Manifestaba odio y no poca aprensión, como si se viera acorralada y no encontrara la salida. Pero no daba muestras de terror ni de desesperación. Lentamente, casi con desdén, se quitó el anillo del dedo y lo sostuvo un instante en su mano izquierda antes de alcanzármelo.
—Por curiosidad —dijo con calma—, ¿puedo preguntarle qué espera descubrir?
—Por cierto —repliqué—. He de encontrar en su interior cuatro letras griegas grabadas. Sigma, alpha, xi y nu. El círculo del anillo representa omicrón y todas forman la palabra S A X O N.
—¡Pero qué interesante! —repitió Xantippe levantando las cejas y entreabriendo los labios—. Y eso prueba, claro está, que yo soy socia de este misterioso Saxon Club (¿es así como lo llamó?), que existe con… bien, fines inconfesables. Pero ¿por qué Saxon? —continuó pensativamente.
—Quiero decir, ¿son acaso los sajones dados a esa clase de diversiones?
—Camouflage —informé lacónicamente—. En cierto modo inteligente, pero no inteligente del todo. Estoy cansado de esperar, Miss Gnox. Déme ese anillo.
—No lo suficientemente inteligente —repitió Xantippe quedamente, como hablando consigo misma, y me alcanzó el anillo en la palma de la mano izquierda.
Lo tomé también con mi mano izquierda mientras sostenía la pistola con la derecha. Por pura fórmula y sólo para confirmar lo que ya casi sabía, tomé el anillo entre los dedos y examiné la superficie interior.
—No lo suficientemente inteligente —oí murmurar nuevamente a Xantippe. Y ahora, por primera vez, comenzaba a darme cuenta, por qué persistía en repetir esa frase. Los grabados de su anillo diferían de los que había visto en el de Bryony. Eran como los otros, cuatro en número, excluyendo los signos del código de los joyeros. Moviendo el anillo lentamente entre los dedos, descubrí lo que Parecía ser un Tirso y otro símbolo que representaba una Cruz Ansata. Había también una Svástica y otra cosa que no podía distinguir a simple vista.
Tan distraído estaba tratando de identificar el cuarto símbolo que, sin darme cuenta, bajé momentáneamente la boca de la pistola.
Con la celeridad de una cobra, Xantippe extendió la mano y me arrebató el arma. Y después, sin un segundo de vacilación, me disparó un tiro en el abdomen.