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YA HABÍA notado con anterioridad que en una de las esquinas del baño una arcada con cortinado conducía a otro aposento, posiblemente la alcoba o dormitorio de la dama. De cualquier modo, como en el baño no había rastros de ropa ni de envoltura alguna, llegué a la conclusión de que difícilmente pudiera seguirme. Quedaba por ver si obedecería o no mis indicaciones. Decidí aprovechar los cinco minutos.

No se veía a nadie. Me encontraba en un corredor largo y alfombrado sobre el que daban tres puertas a cada lado. Por instinto supe cuáles eran las de los aposentos personales de Xantippe. Las evité, naturalmente. Crucé el corredor y traté de abrir la puerta que encontré. Resultó dar acceso a un dormitorio pequeño, lujoso y exóticamente decorado en gris y malva, pero aparentemente desocupado. La habitación contigua era semejante excepto en el colorido, rojo tomate y crema. La tercera, aunque desocupada en ese momento, albergaba seguramente a un huésped, que acaso se hubiera ido por uno o dos días. Todos los adminículos de tocador faltaban de encima de la cómoda. Era una habitación voluptuosamente decorada en azul profundo y plata, pero su ocupante era, con seguridad, un hombre.

Además de todos los artículos masculinos que se veían, había olor a tabaco en el lugar. Claro está que hay varios miles de hombres equivocados que ensucian su sistema respiratorio con esa clase de tabaco; sin embargo su uso no está aún —gracias a Dios— tan popularizado como para que no hayamos asociado instintivamente ese olor apestante con dos o tres o cuando mucho media docena de hombres cuyas volutas de humo se han mezclado con las nuestras. En ese momento, mientras el efluvio rancio invadía mis fosas nasales pensé en un hombre. En uno solamente —cosa natural— considerando que ya sabía por Khushdil Khan que Maurice Hurst residía en esa casa.

El testimonio posterior de mis ojos corroboró el de mi nariz, pues descubrí a los pies de la cama una gran valija de cuero con las iniciales del sujeto.

Como no tenía reloj, no sabía cuánto faltaba para completar los cinco minutos de mi ultimátum, pero calculaba que aún disponía de un minuto para inspeccionar esta habitación. Ausente su ocupante, no era posible que descubriera nada de importancia, pero no había nada de malo en que probara mi suerte. Una rápida búsqueda por los cajones de la cómoda dio por resultado el hallazgo de unas pocas camisas y unos pocos juegos de ropa interior. La valija estaba cerrada con llave, pero era de cuero de sambhur y por consiguiente de muy probable procedencia hindú. Sabía demasiado bien que el talabartero de la India rara vez gasta un anna de más en poner cerraduras especiales. Saqué mi llavero con una sensación de confianza. Por cierto, la primera llave que probé abrió la valija.

Estaba a medio llenar y de su variado contenido sólo dos cosas consiguieron interesarme. En primer lugar, una pequeña pistola automática Webley calibre 32, cargada y lista para disparar a la menor presión del gatillo. Distraídamente la guardé en el bolsillo, tal vez por principio.

Era improbable (me decía, para justificarme) que Hurst tuviera permiso policial para portar armas, de modo que al confiscarla estaba haciéndole un favor. Además, yo no había traído armas y estaba convencido del poder persuasivo de una pistola.

La otra cosa que me llamó la atención fue un libro, por otra parte el único libro que había en la habitación. Era un libro pequeño y la encuadernación me resultó familiar antes de saber el título. Lo tomé y vi que se trataba de un ejemplar del mismo poema narrativo, largo y tenebroso llamado El polvo de Día, por Oriel Ostrich Organ, que había visto esa misma mañana en la biblioteca de cabecera de Bryony.

Me maldije y guardé el volumen en otro bolsillo para que sirviera de contrapeso a la pistola.

Volví a cerrar la valija; eché una mirada final que no dio frutos, a la habitación, y me deslicé silenciosamente hacia afuera. El corredor estaba aún desierto y un silencio profundo llenaba la casa. Los cinco minutos ya habían pasado, pero todavía quedaba una puerta sin explorar. El corredor, debo explicado, era un cul de sac, y la puerta de que hablo daba de frente al pasillo, vale decir que formaba el lado más corto del rectángulo. Está sólo a ocho o diez pasos de donde me encontraba y cubrí la distancia caminando de espaldas, para poder mirar al mismo tiempo hacia las puertas de las habitaciones de Xantippe. No deseaba que me descubriera metiendo las narices donde no tenía derecho.

Pero resultó que la puerta estaba cerrada con llave, lo que ya era sugestivo, dado que las demás de la casa estaban sólo cerradas con picaporte. Otra circunstancia sugestiva era que la puerta no tenía una cerradura común como las otras puertas, sino una yale que parecía de mucho precio. La puerta no tenía picaporte y sólo se podía entrar en la habitación con la llave. Desilusionado, volví en silencio sobre mis pasos. Había llegado casi al baño cuando oí abrirse una puerta vecina y encontré a Xantippe Gnox observándome gravemente.