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NO OBSTANTE, se veía claramente que lo creía y que el descubrimiento la preocupaba. Estaba atolondrada.

—Somos seres con libre albedrío —comenté alzando los hombros—, y no puedo obligarle a creerme. Ni puedo probar mi paternidad, porque su madre estaba casada con Maurice Hurst cuando la conocí y nos enamoramos. Bryony figura en los registros como hija de Maurice Hurst y siempre me contenté con que pasara como tal. Posiblemente Hurst esté satisfecho de serlo, pero Lulú, su mujer, y madre de Bryony, sabía que no lo era. Bryony también lo sabía, porque su madre se lo dijo antes de morir. Yo también lo sé.

Siguió un corto silencio.

—¡Maldito sea! —suspiró Xantippe Gnox.

—Es muy posible —respondí secamente—, pero esto no justifica la falta de modestia en que está incurriendo; Por favor, acuéstese —lo hizo apresuradamente, pero con una mirada maligna.

En resumen —dije con aire dictatorial—, no estoy dispuesto a continuar conversando en estas condiciones. Mejor será que la deje unos minutos, mientras se viste. Después podemos hablar en otra habitación. —Mientras hablaba me levantaba de mi silla.

—No tengo nada que hablar con usted Mr. Poynings —me espetó.

—Sus deseos no tienen importancia —repliqué—. No abandonaré esta casa hasta conseguir los informes que vine a buscar.

—¿Cómo se atreve usted a hablarme de este modo?

—Me atrevo y lo haré.

—Pero no comprendo.

—Me importa, un bledo que entienda usted o no —ladré—. Hará exactamente lo que le ordene o… Había un tono de seda en su voz cuando dijo:

—¿Sí? ¿O de lo contrario…?

La miré duramente.

—Hace algunos segundos observó usted que cualquiera que fuese mi edad, soy fuerte y activo —dije—. Su diagnóstico resulta correcto. En verdad, soy aún más fuerte de lo que, parezco. Por otra parte, usted es mujer y aunque sea una mujer fuerte es inferior a mí en fuerza física. No tengo intención de maltratarla pero le advierto que no vacilaré en hacer uso de la fuerza bruta si fuera necesario. Convénzase. —Durante algunos minutos nos miramos ferozmente y vislumbré otra vez la mirada infernal de sus ojos. Pero ahora no me tomó de sorpresa. Se vió obligada a bajar la vista.

—¡Qué caballerosidad! —exclamó ácidamente Xantippe Gnox—. ¡Amenazar por la fuerza a una, mujer desnuda!

—¡Al diablo la caballerosidad! —rugí—. Asesinaron a mi pequeña Bryony, asesinaron, ¿me entiende? ¡Si cree usted que voy a permitir que la gentileza entorpezca la justicia, está usted equivocada! El crimen nunca es caballeresco y yo vi las cosas monstruosas que hicieron en su cuerpecito débil y blanco. Fue una carnicería, pero hasta el carnicero mata a su víctima sin hacerla sufrir.

A ella la carnearon sin confesión. ¡Y me habla usted de caballerosidad!

Tomé aliento y proseguí en un tono menos exaltado:

—Perdóneme. Espero no tener que recurrir a medidas drásticas a menos que usted me obligue a ello. Sólo le advierto que he venido a esta casa con un propósito y que no tengo intención de abandonarla hasta no haberlo logrado. Depende de usted que mi tarea resulte difícil o fácil, agradable, o no. Mi propósito es discutir en detalle la historia completa de su amistad con Bryony y en especial los acontecimientos que provocaron —hice una pausa significativa— su ejecución.

Xantippe Gnox permaneció impasible. Pero noté que esa palabra en particular la había asustado.

—¿Ejecución? —murmuró—. ¿Ejecución? ¿Por qué la llama usted así? ¿Qué sabe usted?

Cuidadoso de mi fórmula, evité mentir. Es de hacer notar que no había dicho una sola mentira desde que entrara en la casa.

—Bryony pasó doce horas en mi compañía el domingo pasado —dije—, las doce horas que precedieron a su muerte. Conversamos la mayor parte del día. Me dijo muchas cosas, algunas cosas muy, muy extrañas. ¿Entiende?

No contestó en seguida. Sabía yo que dentro de su cabeza tan compuesta y tan bella, su cerebro tortuoso estaba maquinando.

—Temo que no —dijo con tono de desafío—. ¿Qué tengo que ver con todo eso?

—Usted lo sabe mejor que yo —le contesté (y no decía más que la verdad)—. Pero lo discutiremos después, cuando usted me haya hecho el favor de vestirse y me permita verla en otra habitación.

Ya sea por temor o rencor o tal vez por una mezcla de estas dos emociones, se mantenía inactiva, y en vez de complacer mi pedido se volvió a acostar tranquilamente en su baño y contempló el mosaico del cielo raso.

—No tengo intención de recibir órdenes de nadie en mi propia casa —dijo fríamente—. Debe usted estar loco.

Loco estaba, sí, pero no en el sentido que daba ella a mis palabras. Ni tanto como se mostró Xantippe Gnox dos segundos y medio después. Tres pasos bastaron para conducirme hasta la bañera y, antes de que pudiera reaccionar, me incliné y tomándola por debajo de los brazos, desde atrás, la saqué del dorado baño perfumado. Sosteniéndola decorosamente de espaldas la deposité en el suelo desnuda y chorreando agua. El denuesto que dejó escapar no figura en el diccionario…

Después, asiéndola aún para que no pudiera resistirse, dije ásperamente:

—Esperaré cinco minutos en la puerta de esta habitación. Si para ese entonces no se reunió usted conmigo, vendré a buscarla. Y será mejor… mucho mejor, que no entre a buscarla…

Con las últimas palabras le volví la espalda y abandoné con rigidez la habitación.