MI ORGULLO profesional y mi amour propre no me permiten pasar al próximo episodio de este apasionante relato sin una palabra previa de justificación para conmigo mismo. Pues me parece, recordando todo lo escrito, que si esta historia admirable tiene un defecto (que no estoy dispuesto a admitir), es la tendencia a penetrar —claro que imaginativamente— en los sagrados precintos de los baños femeninos con una frecuencia que podría dar lugar a equívocos, si no logro justificarme.
No deja de ser lamentable que siempre exista entre los lectores algún psicólogo cuáquero pronto a diagnosticarme un complejo de baño o cualquier otra cosa igualmente patológica si no consigo explicarme. En verdad, siento verme precisado a tocar el tema de los baños con demasiada frecuencia, aunque no sea más que por lo poco artísticas que resultan las tales repeticiones y por la poca imaginación que suponen.
Más de una vez estuve tentado de apartarme de la verdad tan sólo para evitar el creciente número de escenas de baño de este libro mío. Es cierto que, a poco de mi encuentro en The King of Sussex Bryony me recordaba los días de su niñez cuando la bañaba. Fue en su baño rodeado de espejos de Devonshire Square, donde concibió el proyecto de llamarme en su ayuda. A través de la puerta del baño del piso de Mark Street mi prima Barbary me contó lo ocurrido durante su visita a Ann Yorke. Oía el agua del baño borboteando alrededor de la voluptuosa Raffaela, Condesa de Chalke, cuando conversaba con ella por teléfono…
Ya siento que si el tal Freud o Kraft Ebing leyeran este libro (aunque admito como muy improbable que lean cosas tan saludables), me hubieran endilgado una letanía de impudicias, complejos y demás que ciertamente no poseo. Como historiador concienzudo sólo me limito a referir los sucesos tales como ocurrieron. No puedo evitar las coincidencias ni que los personajes femeninos decidan purificar sus personas y actuar en este drama en un solo y mismo lugar.
Todo esto (como todos, excepto el más inocente, os habéis dado ya cuenta) no es más que un pretexto para anticiparas que Xantippe Gnox, la más reciente y grande «poeta de ambos sexos» de May Fair, me recibió en el baño.
Pero siento decepcionaras si os estáis imaginando visiones apetitosas de decadencia cleopátrica o algo por el estilo. Sólo os advierto que debo intrigaros nuevamente. Xantippe Gnox lucía en su baño mucho más decorosa que algunas mujeres que alegan estar vestidas en cualquier restaurante de Piccadilly.
El baño de Xantippe Gnox era una amplia sala en el primer piso. Las, paredes parecían hechas de mármol rosado (aunque los mejores geólogos discuten la posibilidad) y el piso y el techo eran de mosaico azul y oro. Había en una esquina un gigantesco espejo hecho, no de vidrio, sino de metal, recubierto de una sustancia a prueba de vapor. En medio de la estancia había un baño bajo nivel en forma de ataúd y aparentemente forrado con un material opaco de color oro. Sobre la pila se extendía una especie de manto de seda aceitada, color marfil, muy delgada, pero opaca.
Por uno de los extremos sobresalían la cabeza y las clavículas, y nada más, de nuestra sumergida poetisa. Un perfume agradable pero penetrante y pegajoso impregnaba el aire húmedo.
Ann Yorke no había exagerado cuando describió a Xantippe como bien parecida y exótica.
Como veía solamente la cabeza no podía precisar su altura, pero impresionaba como una mujer alta. El óvalo de su cara era alargado y perfecto, de facciones finas y ojos oscuros, inescrutables.
El cabello negro y lacio estaba partido al medio y enroscado a los lados de la cabeza en forma de auriculares. A primera vista le di veintiséis o veintiocho años. Después supe que era mayor.
Khushdil Khan había desaparecido, y fue el joven África quien me llevó a su presencia, anunciándome con aires de mayordomo ducal. Me detuve inclinándome, y Xantippe me saludó con un movimiento de la cabeza apenas perceptible. Después despachó al joven y con un gesto me invitó a tomar asiento en una silla baja de acero inoxidable y tela impermeable que estaba a mano.
Me senté y nos estudiamos detenidamente en silenció. Yo estaba en desventaja, pues iluminaba la habitación sólo una lámpara de mesa de poca potencia, con pantalla de metal repujado, situada en un nicho detrás de la cabeza de la dama. De modo que la poca luz caía directamente sobre mí mientras que ella permanecía en la penumbra. Discernía sus facciones clásicas bastante bien, pero la expresión de sus ojos oscuros era más difícil de captar.
Como no daba señales de iniciar la conversación, decidí ser el primero en hablar.
—Señora —comencé—, debo pedirle que acepte mis excusas por haberla molestado a hora tan inconveniente, y mi agradecimiento por haberme recibido tan pronto. También quiero decirle que puede usted tener la certeza de que no la hubiera molestado si no fuera por…
—Todo eso es muy gastado —dijo Xantippe lánguidamente—. Continúe. Su voz era profunda y vibrante, con una cadencia inefable; la entonación levemente americana.
—Mi nombre —continué imperturbable—, como su sirviente le informó, es Roger Poynings, y estoy aquí de parte del Inspector Principal detective Thrupp del Departamento de Investigaciones Criminales de New Scotland Yard. He venido…
—Innecesariamente —interrumpió Xantippe Gnox con aire de gran resignación—. Ya despedí al chofer y pagaré la multa que se me imponga.
—¿Cómo? —Se notaba claramente que hablábamos de cosas distintas, pero no sabía por el momento si su incomprensión era deliberada o no—. No me concierne ninguna infracción de tránsito que haya podido usted cometer, ni usted ni su chofer —proseguí—. Mi cometido, siento decirle, es de una naturaleza mucho más grave. La vengo a ver con motivo de la muerte de Bryony Hurst.
Sus ojos se entrecerraron, pero fue el único movimiento que hizo. Juzgué notable su impasibilidad, dadas las circunstancias.
—¿La muerte de Bryony Hurst? —repitió poco después—. Pero ¿puedo yo acaso decirle algo de la muerte de Bryony Hurst, como no sea que la deploro? La muerte significa extinción y la extinción siempre es triste, especialmente cuando la víctima es joven, alegre y encantadora. Bryony era todas esas cosas; por consiguiente su muerte me resulta muy lamentable.
—Sí, sí —repetí monótonamente; una chispa de satisfacción comenzaba a encenderse en mi interior, pues esperaba que negara conocer la tragedia. Las noticias no se darían a la prensa hasta el día siguiente, de modo que la dama la debía conocer por otra fuente. Decidí tantear el tema antes de que se diera cuenta (si no se había dado ya) de las circunstancias que podrían acarrearle sus declaraciones.
—Veo, señora, que ya conoce usted las tristes nuevas —proseguí—. Entre nosotros, debo decirle que el hecho me sorprende.
—Incompetente —murmuró Xantippe.
—Perdón, no entiendo.
—Ciertamente. Debe ser usted un detective muy poco competente si encuentra el hecho sorprendente —dijo en forma poco natural.
—No soy detective —repliqué con lentitud—. Soy Roger Poynings.
—Eso lo manifestó con anterioridad, aunque creo haberle oído decir que era de Scotland Yard. ¿Quién o qué es Roger Poynings, pues, si no es detective?
—Dije, señora, que había venido en representación del Inspector Principal Thrupp, de New Scotland Yard, pero yo no tengo relación alguna con esa institución. Yo soy escritor, especialmente conocido como novelista.
—Tal vez —dijo fríamente—, yo no lo conozco. Nunca oí hablar de usted.
Soy un hombre sensible y en seguida reparé que su descortesía era calculada.
Tenía la respuesta preparada.
—Tampoco había oído yo hablar de usted, hasta esta mañana —dije cortésmente—. Y sin embargo, tengo entendido que usted ha publicado unos versos, ¿verdad? Pero creo que nos estamos apartando del tema. Le estaba diciendo que me sorprendía que estuviera usted al tanto de la muerte de Bryony.
—No creo que su sospecha me interese —dijo Xantippe—. Si hubiera sido usted detective, tal vez me hubiera visto obligada a satisfacer su curiosidad. Desde el momento que no lo es, no creo que deba hacerlo. No tiene usted derecho a interrogarme.
Yo sonreí.
—Soy por naturaleza muy exacto —dije—, y no puedo dejar de señalarle que hasta ahora no le hice la menor pregunta. Por otra parte, es usted quien ha hecho varias. Sin embargo, no le demos importancia. Dice usted que no tengo derecho a interrogada, pero ése, mi querida Miss Gnox, es su mayor error. No es necesario ser policía para interesarse en casos como éste. Cuando se asesina una muchacha con premeditación y alevosía, como ocurrió con Bryony, el interés de Scotland Yard por el crimen puede ser grande, pero en todo caso se trata de un interés impersonal. Hay otras personas cuyo interés es mucho más personal y de naturaleza más íntima.
Vi que una sombra se deslizaba por su rostro y comprendí que su interés por mi persona aumentaba. Por este entonces me había acostumbrado a la iluminación defectuosa y podía ver sus ojos claramente. Vistos simplemente como órganos físicos, eran ojos muy hermosos, negros, aterciopelados e inteligentes, pero ahora no me concernían sus cualidades corporales. Dicen que los ojos son el espejo del alma. Con un estremecimiento interior me encontré de pronto ante el alma de una mujer perversa. Quiero que entiendan; no me refiero a pasiones ni a lujurias animales, ni a los pecados y vicios corporales bajo los que sucumbe la humanidad, sino a una maldad espiritual o metafísica, tal como no había conocido hasta ahora. En ese instante me fue dado comprender ese terrible marasmo espiritual que los teólogos llaman corrupción.
La realidad me llenó de frío y de asco. Tal vez por primera vez en mi vida comprendí el significado de la perversidad absoluta. Durante un instante sentí deseos de irme. Pero soy un alma obstinada y combatiente y ese deseo sólo duró un instante.
Como un hombre que vuelve en sí después de la anestesia del dentista, tuve conciencia de que Xantippe me contestaba. Sus finas cejas enarcadas y los labios curvados en una desvaída sonrisa cínica.
—Temo, Mr. Poynings —decía—, que pronto ha de descubrir, si es que no lo sabe ya, que las relaciones de naturaleza íntima y personal eran muy comunes en la vida de Bryony Hurst. Era de naturaleza esencialmente poliándrica[8]. Nunca oí que lo nombrara. Por lo tanto ignoraba que fuese usted uno de sus amantes, aunque de seguro Bryony le había hecho creer que se trataba del primero y único.
—¡Basta! —interrumpí lentamente. Ya había recobrado yo el uso de mis facultades—. Está usted haciendo apreciaciones falsas, Miss Gnox —seguí—. Las relaciones entre Bryony y yo eran de naturaleza mucho más íntima y personal.
Esto la sorprendió.
—No va usted a decirme —dijo incrédulamente— que estaban casados.
—No —respondí con aspereza—. Es mejor que me permita explicarle. Ni el casamiento ni ninguna otra unión más convencional hubiera sido posible entre Bryony y yo aunque la hubiésemos deseado. En primer lugar… ¿qué edad me da, Miss Gnox?
Estaba ciertamente intrigada, pero calculó la edad con toda calma.
—Treinta y cinco —dijo después de meditado.
—Usted me halaga —mentí—. Soy algo mayor. —Recordaréis que acababa de cumplir treinta y seis, de modo que seguía mi receta para mentir—. Con mejor luz creo que se daría usted cuenta de su error. Tengo edad suficiente para ser el padre de Bryony…
Se encogió de hombros.
—¿Qué hay con eso? —dijo con impaciencia—. Puede usted tener cuarenta o cuarenta y cinco, pero es un hombre bien conservado, fuerte y activo. Las muchachas de la edad de Bryony no son muy exigentes.
—Fui gran amigo de la madre de Bryony —dije tranquilamente.
—¡Oh! Pero…
—Y usted acaba de admitir que podría ser el padre de Bryony —proseguí con énfasis creciente—. ¿Tengo todavía algo que aclarar?
Xantippe Gnox dejó escapar un suspiro. Y haciendo caso omiso a la mortaja de seda aceitada, se incorporó y me miró con inquietud.
—¡Mi Dios! —exclamó entrecortadamente—. ¡Usted, padre de Bryony!… ¡No, no lo creo!