… Y PERCIBIMOS que la puerta del N.o 99 está pintada de amarillo brillante con los paneles marcados en azul Francia.
Impresionados, pero no intimidados, nos acercamos al policromo portal, y observamos que en medio de la puerta —concepción original— sobresale la imagen pequeña pero suficiente de un pecho de mujer pintado de azul con el extremo amarillo.
Con los labios contraídos ante tamaña falta de delicadeza, apretamos el timbre y esperamos. Mirando a nuestro alrededor, descubrimos en el tranquilo Market dos fantasmas dialogando en un sombreado rincón: uno, una joven de sombrero verde, el otro, el espectro café au lait de un tal Arlen. Estamos por saludar a este último, por tratarse de un colega, cuando se abre la puerta del N.o 99 y aparece un negrito gracioso y flexible. Tal vez tenga quince años, negra la mota, dientes lavados y los ojos de la mamá. Está vestido con pantalones verde pasto y una chaqueta al estilo Eaton, de terciopelo color café.
La mirada es la de un crítico precoz y parece la de un chico bueno que tiene como misión proteger a su señorita; de las molestias que pueda ocasionarle la escoria blanca.
Nos sentimos algo desanimados y echamos de menos nuestra barba. Pero damos el nombre y el título y en apariencia sobrevivimos al escrutinio, porque muy cortésmente nos informa que la señorita está en casa y que tal vez nos reciba. Nos invita a pasar.
Entramos… y al mismo tiempo reconocemos que ésta es la casa más extraña que hayamos visitado. El hall de entrada por ejemplo, parece un acuario, las paredes, son tanques de vidrio empotrados que se extienden desde el cielo raso hasta el piso, poblados por cientos de pececillos fosforescentes. Hay debajo de cada tanque luz difusa que ilumina el corredor con resplandor verdedorado. Iluminación corriente, no existe. De frente, al extremo del hall, hay un grupo escultórico: un Tritón de tamaño natural que lucha amorosamente con un par de ninfas marinas.
Abrimos la boca sorprendidos, nos santiguamos subrepticiamente, y, al mismo tiempo, comienza a asaltarnos la idea de que estamos malditos. Empero, nos cuadramos militarmente, endurecemos nuestro labio superior, echamos fuera la mandíbula inferior y seguimos al joven África hacia lo desconocido.
Nos introduce en una habitación pequeña y cuadrada. Las paredes son de un rosa brillante y está alfombrada de negro. La habitación tiene un solo mueble, un diván bajo tapizado con brocado de oro. También está iluminada con una luz difusa que emana un resplandor rosado a la altura de donde colgarían los cuadros de un hogar cristiano normal. Pero no hay cuadros; no hay más que las paredes rosadas, la desnuda alfombra negra y el diván dorado en medio. Llamando en nuestro auxilio las reservas de savoir faire, sang froid y phlème britannique nos dejamos caer cautelosamente en el borde del diván y esperamos los acontecimientos.
Estos precipítanse. Surge otro adolescente cuya aparición hace que nos sintamos espectadores de un curioso desfile. Esta vez sé trata de un joven del color del trigo, tal vez uno o dos años mayor que el joven África, pero tan ario como el otro, negro. Es bonito con ganas, con facciones de dios griego exquisitamente cinceladas, delgado, gracioso, de miembros ágiles. Está vestido con pijamas blancos de mucho vuelo, una larga túnica verde y un elaborado chaplis de cuero.
En su cabeza bien formada usa un Kohat Lungi que es un turbante negro con franja cereza y va sujeto con un Kullah dorado.
Nuestros ojos expertos, aunque salidos, por el asombro, de las órbitas, lo identifican inmediatamente como a un khattak pathan de la frontera noroeste de la India. Comandamos una Compañía de ellos en el lejano frente de batalla del Imperio.
Cuidadosos de nuestra dignidad volvemos inmediatamente los ojos a sus órbitas normales y empezamos un contraataque por sorpresa. Porque, cuando el muchacho abre la boca para dirigimos la palabra en un inglés defectuoso, hacemos un gesto amistoso con la cabeza y le decimos: ¡Staé ma shé! (que significa «¡Que nunca te canses!», saludo inicial de la larga antífona, propia de la lengua pasthu).
Tenemos más éxito del imaginado. El muchacho enmudece. Responde Khwar ma shé (que es la respuesta a nuestro gambito), pero se da cuenta de la gravedad de los acontecimientos, nos dirige una mirada nostálgica y tartamudea: Te Pashtll wayé.
Le aseguramos: Ho ze lag leg wayulm… (que quiere decir que hablamos su idioma). Entonces el muchacho se abalanza, nos toma las manos, las aprieta efusivamente y finalmente las besa. Un espectáculo conmovedor. Conversamos en pashtu gutural por espacio de tres o cuatro minutos.
Nos enteramos de que su nombre es Khushdil Khan, y que procede de una aldehuela cerca de Lachi, entre Bannu y Kohat. Dos años atrás consiguió emplearse como chokra (mandadero) de un sahib; de uno de los regimientos de Kobiat, y cuando, hace cinco meses, el sahib; había tenido licencia, él, Khushdil, lo había acompañado en calidad de sirviente. Durante la precipitada conversación, no llegué a comprender bajo qué circunstancias había llevado el muchacho a aquella casa, aunque entendía vagamente que el sahib; no paraba allí ahora. Había estado hasta hacía unos días, pero se había ido de viaje y Khushdil se había quedado.
Estábamos por preguntarle el nombre del sahib, por si resultara conocido, cuando la puerta se abre nuevamente y aparece el joven África. Parece que hace algunos minutos había despachado a Khushdil Khan con el propósito de que nos llevara a presencia de su ama, que ahora se queja por la demora. Nos damos también cuenta de que el joven África, y su colega pathan no simpatizan, pues se miran sin caridad. No obstante, nos ponemos de pie y especulando con la extrema improbabilidad de que el joven África comprenda pashtu, le hacemos saber a Khushdil que nos gustaría conversar con él, le damos nuestra dirección y nos citamos para la tarde siguiente.
Y entonces, mientras salimos de la habitación rosa y negra, hacemos nuestra diferida pregunta: «¿Cómo se llama el patrón?». Y la respuesta que recibimos nos toma tan de sorpresa que parecemos borrachos en el oscuro corredor. Afortunadamente, en ese momento pisamos una alfombra suelta que resbala sobre el piso encerado y proporciona una causa aceptable a nuestra confusión.
Sin embargo, mientras seguimos al joven África por una escalera adornada con tapices que ruborizan y que aparentemente describen la vida social de la isla de Lesbos en la época de la poetisa Safo, reflexionamos febrilmente sobre la información que acabamos de recoger. El gentil Khushdil Khan, domiciliado en la actualidad bajo el caprichoso techo de Xantippe Gnox, ocúpase generalmente de atender las necesidades de un Teniente Coronel Maurice Hurst I. A., del primer batallón del 7.o regimiento Punjab. Por supuesto, siempre recordamos que el Teniente Coronel Maurice Hurst I. A., es el padre verdadero o titular, de la pequeña Bryony.