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LLAMÉ un taxi que pasaba y me dirigí a Mark Street, donde Barbary me estaba esperando. Al ver las valijas, mi prima enarcó las cejas, pero refrenó la curiosidad por conocer el contenido.

Con visión digna de alabanza, Barbary abrió una botella de cerveza y, después de beberla, le hice un resumen detallado de cuanto me había ocurrido. Supongo que sería mera coincidencia, pero ni bien terminé mi relato Thrupp llamó desde Gentlemen’s Rest y tuve que repetir mi actuación da capo al finale, como diría el viejo Beethoven.

Por tratarse de un detective profesional, Thrupp pareció satisfecho de mis esfuerzos de aficionado. Alabó mi estrategia con Ann Yorke, aprobó la confiscación de las cartas y del libro y devoró lo que pude decirle de Xantippe y de la Bestia Rubia. Se mostró sumamente interesado por el contenido de la biblioteca de Bryony, y hasta anotó el nombre de los incongruentes volúmenes, dejando escapar una exclamación propia de los policías cuando nombré a Montague Summers.

Cuando le pregunté qué le parecía si le hacía una visita a la Gnox, me contestó que le gustaría, pero que prefería verme antes. Agregó que iba a llegar hasta el centro esa tarde y que vendría a mi piso poco después de la hora del té.

Cuando le pregunté cómo marchaban las cosas por Merrington no se mostró comunicativo y creí entenderle que iba a dejar el asunto en manos del inspector Browning y que él iba a encargarse de la investigación en Londres. Entonces me disparó dos preguntas. Primero: ¿me había dicho a mí Bryony algo que pudiera dar a entender que estaba casada en secreto? Segundo: ¿había tenido oportunidad de examinar el contenido de su cartera?

Mi respuesta fue doblemente negativa. Dije que efectivamente había ella vaciado su bolso en mi presencia en el King of Sussex cuando buscaba la carta que echaba de menos, pero que, aunque me había llamado la atención una carterita verde, no llegué a ver lo que contenía. Cuando con mucha finura le pregunté el propósito de sus preguntas, colgó el receptor, con rudeza.

No pasamos un día completamente inactivo aunque pareciese que no había nada que hacer hasta que llegara Thrupp. Almorzamos en un restaurante y después despaché a Barbary para que visitara a unas amigas suyas que se las dan de artistas para ver si descubría algo acerca del papel de Xantippe Gnox en el mundillo literario, y, en lo posible, de su personalidad. Mientras tanto, yo, hice una arriesgada visita a Charles Street, a la residencia de Raffaela, Condesa de Chalke, que en mis días mozos tenía la fama de ser la mujer más perversa de Europa.

La encontré gorda y cuarentona, pero todavía bastante lozana. Aunque nunca intimamos y habían pasado más de doce años desde que la tratara, me reconoció en seguida y pareció alegrarse de verme. El rey Salomón ese monarca esclavo de su mujer, hubiera dado el visto bueno a Raffaela, por más de un motivo.

Cualesquiera fueran sus defectos, era la imagen de la discreción. Después de los saludos y de un poco de charla intencionada le hice un par de preguntas. Las contestó sin rodeos, con dos respuestas inocentes, sin demostrar la menor curiosidad por el motivo de las mismas.

Nunca había oído hablar del Saxon Club. Sin embargo conocía el Bird in the Bush; en verdad; había cenado allí varias veces, pero a ella le parecía muy feo. En cambio había un lugar en Bun Street, Chez ma tante

Después de varias preguntas llegué a la conclusión de que Raffaela, Condesa de Chalke, había oído nombrar a la Gnox, pero no la conocía. En cuanto a «Bestias Rubias», Londres estaba plagado de ellas, aunque, según dijo, el grado de bestialidad y de rubicundez había degenerado comparado con el de nuestros días. De todas maneras, no pudo identificar al espécimen que yo buscaba. Me prometió «mirar» y «escuchar» y que «me haría saber cualquier cosa». No aludí para nada al asesinato de Bryony. Aunque estuve tentado, no mencioné tampoco la muerte prematura de la encantadora debutante, Miss Iseult Cork, que había sido una de las protegidas de Raffaela un año atrás. En cambio, distraje su atención comentando un sabroso divorcio, entonces sobre el tapete, y las teorías del sapo Blum sobre el amor libre.

Su señoría me pidió entonces tres libras y quince peniques, hasta fin de mes, y me retiré transpirando.

Barbary no había regresado cuando llegué a Mark Street. Abrí la valija y pasé otra hora transpirando mientras examinaba la correspondencia íntima de la pobre Bryony. Fue una tarea desagradable. Por más que me esforcé, no conseguí descubrir nada, que pudiera tener relación con el caso.