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LA SEMEJANZA que la habitación de Bryony guardaba con su dueña resultó alarmante. Era una amplia alcoba, lujosamente amueblada y a la vez de buen gusto, exquisitamente femenina, provocativa y con un tinte de perversidad.

Si me preguntáis cómo y por qué esta habitación me impresionaba así creo que no sabría responderos. De forma y diseño anticuado, había sido decorada recientemente en desnudo estilo moderno que le daba un aspecto espacioso a pesar del tamaño generoso de los muebles. Estaba pintada en tres distintas gamas de verde con toques de oro viejo y castaño otoñal. El gran cuarto de baño contiguo estaba en su totalidad (muros, techo y piso) recubierto de espejos. La pila era un estanque circular y los accesorios, de plata cromada, deslumbrantes.

—A Bryony le gustaban los espejos. Le agradaba mirarse en ellos. —Dijo Ann Yorke innecesariamente, haciéndome pasar nuevamente a la habitación.

Un instinto caritativo me hizo decir: Éste es un mundo desagradable, y cuando se encuentra algo bonito que mirar es una pena no aprovechar la ocasión. Veamos, pues, qué contiene el escritorio…

Un examen de diez minutos a los papeles tirados de Bryony me hizo agradecer el hecho de haberme anticipado a la policía. Las jóvenes modernas siempre me inquietan en ese sentido, aunque el fenómeno no es nuevo. Hace muchos muchos siglos, aquel encantador monarca, Salomón (que bien sabe Dios era un juez experimentado en estas cosas), dijo: «Una hermosa mujer sin discreción es como una alhaja de oro en el hocico de un puerco», y la comparación, aunque poco galante, no ha perdido su significado.

No era tanto el contenido de la correspondencia de Bryony lo que me hada transpirar por detrás de las orejas, sino su total indiferencia por todos los cánones de la discreción, al dejarla allí, tirada, en cajones sin llave, al alcance de cualquiera. Pero ésta era una de sus características.

El defecto de Bryony, y el de su madre, anteriormente, había sido una absoluta falta de vergüenza, pero al mismo tiempo una absoluta inconsciencia del mal casi inocente.

Ann Yorke, que no había tomado parte activa en la inspección de los papeles, observaba en silencio embarazoso y de pronto dijo:

—¿No es curioso cómo los nombres se adaptan a las personas más allá de lo que los padres pudieran suponer?

¿Lo ha notado Usted? Nunca había encontrado una Bryony hasta que llegué aquí, y en seguida me recordó mi viejo hogar de Heredfordshire. En un extremo del jardín había un cerco que solía cubrirse con brionia[6] todos los veranos, de aspecto muy atractivo e inocente y sin embargo de fruto terriblemente venenoso. No quiero decir que Bryony fuese exactamente venenosa, pero… bueno…

—Sin embargo no tan inocente como parecía, ¿eh? Sí, tiene usted razón. Hay también brionia en un cerco de mi casa y a unos chicos que chuparon sus frutos el año pasado, les dio un fuerte dolor de estómago. Miss York, voy a usar de mi discreción al tratar estas cartas y estas cosas.

Tengo que repasarlas cuidadosamente por si dieran alguna pista, pero… bien, Bryony me resultaba simpática, amé a su madre y no voy a dejar que ningún detective de la Yard las ventile. Si me facilita una valija cualquiera me las voy a llevar y después las examinaré en privado con Thrupp para proceder luego a quemarlas. Aunque por lo que llevo visto no hay nada que pueda servimos mucho.

Ella afirmó vigorosamente.

—Me gustaría que lo hiciera —asintió—. Yo… yo he visto alguna de las cartas y no, hay nada malo en ellas, sabe. Nada extraordinariamente malo. Claro que estas cosas parecen feas, pero ella no era realmente mala. Era además, un encanto y usted me va a prometer ser muy discreto con las cartas, ¿verdad? Aunque ella esté muerta…

—Mi segundo nombre —repliqué— es Discreción. Confíe en mí, y de manera especial porque está muerta. Pero ante todo ¿puede decirme de quién son estas cartas? Algunas no están firmadas, otras lo están solamente con el nombre de pila, un sobrenombre o una inicial. No crea que pregunto por simple curiosidad, Miss Yorke. Resulta evidente que si queremos resolver el misterio de la muerte de Bryony debemos dar con sus amigos y escuchar, lo que tengan que decirnos. Usted nos puede ayudar. Como verá claramente, hasta el sábado ignoraba la existencia de Bryony y no sé nada de sus amistades.

Ann me miró con ojos preocupados.

—No creo resultarle útil —protesto—. Aunque pertenecía en cierto modo a su intimidad, casi no salíamos juntas, y cuando se refería a sus amistades no quería ser indiscreta y no le preguntaba sus apellidos. Me presentó algunas personas que venían aquí, pero sinceramente no sé ni los nombres de ellos. Solía decir: «Ésta es Sally». Te presento a «Dodo», o algo por el estilo y a mí nunca me interesó quiénes eran. De todos modos trataré de ayudarle. Tal vez reconozca la letra de algunas de esas cartas que Bryony solía mostrarme.

Aunque el desorden del escritorio de Bryony era ostensible, las cartas las había ya dividido en distintos grupos, de acuerdo a las distintas letras. Le pasé una carta de cada grupo a Ann, y en la mayoría de los casos identificaba al autor, si no completamente, por lo menos el nombre o el sobrenombre. En otros casos, aunque la carta no estuviera firmada, el papel tenía monograma y en algunos casos un escudo en una esquina, si Bryony había penetrado en el círculo de la Sociedad. Se hacía claro que podía individualizar a los autores con poco trabajo. Algunos de sus corresponsales pertenecían a lo más distinguido del grupo joven, pero había algunos a los que no conocía y de los que Ann Yorke no podía darme dato alguno.

Claro está, muchas de estas cartas eran insignificantes: invitaciones a comidas, fiestas y bailes. Contenían cuando mucho algún chisme o escándalo de ésos que agradan a los jóvenes. Después de pensarlo bien volví éstas a su lugar. Me pareció que el escritorio completamente vacío daría que pensar a los hombres de Scotland Yard. Agregué también dos o tres más cuyo contenido se acercaba, sin alcanzarlo, al extremo púrpura del espectro.

Ann Yorke protestó, pero señalé que su presencia no haría más que confirmar la reputación de Bryony como una joven ligera, que las cartas elegidas no atentaban contra su buen nombre ni el de ninguna otra persona.

De las restantes guardé en mi bolsillo interior una breve nota firmada con las poco comunes iniciales «X; G.» e introduje las demás en una valija de cuero verde que encontramos en un ropero empotrado.