POR CONSIGUIENTE, con alivio rayano casi en agradable expectativa, esperé la aparición de Ann Yorke. No me defraudó. Comparándola con la Caird era Veuve Cliquot después de vinagre.
Era, como había dicho mi prima, una chica bonita y su atractiva presencia, aunque turbada por la gran pena que la conmovía, no aparecía disminuída. De cabellos oscuros, petite; como diría Lemmy Caution, de una cadera un tanto prominente.
Resultaba evidente que la enfermera Caird le había dado ya las noticias, lo que era de imaginar. Ann Yorke no sollozaba ni gemía en su dolor, pero la profundidad y sinceridad de su aflicción eran evidentes. Estaba aturdida y se mostró incrédula. Al principio entró en la habitación como una ráfaga violenta y sin presentarse ni saludar, pidió que le negara la veracidad de las noticias.
Cuando con gesto sobrio confirmé la verdad del triste rumor, pesadamente se hundió en un sillón y contempló silenciosamente el espacio con ojos llenos de horror y de pena.
Durante un minuto permanecimos silenciosos y en ese lapso ya había llegado yo a algunas conclusiones respecto a ella. No pretendo ser un juez infalible del carácter de las personas, pero no en vano anda uno con los ojos abiertos por el mundo y se hace ducho en ese arte. Lo que vi y sentí en ese intervalo silencioso sirvió para confirmar y aun ampliar lo que Barbary había aquilatado.
Decidí que si debía definir a Ann Yorke con dos palabras y no más de dos, diría, es de «buena pasta». Tal vez sus normas morales carecieran de rigidez, pero me parecía por sobre todas las cosas una chica agradable. Más todavía, viéndola así, comprendí y aprecié el tributo que Bryony había rendido a su discreción. Tenía ante mí a una chica que siempre se mostraría leal con sus amigas, una chica posiblemente desprovista de «honor» en el sentido victoriano de la palabra, pero en quien se podía confiar en cualquier circunstancia. Se veía claramente que había querido a Bryony y, como yo estaba allí por Bryony, decidí confiar en ella.
Fue, si os parece, una decisión tonta y sin razón, y lo que es peor tomada en pocos segundos. Hay ocasiones en que la intuición se impone a toda lógica o razonamiento.
De pronto, me di cuenta de que los ojos que miraban sin ver estaban otra vez en foco y de que me estaba hablando.
—¿Así que Bryony está muerta? —la oí repetir, casi en un suspiro—. ¿Y usted es de la Scotland Yard? ¿Bryony fue asesinada?
—Bryony Hurst murió —contesté con gravedad— y asesinada. Desgraciadamente, no hay lugar a dudas. Sin embargo, debo explicarle que yo no soy detective.
—Pero, me dijeron que era usted de Scotland Yard…
—Creo —dije con tono acariciador— que Miss Cairo no me entendió bien. Le dije que venía enviado por la Scotland Yard, y eso es absolutamente cierto. Para ser más exacto, estoy aquí representando al Inspector Principal Thrupp, que está oficialmente a cargo del caso.
—¿Es usted detective privado?
—¡Oh, no! No soy detective profesional, ni siquiera un aficionado entusiasta. Me gano la vida escribiendo y vine como amigo común de Bryony y de Thrupp. A Thrupp no le es posible en estos momentos abandonar el escenario del crimen y debe permanecer en Sussex. Creyó, por lo tanto, conveniente delegar en mí la misión de entrevistar a los habitantes de esta casa. Claro está, no quiere decir esto que no se los interrogue nuevamente. Es más, sé que vendrán a hacerla en nombre de la Yard, cerca del mediodía. Pero tenía sumo interés en ser el primero en llegar a usted. ¿Sabe, Miss Yorke? Bryony me habló de usted poco antes de su muerte.
Cuando oyó esto, Ann abrió muchos los ojos.
—¿Se refirió a mí? Pero ¿por qué? Yo no veo…
—Creo —dije tranquilamente— que le conviene escuchar mientras le cuento, a grandes rasgos, lo que ocurrió desde que Bryony salió de esta casa hasta que encontraron su cuerpo. A propósito, ¿sabía usted de antemano que ella pensaba irse de aquí el domingo por la mañana?
—No, no lo sabía. Me extrañó mucho. Claro que no había razón alguna para que me lo hubiera dicho, pero admito que no me sorprendí cuando supe que se había ido. Como usted ve, a pesar de ser yo empleada de Bryony, éramos también buenas amigas y generalmente me contaba sus planes. Sin embargo, la vi y hablé con ella el viernes, y el sábado nuevamente, y no me dijo nada de que pensara irse este fin de semana. Cuando me levanté el domingo y descubrí que no estaba me sentí, no exactamente dolorida, claro está, pero sí muy sorprendida. Nadie sabe exactamente a qué hora salió, y si no fuera por la nota que le dejó a Dukes, me hubiera preocupado. Sé que mucha gente la creía más bien reservada pero nunca se mostró así conmigo. —Se estremeció y expresó—: La nota era de ella y se fue por su propia voluntad, ¿no es así?
Así fue —dije—. Le explicaré eso en seguida. A propósito: Bryony era afecta a esas excursiones de fin de semana, ¿verdad?
Las mejillas de Ann Yorke se tiñeron levemente, mientras asentía, un poco a pesar suyo, según creí.
—Pero no era peor que otras —dijo con tono protector—. No sé hasta qué punto la conocía usted Mr. Payne, pero no me gustaría que tuviera una idea equivocada de ella. No era verdaderamente mala.
—Eso —dije yo encogiéndome de hombros— depende de lo que se entienda por mala. Pero sé lo que quiere usted decir y creo estar de acuerdo. A propósito, mi nombre no es Payne.
—¡Oh! Pero…
—Di el nombre de Payne a la mucama que me hizo pasar y supongo que usted lo sabrá por Miss Caird. Me pareció tan bueno como cualquier otro, excepción hecha del mío, claro está, que resulta ser Poynings, Roger Poynings.
Me miró con nuevo interés, me pareció.
—¿Es autor de libros? —preguntó.
—Sí.
—Entonces he oído hablar de usted, Mr. Poynings. —Me miró con curiosidad y me inspeccionó detenidamente.
Nunca lo hubiera reconocido —prosiguió poco después—. Yo compré un libro suyo no hace mucho. El caso de la llorosa cuidadora de gansos y había una fotografía en la tapa.
Sonreí y acaricié mi desnuda barba.
—¿Mostraba un tipo de barba bien nutrida, de aspecto intelectual y enormes anteojos de carey? —dije terminando la frase que ella inició—. Tiene usted razón. La misma barba adornaba mi cara hasta ayer por la tarde, cuando la sacrifiqué en obsequio de la pesquisa que emprendí. Créame usted, Miss Yorke (y es triste pensarlo) —dije suspirando—, que su gloria está ahora dispersa, maloliente, desintegrada, corriendo por los caños y desagües de West Sussex. Los mechones de la vanguardia tal vez hayan llegado al mar ya. Lo que le estoy contando es absolutamente cierto, querida joven, y si quisiera usted pasarme la mano por la cara notaría…
—Gracias —interrumpió secamente la voz de Ann Yorke—, prefiero creerle. En realidad noto ahora la semejanza. No tenía idea de que Bryony le conociera. Nunca le nombró.
—Si es así, creo conveniente hacerme conocer mejor. ¿Estuvo usted a menudo en el dormitorio de Bryony?
—Muchas veces.
—Entonces habrá visto una fotografía de la madre.
—Sí, sobre la cómoda. Bryony siempre la llamaba Lulú.
Dudé un momento.
—Como podrá apreciar, soy bastante mayor que Bryony. Casi, como se dice, podría haber sido su padre. En resumen, cuando Bryony me citó el domingo, una de las primeras cosas que me preguntó fue si yo era su padre…
Ann Yorke me dirigió una mirada curiosa e investigadora.
—¿Y lo es? —preguntó tranquilamente, sin que se le moviera un cabello.
—¡Claro que no! —contesté inmediatamente—, pero…
—Pero podría haberlo sido —dijo terminando la frase—. Creo entender, Mr. Poynings, que Bryony se veía en un aprieto y sabiéndolo un gran amigo de su madre creyó que tal vez sería usted su padre. Y decidió recurrir a usted.
La miré con admiración.
—Usted —dije— es una joven sumamente inteligente. ¿O es que Bryony le contó esto sin mencionar mi nombre?
Movió su oscura cabeza.
—No —replicó—. La idea se me ocurrió espontáneamente, producto de mi… inteligencia, como usted la llama.
—¿Pero sabía usted que ella estaba preocupada?
—Sabía que andaba en dificultades desde hacía uno o dos meses. No es fácil explicar esto a un hombre. Bryony y yo nos conocíamos tan bien que yo presentía su aflicción sin que ella me lo hubiera contado. La abrumé para que me lo dijera. Sondeé todas las posibilidades, pero se mostró inaccesible. Me extrañó mucho, pues la nuestra era una de esas amistades naturales y espontáneas que sólo ocurren una o dos veces en la vida. Si hubiera sido de distinto sexo, se hubiese llamado amor a primera vista. Nos sentimos atraídas apenas llegué yo aquí, y no me ocultaba nada de cuanto la concernía. Creo haber conocido todos sus secretos menos éste.
Me sentí algo defraudado.
—¿Está usted segura? —insistí.
—Lo estoy. De no ser así se lo diría. Me creerá usted curiosa si le digo que esta misteriosa inquietud de Bryony me tenía preocupada. Me devané los sesos. —Concluyó con entrecortado suspiro.
Un pesado silencio cayó entre nosotros. La esperanza que había abrigado de una pista fácil se desvanecía, pero quedaban otros caminos por explorar. La sinceridad del afecto que profesaba a Bryony hacía crecer mi admiración por esta chica.
Estaba considerando la conveniencia de comunicarle la fantástica teoría que sosteníamos Barbary, Thrupp y yo, cuando cortó el silencio.
—Me pregunto —dijo con cautela— si no encontrará usted algo útil en su habitación. Hay allí una mesa escritorio. ¿Le gustaría pasar?
—Creo que sí —murmuré con gratitud—. Iba a sugerirlo. La policía querrá examinar sus pertenencias cuando venga, pero una inspección preliminar puede resultar provechosa. Tal vez quiera usted indicarme el camino. Continuaremos nuestra conversación allí.