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A PESAR de mi fatiga y de la recomendación de Barbary, no me acosté. Quería engañarme a mí mismo diciéndome que tenía demasiada pereza para levantarme del sillón donde estaba tumbado, pero en realidad sabía que no podría descansar hasta que mi prima regresara. Hice el enorme esfuerzo de mezclarme un whisky con soda y de cargar mi pipa y después me recosté nuevamente, pensativo y preocupado.

Siempre noté que en los momentos de importancia crítica el factor tiempo se burla de nuestros sentidos. Mientras el reloj de una iglesia daba las nueve pensé que en realidad habían pasado treinta y tres horas desde mi encuentro con Bryony en The King of Sussex y escasamente doce horas desde el descubrimiento de su cuerpo bárbaramente asesinado en Shafthollow Bowl. Sin embargo para mi mente cansada ambos acontecimientos pertenecían a un período lejano de la historia.

Parecía imposible creer que hacía sólo veinticuatro horas aquel cuerpo joven y delicado había reposado en mi cama de Gentlemen’s Rest y que ahora sus despojos bestialmente mutilados yacían sobre el mármol frío de la morgue del pueblo. Aunque fui soldado y presencié espectáculos horrendos en el campo de batalla, nunca me atrajo la sangre y el sólo pensar en tal carnicería me sublevaba. Creo no ser delicado ni de poco aguante pero detesto ver y hasta pensar que otros puedan ser objeto de crueldad o sufrimiento. Puedo soportar el dolor como el que más, pero rehuyo contemplar el sufrimiento de otros, especialmente si son mujeres o animales.

Ese día me había tocado en suerte presenciar el espectáculo más horrible dé mi vida.

Había visto las cosas diabólicas que le habían hecho a la pequeña Bryony, la pobre hija de Lulú. Aún hoy, cuando escribo mucho después del suceso, recuerdo la mezcla de rabia y de náusea que el espectáculo me produjo. Esa noche en Mark Street, cuando la horrible experiencia databa de pocas horas, estaba bajo un sopor que no me permitía analizar mis sensaciones.

Todo cuanto sé es que en un rincón de mi mente bullía una anticuada sed de venganza, de venganza mosaica, diría yo, más que de justicia cristiana. Sin embargo, permítaseme decir en mi defensa que esta sed estaba instintivamente relegada en el fondo de mi mente para dar paso al examen minucioso del campo de batalla de la guerra de ingenio que se avecinaba.

«Primero caza el oso, luego vende la piel».

El tiempo, como dije, se burla de la mente sacudida y sobrecargada. Parecía haber transcurrido un siglo desde el asesinato de Bryony. Sin embargo, cuando casi dos horas después oí abrirse la puerta del departamento, hubiera jurado que no habían transcurrido más de diez minutos.