UN MOMENTO después lo había vuelta a levantar. La telefonista me respondió con encomiable prontitud.
—¿Es usted Susana? —pregunté. En Merrington nos conocemos todos, y la pequeña Sue Barnes me había vendido besos por peniques, valor de pegajosos caramelos, cuando era un gorgojo de cinco años. En aquellos días ella era solamente la hija del lechero, pero ahora es una despierta servidora civil por derecho propio. Aunque ahora los ósculos están prohibidos entre nosotros, todavía nos hacemos guiños cuando nos encontramos.
—Habla Susana. ¿Es el Capitán Poynings?
—Ya sabes que sí, Sue. No seas socarrona. Mira, viola el reglamento por mí, ¿quieres, Susy?
Por el amor que me profesas…
Río ahogadamente.
—No, cuando estoy de servicio —me amonestó—. ¿Qué desea, Capitán Poynings?
—Deseo saber quién me estaba hablando hace un minuto, Sue, o si no puedes decirme esto, desde dónde me hablaba. Acabas de desconectarnos, así que no pretendas no acordarte.
—Usted ha tenido dos llamadas hace media hora —dijo Sue—, y las dos desde Green Maiden.
Pero, naturalmente, no sé quién llamaba. ¿Qué? ¿Ocurre algo?
—¡Oh! no, nada. El que llamó se olvidó de darme su nombre, eso es todo, y como tengo que comunicarme con él más tarde, pensé que sería mejor averiguarlo. Mira, comunícame con la Green Maiden otra vez y veamos si Mr. Venables puede ayudarme.
—Muy bien.
Un momento de silencio puntuado por varios clicks, y me encontré conversando con el propietario, otro buen amigo mío.
—Mr. Venables —dije—, lamento molestarlo a esta hora de la noche, pero algún lunático acaba de llamarme desde ahí y necesito saber quién era. ¿Puede ayudarme? No puedo darme cuenta si algún amigo mío me estaba haciendo una broma o si se trataba de algún desconocido a quien dieron el número equivocado. Tenga la amabilidad de decirme quién fue el último que utilizó su teléfono.
—Seguramente, Mr. Poynings. Conozco el caballero al que usted se refiere, señor, pero acaba de irse. Buscaré su nombre en el registro de visitantes. Espere un momentito, señor.
—Esperé y fui informado en seguida que había sido Mr. Barker, de Londres. Yo había esperado que fuera un Smith o un Jones, pero era lo mismo un Barker.
—¿Un mozo de cabellos rubios?, —inquirí casualmente—, ¿más o menos de mi edad?
—Eso es —replicó Mr. Venables—. Un mozo de aspecto raro, con rizos rubios en toda la cabeza y patillas como esas estrellas de cine que hay en los carteles.
Mi pulso se aceleró cuando reconocí esta perfectamente adecuada descripción de la Bestia Rubia.
—¿Amigo suyo, señor? —agregó el propietario un momento después, un poco dudoso.
—Tanto como eso… —reparé vagamente—. Una especie de conocido. Entre nosotros, no me interesa gran cosa. Venables… usted sabe lo que pasa. Uno tiene que estar con la gente, ¿no es cierto? ¿Está con Mr. Custerbell, no?
—Eso es, señor. Acaban de salir juntos. Me dijeron que iban a dar un paseo a la luz de la luna, así que les di una llave para no tener que esperarlos. ¿Algo más, señor?
—No, gracias —repliqué—. Me voy derecho a la cama, no sea que vengan a verme. No quiero que me molesten visitas esta noche. Hace demasiado calor.
—Sí, señor. Lamentablemente calurosa la noche —convino Mr; Venables—, lamentablemente calurosa. Justo en estas noches es cuando puede suceder cualquier cosa. Eso me estaba diciendo ahora la patrona.
—Mrs. Venables tiene razón, como de costumbre —reí—. Bueno. Muchas gracias y buenas noches y con esto colgué el receptor.
Apenas necesito decir que toda esta nueva actividad telefónica habíame proporcionado bastante en qué pensar, pero tuve el tino de comprobar que ello dejaba la situación virtualmente inalterable. Agregaba poco a nuestra abundancia, de conocimientos, excepto para confirmar: que Custerbell y la Bestia Rubia trabajaban juntos, y que ambos estaban ansiosos por establecer contacto con Bryony. Yo me preguntaba si debería comunicarme con Thrupp para advertirle de mi conversación con Barker, pero decidí que el riesgo de descubrir nuestra pequeña emboscada nos compensaría en forma alguna el valor de la información. Así que subí nuevamente, dejé al perro ya dormido y me introduje en mi dormitorio. Una ojeada a la habitación más grande a través de la abierta puerta de comunicación me bastó para ver a las jóvenes en la cama, juntas, aún despiertas y con los ojos brillantes, en la débil claridad de la luna.
—¿Quién era? —preguntó Bryony vivamente.
No vi por qué había de ocultarles la verdad. En breves palabras relaté mi conversación con la Bestia Rubia.
—Creo que lo he intrigado —concluí confidencialmente—, aunque es demasiado confiar el que crea que Bryony no está aquí. Sin embargo, realmente no puedo remediar sus inquietudes, y si viene por aquí esta noche va a tener una recepción más cálida de lo que se imagina. Mi prima hizo un gesto afirmativo, pero Bryony estaba evidentemente asustada.
—Este hombre me aterroriza, Roger —murmuró levantándose sobre un codo—. Es… es perverso. Y es tan inteligente y astuto como una serpiente.
Resoplé, burlándome despreciativamente.
—Queridita —declaré jactancioso—. No me importa un rábano si es la mismísima serpiente en persona. Puede ser más sutil que cualquier bestia nacida o por nacer, pero después de todo, esto no es decir mucho. Necesitará bastante más que la astucia de una bestia salvaje para dar cuenta de los varios y selectos representantes de Homo Sapiens aquí reunidos. Y algunos años en la India pronto enseñan a arreglárselas con serpientes. No se preocupe, criatura, y no deje que la hipnotice. Personalmente, ya me está sulfurando la impertinencia de esos miserables, y cuando se me hinchan las narices soy capaz de retorcerle el pescuezo al mismísimo diablo.
Bryony, en vez de animarse con mi calculada fanfarronería, pareció sucumbir de repente a un espasmo de verdadero terror. Profirió un pequeño grito, se estremeció como si estuviera presa de una violenta malaria y ocultó su rostro en la almohada; su cuerpo esbelto y juvenil se estremecía con ahogados sollozos.
Estupefacto, no atiné a nada, pero Barbary me hizo un gesto impaciente para que saliera de la habitación y se inclinó tiernamente sobre su aterrorizada compañera de cama, disponiéndose a consolarla. En cuanto a mí, apenas cerré la puerta, el protoplasmático núcleo de un nuevo y asombroso concepto comenzó a nacer en mi pensamiento.