CON NUESTRA sorpresa por encontrar a Haste dentro de la casa en vez de verlo llegar desde afuera, Thrupp y yo nos condujimos con calma ejemplar. Deliberadamente Thrupp terminó el whisky, sacó el tabaco de su pipa, se puso de pie con lentitud y dijo:
—Entremos, Roger.
El sargento Haste, de pie, bien atrás, en un obscuro rincón del hall, resultó ser un hombre menudito de obscuros cabellos y de alrededor de 30 años. Estaba esmerada pero discretamente transformado; con un saco sport de lana y pantalones de franela gris. Thrupp estudiadamente no le prestó atención y se encaminó a mi estudio, que se encuentra en el lado derecho del hall. Haste y yo lo seguimos.
—¿Cómo diablos entró usted? —preguntó Thrupp vivamente tan pronto como cerramos la puerta.
—Por la ventana de la despensa, señor —contestó el sargento detective—. Me acerqué a la casa por la parte de atrás, de acuerdo con sus órdenes, para llegar lo más reservadamente posible.
Con esta única excepción, todas las ventanas del piso bajo estaban cerradas, señor, así es que pensé que podía aprovechar esta abertura para dar la vuelta y venir al frente. Confío en que no me equivoqué, señor.
Thrupp resopló.
—Al contrario, demostró bastante más inteligencia que yo, que dejé la ventana abierta —admitió—. La abrí cuando estaba averiguando dónde estaba el corte del cable telefónico —continuó dirigiéndose a mí— y me olvidé de cerrarla, como un imbécil. Gran cosa que Haste la haya descubierto, aunque, como es natural, yo hubiera hecho la ronda antes de cerrar la noche.
No siendo por los últimos resplandores del crepúsculo y por la luz dorada de la luna que ascendía, el estudio estaba en la obscuridad. Thrupp se acercó a las ventillas, cerró las cortinas y después fue encendida la luz eléctrica.
—Es la hora de nuestra conferencia final —anunció vivamente—. Tendremos que efectuada en dos partes, ya que no se puede dejar sola a Bryony, y no quiere admitirnos, policías vulgares, en su… su virginal morada. Roger, necesito cinco minutos con Haste para ponerlo en antecedentes.
Haz el favor de revisar todas las puertas y ventanas, y de asegurarte de que estén cerradas con llave y cerrojo, y obstaculizadas en toda forma. Mucho me temo que esto tenga algo de fuga interior, pero mejor es eso que un cuchillo en los riñones. Una vez hecho eso, ve a relevar a Barbary y dile a tu prima que venga aquí. Quiero estar seguro de que ella entiende nuestro plan de defensa, y también le pediré que nos prepare algunos termos con café para ayudamos a pasar la noche.
Cuando haya hecho eso, volverá a hacerse cargo de Bryony y tú puedes bajar para cambiar impresiones antes de que nos lleves a Abbots Lodging y cierres el túnel. Después, puedes volver aquí y acostarte. A propósito, ¿tienes a mano esas armas de fuego ilegales?
—En el cajón del fondo del escritorio —repliqué, buscando las llaves. Abrí el cajón y tomé las armas—. Supongo que será mejor el automático —murmuré—. El revólver hace un agujero bastante feo.
—¿Barbary sabe tirar? —preguntó Thrupp.
Me reí.
—Bastante mejor que yo —admití—. Hombre, tengo una idea. Ella puede tener el automático, y yo me quedo con el revólver.
—Bueno —ordenó Thrupp—. Cárgalos y toma un puñado de balas para cada uno. Pero, atención: nada de tiros, no siendo cosa de vida o muerte, y aun siendo así, tira más bien a herir que a matar.
En el Departamento Central se asustan como niñas solamente con pensar que se lastime a los criminales, y me costó gran trabajo conseguir permiso para que Haste y yo pudiéramos traer nuestras armas.
Después de cargar nuestros revólveres —y de correr sus seguros—, dejé a los dos detectives y me dispuse a cerrar la casa. Lo hice minuciosamente, sin molestar a las mujeres hasta que tuve la seguridad de que nadie podría entrar sin romper los vidrios o echar abajo una puerta. Extremé mis precauciones con una cuidadosa revisión de todas las habitaciones de la casa. Siempre había la posibilidad de que alguien pudiera estar ya oculto o que alguien hubiera entrado y salido dejando una bomba de tiempo o alguna otra máquina infernal semejante. No es que pensara hacer descubrimiento tan sensacional, pero tengo la mente un tanto ordenada.
Sin embargo, diez minutos de inspección bastaron para convencerme de que la casa estaba libre de hombres y máquinas. Después, seguí hasta mi propio dormitorio, llamé a la puerta y cuando hube gritado mi identidad, fui inmediatamente admitido por Barbary.
Bryony estaba ya en la cama. Presentaba un aspecto notablemente atractivo, vestida con pijama color jade brillante. Barbary estaba vestida todavía, aunque observé que había llevado su ropa de noche. Ambas jóvenes parecían animadas y en excelente armonía.
Expliqué brevemente que Thrupp necesitaba ver a Barbary, y ella se fue en seguida. Cerré con llave y después procedí a asegurar todas las ventanas de las dos habitaciones. Lo hice a disgusto pues el calor era agobiador todavía, y parecía criminal excluir el poco aire fresco que había.
Bryony me contemplaba desde el lecho, sus grandes ojos verdes apenas visibles a la débil luz. Yo había dado instrucciones a mi prima de que no se hiciera ver luz en el piso superior, pues había que evitar que cualquiera que se hallara espiando, supiera cuáles dormitorios se encontraban en uso.
Completé mi tarea y permanecí contemplando pensativamente a mi huésped. Un pseudorayo de luna había trepado a través de la ventana y estaba iluminando ahora como un halo el glorioso castaño de sus cabellos.
—Estoy resultando un estorbo, ¿verdad? —murmuró con su vocecita mansa.
—Así es —asentí, conciso.
—Y no valgo la pena.
—No soy yo quien tiene que decirlo.
—¡Oh, Roger!; eso no es muy amable…
—No creo ser amable.
—Y sin embargo… ¡Oh!, no quería decir eso, Roger. Lo siento. ¡Qué torpe soy! Usted es realmente muy cariñoso, pero lo que pasa es que no me quiere mucho, ¿verdad?
Me encogí de hombros y me senté a los pies de la cama.
—No veo que le importe un rábano a nadie lo que pienso de usted —dije—. Realmente no me desagrada, si es que quiere saberlo, pero creo que necesita usted le den unos buenos azotes.
—Y supongo que le gustaría: dármelos.
—Al contrario. No veo por qué había de tomarme la molestia. Se adula usted a sí misma, jovencita. No digo que sea suya toda la culpa, pero me parece que ha estado jugando a ser mayor de edad desde una edad precoz. Esto hace que tenga ideas equivocadas en su mayoría. Y la idea particular que ahora procuro corregirle, es que todo hombre a quien encuentra, inmediatamente ansía poseerla. Es un engaño bastante corriente entre mujeres de su edad y condición, pero creo que es la vanidad de las vanidades.
Hubo un corto silencio. Después…
—Barbary, en verdad, es endiabladamente atractiva, Roger…
Con un esfuerzo me contuve de hacer una réplica obvia, pues no quería darle la satisfacción de que viera que su maliciosa observación me había alcanzado. Con nuestros íntimos amigos y conocidos hemos convenido clara y terminantemente que Barbary y yo no seremos molestados con el asunto de nuestras relaciones privadas, y me fastidiaba que esta criatura, que después de todo, era una simple desconocida, tuviera la audacia de investigar en terreno prohibido.
Algo en mi aspecto debió haberle prevenido a Bryony que no debía insistir en sus esfuerzos de tentar, en tal dirección, y durante los breves minutos siguientes la habitación estuvo ahogada en un silencio que aplastaba los tímpanos. Cuidadosamente evité mirar en su dirección, pero podía ver su cara, con el rabillo del ojo. El rayo de luna se había deslizado ahora más abajo, y yo estaba consciente de que ella fijaba sus ojos en mí. Después, de repente, se sentó en la cama, enlazó sus dedos detrás de su cabeza e inclinándose ligeramente hacia adelante inquirió con gran seriedad:
—¿Cuánto tiempo tardó en crecerle esa barba, Roger?
La tensión que había entre los dos se derrumbó como las hojas de oro de un electroscopio.
Reí y Bryony se echó hacia atrás contra sus almohadas con un pequeño suspiro de alivio.
—Esta barba especial —informé, acariciando la excrecencia en cuestión con amorosos dedos— creció en tres semanas justamente, lo cual, por si no lo sabe, es un tiempo bastante bueno para un modelo de esta forma. Haciéndolo así, batió un récord a sus predecesoras en quince y dieciséis días, respectivamente, pero corresponde señalar…
—Entonces, ¿éste es su primer esfuerzo? —me interrumpió.
—¡De ninguna manera!… Como le di a entender, es el tercero.
La barba número uno vió la luz por primera vez hace más de doce años, cuando yo estaba aislado, en un pequeño fuerte de barro en la frontera noroeste con una compañía de sikhs, y tuve la desgracia de dejar caer mi única navaja de afeitar en un pozo de treinta pies de profundidad. (Los sikhs, como quizás sepa, no se afeitan). No pude pedir prestada una navaja, y no me quedó otra cosa que hacer que emular su ejemplo y hacerme de una barba. No era muy buena, porque yo era bastante joven, y creció por zonas. Además, apenas si pude escapar de ser arrestado y juzgado por la Corte Marcial del Mariscal General, cuando, al fin, fuimos relevados, por, contravenir el copioso párrafo de las reglamentaciones del Rey, que en aquellos días ordenaban que «el pelo del labio inferior estará afeitado, pero no el superior; las patillas, si se llevan, serán de longitud moderada». Sin embargo, tuve otra oportunidad, con la condición de que me afeitara inmediatamente, y durante unos cinco días después mi barbilla y mis mejillas fueron tan suaves como las de un bebé. Vino después la barba número dos cuando las exigencias del Servicio, el Servicio de Información, si quiere saberlo, hicieron conveniente que me mezclara con ciertos elementos sospechosos que estaban complotando colocar una bomba en la rueca de Mr. Ghandi, y echarle la culpa al Virrey. Esta barba, teñida de un convincente tono púrpura oscuro, sirvió a su país bien y noblemente mientras duró, lo que no fue por mucho tiempo, pues lamento decir que las ingratas autoridades declinaron permitirme seguir llevándola como un recuerdo de los extraordinarios acontecimientos en que había participado.
—¡Qué cosa! —murmuró Bryony con gravedad—. ¡Sopla, sopla, viento invernal! No importa.
Cuénteme de la barba número tres. ¿Creció a propósito o simplemente porque sí?
—La barba número tres —anuncié sin prestar atención a sus burlas— debe su inspirada existencia al genio de un tal Rufus Plugge, socio principal de la eminente firma editora Plugge & Postletwhite quien, al aceptar mi primera novela para su publicación, con mucho tacto me, hizo saber que los lectores de novelas, y especialmente las mujeres, están absurdamente inclinados a favor de los autores cuyas fotografías los muestran buenos mozos o de aspecto recio o distinguido. Mr. Plugge consiguió hacerme ver con mucho tacto que mi cara, entonces en su pelada y desnuda condición, no estaba lista para ajustarse a ninguna de esas categorías. Era, dijo Rufus Plugge, rigurosamente un rostro bastante bueno en su clase, pero (que no lo interpretara yo mal), simplemente un dial, un rostro, una fisonomía. Llamó, entonces, al Editor de Arte, al Gerente de Publicidad, a su señora Secretaria y a un par de empleadas de la contaduría, y todos ellos se amontonaron junto a mi cara. Después de largas y complicadas deliberaciones, se convino unánimemente que, puesto que sería virtualmente imposible hacerme aparecer hermoso o distinguido, tendría que aparecer rudo, y a fin de, que esto pudiera llevarse a cabo, me dejé crecer la barba. Combinando mi dignidad con la viveza comercial, consentí en dejármela crecer. Debía ser una barba tosca, en consideración a un agregado de veinticinco guineas a mis anticipas sobre regalías. De tal forma se arregló el asunto, y al cabo de tres semanas estaba listo para el fotógrafo. Debo decir que, en conjunto, el resultado fue muy satisfactorio. No obstante, debe usted admitir, querida, que hay una especie de je ne sais quoi, en fin, un nescio quid en mi persona, que sugiere…
En este punto llamaron en la puerta exterior, y la voz de fui prima anunció su regreso. Al levantarme para hacerla entrar, Bryony me detuvo con otra pregunta.
—¿Y tiene usted pelo en el pecho también, Roger? —inquirió melosamente—. Bueno, quiero decir que la barba es una cosa, pero…