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LA GALERÍA del órgano en Priory Church es un recinto generosamente proporcionado. Está en la parte posterior de la iglesia, y la consola del órgano, separada del instrumento mismo, enfrenta directamente a la nave hacia el altar mayor. Toda la galería está oculta por un enrejado de roble cincelado, lo que permite al organista observar el santuario sin ser visto. No se podía haber pensado un escondite mejor para nuestro propósito. Los Canónigos Rojos no emplean un coro seglar, sino que cantan ellos mismos el Divino Oficio desde sus asientos, en el santuario. Y puesto que el órgano funciona eléctricamente, la presencia de Bryony en la iglesia virtualmente no podía ser descubierta.

No soy un buen organista por la adecuada razón de que tengo los pies muy grandes. Ejecuto los manuales bastante bien para asuntos rutinarios, pero una buena ejecución de pedal requiere pies apropiados, los que me negó la Señora Naturaleza. Barbary ejecuta verdaderamente bien, y es la organista reconocida, siempre que está en Merrington. En su ausencia, soy lo suficientemente bueno para reemplazarla, pero no estoy muy fuerte en recitales corrientes. Sin embargo, para un simple Oficio como el Compline me las arreglo bastante bien.

La campana cesó de repicar allá arriba, en la torre; el reloj dio las siete, y una campanilla de plata tintineó en la lejana sacristía. Yo improvisé mi corriente y suave solo de órgano conforme la puerta del claustro se abría, y los canónigos, conducidos por el Prior y el Subprior, desfilaron de dos en dos a través del santuario. El Padre Prosper y el hebdomadario (o «perro asistente», como acostumbramos a decir en el Ejército) se movieron hacia la celdita del lado de la epístola; el Padre Prosper, como lector, a su pupitre en medio del santuario; los Padres Bernard y Sebastian, los cantores, a sus asientos, frente al altar, justamente detrás de la mampara del presbiterio.

… Un momento de solemne silencio, y después la melodiosa voz del lector entonando la apertura del Oficio.

Jube, domne benedicere. («Dígnate, Señor, una bendición») y después la musicalmente ronca respuesta del Padre Prosper:

Noctem quietam et finem perfectum. («Quiera el señor Todopoderoso concedernos una noche tranquila y un fin perfecto»).

Un ojo sobre la música y el otro sobre Bryony, mansamente arrodillada detrás del enrejado de roble, repetí en silencio esta piadosa y apropiada súplica.

El servicio prosiguió, simple y armoniosamente, en su forma señalada, y mientras yo acompañaba al canto, pensaba más vivamente que nunca cuán milagrosamente justos y apropiados son los salmos para la Bendición. «Su verdad te rodeará como un escudo; no temerás el terror de la noche, la flecha que vuela durante el día, el negocio que rapiña en la sombra, la invasión o el demonio del mediodía…». Yo pensaba perezosamente bajo cuáles de estas categorías debía ubicarse el peligro que amenazaba ahora a la hija de Lulú. Volví de nuevo la cabeza para ver si la conformidad del pasaje la conmovía.

Pero su atención había sido distraída del Liber Usualis, en el cual ella seguía el Oficio, y atisbaba con intensidad peculiar a través de la mirilla de roble hacia abajo, a la congregación. Vi que arrugaba el entrecejo y que sus mejillas palidecían profundamente, y hasta creí que su débil cuerpo temblaba un, poco. Una simple ojeada me bastó para ver que había reconocido a alguien en la nave.

Procuré seguir la dirección de su mirada, pero la consola está demasiado atrás del enrejado para que el ejecutante pueda ver algo más que las espaldas y las cabezas de las personas que ocupan los dos bancos del frente, y Bryony parecía estar fascinada por alguien situado mucho más atrás. La mirada de acosado terror reflejada en su hermoso rostro jugaba sobre mis nervios en tal forma, que, sin darme cuenta, cometí la espantosa gaffe de insertar un siete dominante en la cadencia plagal de un amén, lo que hizo estremecer a todos y a cada Canónigo Rojo del coro, quienes volvieron sus miradas increpantes en dirección a mí. Fue un momento de bochorno, Los Monjes Negros de San Benedicto no tienen nada de común con los Canónigos Rojos de St. Hilary con respecto a la preservación de la pureza y a simplicidad del canto gregoriano.

La ejecución es, prácticamente, sin solución de continuidad, y hasta que el Oficio llegó casi al final, no tuve oportunidad de abandonar mi asiento para investigar lo que había asustado a Bryony. Es una costumbre en la Parroquia de Merrington interponer una lectura pública tomada de una apropiada sección del martirologio entre el final de mi ejecución y el comienzo de la Bendición. Mientras que la lectura continuaba, hice girar mis piernas silenciosamente sobre el taburete y me dirigí a la celosía junto a Bryony. Estaba ahora más tranquila, y en respuesta a mi susurrante pregunta me señaló cautamente la figura de un hombre que estaba de pie al fondo de la iglesia, detrás de la última fila de bancos, y casi verticalmente debajo de nosotros.

El ángulo de visión era tan agudamente oblicuo que apenas si podía ver su rostro. Mi primera impresión fue que se trataba de una persona alta, bien formada, aproximadamente de mi edad, bien conservada y de un aspecto atlético. Visto desde arriba su atributo más conspicuo era una cabeza de cabellos rubios cortos, crespos, ensortijados, unos rizos que a no ser por su color habrían estado mejor en la cabeza de un negro que en la de un hombre blanco. Estaba completamente afeitado, pero por alguna razón conocida por él, había dejado que sus cabellos llegaran a su rostro, formando patillas de una pulgada y media de largo, más o menos. A mi modo de ver, era un error que estropeara sus pretensiones a una real belleza masculina. Su nariz y su complexión eran buenas; pero yo no podía ver ni sus ojos ni su boca, índices fisonómicos mucho más valiosos. Estaba bien vestido con traje de franela gris y calzaba zapatos color marrón; no llevaba sombrero en la mano.

La iglesia no estaba llena del todo. Si lo hubiera deseado, pudo haber encontrado fácilmente un asiento. Pero parecía preferir estar de pie. Pude ver que no prestaba atención alguna a la lectura del martirologio. En cambio, sus ojos estaban continuamente vagando sobre la gente sentada, como buscando localizar a alguien a quien pensaba encontrar allí.

Me di cuenta que era un extraño en el distrito. No lo había visto nunca, y sus peculiares rizados y rubios cabellos eran de tal clase, que una vez vistos hubieran quedado fijos en mi imaginación. Me volví a Bryony y le pregunté quién podría ser. Pero ella se anticipó.

—Roger, estoy asustada —murmuró a mi oído—. Ese hombre, allá abajo, no puede estar ahí por casualidad. Me está buscando. Sé que me está buscando.

—¿Quién es? —repliqué en el mismo tono—. ¿Uno de sus sospechados?

Asintió y me agarró el brazo.

—Más que eso, Roger. No solamente sospecho de él. Yo sé. Es el… el jefe. Creo que es el más peligroso de todos. ¡Oh, Roger!, ¿qué haré? Me está buscando. Sabe que estoy aquí. Y también me encontrará a pesar de todo lo que usted haga. Y entonces, entonces…

Deliberadamente y calculando exactamente la fuerza del golpe a fin de procurar el máximo efecto con el mínimo ruido, le di un fortísimo bofetón. Después, la tomé firmemente por el brazo y la arrastré con violencia desde la celosía hasta la parte posterior de la galería del órgano. No hay nada mejor que la sensación de una violencia física para contrarrestar una histeria incipiente.

Mis tácticas tan poco caballerescas obraron como por encanto. Pensé por un momento que la joven derrumbaría la iglesia con sus gritos o que me desgarraría los ojos, pero después de una breve y tensa pausa se dejó caer aturdida sobre un banco y en él permaneció silenciosa y pálida, por el resto del Servicio. Desafiando el edicto tan poco amablemente atribuído al Apóstol Pablo (quien no pensó tal cosa), se había despojado de la mantilla y se pasaba sus uñas teñidas de color naranja por entre los cortos rizos de sus gloriosos cabellos.