DESDE ESTE instante tomé el incontestable control de la situación. Normalmente soy el último hombre en hacer sentir su peso, pero, una vez que lo hago, lo hago bastante bien. Repitiendo a Shaw, debo prevenir, como hombre de letras, a mis lectores, y contra la suposición de que nunca procuré ganarme la vida honestamente. A pesar de que ahora soy un infeliz tinterillo, con una bicicleta de mujer y una barba, en mi tiempo fui un buen soldado, y creo poder decir que tengo habilidad para desplegar mi acción en forma de poder anticiparme a los más obvios movimientos de mi enemigo. Verdad es que en este asunto tuve alguna desventaja al no tener completo conocimiento de la identidad de mi enemigo, de sus disposiciones o estratégicas intenciones, ni del fundamental casus belli; pero, por lo menos, sabía lo bastante para conocer la naturaleza y alcance de las operaciones de inmediata resolución.
Y así, minutos después de haberse retirado Mr. Ronald Custerbell de The King of Sussex, yo había movilizado mis fuerzas, y especificado a Bill Thrush que me proveyera de un galpón cerrado y vacío en el cual poder ocultar el auto de Bryony y mi bicicleta, rápidamente. Y en este mismo breve período yo había compuesto y recitado al tabernero una corta, pero convincente historia, de todos los insólitos sucesos que se le habían presentado desde el mediodía.
Tuve el cuidado de evitar un excesivo despliegue de detalles, con el feliz resultado de que, inmediatamente, sin vacilación alguna, se tragó la píldora. Presenté a Bryony como a una sobrina mía, ingenua y sin experiencia, quien, para escapar a las desagradables e incorrectas atenciones del verrugoso Custerbell, me había pedido, por ser su pariente más cercano y más entrado en años, que nos encontráramos para ayudarla a salir de tan desdichado enredo. La misma Bryony, en alguna forma milagrosa, había conseguido asumir un aspecto desoladoramente virginal y perseguido, dando la impresión de que en cualquier momento iba a estallar en cándidas lágrimas. El reverente temeroso de Dios y observador de las leyes, Mr. Thrush, cuidadoso, sin duda, del bienestar moral de su propia y huérfana hija, asintió lentamente y solo un gruñido, indicador, a un tiempo, de indignación y de su determinación de velar por la virtud de la señorita, a toda costa. Pienso que, muy razonablemente, estaba dispuesto a creer cualquier cosa de un bebedor de agua.
En verdad, fue el mismo tabernero quien hizo la acertada sugestión de que tomáramos nuestro retrasado almuerzo, no en la sala, que estaba mal situada para la observación y para la defensa contra cualquier ataque sorpresivo, sino en una de las habitaciones de arriba, desde donde, tras la antigua cortina de encaje, podía obtenerse una buena vista del cruce de los caminos y de sus cercanías.
La habitación que nos ocupa resultó ser una especie de sala dormitorio, amueblada en estilo muy semejante al de la sala, pero con la adición de una cama gigantesca. Mientras Bill Thrush estuvo con nosotros extendiéndose sobre las bellezas y ventajas de la habitación, Bryony continuaba lanzando pequeñas ojeadas aprensivas a la cama «recuerdos de gacela asustada», y en forma increíble, la picarona llegó a ruborizarse. Pero una vez que estuvimos solos, sus facciones volvieron a la normalidad y sus ojos verdes empezaron a danzar, picarescos.
—De la sartén al fuego —suspiró burlonamente—, Roger querido. Creo que usted sobornó a este viejo astuto para que nos trajera aquí, mientras yo no escuchaba. ¿Piensa aprovechar el día?
La miré ceñudo, pero sus palabras me sugirieron una acertada idea. La dejé por un momento y fui en busca del tabernero para hacerle ver la urgente necesidad de mantener la más estricta reserva respecto a Bryony y a mí mismo, en el caso de que se hicieran averiguaciones. Mr. Thrush, antes de que yo hubiera puesto en su mano un billete doblado, prometió afirmar que no sabía absolutamente nada de Bryony, salvo la información dada en su presencia al de las verrugas; y también, informar a cualquier curioso visitante que yo hacía mucho tiempo que me había ido de la taberna, con la bicicleta. También le previne que estuviera alerta contra las asechanzas, como, por ejemplo, una repentina llamada telefónica preguntando por Bryony o por mí. Yo sabía que estas precauciones parecían algo superfluas pero me sentí más contento cuando fueron tomadas en cuenta.
Cuando volví a reunirme con Bryony, encontré a la hija del tabernero, que estaba tendiendo la mesa cerca de la ventana. Durante los siguientes veinte minutos, mi compañera y yo estuvimos disfrutando de una inesperada y suculenta comida. Solamente cuando levantaron la mesa y se hubo retirado la hija del tabernero, fue cuando volví al asunto.
Colocadas a lo largo de las paredes había media docena de sillas, con diferentes grados de incomodidad. Arrastré un par de ellas junto a la ventana, y Bryony y yo nos sentamos frente a frente.
—Y ahora —empecé con mis mejores maneras del Staff College—, ya es tiempo de que «apreciemos la situación» y de que comencemos a planear en detalle nuestra campaña. Primero, una pregunta, si no tiene usted inconveniente: ¿qué oyó usted, realmente, de mi conversación con el joven Custerbell?
Bryony abrió los ojos con asombro.
—¿Custerbell? —repitió con extrañeza—. ¿Dijo que se llamaba Custerbell?
—Eso es —confirmé—. ¿Por qué? ¿No se llama así?
—Su nombre —replicó pensativamente— es Lowe… Ronald Custerbell Lowe. Y el apellido se puede decir que le viene bien.[1]
—Bajo, de nombre y de instintos, ¿eh?
—Usted lo ha dicho, querido. Es más rastrero que una serpiente. El asunto es porqué dijo que se llamaba Custerbell. ¿Está usted seguro que no dijo Custerbell Lowe?
—Seguro —dije decisivamente—. Dejemos el asunto de la nomenclatura por el momento, y volvamos a mi pregunta. ¿Qué escuchó usted de nuestra conversación?
—Me imagino que lo que interesaba, Roger. Oí cuando llegó su Speedwell. No me gustó mucho, y me deslicé a la vuelta de la taberna para ver lo que estaba haciendo. Reconocí el auto o creí reconocerlo; volví a la sala, encontré la puerta interior oculta por esas horribles cortinas, y me deslicé por el pasillo que conducía a otra puerta detrás del bar. Cuando llegué allí, estaba usted empezando esa historia de Guillermo el Conquistador, alias Bill el Bastardo.
—Bien. Entonces ¿conoce usted a Custerbell o Lowe?
—Vagamente.
—Pero no tanto como él parecía dar a entender. Ese cuento suyo de haber planeado pasar un día juntos, por ejemplo, ¿era verdad, por casualidad?
—¡Por favor!, ¡no! ¿Por quién me toma usted?
—No sé. Sin embargo… estoy procurando mantener mi promesa de no meterme en sus asuntos particulares, Bryony. Pero ¿quiere decirme si éste es el Custerbell Lowe a que se refería usted antes cuando admitió que había un hombre responsable de su presente dilema?
—No; no es. Apenas si lo conozco.
—Muy bien. Después se refirió usted a una especie de sindicato o pandilla. ¿Es Lowe un componente de esa pandilla?
—Sospechaba que lo era, pero no estaba segura. El pequeño episodio de hoy parece confirmar mis sospechas, ¿verdad?
—A primera vista, sí. ¿Puede decirme algo más de él?
—Mucho me temo que no.
—Bien. No la presionaré. Me dio la impresión, equivocada o no, de que es un, tipo algo siniestro. ¿No le parece a usted?
Hizo una mueca y se estremeció levemente.
—Demasiado benévolo su concepto, querido —replicó, dejando caer la ceniza del cigarrillo sobre la vieja alfombra—. Francamente, no me atrevo a entrar en detalles, Roger, pero no tengo inconveniente en decirle que… bueno, no es simplemente lo que yo siento, sino lo que sé…