11

ESTE culminante episodio en la serie de impresiones violentas que yo había recibido, era demasiado fuerte para mi sistema nervioso. Por regla general, soy un tipo bastante flemático, y aunque no pretendo poseer (como muchos de mis héroes) nervios de acero, con frecuencia puedo confiar en que permaneceré moderadamente tranquilo frente a cualquier emergencia. Pero ahora no tengo inconveniente en confesar que salté a un metro de la silla al simple sonido de la horrible palabra asesinato.

Cuando volví a sentarme, de golpe, una densa nube de polvo y crin de caballo llenó la habitación.

—¡Asesinato! —repetí espantado, torciendo los ojos hacia mi compañera—. ¡Por las barbas de Mahoma! ¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué?

—Yo… yo no puedo decírselo…

—Usted está bromeando, Bryony.

—Le juro que no, Roger.

—¿Quiere usted decirme, ahí tranquilamente sentada, que alguien ha intentado asesinarla?

—No. Estoy procurando decirle que alguien va a asesinarme… o, bueno, a intentar hacerlo.

—Pero ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?

Ella abrió su cigarrera y, al encontrada vacía, extendió su mano para que le diera la mía.

—Ya le he dicho todo lo que puedo decirle —replicó—. No puedo decir quién y por qué; y si yo supiera cómo, probablemente de ninguna manera lo hubiera molestado a usted. Ya le he dicho todo lo que sé respecto a cuándo: en esta semana. Al contrario de lo acostumbrado por los villanos en sus libros, éstos omitieron establecer el día y la hora exactos.

La miré severamente.

—Bueno, joven —dije con brusquedad—; por última vez: ¿está usted hablando en serio o esto es simplemente una tomadura de pelo? Si, por alguna razón, se ha propuesto usted reírse de mí, santo y bueno. ¡Riámonos a carcajadas, y se acabó! Pero…

Pero mis palabras terminaron bruscamente, aun antes de que ella pudiera acometer con su negativa, pues su rostro y sus grandes ojos gris verdosos bastaron para asegurarme que no era cosa de broma. Una muchacha tiene que ser notable actriz para poder llorar a voluntad. Las estrellas de cine usan gelatina, según creo (¿o es glicerina?). No era nada de eso lo que vi en los ojos de Bryony.

—Por última vez —repitió mi frase con cansada deliberación—, esto no es cosa de broma, querido. Es la horrible y sangrienta verdad. Se me ha emplazado hasta hoy a medianoche para… para hacer algo que yo no puedo hacer, y la pena por no hacerla es… la muerte. ¡Oh, por amor de Dios!, créame, Roger, que no estoy bromeando. Se lo aseguro.

Terminó con una nota de suave intensidad, que era evidentemente sincera. Con avergonzado disgusto se enjugó los ojos con un diminuto pañuelo, y sus hombros comenzaron de nuevo a estremecerse.

Otra vez la rodeé con mi brazo protector.

—Naturalmente que le creo, querida —dije con firmeza—. Es más: estoy aquí para ayudarla… y la ayudaré. Estoy extraordinariamente contento de que haya venido y de que Lulú haya tenido el buen juicio de decirle que viniera. No soy tan tonto como parezco, ¿sabe? Creo que soy un tipo bastante competente, y saldremos adelante en este asunto.

Ella hundió su hermosa cabeza en mi venerable chaqueta.

—No quiero morir todavía, Roger —balbuceó de nuevo.

—No va a morir —reí—. Puede sacarse eso de la cabeza inmediatamente. Alguien ha estado calentando sus sesos, ¿sabe? —Hice una pausa y le golpeé tan cordialmente la espalda, que dio un chillido—. Mire, Bryony —proseguí—, todavía no tengo ni la más remota idea sobre todo esto… Quiero decir, que no imagino quién es el que quiere asesinarla o por qué quiere hacerlo. Pero si ello tiene que hacerse en el curso de la presente semana (así dijo usted, ¿no?), estoy dispuesto a apostar diez millones contra uno a que no se hará. ¡Vamos a verlo! Voy a disponer las cosas de tal forma, que ni el mismo diablo lo conseguiría.

Conforme yo hablaba, un resplandor de esperanza pareció que iba naciendo en sus ojos, para después irse apagando. No obstante el día caluroso, ella se estremeció…