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NO OBSTANTE mi desorientación del primer momento, yo esperaba reconocer a mi visitante apenas la viera, pero una simple ojeada me demostró que no era así. Había, en efecto, algo ligeramente familiar en su rostro, pero era simplemente su tipo. Las cejas depiladas, la boca grande, el cutis blanco y rosa… son tan sólo marcas de una clase asiduamente cultivadas por las bellas de hoy. Solamente sus ojos gris verdosos y grandes y más bien separados, parecían recordarme alguien a quien yo había conocido; esto y la boca generosa…

Al verla, me puse los anteojos de armazón de asta, no para que ella pudiera examinar a un saldo sospechoso o para tener el aspecto de un estudiante de filosofía —de pornografía, mejor dicho—, sino porque ellos ciertamente daban más realce a mi personalidad. Cuando su coche se detuvo, me acerqué resueltamente a ella, que permanecía sentada al volante.

—¡Oh! —exclamó ansiosamente conforme me presenté.

—Buenos días —murmuré.

—¿Es usted Roger?

—Mi nombre es Roger Poynings.

—¡Mi Dios!

—Lo siento —me disculpé con dignidad.

—Bueno, espero que servirá. De cualquier modo tendrá que ser así. Pero ¿por qué la barba?…

—¿Y por qué no?

—¿Es auténtica?

—Por supuesto. Buen trabajo me costó. ¿Qué hay con ella?

—Parece piojosa, como un felpudo con el «Bienvenido» gastado. Sin embargo, eso es cosa suya, naturalmente. ¿Necesita esos anteojos?

—Seguramente que usted no —repliqué—. ¿O le hacen falta?…

Se rió.

—No está mal para un viejo, Roger —observó saltando fuera del auto, sin abrir la portezuela.

Tuve la visión de unas piernas desnudas y de unos muslos blancos y extremadamente bien formados, resplandeciendo contra el oscuro verde pino de su costoso vestido sencillo.

—Tengo ganas de beber —dijo, volviendo su rostro hacia mí.

Parecía muy joven, de unos dieciocho o diecinueve años, aunque ahora sé que estaba equivocado. Era delgada, esbelta, derecha como un mimbre; una joven atrayente, exquisita, no obstante sus ojos sofisticados.

—He alquilado la mejor sala para nuestro objetivo —dije—. Está llena de trastos viejos, pero por lo menos es reservada. ¿Quiere usted tomar algo? Si me lo dice ahora, hago una escapada al bar y lo llevo a la habitación.

—Ginebra con limón.

—¿Cómo?

—Me gusta. ¿Tiene usted algún inconveniente?

—Ninguno. Es su propio veneno —suspiré—. Pero usted me disculpará si sigo fiel a mi cerveza. ¿Quiere acercarse a la sala y esperarme en ella? Está a la vuelta, la segunda puerta a la derecha.

—Bueno —exclamó, y se fue.

Volví al bar, recogí nuestras bebidas en una bandeja de estaño y la seguí minutos después.

Ella se había recostado en un estrecho sofá de crin; y estaba encendiendo otro cigarrillo, pero me pareció que estaba algo «bebida».

—Me equivoqué de puerta —observó con una pequeña sonrisa—. Me dirigí a la primera, en vez de a la segunda.

—Comprende. Yo dije la segunda —la amonesté débilmente.

—Ya sé; pero escucho tan poco lo que se me dice… Seguramente por eso siempre estoy metida en líos. Debe venir de familia. Lulú era lo mismo.

—¿Lulú? —La única Lulú que recordaba era Lulú Paramore, la «glamorosa» muchacha del cine, aunque en el fondo de mi mente asomó la sospecha de que había conocido a otra.

—Mire —proseguí, conforme ella dejó sobre la mesa el vaso medio vacío—, ¿no sería mejor tener una explicación antes de que vayamos más adelante? Usted parece conocerme a fondo, pero yo no la conozco a usted ni por asomo y perdone que se lo diga tan torpemente.

—Bueno, no importa. Pero, Roger, ¿de verdad que no sabe usted quién soy?

—Lo lamento, pero no tengo la menor idea.

—Entonces, ¿quiere decir que ya me ha olvidado?

Me encogí de hombros sintiéndome ligeramente molesto. Me gusta ser caballero, y no es ningún cumplido para una hermosa joven oír que se la ha olvidado. Pero en este caso no tenía objeto el engaño.

—Querida —confesé—, puede usted atribuirlo al temperamento artístico, al reblandecimiento cerebral, a la distracción del genio, a los vicios o a lo que le parezca, pero, que yo sepa, creo que nunca tuve el gusto de verla. Sé que es imperdonable, pero es así. Y de todas maneras, ¿quién es usted?

Ella suspiró.

—Y sin embargo, usted me ha tenido en sus brazos —suspiró intensamente— y me ha visto en el baño…

—¿Qué?

—El Evangelio, querido. El mismísimo Evangelio. Pero, bueno, supongo que ustedes, los hombres de literatura, están tan acostumbrados a esto, que no se puede pretender que nos tengan presentes a todas. Sin embargo me desilusiona mucho que no le haya hecho ninguna impresión. La escena del baño, en particular…

Yo empezaba a sentirme francamente malhumorado. La muchacha estaba diciendo tonterías, y me estaba cansando.

—Chistoso —exclamé lo más sarcásticamente posible—. Y ahora cambiemos el disco y hablemos razonablemente. Usted me ha arrastrado a este pestilente bodegón causándome considerables inconvenientes y molestias y no he venido aquí a oír cuentos de hadas. ¿Quiere tener usted la amabilidad de decirme, en primer lugar, quién es usted y en segundo qué desea usted? Hasta ahora lo único que sé es que su inicial es B y que se imagina estar en un infierno. La inicial no me dice nada, y no hubiera prestado atención a su carta —que consideré primero como una tomadura de pelo— si no hubiera pensado en la posibilidad de que algún amigo mío estuviera realmente en apuros y necesitara mi ayuda. En vez de ello, vengo y me encuentro con una joven a quien no conozco y cuya única aflicción parece ser un pervertido sentido del humor y una debilidad por las bebidas blancas. Éste es mi caso. Si usted puede rebatirlo satisfactoriamente y mostrarme que necesita realmente ayuda sírvase hacerlo; de lo contrario, me vuelvo a casa.

Sus labios dibujaban una sonrisa burlona mientras escuchaba, pero observé que sus ojos tenían una expresión solemne… Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y se levantó.

—Lo siento —dijo con sencillez—. Cuando pienso en ello, supongo que he tomado las cosas algo estúpidamente. Culpa mía. Veo ahora que usted en realidad no sabe quién soy. En ese caso, ha sido usted extraordinariamente bueno al haber venido. Bien, entonces, aquí estamos. Me encuentro en un infierno y necesito su ayuda si es que quiere ser buenito y dármela. Y en cuanto a si tengo motivos para pedirla o no los tengo… bueno, eso tiene que decidirlo usted. En realidad, mamá me dijo claramente que yo tenía que acudir a usted si alguna vez me encontraba en un aprieto. He estado antes en muchos apuros, pero nunca como para molestarlo. En definitiva, para retribuir su cumplido, yo me había olvidado más o menos completamente de su existencia hasta el otro día. Al principio no podía ni siquiera acordarme de su apellido y tuve que revisar las tres cuartas partes del Quién es Quien, fijándome en todos los Rogers hasta que di con el que buscaba.

Advertí que ya no hablaba en tono divertido pero yo estaba más intrigado que nunca.

—Con que usted me diga su nombre, estará todo aclarado —supliqué pacientemente.

Ella encendió otro cigarrillo.

—Muy bien —convino tranquilamente—. Soy Bryony. Salté de la silla dando tal brinco, que mis anteojos salieron de la nariz.

—¿Bryony? —repetí con incertidumbre— ¿Bryony?

¡Dios mío! ¿No será Bryony Hurst?

Ella asintió y rió.

—Usted lo ha dicho —y se volvió ligeramente, dejando caer la ceniza sobre la descolorida alfombra—. Lulú era mi madre, ya sabe usted… y… y… —Vaciló un instante y después me miró directamente a los ojos—. Y… siendo así… yo pensé… es decir… ¡Oh, bueno! Mire, sea buenito y dígame con franqueza, querido Roger: ¿es usted mi padre o no lo es?