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POR fortuna para todos los interesados (en ese instante estaba yo despotricando furiosamente y muerto de sed) el tabernero abría las puertas en ese momento. Me lancé de la bicicleta, la arrojé contra una pared y, tambaleándome, entré en el bar oscuro y fresco. El dueño, a quien yo conocía de antiguo (un extranjero de las regiones desoladas de Kent, llamado Bill Thrush, hombre tosco y algo taciturno), desplegó insólita inteligencia sirviéndome un cuarto de lo que llamaba cerveza, antes de que mi lengua reseca pudiera articular la orden. Mi paladar estaba tan viciado por las privaciones y la sed, que el brebaje casi sabía a cerveza cuando lo bebí de un trago.

Me repuse un poco y en seguida dejé el jarro y miré a mi alrededor. Me había seguido hasta él ese grupo de aldeanos expectantes, habituales en las mañanas de los domingos, ocupados ahora en la análoga tarea de sorber con lenta deliberación sus primeros tragos… Algunos ojos contemplativos se dirigían silenciosamente en mi dirección, pues The King of Sussex atrae a pocos extranjeros y mi barba es muy afamada. Mi mirada se encontró con la de mi vecino más próximo y aventuré a observar que hacía un calor extraordinario.

—Sí, así es —convino con un solemne movimiento de su fina barba gris—, lamentablemente caluroso.

—Lamentable —asintió una segunda voz desde alguna parte detrás de mí.

—Ciertamente —confirmó un tercero.

—Caluroso, es verdad —observó un individuo con cara de luna y nariz picada de viruelas, desde el extremo del bar, desplegando asombrosa originalidad de pensamiento:

—Lamentable —dijo Bill Thrush, con sociabilidad—. Dan ganas de beber con este tiempo ¿no es cierto?

—Seguro —acordó mi vecino de la derecha, un señor bigotudo, de cuello congestionado—; una sed tremenda, eso es.

—Lamentable —dijeron en coro varias voces. Con el acompañamiento de los jarros vacíos al ser puestos sobre las mesas o sobre el mostrador—. Sí, deplorable, realmente.

Cumplí con mi deber.

—La próxima vuelta la pago yo, Mr. Thrush —ordené, buscando en el bolsillo un billete de diez chelines—. Y no se olvide de usted.

La compañía rezongó la aprobación a este gesto, y durante algunos instantes reinó el silencio, solamente interrumpido por el chasquido de los labios, el ruido de los gaznates y el resonar de los jarros. Pero yo sabía por experiencia que, no obstante mi acción de pagar vueltas, esta gente se encontraría incómoda mientras yo permaneciera allí. Y puesto que la taberna se vanagloriaba de este despacho, me incliné sobre el mostrador y le dije al dueño:

—Puede ser que dentro de poco venga una dama, Mr. Thrush, y seguramente a ustedes no les agradará que haya mujeres en el bar. ¿No tendría usted otra habitación cualquiera donde poder beber un trago? Creo que no la ocuparé mucho tiempo.

Bill Throsh hizo un ademán expresivo con el pulgar por encima del hombro derecho.

—Hay una sala detrás —contestó—. Nunca entro en ella desde que falleció la patrona. La puede usar como guste, Capitán Poynings. Y si —prosiguió— no quiere hacer pasar a la señora por aquí, hay una puerta a la vuelta que conduce derecho a ella. Conforme se sale a la derecha, señor. La segunda puerta que encuentre.

—Buen hombre —dije—. Puede que no la necesite, pues es poco probable que la visita aparezca por aquí. Por otra parte —continué, mirando el reloj— si es que viene, ha de estar por llegar, así que voy a esperarla afuera. En seguida vuelvo. —Y diciendo esto terminé mi cerveza y salí al sol brillante.

Afuera el calor era intenso, y el resplandor me deslumbró. La pesada calma del riguroso verano cubría la tierra, y la quietud era acentuada más bien que disminuida por el zumbido de un lejano avión. No había ninguno cerca, ni tampoco se podía oír algún auto que se aproximara. Me dirigí hacia la derecha vagando por las cercanías de la taberna. Empujé la segunda puerta, entré y me encontré en una habitación; a la que verdaderamente podía llamarse sala.

Era muy pequeña pero, sin embargo, contenía una increíble cantidad de muebles, incluyendo lo que la BBC insiste en llamar un piano forte, un auténtico modelo de la época victoriana, con pliegues de seda color rosa. El paño era de felpilla verde oliva recargado de perendengues, y las cortinas eran de una sarga kaki oscuro. Era evidente que la única ventana no había sido abierta por una década; y la atmósfera era arcaica. Con gran trabajo conseguí abrir la ventana, rompiéndome una uña al hacerlo. Luego, para hacer más agradable el ambiente, dejé consumir con deliberación un par de cigarrillos en un cenicero, y salí de nuevo a la abrasadora luz del sol.

No tengo reloj, pero oí que un distante campanario daba el cuarto. Casi simultáneamente el zumbido de un auto poderoso se dejó oír débilmente al principio, pero pronto se elevó fortísimo, en rápido crescendo. Los caminos cercanos a The King of Sussex son tan poco frecuentados, que tuve la seguridad de que el auto en cuestión era el de mi bella corresponsal. No negaré, siendo como soy un hombre modesto, que mi pulso se aceleró con curiosidad y expectación conforme mi soledad se iba quedando atrás.

Zumbando como una agitada avispa, el automóvil se aproximaba velozmente. Marchaba a unos cómodos sesenta kilómetros cuando apareció en un recodo del camino, posiblemente a una distancia de un cuarto de milla. Atravesó el cruce a cuarenta y se detuvo inmediatamente después a unas cien yardas más allá de The King of Sussex, sin el menor asomo de protesta de los frenos, del motor o de los elásticos.

Era un modelo sencillo, descubierto: un Maratón de dos asientos, amarillo, tapizado en color verde manzana. Y sentada al volante, con un cigarrillo en una corta boquilla de jade entre sus labios y un tumulto de cabellos castaños desordenados por el viento, estaba la más linda mujercita que jamás hubiera visto.